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2008/03/06 05:30:00 GMT+1

«No se descarta...»

Supongo que conocerán ustedes la historia. El pasado domingo, las radios y las televisiones situaron la noticia en sus cabeceras: “Detenidos dos de los terroristas etarras más buscados”. Los periódicos recogieron el asunto el lunes, aunque con distintos tratamientos. Un importante diario precisó que era “la primera captura de terroristas de ETA de la Policía autonómica desde marzo de 2006”. La cosa parecía no ofrecer duda, porque los dos detenidos, Oroitz Aldekoa-Otalora y Adurne Salterain, figuraban en una tétrica lista de etarras difundida por el Ministerio del Interior días antes.

Pero nada era tan obvio. Poco a poco empezó a aclararse, gracias a la intervención del abogado de la pareja arrestada y a las constataciones de la propia Audiencia Nacional, que Aldekoa y Salterain se habían limitado a alojar a un amigo de la infancia, Gorka Lupiañez, que les dijo que no podía ir a su casa porque tenía problemas familiares. Cuando se enteraron de que Lupiañez había sido detenido y estaba acusado de ser de ETA, se ofrecieron a testimoniar ante la Audiencia para aclarar el embrollo, pero aún no habían recibido respuesta del juez. Al final, su alegato se ha abierto paso y han sido puestos en libertad sin fianza.

El asunto podría considerarse un error desagradable, sin más, si no fuera por el concurso de varias circunstancias agravantes de trascendencia social. Una: está claro que Interior elabora sus listas de “más buscados” sin cubrir los mínimos imprescindibles de indagación previa. Dos: tanto Interior como la Consejería vasca se precipitan también mucho a la hora de atribuirse “operativos importantes” y felicitarse mutuamente. Tres: es indignante el uso continuo y machacón que unos y otros –bastantes medios de comunicación incluidos– hacen de la expresión “no se descarta” (en este caso, casi nadie “descartó” que los dos detenidos pudieran ser autores de diversos atentados). Y cuatro: casi nunca hay proporción entre el ruido que se arma a la hora de acusar alegremente y la discreción que se emplea cuando se rectifica lo afirmado sin fundamento.

Más que lo sucedido en este caso, es inquietante el panorama que muestra.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (6 de marzo de 2008).

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2008/03/05 05:30:00 GMT+1

Democracia ateniense

Siempre se pone como ejemplo precursor de las modernas democracias la que rigió en la Grecia clásica polarizada por Atenas: aseguraba al pueblo el derecho a discutir y decidir directamente sobre los asuntos de su interés, excluidos los pocos que ponía en manos de determinados servidores públicos elegidos al efecto.

Aquella democracia ateniense engendró dos valiosos ideales que tuvieron problemático encaje ya entonces y de los que hoy en día no quedan sino tristes parodias. Uno fue el principio de democracia directa: la ciudadanía debía examinar sus problemas en asambleas y proporcionarles solución sobre la marcha, reduciendo al mínimo la delegación en terceros de capacidades decisorias. El segundo, complementario del anterior, era la anarquía, entendida en su sentido primigenio: la reducción de la autoridad del Estado al mínimo, para evitar sus abusos. De aquel bello ideal alabado por Platón hemos pasado hoy a la consideración de la anarquía como sinónimo de caos.

Sin embargo, hay otros elementos de la democracia ateniense que, bajo formas específicas, han resistido muy bien el paso de los siglos. Su idea de “pueblo”, por ejemplo. La consideración ateniense de la ciudadanía no abarcaba al conjunto de los habitantes de la polis. Excluía a los esclavos, a los extranjeros residentes (conocidos como metoikos) y a los asimilados a ellos. Hasta tal punto esas ideas-base han pervivido que se conservan hasta en las lenguas: en castellano, meteco es sinónimo de extranjero, y el francés añade al término métèque una connotación abiertamente peyorativa.

Como puede verse, el principio fundamental es lo que mejor se mantiene. Nuestro equivalente actual al esclavo (el inmigrante indocumentado) y el moderno metoikos (el inmigrante con residencia legal) tampoco tienen derecho a la participación política, ni activa ni pasiva.

Según vamos a comprobar una vez más dentro de cuatro días, tienen derecho a trabajar más y a cobrar menos, gozan del singular privilegio de pagar impuestos como cualquier español en plenitud de sus derechos, pero ni pueden votar ni pueden ser candidatos.

Como en la vieja y ejemplar democracia ateniense.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (5 de marzo de 2008).

