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2008/08/13 06:00:00 GMT+2

Contra Rusia vivíamos mejor

Manolo Vázquez Montalbán lo dijo más de una vez, y no estoy seguro de que todo el mundo captara bien los muchos amargos matices de su humorada: “¡Contra Franco vivíamos mejor!”

Alguien expuso una tesis similar, también irónica, en una mesa redonda internacional a la que me tocó asistir a comienzos de los noventa. Más de uno se echó las manos a la cabeza cuando lo oyeron. No entendieron que afirmara que, en los tiempos en los que el mundo vivía bajo el control de las dos grandes potencias hegemónicas, Washington y Moscú, reinaba el equilibrio del terror, lo que hacía que nuestro planeta resultara mucho más seguro. El hombre se limitó a hacernos ver que, a menudo, si hay que llamar al orden a un mandón farruco, puede convenir que alguien le deje claro que sus enemigos tampoco son mancos.

Desde la caída del Muro hasta estos días de ahora, el Gobierno de los EE.UU. ha vivido bajo la ilusión –consentida por casi todos, bien es cierto– de que podía hacer o deshacer a su antojo en cualquier parte del globo terráqueo, con razón o sin ella. En los Balcanes, en Oriente Medio, en Irak, en Afganistán, en el Magreb, en Pakistán, en Oceanía, en Panamá, en México, en Cuba, en Sudamérica... y hasta en Morón de la Frontera. ¡Pero si hasta ha sido capaz de intervenir militarmente en las faldas del Himalaya en nombre de una organización que se hace llamar “del Atlántico Norte”!

No quisiera suscitar malos entendidos como el que antes he mencionado. Estoy lejos de pretender que el ataque ruso contra Georgia sea un acto de justicia. Al contrario: así, a primera vista, me parece pura barbarie. Me limito a señalar que la OTAN animó a los dirigentes georgianos a provocar a Putin en Osetia con las peores artes, para ver cómo respiraba el ruso, y que éste ha respondido diciéndole de manera muy contundente a Bush que con las cosas de comer no se juega y menos en el patio de su casa, que es particular.

Ahora Washington ya sabe que Kósovo marcó la frontera de la paciencia de los sátrapas rusos. Ahora Washington ya sabe que el Kremlin es capaz de plantarle cara. Ahora ya está claro que la política mundial vuelve a ser multipolar.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (13 de agosto de 2008).

Escrito por: ortiz.2008/08/13 06:00:00 GMT+2
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2008/08/12 05:00:00 GMT+2

Hablando de Osetia

Todavía me acuerdo del día, hace casi veinte años, en el que una amiga donostiarra me dijo en medio de una apetitosa comida: “¡Jo, Javier, pero es que todo eso que me cuentas de los Balcanes es un lío!”. Traté de explicarle que ya venía siendo un lío desde mucho antes de que ella y yo hubiéramos nacido, pero pronto me di cuenta de que hablarle de Macedonia, Kósovo, Bosnia, Croacia y Serbia (que por entonces aún escribíamos con uve, y con razón) no servía para nada.

Ella me lo dejó claro en seguida: “Llevo toda la vida orientándome en política internacional sin ningún problema. Doy por hecho que EE.UU. nunca tiene razón, o sea, que quien se enfrente a EE.UU. es el que merece mi apoyo”.

Sentenciado lo cual, engulló una gamba roja con sonrisa beatífica y se quedó mirando con gesto de amable displicencia el mapa de los Balcanes que yo había ido trazando en una servilleta de papel.

Como para hablarle de los jemeres rojos. O de Jomeini. O de Gadafi. O de Corea del Norte. O de Karadjic. O de estos gobernantes chinos de ahora, que organizan ceremonias inaugurales olímpicas de una perfección tan pétrea, tan 1984, que dan pavor, aunque enseguida demuestren que son tan falibles como cualquier otro mortal (“General, tu tanque es poderoso, pero tiene un defecto: necesita un conductor”, les advirtió hace muchos decenios el comunista Bertolt Brecht).

