Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de septiembre de 2005

[Se incluyen en orden inverso al de su publicación.

Para fechas anteriores, ve al final de esta página]

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El lío de la Constitución

JAVIER ORTIZ

         
Hay algunos puntos de acuerdo entre los partidos catalanes, excepción hecha del PP, que son difíciles o imposibles de recoger en el proyecto de nuevo Estatut porque, según los técnicos en la materia, no tienen encaje posible en la Constitución española.

Es un argumento que vuelve cada tanto a nuestra actualidad política: «Eso no cabe ni plantearlo -se objeta a tal o cual propuesta o iniciativa- porque es anticonstitucional».

Desde criterios de pura lógica, el argumento tiene una respuesta obvia: «Díganme que lo que propongo se opone al interés general, y arguméntenmelo. Porque, en caso contrario, si admiten que lo que estoy reclamando es justo y bueno, el problema no estará en mi propuesta, sino en la Constitución».

Nos hemos acostumbrado a considerar el texto de la Constitución de 1978 como un dato fijo, sólo retocable en aspectos laterales, si es que no anecdóticos. Sin embargo, el hecho es que aquel documento fue acordado en unas condiciones de excepcionalidad histórica que lo lastraron, y mucho, en materias de la mayor importancia. Me refiero muy especialmente al peligro de golpe de Estado militar, al que por entonces se aludía con toda suerte de eufemismos («el riesgo involucionista», «el ruido de sables», «los poderes fácticos», etcétera). En razón de ese peligro, los principales partidos de entonces llegaron a admitir que algún artículo clave de la Constitución, como el que alude a las Fuerzas Armadas en tanto que garantes de la unidad de España, llegara a las Cortes ya redactado y sin posibilidad de discusión. Esa misma razón justificó que se optara por un sistema de organización territorial del Estado que, a fuerza de pretender contentar tanto a centralistas como a federalistas, superpuso criterios de los unos y los otros y dio pie a demasiadas duplicidades políticas y administrativas, lo que ha resultado a la postre tan confuso como caro.

Quizá ya no valga la pena discutir si las cosas hubieran podido hacerse de otro modo, pero considero perfectamente planteable que, disipadas del horizonte las amenazas golpistas, hayamos llegado al momento de revisar tranquilamente aquellos aspectos de la Constitución que más problemas han causado y siguen causando. El del sistema de organización territorial del Estado muy en especial.

Planteo la posibilidad y, acto seguido, me la objeto yo mismo: la propia Constitución estableció unas condiciones tan duras para su reforma que bien podría decirse que blindó sus errores. Para adaptarla a nuestra realidad haría falta que prácticamente todo el mundo estuviera de acuerdo. Y eso, en un lugar de la Tierra donde basta que algunos digan algo para que otros sostengan de inmediato lo contrario, parece algo más que improbable.

¿Y entonces? ¿Qué solución tiene esto? No sé. Para mí que, sencillamente, no tiene solución.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 29 de septiembre de 2005

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A por la traca final

JAVIER ORTIZ

        
Una de las especialidades de mi buen amigo Gervasio Guzmán consiste en reprocharme lo mucho que escribo sobre el llamado «conflicto vasco» y, a la vez, no parar de pedirme que le hable precisamente de eso. Anoche me telefoneó, justo en el momento en que estaba reflexionando sobre una faceta distinta de la problemática vasca, a saber, por qué la Real Sociedad necesita que le metan dos goles para empezar a jugar al fútbol con algo de criterio. Estaba a punto de llegar a la conclusión de que el problema no es de la Real, sino de los equipos contrarios, que no le dejan jugar hasta que le ganan por 2-0 y se relajan, cuando sonó el teléfono. Era Gervasio.

-¿Te has enterado de lo de la bomba de Ávila?

-Sí -le respondí.

-¿Y cómo lo interpretas?

-¡Caramba, Gervasio! Ya lo sabes. ETA intenta que el personal no se olvide de que existe.

-Pero ¿para qué?

Estuve a punto de decirle que ya se lo he explicado «cienes y cienes de veces», como decía la canción de ese cantante de protesta que tanto promocionan ahora todas las multinacionales. Pero me dejé vencer una vez más por mi vena didáctica.

-Gervasio: ETA quiere negociar, y quiere sacar algo de la negociación. Se da cuenta de que, si no demuestra de vez en cuando que tiene capacidad de seguir dañando, y mucho, el Gobierno puede concluir que no vale la pena concederle nada. Y, en consecuencia, no concederle nada.