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2008/03/04 05:30:00 GMT+1

El mito del voto útil

Mariano Rajoy está en la misma onda que confesó Gabriel Elorriaga, su jefe de propaganda: la actual táctica electoral del PP busca desanimar a una parte de los potenciales votantes del PSOE, restregándoles algunos asuntos conflictivos, como la situación económica, la inmigración y las “cuestiones nacionalistas”, para que el 9-M estén deprimidos y no voten.

Rajoy parte de que la gente que se distancia del PSOE sólo puede hacerlo porque le disgusta que Zapatero esté demasiado escorado a la izquierda; no por la razón opuesta. Sin embargo, hay bastantes que critican la pusilanimidad de los socialistas en los más variados terrenos, incluyendo los tres citados.

Esa posición crítica no tiene por qué traducirse en abstención. Puede llevar a respaldar otras opciones políticas menos agarrotadas por el respeto reverencial a los poderes fácticos locales o internacionales.

Son muchos los que afirman que esa “dispersión del voto” beneficiaría en todo caso al PP. Falso. Para empezar: quienes votan de acuerdo con sus preferencias no dispersan nada; concentran su voluntad en la dirección deseada. Además, con cierta frecuencia abren posibilidades que de lo contrario quedarían cerradas. Es un hecho que el traslado de una parte del voto tradicional de una candidatura modesta (IU, por ejemplo) a otra mayor (PSOE, por ejemplo) hace que a veces el minoritario pierda recursos que no gana el importante. Ese peligro existe ahora mismo en el País Valenciano, donde EU-IU puede perder su representación sin que ello beneficie al PSOE, sino al PP. No sería nada novedoso: en Valladolid ya han vivido esa experiencia.

Rodríguez Ibarra pide el voto para Zapatero para que forme Gobierno “sin depender de los nacionalismos insolidarios”. La vieja guardia del PSOE está repleta de seudofederalistas que, como pasen un solo día sin proclamar su fervoroso españolismo frente al Maligno Desmembrador, enferman. No me extraña que, cuando Rajoy quiere dar lecciones de patriotería, los cite sin parar.

Ojalá Zapatero deba pactar de nuevo, a semejanza de la anterior legislatura. Eso lo alejará de la obsesión monotemática de los Rodríguez Ibarra y compañía.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (4 de marzo de 2008).

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2008/03/03 05:30:00 GMT+1

Cuanto peor... ¿Peor? ¿Mejor?

Semana de elecciones. En plural. El domingo quedará decidida la composición del Congreso de los Diputados y del Senado, pero antes de eso (de hoy en dos o tres días), la Asamblea del Episcopado español designará a sus nuevos dirigentes, presidente incluido.

De esta última elección casi no se está hablando, pero lo que está en juego también tiene su aquel. Antonio María Rouco Varela, de 70 años, quiere regresar a la Presidencia, desplazando a su actual titular, Ricardo Blázquez, cuatro años menos viejo que su oponente. Rouco se ha lanzado a la pelea a cara de perro, desdeñando la vieja costumbre de facilitar a todo presidente de la Conferencia un segundo mandato, pese al expreso deseo del obispo de Bilbao de seguir en el cargo. Pero lo que se juega, ambiciones personales aparte –que también las hay–, es cuestión de líneas: a Blázquez se le identifica con el sector menos reaccionario de la jerarquía católica, visible sobre todo en los cleros vasco y catalán, en tanto Rouco se alinea de manera más que decidida con los ultras como el cardenal Agustín García-Gasco, que fue quien, en el acto de fuerza que montaron en las calles de Madrid el 30 de diciembre, se marcó una arenga acusando a Zapatero de estar propiciando “la disolución de la democracia”. (Que nadie se llame a engaño, que “disolución” significa también “relajación de vida y costumbres”: por ahí iba el prelado valenciano.)

Rouco, que ha realizado una intensa precampaña, tiene ya asegurados –eso dicen los que saben de esas cosas– más de 50 votos de los 76 posibles, así que, de no mediar intervención del Vaticano, que no mediará, volverá con armas y bagajes al mando del catolicismo patrio.

A partir de ahí, la pregunta del millón de indulgencias: ¿será eso bueno o malo para la causa de quienes quisiéramos ver a los poderes públicos (Educación, Sanidad, ofrendas al Apóstol, gobernantes bajo palio, festividades religiosas, etc.) independizados por completo de la Iglesia Católica de una santísima vez? ¿Seguirá Rouco tirando tanto de la cuerda que acabará por romperla? Ítem más: ¿tendrá el nuevo Gobierno los redaños necesarios para afrontar el desafío?

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (3 de marzo de 2008).

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2008/03/02 05:30:00 GMT+1

¡Cómo es la gente!

