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2006/12/13 08:10:00 GMT+1

Dificultades

Hace ya casi tres décadas, un conocido que era aficionado al LSD –y que al cabo de unos cuantos años llegó a ministro del PSOE, dicho sea de paso– me desaconsejó radicalmente el ácido lisérgico. «Para sacarle provecho hay que abandonarse mansamente a las sensaciones que te provoca, y tú no lo harías. Estás siempre demasiado en guardia», me dijo. Me resulto fácil seguir su consejo, porque no tenía ni el más mínimo interés en experimentar los efectos de esa droga.

Me he acordado de aquello al reparar en las crecientes dificultades que encuentro a la hora de leer literatura escrita en castellano. Me interrumpo sin parar poniendo objeciones al modo en que el escritor –o la escritora– maneja el arte de la escritura, me cuesta Dios y ayuda dejarme arrastrar por el supuesto embrujo de la narración y, en consecuencia, no disfruto con lo que me cuentan. Sigo estando, por lo que se ve, demasiado en guardia. A todas horas. Me voy enfadando con lo que leo y, a nada que los reproches se me agolpen, dejo los libros de lado. Con lo que se me acumulan las obras de las que sólo he leído las primeras páginas, como le sucede a la señora de David Beckham.

Quizá como resultado de esta querencia hipercrítica –a veces antipática, pero ineludible–, me he ido aficionando a las traducciones. Los buenos traductores no suelen ser grandes artistas, pero sí excelentes artesanos. A diferencia de la mayoría de los novelistas castellanohablantes con cuyas obras me topo, los traductores prestigiosos conocen bien su oficio y lo desempeñan con rigor y pulcritud notables. Lo cual me permite leer de corrido, sin interrumpir cada dos por tres la lectura con objeciones técnicas.

Estaba ayer disfrutando de una de esas traducciones aceptables, satisfecho del trabajo del artesano de turno –la artesana, en este caso–, cuando me topé de narices con otro problema, no menor –en realidad mayor–, que me suele plantear la lectura: mi tendencia a objetar no sólo el uso del castellano como instrumento, sino también las ideas del autor. Me es desesperantemente fácil tropezar y caer en toda suerte de reproches ideológicos a lo que leo. Ideológicos, digo; no necesariamente políticos. De concepción del mundo. Incluso de miniconcepción del mundo.

Leo en El primer caso de Montalbano, de Andrea Camilleri: «La recordaba mucho más imponente [se refiere a una escalera de piedra de Vigàta, la ciudad de Sicilia inventada por él]; cuando somos pequeños, todo nos parece más grande de lo que es en realidad».

Zas, interrupción al canto. Digresión: «¿Qué le dice a Camilleri que la catalogación de los tamaños que hace un adulto es más real que la que establece un niño? ¿Cómo sabe que todos los adultos tienen (tenemos) el mismo sentido (sentimiento) de la medida? Y si llegáramos a cumplir 150 años y alcanzáramos una altura de tres metros, ¿veríamos las cosas de un tamaño más real, o tal vez menos real? ¿Cómo sabemos cuándo lo que “nos parece” coincide con “lo que es en realidad”? ¿En qué medida nuestra mirada llega a ser alguna vez objetiva? Nuestra percepción de lo grande, lo pequeño, lo bonito, lo feo, lo agradable, lo desagradable, lo cómico, lo estúpido, lo apasionante, lo aburrido... ¿refleja lo que las cosas son “en realidad” o son expresión de nuestra ideología, de nuestra visión cultural?» Etcétera.

Comprenderéis que con un espíritu así –de retorcido, de tortuoso, de pijotero– es de lo más difícil leer. E incluso vivir.

Escrito por: ortiz.2006/12/13 08:10:00 GMT+1
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