Como para hablarle a mi amiga donostiarra de Osetia. Iparralde o Hegoalde.

El error de mi amiga no fue reducir todos los conflictos internacionales a un esquema, sino reducirlos a un esquema erróneo. Si hubiera mirado el mapa del Cáucaso y me hubiera dicho: “Ya veo que todo es muy complejo, y que si patatín y que si patatán, y que Tbilisi fue conocido por Tiflis, y que Stalin, al que llamaban Koba, anduvo por allí organizando huelgas y atracos... pero ¿cuál es la clave del follón que se está produciendo ahora mismo?”.

A lo cual habría podido responderle con un esquema tan simple como el suyo, si es que no más: “¡La economía, estúpida, la economía! Sigue el rastro de los oleoductos. Eso es todo.”

Petróleo. Gas.

Hay más historias, claro. Pero humanas. Perfectamente prescindibles.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (12 de agosto de 2008). También publicó apunte ese día: Los ocho de Burgos.

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2008/08/11 05:00:00 GMT+2

La españolidad en sí y para sí

Prosigo mis indagaciones veraniegas sobre el ser de España, como concepto ontológico. El camino está erizado de dificultades –todavía más con este calor–, pero algo voy avanzando.

Lo primero y principal que he constatado, ciñéndome siempre al más estricto empirismo, es que la españolidad de las cosas y las personas no posee un carácter objetivo. En contra de una idea frívola muy extendida incluso por diccionarios y enciclopedias, nada ni nadie es español al 100% por el mero hecho de cumplir los requisitos establecidos por la ley. La españolidad no sólo admite grados, sino también calidades, como demuestran quienes distinguen a la perfección a los “buenos españoles” (también llamados “españoles de bien” o, alternativamente, “españoles bien nacidos”) de los “malos españoles” o españoles “mal nacidos”. Ser español no es como ser talabricense, que te viene de nacimiento y ahí te las apañes, sino que exige también un camino vital de perfección que no está al alcance de cualquiera.

La existencia de grados dentro de la españolidad viene demostrada igualmente por los destilados de pureza cultural en los que se manifiesta. Así, parece que hay general acuerdo en que la guitarra y las castañuelas son “españolísimas”, al igual que la mantilla, la eñe y el toro de Osborne (de los españolísimos Osborne, incluido el propio Bertín, que en realidad se apellida Ortiz, como casi todo el mundo hoy en día), pero a pocos se les ocurriría decir que son “españolísimos” el flabiol, la alboka o el picu montañés, por ejemplo. Como españoles, lo son a machamartillo, y que no rechisten, pero para ser “españolísimos” necesitarían un plus que jamás estará a su alcance. 

Pasa lo mismo con las personas. ¿A quién se le ocurriría decir que Núria Espert es “españolísima”? A cambio, ¿quién le negaría ese título a Lola Flores, o a Rocío Jurado?

Todo conduce a pensar que España funciona como si se tratara de un club con dos tipos de socios, una parte de los cuales, aunque paga sus cuotas como el que más, apenas cuenta a la hora de conformar la identidad del conjunto.

Tal vez sean españoles, pero no españoles-españoles, como el café-café.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (11 de agosto de 2008). También publicó apunte ese día: Atribución de fuentes.

Escrito por: ortiz.2008/08/11 05:00:00 GMT+2
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2008/08/10 05:00:00 GMT+2

Somos de barrio

Me lo señalan varios lectores: “Usted habla mucho de asuntos vascos”. Bromeo: “Vaya, para mí que eso va a ser porque soy vasco”.

Pero me lo reprocho. Sé que muchas veces nos comportamos como la rana en el fondo del pozo: nos creemos que el cielo entero es ese pedacito reluciente que vemos cuando miramos hacia arriba.

De todos modos, mi querencia no tiene nada de singular. O, si ustedes prefieren: es una variante particular de una querencia general.

