Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de junio de 2004

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De Vietnam al caos

JAVIER ORTIZ

         
Hay quien compara el avispero en el que EEUU se ha metido en Irak con la ratonera que les supuso su intervención en Vietnam, y es cierto que entre las dos ocupaciones militares hay parecidos notables, sobre todo políticos. Pero las diferencias son fundamentales.

Una, y no la menor, es que en Vietnam el Ejército de Washington se enfrentó con un enemigo unificado, sometido a un solo mando. Un enemigo que controlaba la mitad norte del país (la República Democrática de Vietnam) y que estaba fuertemente organizado en el sur a través de FNL (el llamado Vietcong), que con el tiempo constituyó su propio Gobierno Revolucionario Provisional.

De este modo, la política norteamericana tenía una alternativa. Más o menos repulsiva o atractiva, según para quién, pero una. Cuando el Gobierno de Washington admitió que su presencia allí era insostenible, tuvo con quién parlamentar y pudo llegar a acuerdos que, mal que bien, fueron cumplidos por ambas partes. En el actual Irak, en cambio, no tendría con quién entablar una negociación, aunque quisiera. La resistencia no está unificada. Los grupos armados siguen derroteros no sólo diferentes, sino incluso opuestos. No tienen un proyecto común.

Hay en ese punto otra importante diferencia. En Vietnam, el Gobierno de Saigón, aunque con razón calificado de títere, contaba con un ejército amplio y bien pertrechado y con un importante entramado administrativo. Washington se apoyaba sobre el terreno en una estructura brutal y corrupta, pero dotada de solidez real. En un Estado, en suma. Lo que hay en este momento en Irak no se parece en nada a un Estado. Es una superestructura artificial, sin un poder coercitivo propio y sin ninguna capacidad de organizar la vida social. De quedar a su suerte, no resistiría ni cuatro días.

Alguien ha definido el Irak de hoy como «un país sin Estado». Desde luego que eso no es un Estado, pero tampoco está nada claro que sea un país. Constituido a capones en su día uniendo a pueblos que desconfiaban los unos de los otros -los beduinos del sur llegaron a levantarse en armas en 1920 contra el proyecto unificador tutelado por Gran Bretaña-, con Sadam Hussein todavía se mantenía la apariencia de un país, forzada por la capacidad de represión y disciplina del Estado, pero el derrocamiento de su dictadura ha abierto la caja de Pandora. A ver quién mete ahora de nuevo en cintura todos los viejos fantasmas liberados.

El «trío de las Azores» no sólo declaró una guerra cruel, innecesaria e injusta. Favoreció también que el caos se vaya abriendo paso en un área del mundo que ya antes estaba, dicho sea en pocas palabras, de mírame y no me toques.

Es fantástico: tanto servicio de información y tanto satélite espía y al final no tienen ni idea de lo que se traen entre manos.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 30 de junio de 2004]

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Es importante que paguen

JAVIER ORTIZ

        
Según las pruebas de ADN efectuadas a los familiares de los militares muertos hace un año en Turquía tras accidentarse el Yak-42 en el que regresaban de Afganistán, fueron erróneas 22 de las 39 identificaciones de cadáveres que avaló el Ministerio de Defensa español. Los afectados han reclamado que el ex ministro Federico Trillo devuelva su acta de diputado y abandone la actividad política, y que los altos militares responsables de la falsa identificación sean llevados ante los tribunales de Justicia.

Estoy de acuerdo.

Se dice a veces de algunos países de la vieja Europa que cuentan con «una larga tradición democrática». En más de una ocasión nos hemos quejado -yo lo he hecho- de que España lleve un gran retraso en ese camino.

Para contar con una larga tradición democrática hace falta, para empezar -y por definición-, tiempo. Pero no sólo. Se requiere también que ese tiempo no transcurra en balde. Que vaya dejando un poso de exigencias, de normas de conducta escritas y no escritas que permitan a la ciudadanía diferenciar sin sombra de duda lo decente de lo indecente y lo tolerable de lo intolerable.

Siento por las víctimas del Yak-42 el mismo respeto que por los fallecidos en cualquier otro desgraciado accidente. Soy contrario a la presencia de tropas españolas en Afganistán y a la mayoría de las supuestas «misiones humanitarias» del Ejército, que con frecuencia -y más allá de la voluntad de sus protagonistas- encubren inaceptables labores de ampliación y afianzamiento del «Nuevo Orden Mundial» made in Washington. Pero me da igual, a estos efectos. De lo que se trata en este caso no es de que sea inaceptable lo que han hecho con estos militares y con sus familias, en concreto. Sería indecente que lo hubieran hecho con quien fuera y en las circunstancias en que fuera. Si se han saltado la legalidad a la torera, han firmado certificados falsos y han mentido a la ciudadanía que les abona el sueldo, deben pagar por sus desafueros. No sólo para que ellos expíen su culpa, sino también para que todos los que ejercen el poder vayan asumiendo que las sociedades llamadas libres y democráticas suelen ser con mucha frecuencia injustas, pero a veces no, y entonces puede suceder que el que la ha hecho la pague.