El bueno de Gervasio decidió ponerse sarcástico:

-¿Estás tratando de decirme que ETA pone bombas para demostrar que quiere dejar de poner bombas?

Hube de responder a sus fuegos de artificio con tracas del mismo género.

-Nadie se plantea si tiene que negociar con los secuestradores de un avión hasta que se produce el secuestro de un avión.

Con lo cual cambió de tercio.

-Así que está habiendo negociación, ¿verdad?

Consiguió aburrirme del todo.

Hay toneladas de gente discutiendo sobre esa bobada. ¿Hay negociación, no hay negociación? Lo avanzo de antemano: saber, lo que se dice saber, no sé nada. Me han contado muchas cosas, pero yo no las he visto, de modo que no puedo asegurar si responden a la realidad, ni cuánto, ni cómo. Lo que si sé, porque es un dato fijo de nuestra historia, es que los gobiernos españoles, todos sin excepción, han mantenido líneas de contacto con ETA. Así fuera, como decía en sus tiempos el ahora no muy recluso Vera, «para tomarle la temperatura». ¿En qué punto los contactos dejan de ser simples contactos para convertirse en negociaciones? ¿Cuándo los encuentros dejan de ser encuentros en la tercera fase para pasar a la segunda fase, o a la primera? Ni lo sé ni me importa.

No creo que tengan mayor valor las etiquetas. Cuando me expongan los resultados, si es que llega a haberlos, entonces opinaré. Y si sirven para que no haya más muertos, avanzo ya que lo más probable es que aplauda.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 26 de septiembre de 2005

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EN LA RED

La paz de los cementerios

JAVIER ORTIZ

Pregunta: «
¿Protestar en los cementerios contra el diálogo con ETA?»

Respuesta: NO

 

Los integrantes de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, que es una organización particular que lleva en sus siglas a las víctimas del terrorismo con la misma libertad que el PSOE a los obreros -faltaría más-, pueden manifestarse en donde les parezca oportuno, siempre que la Ley no encuentre razones suficientes para disuadirles de ello. Ahora bien: si lo que pretenden es erigirse en voz resurrecta de los muchos de nuestros conciudadanos que han perdido la vida por culpa de ideas asesinas, abusan. No tienen ese derecho.

La iniciativa sería siempre muy poco afortunada, pero lo resulta mucho más precisamente en estos días, cuando estamos en vísperas del trigésimo aniversario del aciago día en el que los gobernantes del franquismo -entre cuyos herederos la AVT tiene tantos valedores, dicho sea nada de paso- decidieron quitar alevosamente la vida a cinco jóvenes tras haberlos sometido a varias parodias de juicio.

¿Convocará también la AVT manifestaciones ante sus tumbas? ¿Lo hará también ante las de aquellos a quienes mataron los GAL? Disculpen mi escepticismo.

En nuestra más o menos reciente historia hay víctimas mortales para todos los disgustos. De todos los bandos (muchos) y de ninguno (bastantes). Nunca he sabido de ninguna víctima mortal que dejara escrito quién tendría derecho a hacer política en su nombre después de que ella no pudiera representarse en persona. Llorar, cabe llorar a todos los muertos. Pero no usarlos como argumento, o como arma arrojadiza, para defender tal o cual línea política concreta. O tal o cual modus vivendi.

Somos muchos los que tenemos a nuestros propios muertos clavados en la memoria. Están ahí, como heridas que no cesan de sangrar. Que nunca cesarán de sangrar. A un chaval de mi barrio le dieron cuatro tiros por protestar contra las penas de muerte. Otro murió en mis brazos porque un tipejo protegido de Fraga decidió dispararle a quemarropa sin saber ni quién era. Yo mismo llevo en mi cuerpo cicatrices que dan cuenta de un cierto terrorismo. Porque el terrorismo, como un todo unificado, no existe. Hay muchos terrorismos. Los ha habido, los hay y los habrá, me temo. Pero no sé de ningún armisticio que no haya obligado a los pacificadores a tragar litros de bilis negra. Bilis negra: melancolía, en lengua griega. Que no les haya exigido recluir -resignar- sus rencores en el ámbito de lo más íntimo. En la lista de sus generosidades.