Recuerdo una escena de The Paper (Ron Howard, 1994), película a la vez amarga y divertida. Nos planta ante una reunión del staff de un diario de Nueva York en la que se decide la portada del día siguiente. Reproduzco el diálogo de memoria (o sea, mal). Dice el jefe de la sección de Sociedad: “Terremoto en el Sudeste asiático. Doce muertos”. El director pregunta: “¿Alguno de Nueva York?”. “No”, le responden. “Vaya, qué mierda. A ver, ¿algo más?”.

Me reí cuando vi la escena, porque me pareció real como la vida misma. He asistido a cientos de reuniones así. Un niño maltratado a diez manzanas tiene más interés que cien niños muertos de hambre en África o masacrados por una bomba amiga en Afganistán (que, además, vete a saber por dónde cae). Una impúber rubita inglesa desaparecida en Portugal, bien introducida en el star system por unos padres con dotes mediáticas, tiene doce veces más gancho que doce mil niños agónicos explotados en Malasia por una multinacional de prendas deportivas.

El refrán “Ojos que no ven, corazón que no siente” funciona parecido –aunque peor– a la inversa: “Ojos que ven, corazón que tal vez sienta”. Si el periodista consigue una víctima cercana, culturalmente familiar, que incita a muchos a exclamar “¡Fíjate, si eso me podría haber sucedido a mí!”, tiene medio camino recorrido. Cuanto más lejos sitúe la noticia, peor para él. Y para la noticia.

Todos somos de barrio. De algún barrio. Hay barrios grandes (incluso enormes: España, la UE, Occidente) y hay barrios diminutos, mínimos. Como hay barrios bien y barrios bajos.

Tengo comprobado que casi todos los que se proclaman “ciudadanos del mundo” lo dicen porque creen que el mundo empieza y acaba en su barrio.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (10 de agosto de 2008).

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2008/08/09 06:00:00 GMT+2

La actualidad virtual

Cualquiera que por culpa de su vida laboral o social se haya visto obligado a asistir a unas cuantas reuniones supuestamente solemnes y decisorias –a mí me ha tocado acudir a un buen puñado de ellas– sabe por tediosa experiencia que, salvo rarísimas excepciones, quien fija el orden del día acaba conduciendo el encuentro por donde más le conviene.

Establecido el cauce, las aguas (salvo que lleguen desbocadas) lo siguen mansamente.

La actualidad informativa funciona de modo similar. Quien consigue fijar el orden del día de los medios de comunicación, quien no sólo logra determinar qué es importante, sino también qué importancia relativa merece (o no merece) cada asunto, es quien al final pone a su servicio eso tan vaporoso pero tan decisivo que llamamos opinión pública. Porque es él quien condiciona de qué se habla no sólo en las tertulias de las emisoras de radio y televisión, sino también en las barras de los bares, en las peluquerías, en los puestos del mercado... y hasta en las colas del Inem. Es él quien cocina los caldos en los que se cuecen los votos.

Miro los principales titulares de los noticiarios de estos días: que si De Juana esto, que si De Juana lo otro... ¡Caramba con De Juana! A juzgar por la importancia y la extensión que se concede a todo lo relacionado con él, cualquier estornudo suyo, real o supuesto, tiene más trascendencia social que la carrera desbocada de los precios, el incremento del paro, la subida de las hipotecas y la brusca restricción de expectativas laborales y sociales de la gran mayoría.

Claro que De Juana no tiene la exclusiva: están también los Juegos Olímpicos de Pekín, las insolencias de Chávez (que hasta es capaz de declararse dispuesto a comprarle a Botín algo que Botín quiere vender), el acoso que sufre la lengua castellana ante los embates conjuntos del catalán, el euskara, el gallego, el aranés y la fabla... y, claro está, las impertinencias del tripartito catalán, al que le ha dado por reclamar que se cumpla el Estatut cuando le toca.

Todo sea con tal de que nos amoldemos a una actualidad virtual, que suplanta a la que nos asalta en carne y hueso cada día.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (9 de agosto de 2008).