Anteayer entré a comer en un pequeño y no muy ruidoso restaurante del centro de Madrid. Iba solo y mi intención era aprovechar el rato del yantar para darle un buen empujón a la última novela que estoy leyendo, no tanto porque la obra me esté resultando apasionante, sino porque tengo interés en saber cómo acaba. (O sea, como la campaña electoral, más o menos.)

No había casi ni empezado con mi plan alimenticio-lector, cuando la atención se me fue hacia la conversación que mantenían dos hombres que comían en la mesa más cercana a la mía. Hablaban de los debates electorales. El uno estuvo un buen rato haciendo mofa del simplismo de los argumentos manejados por los dirigentes políticos: “Hacen afirmaciones tajantes como si fueran cosas evidentes y no las apoyan en nada, o las apoyan en datos que se sacan de la manga y que la gente no puede saber si son reales o si se los han preparado a última hora recurriendo a cualquier truco manipulador…” Su compañero de mesa se dijo de acuerdo, pero le matizó, con una sonrisa de complicidad: “¿Y qué quieres que hagan? Imagínate que, en vez de soltar simplezas como ésas, se pusieran a dar argumentos rigurosos. Las explicaciones serias son siempre complicadas. La gente no las entiende. Han de proporcionarle mensajes muy sencillos. ¡No tienen más remedio!”

Ése era para ellos el problema: “la gente”. Se expresaban como sus políticos de referencia, para los que, en último término, la buena política es cuestión de pura capacitación técnica. Tal como ven ellos la vida, nadie está condicionado por sus intereses de clase. Cada cual elige su ideología como quien gusta más de tal color que de tal otro. El problema de “la gente” es que no tiene la preparación necesaria para entrar en el meollo de los grandes problemas. Menos mal que ellos sí lo están, lo que les autoriza a presentarse con una oferta política hecha de espejitos y abalorios, tan vistosos como despectivos.

Esta gente –sí, gente–, en cuanto le colocan un micrófono delante, se apresura a sentenciar solemnemente: “¡El pueblo español es sabio!” Y en cuanto se lo quitan, vuelve al convencimiento de que “la gente” está en la inopia.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (2 de marzo de 2008).

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2008/03/01 05:30:00 GMT+1

Las dos Españas

No va este comentario en la línea del celebérrimo El mañana efímero de Machado (de cuyos tan mentados versos los que siempre me han parecido más certeros son los que predijeron ya en 1913: “Hay un mañana estomagante escrito / en la tarde pragmática y dulzona”), sino por la innovadora versión que la España de nuestro tiempo nos está ofreciendo de una de las presuntas leyes de la dialéctica hegeliana: “Uno se divide en dos”.

¿Es el español un Estado excesivamente centralista o su sistema de organización territorial es altamente autonomista? Pues ahí está la gracia: es las dos cosas. Los responsables de la Transición se encontraron con dos poderosas corrientes sociales y políticas opuestas entre sí. De un lado estaban los franquistas, algo, poco o nada reconvertidos, con la milicia como ariete. Éstos querían garantías de que España iba a seguir siendo centrípeta y monolítica, para lo cual reclamaban la persistencia de un sólido aparato central vigilante y coercitivo. Del otro se hallaba la oposición democrática, recién salida de la clandestinidad, que cuando no hablaba de autodeterminación se ponía federalista, aunque no pocos lo hicieran sólo de cara a la galería.

¿Qué elegir? Nada: optaron por santificarlo todo a la vez. Montaron dos estructuras de organización territorial, que se han pasado tres décadas rivalizando entre sí, duplicando organismos, solapando sus actuaciones… y despilfarrando un pastón.

Ahora nos estamos topando con otro desdoblamiento de ese género. ¿Es el Estado español una monarquía parlamentaria o es un régimen presidencialista? En teoría, lo primero. En la práctica, las dos cosas. La segunda, cada vez más obvia. Zapatero y Rajoy se presentan en sociedad, con gran aplauso mediático, como si su pugna fuera del género de la que dirimieron Sarkozy y Royale el año pasado en Francia, o de la que resolverán en EE.UU. dentro de unos meses. ¿Que Francia y EE.UU. son repúblicas? Bah, un detalle sin mayor importancia.

Se acabó la vieja disputa. Nada de elegir entre Monarquía y República. ¡Monarquía y República! Y todos –todos ellos– tan contentos. Pierden en coherencia, pero ganan en capacidad para engatusar.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (1 de marzo de 2008).