Los dirigentes de la AVT insisten en que no hay que olvidar. Pero no he visto que fijen con claridad la fecha a partir de la cual no hay que olvidar. ¿Hay que recordarlo todo? ¿Desde cuándo? ¿Desde Indíbil y Mandonio? ¿Desde las Navas de Tolosa? ¿Desde el bombardeo de Gernika? ¿Desde la matanza de Vitoria?

¿Debemos dejar a beneficio de inventario lo ocurrido entre 1936 y 1975? ¿O más bien lo que debemos olvidar es lo hecho por unos para mejor recordar con todo lujo de detalles lo perpetrado por los otros?

Para mí que la cuestión de fondo no es qué debemos olvidar, sino a quién. Debemos olvidar a quienes viven de los conflictos. A los que no sabrían a qué dedicarse si no hubiera sangre de por medio. A los carroñeros. Y llevar todos los años por estas fechas un ramillete de flores a las tumbas de nuestros muertos. Cada cual a las de los suyos.

 

Javier Ortiz es ensayista, periodista y editor

 

Nota.— El diario El Mundo publica todos los domingos una página titulada En la Red en la que dos opinantes exponen sus criterios encontrados  sobre un asunto de actualidad, acerca del cual también se definen, internet mediante,  los lectores y lectoras que quieren hacerlo (y que no votan sobre los artículos, que no han tenido aún oportunidad de leer, sino sobre la pregunta genérica formulada).

El texto que antecede es copia de la participación de Ortiz en esa sección el 25 de septiembre de 2005. La persona que opinó lo contrario fue Encarnación Valenzuela, periodista de Telemadrid.

Votaron 21.205 lectores del periódico, de los cuales el 55% a favor de la postura de la AVT.

 

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Ojos que no ven

JAVIER ORTIZ

        
«Ojos que no ven, corazón que no siente», dice el refrán.

Hay refranes para todo. Para cada cosa y para su contrario.

Siempre recuerdo a la gente refranera que «al que madruga Dios le ayuda», pero que «no por mucho madrugar amanece más temprano», y que «sobre gustos no hay nada escrito», pero que «hay gustos que merecen palos». Etcétera, etcétera.

En lo de los ojos que no ven también cabe un viaje de ida y vuelta.

«Ojos que no ven». Cierto. Ahí están los ojos que no ven que en el mundo mueren de hambre no sé cuántos niños (y niñas, y adultos, y adultas) por minuto. Y los ojos que no quieren ver que la culpa es nuestra, porque no exigimos que haya un reparto racional de los alimentos, porque haberlos haylos, y son suficientes para todos.

Y los ojos que no ven quién fabricó, quién compró, quién distribuyó y quién colocó por medio planeta las minas antipersonas que siguen matando a diario por decenas, incluso cuando ya se han perdido en el olvido las guerras que pretendieron justificarlas.

Y los ojos que prefieren no reparar en que quien prohíbe a diario a los demás hacer esto o lo otro hace eso mismo sin pestañear, cada minuto.

Bah, para qué seguir recordando esas historias, si las sabemos de sobra. Todas. Todos.

Es cierto: ojos que no ven, corazones de piedra.

Pero también es verdad lo contrario. Porque ¡qué fácil es solidarizarse con el pobre periodista chino al que no dejan hablar y se resiste, pero qué difícil resulta respaldar al de Segovia -digo, es un decir- que no logra que le publiquen lo del escándalo del íntimo de su jefe, y que se juega los garbanzos insistiendo en que esa vergüenza hay que sacarla a la luz, por razones de principio! ¡Y qué estético queda echarse las manos a la cabeza porque vejan terriblemente a los detenidos en la Cochimbamba -y vaya que sí lo hacen-, pero qué feo, qué inoportuno y qué desagradable resulta constatar con pesadumbre que la tortura sigue siendo una realidad en España, y que está probado, y que tanto los verdugos como las víctimas tienen nombre y apellidos! Recordemos al superhéroe y superjuez Baltasar Garzón, ahora en funciones de becario estadounidense, que fue capaz de escarbar en todos los crímenes de las dictaduras sudamericanas, por remota que fuera su comisión -en aquellos casos nunca se olvidó de que los crímenes contra la humanidad jamás prescriben-, pero que se mostró incapaz, ay, de investigar ni un solo crimen de la dictadura franquista, tan cercana ella, por claro que estuviera y por activos que siguieran sus autores y los muchos que les sirvieron de cómplices.