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2008/08/08 06:00:00 GMT+2

¿Olimpismo? Más de lo mismo

Los Juegos Olímpicos (JJOO) están mucho más emparentados con las guerras, las rivalidades a muerte y los conflictos entre naciones que con el afán de paz, la noble competencia y el esfuerzo de superación en buena lid que pretenden sus exegetas. Lo estuvieron ya en la Grecia antigua, donde jamás pusieron fin a ninguna guerra (de hecho, su prueba estelar, la maratón, se estableció para conmemorar el anuncio de una victoria militar), y lo han estado en la Era Moderna, cuyas celebraciones han bailado una y otra vez al son marcado por la relación de fuerzas interestatales imperante en cada momento.

El repaso de los JJOO modernos refleja cómo sus responsables nunca se han situado del lado de la defensa de los Derechos Humanos, sino todo lo contrario. Durante años, el Comité Olímpico Internacional (COI) no sólo aceptó, sino que incluso recomendó que quedaran fuera de las delegaciones nacionales los atletas negros y judíos (y las mujeres, por supuesto). El COI se humilló ante Hitler en los JJOO de 1936 y, luego, con la misma devota sumisión, ante los vencedores de la II Guerra Mundial. Más tarde se adhirió a la persecución de los deportistas homosexuales y aplaudió la investigación del sexo de las mujeres tenidas por “ambiguas”.

Las autoridades olímpicas se retrataron a la perfección en 1968, tras la matanza de Tlatelolco, a pocos días de la inauguración de los JJOO de México, cuando las fuerzas represivas del Gobierno de Díaz Ordaz dispararon y mataron a cientos de estudiantes que se manifestaban pidiendo más justicia social y menos gastos suntuarios. El COI hizo como si el asunto no fuera con él. ¡Ni siquiera se declaró apenado por la masacre!

Pero tampoco nos sorprendamos. ¿A cuento de qué iba a actuar como paladín de la democracia un organismo oligárquico que selecciona a sus miembros por cooptación? Si el propio COI rechaza el control de los deportistas de base y huye de las elecciones libres, ¿en nombre de qué iba a exigir a otros –a los jerifaltes chinos, sin ir más lejos– que renuncien a lo mismo?

Los autócratas de todo signo acaban siempre entendiéndose entre sí. A fin de cuentas, les une lo esencial.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (8 de agosto de 2008).

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2008/08/07 06:00:00 GMT+2

Mauritania en la Estrada

El Estado español, como muchos otros, viene declarándose desde hace decenios seguidor de la llamada doctrina Estrada. Resumida a grandes trazos, la tal doctrina sostiene que los estados  (el español, en nuestro caso) no deben entrar a juzgar, ni para bien ni para mal, los cambios de gobierno o de régimen que se producen en otros países. Se supone que lo fundado o infundado de tales cambios concierne en exclusiva a la población aborigen y que ningún poder foráneo es quién para otorgar o negar lo que en tiempos se llamaba el “reconocimiento de Estado”. En resumen, que uno no tiene relaciones con este o con el otro gobierno, sino con tal o cual Estado, cuyas obligaciones heredan los gobiernos que le dan continuidad, por la vía que sea.

A uno le puede caer mejor o peor la doctrina Estrada, según sus inclinaciones ideológicas personales. A mí, aún siendo consciente de los problemas que acarrea, no me disgusta del todo, en la medida en que limita el papel tutelar de las grandes potencias sobre los vaivenes de los países “de segunda fila”.

Pero cabe estar en contra, por supuesto.

Lo que me parece de coña –una tomadura de pelo, sin más– es que el Estado español se apunte a la doctrina Estrada o se limpie el pompis con ella según sus particulares intereses circunstanciales.