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2008/02/29 07:15:00 GMT+1

No más mayorías absolutas

No me mueve el menor deseo de atacar a Manuel Campo Vidal, contra el que no tengo nada, pero me parece obligado dejar constancia de que el pasado lunes tuvo un lapsus y cometió un error, ambos conexos, de inocultable relevancia política. Incurrió en el lapsus cuando presentó a los participantes en el debate cara a cara Zapatero-Rajoy (¿no es curioso que la reunión de dos caras pudiera convertirse en una cruz?) calificándolos de “los candidatos a la Presidencia del Gobierno”. Él mismo debió de darse cuenta de su desliz freudiano y pocos minutos después los catalogó como “dos de los candidatos a la Presidencia del Gobierno”.

Ahí es donde cambió el lapsus por el error. Porque, de momento, a lo único que son candidatos José-Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy es a miembros del Congreso de los Diputados, el cual decidirá en su día y por los procedimientos al uso en los regímenes parlamentarios –otra cosa son los presidencialistas–, de qué encarga a cada uno de ellos.

No hago esta observación por pijotería leguleya, ténganlo por seguro. Ni siquiera porque me parezca injusto –aunque de hecho lo sea– que los medios públicos concedan tan extraordinarios privilegios al PSOE y al PP, contribuyendo a reforzar un bipartidismo ajeno a la letra y el espíritu de la Constitución Española.

Si me opongo con la mayor firmeza a todos los muchísimos intentos que se están realizando para conducir subrepticiamente al Estado español por esa senda, es porque el bipartidismo fáctico, con el eficaz concurso de la regla D’Hont, favorece de manera descarada la constitución de mayorías absolutas parlamentarias (que no sociales: ésa es cuestión muy distinta). Y la experiencia concreta de las mayorías absolutas parlamentarias que ha vivido España desde 1977 –tanto las repetidas de Felipe González como la cosechada por Aznar en 2000– ha sido más que negativa. Liberados del deber de moderarse y de buscar alianzas, los gobiernos españoles de mayoría absoluta se han caracterizado invariablemente por su soberbia, su arbitrismo y su desdén hacia las minorías.

Minoritario de nacimiento, me aterran absolutamente las mayorías absolutas.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (29 de febrero de 2008).

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2008/02/28 05:30:00 GMT+1

Una pregunta, varias respuestas

Pregunta.–  “En su columna de ayer, usted calculó la representatividad del PP poniéndola en relación con el total de la población española. Pero, en primer lugar, en las elecciones de 2004 la población española era menor. Y, en segundo lugar, no se puede establecer el cálculo de representatividad electoral con respecto a la población total, porque los menores de 18 años no votan, otros se abstienen, etc."

Respuestas.– Punto A: yo no aludí a las anteriores elecciones generales, sino a “las elecciones más recientes”: las últimas municipales, de hace menos de un año. Obviamente, tomar como referencia la totalidad de la población censada fue una exageración deliberada. Una humorada. Aunque no del todo. Porque ésta es una materia a la que hay que darle más vueltas.

Por ejemplo: la población menor de 18 años no vota. Vale. Lo sé. Pero no tengo nada claro por qué no dejan votar hasta los 18 años. Ignoro por qué el Estado tiene por maduro a un chaval de 16 años a la hora de condenarlo a la cárcel, o de permitirle contraer matrimonio, pero lo considera un pipiolo a la hora de votar. Hay ancianos harto más descolgados de la vida colectiva y marginados de la realidad social que muchos chavales de 16 años.

Punto B: Los cálculos de representatividad electoral se fijan tomando como universo los votos emitidos. Pero hay una parte de la abstención –en estas elecciones la va a haber– que responde a convicciones políticas. ¿Por qué se desconsidera la decisión de no votar tomada por cientos de miles de ciudadanos? ¿Porque no cabe diferenciar la de quien se desentiende por entero de los asuntos públicos de la de aquel que se abstiene para mostrar su rechazo por un sistema que rechaza en bloque? Bien. Pero tampoco cabe evaluar los distintos grados de madurez de los votos emitidos. Hay quien vota con conciencia de la opción que toma y quien coge una u otra papeleta por las razones más peregrinas: hemos oído hablar de la importancia que pueden tener en algunos votos los afeitados, las mangas demasiado cortas, las cejas así o el color de los ojos asao. ¿Es eso serio y consciente?

Todo esto es más complicado de lo que parece.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (28 de febrero de 2008).

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2008/02/27 05:30:00 GMT+1

Los candidatos-burbuja

“Hay siempre un cierto margen para la sorpresa”, dijo el locutor de TVE, dando prueba de su probada capacidad para tomar sus deseos por realidades.

No había margen para nada.