Y es que están los ojos que no ven porque lo que hay que ver les pilla muy lejos, pero también los ojos que no ven porque no miran. Porque desvían la vista.

Hay quien ignora porque no ve y quien se las da de ignorante porque prefiere hacer como que no ha visto nada de lo que pasa.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 22 de septiembre de 2005

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Esa coartada llamada la ONU

JAVIER ORTIZ

        
Coincidiendo con los fallidos trabajos vinculados a la celebración del sexagésimo aniversario de la creación de la ONU, se han publicado no pocos comentarios y editoriales de prensa en defensa de la tesis de que, si bien la Organización de las Naciones Unidas tiene defectos gravísimos que justifican las críticas más acerbas, peor sería que no existiera, porque, aunque lo suela hacer tarde y mal, unas veces por exceso y otras por defecto, aporta algunos encomiables procedimientos de moderación de las tendencias más agresivas presentes en la arena mundial.

Es un argumento defendible -cuenta con el valor añadido de la resignación, que muchos confunden con la sensatez-, pero también resulta perfectamente objetable. Cabe argumentar, en efecto, que si la ONU se mantiene aunque sea en precario, no es por los aspectos mal que bien positivos de su labor, sino porque confiere al actual desequilibrio internacional de fuerzas una pátina de consenso asambleario muy conveniente para quienes acaban haciendo lo que les place e imponiendo su ley.

El espectáculo que proporcionó el viernes en su sede suprema, con la asistencia de tropecientos jefes de Estado y Gobierno, fue la representación más descarnada de esa cruda realidad. Un puñado de oligarcas se conchabaron para guisarse un manifiesto a su medida y, cuando ya lo tuvieron cocinado, se subieron a la tribuna y lo presentaron como «documento de consenso», sin importarles ni poco ni mucho que la mayoría de los Estados miembros ni siquiera hubiera tenido la oportunidad de discutirlo.

Anteayer pasó otro tanto cuando Bush y los suyos defendieron la singular tesis de que algunos estados tienen derecho a contar con energía nuclear y otros no, en razón de los vigentes tratados internacionales sobre armamento. La representación iraní señaló que no hay ningún tratado internacional que conceda a unos estados en exclusiva el derecho a producir energía atómica con fines civiles y recordó que EEUU tiene el récord en materia de incumplimiento de los acuerdos internacionales sobre fabricación y almacenamiento de armas prohibidas. Con independencia de lo que uno pueda pensar sobre las actuales autoridades iraníes, es obvio que en este par de puntos les asiste toda la razón. Pero nadie les hizo ni caso.

La verdad pura y dura es que Washington hace con la ONU lo que le peta, y cuando avanza en la dirección que le viene mejor -aunque sólo sea a efectos cosméticos-, le deja hacer, o incluso la jalea, y en cuanto se mete en camisas de once varas, o más, la bloquea y se queda tan ancho.

No estoy seguro de que el hundimiento de la Organización de las Naciones Unidas (que ni es organización, porque es un cachondeo, ni agrupa naciones, porque son estados, ni están unidos, porque la división es su máxima divisa) resultara positivo. Cualquiera sabe. De lo que no me cabe duda es de que dejaría todo mucho más claro.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 19 de septiembre de 2005

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Singular, que no plural

JAVIER ORTIZ

         
Singular, la Justicia de este país.

Tenemos a un magistrado de la Audiencia Nacional, que dice apellidarse Grande-Marlaska -aunque hay quien pone en cuestión tanto el guión como la k de su apellido-, que llama a declarar en tanto que imputado en un posible delito de pertenencia a banda armada a un dirigente sindical vasco a la vez que admite que, en realidad, no tiene fundamento real para acusarlo de nada, con lo cual lo deja en libertad sin medida cautelar alguna.

Singular. Singular todo: el juez, su apellido, la insólita convocatoria y la imputación finalmente no imputada.

Pregunta elemental: si el llamado a declarar puede ser un peligroso terrorista -y ustedes perdonen el pleonasmo-, ¿cómo dejarlo ir sin más? Y, si no: ¿qué sentido tiene contribuir a que planee tan onerosa sospecha sobre su persona?

