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2007/01/26 05:00:00 GMT+1

La muerte

El miércoles pasado tuve la humorada de publicar mi propio obituario. Como solemos decir algunos periodistas, en nuestro gremio lo que no es plagio es copia. Porque casi todo (si es que no todo) está ya inventado. En los Estados Unidos, un famoso especialista en necrológicas –me parece recordar que trabajaba para The New York Timeshizo lo mismo hace varios decenios, escribiendo su propio obituario. Su gesto fue muy comentado, aunque la amplia repercusión de su decisión mucho me temo que lo dejara frío.

Si lo mío tiene algo de especial es que el obituario lo haya publicado en vida, y que lo redactara en tono humorístico. Aunque tampoco eso sea demasiado novedoso, como saben todos los devotos del gran Georges Brassens, que conocen sobradamente su Súplica para que me entierren en la playa de Sète.

Pero el caso es que a muchos lectores y lectoras –a muchos más de los que yo esperaba, desde luego– la broma no ha acabado de hacerles gracia, no porque les molestara el tono de chanza, sino porque les fastidiaba plantearse la certeza de mi muerte (que, como todos sabemos, es sólo cosa de tiempo).

Incluso hubo varios que tardaron en darse cuenta de que se trataba de una farsa y que se llevaron un buen disgusto creyéndose que realmente este servidor de ustedes la había palmado.

En cierta medida, esta tontería me ha dado la posibilidad de disfrutar del espectáculo que Mark Twain fabricó para Las aventuras de Tom Sawyer: el de alguien que asiste a su propio funeral.

Lo que me ha sugerido a mí la deriva de la ocurrencia (que me ha llenado de cartas el buzón electrónico: ¡como si me faltaran!) es una reflexión sobre los problemas que tenemos para encarar con serenidad la muerte quienes vivimos por esta parte del mundo. Lo mal que afrontamos su certeza. Tanto en lo que se refiere a nuestro propio final fatal como en lo que hace al de la gente que queremos.

Tuve ocasión de comprobar que esa arraigada actitud es cultural (no obligatoria, por así decirlo) hace muchos años, en París, durante una huelga de hambre que hicieron unos refugiados paquistaníes. Se la plantearon a muerte, como De Juana Chaos. Y no entendían el empeño que poníamos los europeos en evitar que murieran. A ellos no les importaba gran cosa morir, si de ese modo lograban doblegar la resistencia que ponía el Gobierno de París –era Pompidou el que ocupaba por entonces la Presidencia– a aceptar la instalación de los suyos en suelo francés. Trataban de explicarnos que, para ellos, morir no tenía tanto valor. En su manera de ver la existencia –decían–, aceptaban que uno nace, vive y muere, y todo ello es igual de bueno o igual de malo.

Ya sé que es una reflexión muy poco respetuosa de las culturas orientales y deudora, casi seguro, de nuestra tradición judeocristiana, pero sospeché entonces que aquella gente tenía esa concepción de la vida porque vivía fatal y, en esas condiciones, dejar este valle de lágrimas tampoco le importaba gran cosa. Y con el tiempo he ido reforzándome, aunque parcialmente, en esa idea: por lo que tengo observado, a partir de cierta edad la gente estima la vida más o menos en relación directa con las compensaciones que le ofrece. Cuanto menor es su calidad de vida –en salud, sobre todo, pero también en afectos, en posibilidades económicas, en aportaciones anímicas–, menos ganas le quedan de vivir. (*)

Sin embargo, aunque nosotros mismos vayamos acomodándonos –poco a poco, por ley de vida, y perdón por la paradoja– a la idea de nuestra propia muerte, es curioso lo mal que encajamos que se mueran aquellos y aquellas que constituyen nuestro pequeño mundo de referencias sentimentales.

Quienes siguen desde hace años estos Apuntes saben del golpe que supuso para mí la muerte de mi madre. Pero no me engaño. La cuestión no es sólo que la quisiera mucho: es que, además, era una pieza fundamental del escenario de mi propia existencia. Su muerte me descolocó por completo.

Nuestra estabilidad emocional se basa en un conjunto de elementos, materiales y humanos. A medida que nos los van quitando, vamos perdiendo asiento en la vida. Nos morimos, por así decirlo, a trozos. Nos cambian el barrio natal –sobre eso también escribí un artículo hace años– y nos matan en parte. Fallecen amigos y amigas y nos morimos también con ellos. Se nos van los más cercanos y nos dejan deshechos.

He escrito al principio de este Apunte que todo, o casi, está inventado. Cuanto he expuesto en este comentario de hoy lo condensaron los latinos hace muchos siglos en una inscripción, todavía mentada en los relojes más tétricos: Omnia ferunt, ultima necat.

Todas hieren; la última mata. Es así de sencillo.

Javier Ortiz. Apuntes del Natural (26 de enero de 2007).

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 (*) Una nota marginal sobre lo de «a partir de cierta edad». Lo he puesto porque he recordado el poco valor que le dan a la vida los niños, los adolescentes y los muy jóvenes, que no tienen realmente asumido que, si se mueren, se mueren. Por eso los jefes de los ejércitos suelen mandar a los jovencitos a las misiones más arriesgadas. Émile Durkheim abordó este asunto de manera magistral en su obra El suicidio. Veterana, pero muy buena. Si no la habéis leído, no os la perdáis.

Escrito por: ortiz.2007/01/26 05:00:00 GMT+1
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