Rajoy estaba programado para presentarse una y otra vez como el candidato “del ciudadano de a pie que se levanta a las 7 de la mañana”. Le habían aleccionado para mostrarse como el político que sabe realmente lo que quiere y lo que entiende “la gente”. Insistió en esa idea hasta el aburrimiento: “Lo que interesa a todo el mundo…”, “Lo que no le interesa a nadie…”, “Deje de apoyarse en cifras macroeconómicas que nadie entiende…” Se convirtió en una caricatura de sí mismo: nos contó lo que ha subido el precio de la leche y, cuando se respondió a una autopregunta retórica (“¿Quiere que le dé más cifras?”), citó de nuevo… el precio de la leche.

Rodríguez Zapatero tampoco estaba dispuesto a alejarse de su propio guion: él es el hombre de los logros, de la modernidad y la paz universal –de ahí que España fabrique y venda bombas de racimo–, el defensor a ultranza de la gente anciana y de la impedida, de las mujeres, de la juventud, de la infancia… Él es –dicho sea con toda la modestia– la pera.

Nada de salirse del esquema previsto, aunque la conversación lo pidiera a gritos: no quiso afear a su contrincante que le atribuyera la actuación de los tribunales en materia de legalizaciones e ilegalizaciones vascas, tampoco le negó que nadie haya convocado ningún referéndum “para romper España”… Él había ido a lo que había ido, y el resto, como si oyera llover.

Quizá lo más significativo fue que no se choteara de la pretensión de su oponente de “representar a la mitad de los españoles”. La población de España ronda los 45 millones de habitantes. En las elecciones más recientes, el PP no pasó del 18% de esa cifra. Claro que, de haber bajado a Rajoy los humos en eso, habría tenido que moderar también los propios: ni siquiera entre ambos representan a la mitad de los españoles.

Dijeron por enésima vez todo lo que han repetido ya mil veces. Pero, eso sí: entre ellos solos, para que acabemos de acostumbrarnos de una vez por todas al bipartidismo oficial.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (27 de febrero de 2008).

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(Aparecido en Público el 27 de febrero de 2008. Problemas técnicos debidos a lo tardío del cierre de la edición –téngase en cuenta que Público tiene todavía el motor en rodaje–  hicieron imposible que esta columna saliera en el número del propio 26.)

Escrito por: ortiz.2008/02/27 05:30:00 GMT+1
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2008/02/26 05:30:00 GMT+1

Los obispos maleducados

El adjetivo “católico”, que proviene del griego katholikós –cosa que todos ustedes saben, pero que me permito reiterar, por si alguien hubiera sufrido un momentáneo desliz memorístico–, significa “común a todos”. La Iglesia vaticana se define simultáneamente como “católica” y como “ecuménica” (más etimologías griegas: oikomenikós quiere decir “universal”) para remarcar que tanto sus postulados, concepciones e imperativos como la estructura organizativa y jerárquica con que los promueve no se acomodan a ninguna contingencia espacio-temporal. Que los defiende y aplica del mismo modo en todas partes y en todo momento.

Sería curioso si fuera así, pero no lo es.

Repasen ustedes los últimos decenios de la vida política francesa (digo, por poner un ejemplo próximo). Hagan recuento de las ocasiones en las que la Conferencia Episcopal gala se ha permitido abroncar al Gobierno de turno y convocar manifestaciones en su contra. Verán que no es su especialidad. Deja al César lo que es del César.

Durante mi larga estancia en Francia, sólo recuerdo una ocasión en la que un dignatario de la Iglesia católica apareció en las primeras páginas de los periódicos: fue cuando el cardenal Jean Daniélou murió súbitamente “en epectasis de santidad”, según explicación de un teólogo. (Pocos días después, Le Canard Enchaîné aclaró que el epectasis en cuestión se llamaba Mimí y era una bella bailarina de striptease ante cuyos encantos el cardenal había sucumbido del modo más literal de los posibles.)

La Iglesia católica francesa no recibe ayudas económicas especiales del Estado, que se proclama laico y que no tolera ninguna incursión confesional en la escuela pública. Huelga decir que no tiene firmado ningún Concordato con la Santa Sede, ni le paga ni un euro a cuento de las posesiones que le fueron confiscadas tras 1789. Y si su primer ministro se toma de vez en cuando un caldito con el Nuncio, será como Aznar con el habla catalana: en la intimidad.

O sea, que los obispos franceses lo tienen mucho peor que sus colegas españoles, pero se aguantan. ¿A qué se debe eso? Es sencillo: a que a los de aquí nadie les ha puesto todavía en su sitio.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (26 de febrero de 2008).

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