Tenemos al mismo juez -más o menos Grande, más o menos Marlaska, con c de Rubalcaba o con k de Rubalkaba, según le venga en autos- que sostiene que, si el citado dirigente sindical vasco hubiera hablado -digo bien: hablado- de la conveniencia de que la izquierda abertzale presentara listas «blancas» a las pasadas elecciones autonómicas, podría haber cometido un gravísimo delito. Pero, en cambio, no mueve ni un dedo en contra de quienes formaron parte de tales listas cuando acabaron formalizándose. ¿Tratará de instaurar un novedosísimo principio jurídico, según el cual puede resultar delictivo hablar de algo, pero no hacerlo?

Líbreme el cielo de la pretensión de indagar en las intenciones de don Fernando Grande, con guión o sin él, con c o con k. Me limito a registrar el hecho de que, quiéralo o no, lo sepa o lo ignore -no hay por qué presuponer inteligencia a nadie-, está haciendo política de la más dura, a troche y moche. Política, por cierto, muy inconveniente (o muy conveniente, según qué bando la considere). Porque la persona que don Fernando ha tomado arbitrariamente como diana de sus iras procesales, seleccionándolo de entre los muchos, muchísmos miles que creyeron que sería positivo que la parte de la sociedad vasca a la que representa la izquierda abertzale pudiera tener expresión electoral, ha ido a emprenderla contra una persona (*) que puede cumplir un papel de primera importancia en la pacificación y la normalización de la política vasca.

También es coincidencia. O no.

Singular la Justicia de este país, ya digo.

Anteayer, el fiscal general pronosticó que está cercano el fin de ETA. Si hiciera esa apreciación tomándose un blanco con sus amiguetes en la barra de un bar, no le objetaría nada. Pero ¿a cuento de qué se mete en esos dibujos cuando ejerce de fiscal general?

En resumen: ¿por qué todos estos personajes no dejan la política para los políticos, que ya son más que numerosos, y se dedican a ejercer de lo suyo, que es para lo que les pagamos?

 

________________

 

(*) Este párrafo contiene un grosero error de redacción. Si lo repasáis, veréis que dice, en resumen: «Porque la persona que don Fernando ha tomado arbitrariamente como diana... ha ido a emprenderla contra una persona que puede cumplir...». Lo cual se entiende más o menos por dónde quiere ir, pero mezcla dos fórmulas que no pintan nada juntas. Me di cuenta del yerro y envié otra versión a El Mundo, en la que decía: «Porque la persona que don Fernando ha tomado arbitrariamente como diana... es alguien que puede cumplir...», etc.

Lamentablemente, esa segunda versión o nunca llegó a la Redacción o no fue tenida en consideración, por inadvertencia. Excuso decir que lo lamento.

Excepto la nota final, lo que antecede es copia de la columna publicada en El Mundo el 15 de septiembre de 2005

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Las simpatías fílmicas

JAVIER ORTIZ

         
Ang Lee se ha llevado el León de Oro de la Mostra de Venecia con una película que describe la relación homosexual entre dos vaqueros.

Dicen los críticos que la película es muy buena. Y lo será, seguro.

Añaden que es también muy valiente. Lo cual tampoco pongo en duda, pero con más reservas. Porque tengo en cuenta que no es lo mismo inducir al público de una sala de cine a que dirija una mirada tierna hacia la historia filmada de los amores mutuos de dos cowboys que lograr que ese mismo sentimiento de ternura se integre en la vida cotidiana de la sociedad real.

La historia del séptimo arte abunda en películas en las que los espectadores se ven hábilmente arrastrados no ya sólo a tolerar, sino a simpatizar y a sentirse cómplices de comportamientos que rechazarían iracundos fuera del cine.

Los más firmes defensores de la ley y el orden son capaces de aplaudir robos y de celebrar asesinatos siempre que se trate de una película y que los ladrones y los asesinos aparezcan envueltos en el halo de desenfadada simpatía que conviene al caso. Desde Bonnie & Clyde hasta el remake de The Italian Job, el juego de la mentira cinematográfica nunca ha dejado de funcionar.

Lo que vale para las transgresiones a las normas oficiales sobre la propiedad privada o el derecho a la vida se extiende, llegado el caso, a las reglas concernientes a la moral y las buenas costumbres. Todo el mundo se sintió conmovido con las actividades de chapero de John Voigt en Midnight Cobwoy, o con las de puta de lujo de Jane Fonda en Klute, o con los desamores homosexuales de Robert Webber en 10. Den por hecho que la mayoría de quienes participaron de tales empatías cinematográficas sentirían el más vivo rechazo si tuvieran instalado algo así en la casa de enfrente.