La doctrina Estrada ha sido invocada por los gobiernos de Madrid una y otra vez. Hace años, para tener intercambios comerciales y hasta de venta de armas con el régimen de Augusto Pinochet, por ejemplo. Recientemente, para lavarse las manos con las infames intentonas golpistas contra Hugo Chávez. “No entramos en esas cuestiones; son asuntos internos”, dijeron los de Aznar, y los del PSOE aprobaron en silencio.

Y ahora resulta que hay un golpe de Estado en Mauritania y el Gobierno español se precipita a declarar que lo repudia de pe a pa y que los golpistas deben rendirse ipso facto. ¿En nombre de qué? ¿De la doctrina Estrada... o de los acuerdos pesqueros y de inmigración que había alcanzado a muy alto precio con el régimen derrocado?

La verdad es que, si su descarado y rastrero oportunismo mercantil no diera pena, daría risa. Mucha.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (7 de agosto de 2008).

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2008/08/06 06:00:00 GMT+2

Un besito y un besazo

“¡Un besito muy fuerte!”, se despide una amiga que me ha telefoneado. “Eso es imposible”, musito mientras cuelgo. “Si es muy fuerte, no puede ser un besito, y si es un besito, no puede ser muy fuerte”.

No es cuestión de pijotería. Como aficionado al estudio de las maneras de hablar que son reflejo de determinadas tendencias ideológicas y culturales, vengo observando desde hace años la conexión directa que hay entre el abuso de giros que parecen limitar la rotundidad de lo que se afirma y el pensamiento blando, que ha hecho fortuna y tiene invadido nuestro lenguaje coloquial.

Un conocido mío que desarrolla una amplia actividad pública, al que utilizo sin que él lo sepa como rata de laboratorio lingüístico, es incapaz de formular ni un solo juicio de valor que no vaya precedido de la locución adverbial “un poco”, que él alterna con “un poquitín” (“Eso me parece un poco injusto”, “Tal vez la propuesta de Mengano sea un poquitín exagerada”, etc.). Son muletillas que le sirven para reforzar la imagen pública –templada, apacible, tolerante– que quiere dar de sí mismo. Tanto las emplea que a veces se mete en verdaderos jardines conceptuales. Es capaz de decir “Eso es un poco intolerable”, o “Lo considero un poquitín aberrante”, y quedarse tan ancho.

Conviene no equivocarse: ese estilo, de apariencia tan amable, puede ser lo que aparenta, sin más, pero también puede camuflar, llegado el caso, posiciones tan dogmáticas y excluyentes como las que más. En tanto que exalumno de los jesuitas, conozco bien el arte del jesuitismo, habilidad que permite ser todo buenas maneras y sonrisas de cara al exterior mientras se machaca sin piedad al enemigo por lo bajini. Ningún aspirante a lobo ignora las ventajas que aportan las pieles de cordero.

Hágase un favor: tome nota mental de la cantidad de veces que usa diminutivos y dice “un poco” sin que ni lo uno ni lo otro venga a cuento, porque no pretende expresar ningún criterio debilitado de antemano. Y, sin dejar de ser todo lo respetuoso hacia los demás que haga falta,  comuníquenos sus opiniones francamente, sin desbravarlas.

Y cuando quiera dar un besazo, ande, no dé un besito.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (6 de agosto de 2008).

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2008/08/05 06:00:00 GMT+2

Los rigores de De Juana

En estos últimos días los medios de comunicación han recogido acríticamente, cuando no jaleándolas, muchas afirmaciones demagógicas e infundadas relativas a la excarcelación de Iñaki de Juana Chaos.

Cuando una persona próxima a alguna de las víctimas de De Juana habla del caso, no tiene sentido exigirle ni rigor jurídico ni mesura. La ira le ciega, y es muy comprensible. Cabe reclamar algo distinto, en cambio, a los políticos, juristas y periodistas, la mayoría de los cuales no está haciendo nada para poner las cosas en su sitio, proporcionar datos veraces a la ciudadanía y aclarar conceptos básicos.