La Mostra también ha aplaudido la maestría de George Clooney como guionista y director en Good Night, and Good Luck, película que alaba la negativa de un periodista de televisión a plegarse a la ferocidad represiva del maccarthismo y al diktat de los patronos de su empresa. Formulo una apuesta. Hágase el recuento de cuántos vean esa película en el curso de los próximos 12 meses y no se sientan identificados con la rebeldía de su protagonista. Apuesto a que serán muy pocos. Hágase a continuación el recuento de los que, de entre ellos, han movido alguna vez un dedo para protestar cuando un periodista de verdad, de los de carne y hueso, ha visto cercenada su libertad de crítica. Apuesto a que serán muchísimos menos.

No me rebelo contra el hecho de que el cine sea esencialmente tramposo. Lo que me pregunto es en qué medida el cine trasgresor, irrespetuoso y crítico no sirve para proporcionar las necesarias dosis de buena conciencia a los espectadores que luego, en cuanto salen del cine, se sitúan con uñas y dientes en el bando de enfrente.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 12 de septiembre de 2005

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Dieciséis toneladas

JAVIER ORTIZ

        
Sí, como las Sixteen Tons de la canción de Merle Travis, aunque éstas no extraídas con dolor y sangre de las minas de carbón del Kentucky de los años 50, sino donadas generosamente por el Estado español y enviadas por vía aérea desde Torrejón hasta Luisiana para auxiliar al desamparado pueblo de Nueva Orleans.

Confieso mi perplejidad. Mis perplejidades.

Me deja realmente perplejo, por ejemplo, con qué unanimidad las más altas personalidades políticas de Estados Unidos, desde el ex presidente Bill Clinton hasta el presidente en teórico ejercicio, George W. Bush, afirman que habrá que investigar cómo ha podido producirse esta catástrofe, pero que «no es todavía el momento» de hacerlo, porque «ahora la prioridad es auxiliar a las víctimas».Como si todos los representantes del Congreso y el Senado de EEUU se hubieran calzado las botas de agua y estuvieran pala en mano quitando el barro de las calles de la ciudad natal de Louis Armstrong. ¿Qué necesidad hay de elegir entre rescatar e investigar? Los que trabajan en las tareas de ayuda pueden seguir haciéndolo, sin que nadie les importune, y, a la vez, los políticos pueden comenzar a analizar las razones de la catástrofe, mejor hoy que mañana y con idéntica dedicación.

Pero es todavía mayor la perplejidad en que me sume la noticia de que no sólo España, sino la práctica totalidad de los Estados miembros de la Unión Europea, han acordado enviar ayuda a EEUU. Algunos han empezado ya a hacerlo. Mandan víveres, tiendas de campaña, bombas de agua, medicinas...

Mi pregunta es sencillísima: ¿carece EEUU de algo de eso? Sus Fuerzas Armadas -capaces, según Bush, de mantener simultáneamente dos grandes guerras a muchos miles de kilómetros de distancia- se han quedado hasta tal punto carentes de pertrechos que han de pedir prestadas tiendas de campaña al Ejército español? Su industria alimentaria, que exporta a todo el mundo, ¿tiene tan vacíos sus almacenes que no les queda más remedio que solicitar a España, Francia, Italia, Alemania o Suecia que les envíen raciones de comida? ¿No cuentan sus impresionantes multinacionales farmacéuticas con stocks que quepa dirigir con urgencia a Luisiana?

Por resumir todas las preguntas en una sola: ¿qué narices hace el país más rico del mundo pidiendo limosna? ¿O será tal vez que el Gobierno de Washington se prohíbe recurrir a los bienes de las multinacionales norteamericanas porque son propiedad privada, y la propiedad privada es sagrada?

Lo digo con total sinceridad: si la noticia hubiera sido difundida el 28 de diciembre, no habría tenido la más mínima duda de que se trataba de una inocentada.

Aunque tal vez lo sea, en cierto modo. Porque cualquiera no se gasta 350.000 euros, como está haciendo la Agencia Española de Cooperación Internacional, para echar una mano al Tío Gilito.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 8 de septiembre de 2005

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[Aviso: a partir de esta semana, las columnas de Ortiz en El Mundo aparecerán los lunes y los jueves]

 

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La imagen de la degeneración

JAVIER ORTIZ

        
Empecé a creer que lo de «la articulación de la sociedad civil» podía ser algo real y concreto, retóricas políticas al margen, hace muchísimos años, cuando supe cómo se organizaba y se ponía en funcionamiento la población de una ciudad de la costa oeste de los Estados Unidos tras sufrir un terremoto. Allí todo el mundo -o casi- demostraba que tenía claro no sólo lo que debía hacer para protegerse él y proteger a los suyos, sino también de qué modo podía contribuir a paliar la emergencia, realizando qué funciones, encuadrado en qué grupo, bajo la autoridad de qué convecino (de un convecino que a su vez estaba en contacto con otros con los que se coordinaba y de los que recibía las instrucciones pertinentes)... No esperaban a que aparecieran los policías y los soldados: era la propia ciudadanía autoorganizada la que se encargaba de garantizar el orden, de impedir el pillaje, de socorrer y dar cobijo a quienes lo necesitaban y de evacuar a los heridos tras proporcionarles los primeros auxilios necesarios.

No trato de decir que todo fuera perfecto, ni mucho menos. Se producían situaciones de descoordinación, alguna gente se dejaba dominar por el pánico y, claro está, tampoco faltaban los pescadores en río revuelto. Pero uno tenía la clara sensación de que la situación de conjunto estaba bajo control.

Es la antítesis de lo que se ha vivido -de lo que se sigue viviendo- en Nueva Orleans tras el paso del huracán Katrina.

Oigo y leo que algunos comentaristas culpan del desastre sobrevenido a los efectos de las sucesivas políticas neoliberales de los gobiernos estadounidenses: de los pasados y del actual, del central y de los locales. No seré yo quien les niegue la razón. En efecto, es imposible comprender lo que está sucediendo en el sur de los EEUU sin tener en cuenta la progresiva minimalización de las funciones asistenciales del Estado, directamente proporcional al incremento de los gastos militares, y la reducción tajante de las inversiones en infraestructuras de interés social. No es culpa de Bush que buena parte de Nueva Orleans esté -estuviera- edificada bajo el nivel del mar, pero sí de la paralización de las obras de construcción de diques protectores y de que se hayan desecado amplias zonas que retenían las aguas para satisfacer las exigencias de los especuladores inmobiliarios.

Pero eso no es todo. Los fanáticos del neoliberalismo son también culpables de otra decadencia que está resultando igual de terrible: la espiritual. Ellos han impulsado el avance arrollador del individualismo, del cada uno a lo suyo y a los demás viento fresco, de la atomización de lo colectivo en particularidades inconexas. De la desarticulación de la sociedad civil, en suma.

Nueva Orleans no es sólo el escenario de un drama. Es también la imagen sin afeites de una terrible degeneración colectiva.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 5 de septiembre de 2005

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El problema es casi todo

JAVIER ORTIZ

         
Contemplo la polémica sobre nuevas fuentes de financiación sanitaria y me asalta al punto una poderosa sensación de déjà vu. Es como si volviera a leer las mismas propuestas que ya hizo el Gobierno en 2002, respondidas por la oposición con idénticas críticas. Con una diferencia: entonces el Gobierno era del PP y la oposición mayoritaria, del PSOE.

Trata el Ejecutivo de paliar el excesivo déficit sanitario por dos vías: la central, aumentando los impuestos sobre los alcoholes y el tabaco, y la autonómica, permitiendo que los gobiernos locales incrementen el beneficio que obtienen de ciertos gravámenes.

Se mofa de Rodríguez Zapatero el PP y de la afirmación que hizo cuando era candidato, según la cual lo progresista no es subir los impuestos, sino bajarlos.

En realidad, tan frívolo es afirmar lo uno como lo otro. Por regla general, resulta más justo poner el acento en los impuestos directos, que gravan a cada individuo en proporción a sus ingresos, que en los indirectos, que pagan por igual los ricos y los pobres. Pero ese criterio tampoco es suficiente, porque también hay que juzgar cómo se administra lo recaudado.

El Estado -hablo del conjunto de las administraciones- no ingresa por separado para Sanidad, para Educación, para Defensa, para infraestructuras, etcétera. En cada uno de sus niveles -central, autonómico, local-, cuenta con una caja única, a partir de la cual debe distribuir el gasto. En consecuencia, carece de sentido afirmar que la Sanidad resulta deficitaria. Lo es por naturaleza, lo mismo que la Educación, que la Defensa... y que la Casa Real, sin ir más lejos.