Un ejemplo: el pasado sábado oí afirmar a una de las dirigentes de nueva hornada del PP que resulta inaceptable que un asesino como De Juana pueda quedar en libertad. No dijo “...tan pronto”, sino “en libertad”, a secas. Se ve que es partidaria de que haya personas que permanezcan recluidas en prisión hasta su postrer suspiro. Pero, dado que esa propuesta choca con la Constitución, que excluye la cadena perpetua, ¿por qué no anunció que su partido pondrá en marcha una iniciativa parlamentaria para reformar la ley suprema? ¿O es que hablaba tan sólo para darse ínfulas ante la galería?

Otro ejemplo: se ha insistido hasta la saciedad en la falta de arrepentimiento de De Juana y de otros miembros de ETA que son excarcelados tras cumplir largas condenas. Tal como se presenta el asunto, se diría que están todos deseando quedar libres para volver a poner bombas. La estadística dista mucho de confirmar esa presunción. Prueba más bien lo contrario. Han sido contadísimos, casi anecdóticos, los casos de expresos de ETA veteranos que han vuelto a las andadas. Es posible que no renieguen a voz en cuello de su pasado, por razones imaginables, pero en la práctica demuestran estar escarmentados. O anulados. O hartos del combate.

Quizá conviniera, ya que de eso se habla, que alguien informara a la ciudadanía de los efectos psicológicos devastadores que tiene pasar veinte años en la cárcel. Están muy estudiados. Equivalen, por entendernos, a media pena de muerte.

¿Que media les parece poco? Pues vale: exíjanla entera. Retrátense.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (5 de agosto de 2008).

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2008/08/04 06:00:00 GMT+2

Déjate de físicos

Cuentan que una señora muy peripuesta y pizpireta se acercó un mal día a Winston Churchill y le espetó, sin mucho miramiento: “Ay, sir Winston, ¡qué gordo se ha puesto usted!”, A lo que el premier británico respondió, con idéntica falta de tacto: “Es verdad, señora. Pero lo mío tiene remedio. Me temo que no pueda decirse lo mismo de su cara”.

La pata de banco me hizo gracia, y admito que la utilicé, aunque dulcificada, en cierta ocasión en la que una señora de ésas que creen que es gracioso ser sincera hasta lo desagradable aludió a los kilos de más que adornan mi cintura. Le dije: “Querida amiga: sé de sobra que he engordado. En mi casa hay varios espejos, y veo en ellos cada día mi triste figura. ¿No tiene usted ninguno que le ayude a hacerse cargo de la suya?”.

Debería haberme abstenido. Lo cierto es que odio que se hagan referencias insultantes al físico (la altura, el peso, la visión, el andar, la abundancia o carencia de pelo, etc.) de las personas a las que se critica por razones político-ideológicas. Franco y Hitler fueron bajitos, como lo son Jiménez Losantos y Aznar, pero a ninguno de ellos cabe achacarle culpa alguna por esa circunstancia: es algo que les vino dado. Además, ¿qué tiene de malo ser bajito? En el ranking de la maldad humana hay tantos bajos como altos. De la misma manera que ha habido gordos de armas tomar, como Nerón, pero también gordos divertidos y encantadores, como Charles Laughton. Y peludos y calvos. Y cegatos y ojos de halcón. Y corredores y cojitrancos.

Leo una columna en la que se señala que a algunos de los miembros de ETA detenidos últimamente se les ve metidos en carnes. Imagino que su autor no recuerda a Mario Onaindia, que ocupó un puesto en la cúpula de la organización terrorista, entre los sesenta y los setenta, con una buena ristra de kilos en su abundante seno. Es más: luego se pasó al PSOE, y cambió de ideología, pero no de peso.

Mi propuesta es sencilla: critiquemos a quien creamos criticable, pero prescindamos de su físico más o menos afortunado, más o menos a nuestro gusto, ciñéndonos a lo que dice o hace por su propia voluntad.

Con eso suele bastar y sobrar.

Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (4 de agosto de 2008).

Escrito por: ortiz.2008/08/04 06:00:00 GMT+2
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