Si hay que apretarse el cinturón, habrá que establecer una jerarquía de necesidades.

Dejo esto a un lado por un instante para llamar la atención sobre otros aspectos realmente curiosos del asunto. Por ejemplo, la cuantificación que hace el Gobierno de los ingresos que obtendrá aumentando los impuestos sobre el tabaco y los alcoholes. ¿Tan seguro está de que la campaña del Ministerio de Sanidad contra el tabaquismo y el alcoholismo va a fracasar, y de que las tasas de consumo de ambos géneros van a mantenerse incólumes?

Otrosí, y ésta dirigida a los del PP: ¿se han preguntado por qué la Sanidad de algunas comunidades autónomas administradas por su partido, caso de la valenciana y la balear, pasa por tantos apuros? Les aporto un par de factores clave: porque han favorecido con fervor ladrillero el crecimiento del turismo residencial, integrado en su mayoría por extranjeros vetustos que recurren sin parar a la Sanidad pública, y porque han hecho la vista gorda ante la emigración clandestina, que gasta en Sanidad pero no cotiza a la Seguridad Social.

Visto todo lo cual, me pregunto: en suma, ¿cuál es el problema?

Y respondo: el problema -ay, mis queridos conciudadanos- es casi todo.

 

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 3 de septiembre de 2005

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El síndrome posvacacional

JAVIER ORTIZ

        
Buena parte del personal llega al final de las vacaciones y regresa a sus ocupaciones laborales o de estudio. No lo hacen ni las mujeres dedicadas al trabajo doméstico (las amas de casa, que se les suele llamar, olvidando que la mayor parte de las veces las casas no tienen ama, sino amo, y que muchas de ellas carecen de vacaciones, porque durante el verano les toca seguir trabajando para que el resto de la familia no dé un palo al agua), ni quienes carecen de empleo, ni quienes han llegado a la edad del júbilo (o sea, a la jubilación), ni quienes no han tenido vacaciones en agosto, sea porque las tuvieron antes, porque las van a tener ahora o porque no las tienen nunca.

En fin, que vuelven muchos al trabajo asalariado, y casi todos regresan con una cara que llega hasta el suelo, abatidos, desganados y melancólicos, situación que los psicólogos al uso califican de síndrome posvacacional.

Mi tesis es que el llamado síndrome posvacacional no es ningún síndrome, sino una reacción sana y lógica de las personas que durante unas cuantas semanas se han ido situando en condiciones de juzgar con alguna distancia el absurdo alienante que encierra el grueso de la actividad profesional que desarrollan a lo largo de casi todo el año.

No todo el mundo odia su trabajo. Algunos tenemos la fortuna de dedicarnos a una actividad con la que disfrutamos. Por eso no paramos de trabajar durante las vacaciones, aunque bajemos el pistón. Gozamos haciéndolo, e incluso nos frustraría no hacerlo.

Los hay que aman también su profesión, pero odian el modo en el que tienen que ejercerla. He conocido a muchísima gente así en el gremio periodístico. Les gusta escribir, pero no lo que les mandan que escriban. Eso les echa para atrás, incluso.

En idéntica categoría hemos de situar a muchísimos profesionales de las más diversas ramas. Todos amantes de su profesión u oficio; todos cabreados con la manera en la que deben llevarlo cada día a la práctica para que les paguen a fin de mes.

Hay que contar también con el efecto deprimente acumulado que acarrea padecer la obligación de perder una parte sustancial del día yendo y viniendo de casa al centro de trabajo y del centro de trabajo a casa. Y con los devastadores efectos psicosomáticos de las comidas a salto de mata en cualquier sitio.

Concluyo: se llama síndrome posvacacional al tiempo que tarda una persona medianamente lúcida en resignarse a su destino mediocre y dejarse vencer por los efectos anestésicos de la rutina.

Leí hace años que los prisioneros de los campos de exterminio nazi organizaban partidos de fútbol, unos contra otros, para entretenerse mientras les llegaba la hora de acudir a la cámara de gas. Comprendí que los humanos somos capaces de amoldarnos a todo.

Que la mayoría supere el llamado síndrome posvacacional es otra buena prueba de ello.

Es copia de la columna publicada en El Mundo el 1 de septiembre de 2005

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