Si se demuestra que Trillo trató de obstruir la investigación, hay que exigirle que abandone la actividad política. Y si se establece que varios altos oficiales del Ejército falsificaron documentos para echar tierra sobre el asunto, hay que conseguir que carguen con su culpa.

Así, poco a poco, se irá consiguiendo que aquellos que mandan se den cuenta de que no siempre se puede hacer lo que sea. Porque, aunque no resulte frecuente, a veces se les pilla.

En ese santo temor a la excepción justiciera se asientan las «largas tradiciones democráticas».

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 26 de junio de 2004]

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Enseñarles los dientes

JAVIER ORTIZ

         
El Papa reúne una doble condición: es el jefe del Estado vaticano y es, a la vez, el máximo dirigente de la Iglesia católica. En su concepción de las cosas, todo es uno y lo mismo, pero el Derecho Internacional tiene sus propias normas. A él le corresponde decidir si las respeta o las repudia. Y a los demás, tomar nota de su opción.

He leído algunas críticas más o menos veladas a la reconvención pública que Karol Wojtyla dirigió al jefe del Gobierno español durante el encuentro que mantuvieron el pasado lunes. Hay quien apunta que el Papa se excedió al expresar su oposición a ciertos planes legislativos del Ejecutivo de Rodríguez Zapatero.

No estoy de acuerdo. El Papa se limita a ocupar todo el terreno que le dejan disponible. No es una peculiaridad suya: así funcionamos los humanos. Seguirá en las mismas mientras no se tope con alguien que le diga -todo lo amablemente que se quiera, pero con la necesaria firmeza- que debe diferenciar los distintos planos de la relación que mantiene con el Estado español, y que, cuando habla con el Gobierno de Madrid en su calidad de jefe de un Estado extranjero, no debe injerirse en nuestros asuntos internos.

Para marcar nítidamente los respectivos terrenos, lo correcto habría sido que Zapatero hubiera tomado la palabra a continuación -de hecho le propusieron que lo hiciera- y hubiera dicho que, franqueza por franqueza, él admite que se siente muy preocupado por la tardanza que está demostrando el Vaticano en el reconocimiento a los habitantes de su territorio de las libertades mínimas, incluyendo las de expresión, asociación y culto, y por su recalcitrante negativa a convocar elecciones democráticas.

Soy muy respetuoso con las creencias ajenas. Guardo mis cuentas pendientes con la educación que me impusieron los jesuitas -confío en que Jiménez de Parga sepa disculparme por ello-, pero no alimento ningún afán revanchista. Estoy dispuesto a firmar la paz con todo aquel que quiera la paz. Pero si alguien viene en plan de guerra, la aceptaré, con la sola condición de que la contienda se desarrolle en el incruento campo de las palabras.

En ese caso, y si hay que apuntar a dar, diré que es intolerable que un colectivo con el pasado de la Iglesia católica trate de darnos lecciones de moral civil, pretendiendo que acatemos su particular desdén por el voto ciudadano. Y diré que, antes de ponerse a hablar de embriones, por ejemplo, debería hacer recuento de los cientos de miles de vidas adultas que sus huestes han suprimido a lo largo de la Historia, en plan «Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos», como en Béziers.

Háblenles alto y claro. Porque es cuestión de relación de fuerzas. Si el Gobierno parece débil, los otros se crecerán. Si les enseña los dientes, lo más probable es que empiecen a decir enseguida que se trata de una sonrisa simpatiquísima.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 23 de junio de 2004]

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Desconfianza obligatoria

JAVIER ORTIZ

         
El juez de la Audiencia Nacional encargado de la instrucción del sumario abierto por los atentados del 11 de Marzo, Juan del Olmo, ha puesto en libertad a tres marroquíes que en su día fueron presentados como autores materiales de la matanza. Sostiene la fiscal Olga Sánchez, y el juez está de acuerdo, que los indicios que apuntan a la presunta culpabilidad de estas tres personas son «demasiado endebles».

Deben de ser realmente muy endebles, porque doy por hecho que tanto la fiscal como el juez hubieron de evaluar las consecuencias que su decisión iba a tener. Con ese auto de libertad han demostrado de un plumazo, para empezar, que en este país los responsables políticos pueden exhibir a cualquiera en la plaza pública presentándolo como asesino sin contar no ya con pruebas, sino ni tan siquiera con «indicios racionales» de alguna solidez. Y han evidenciado, en segundo lugar, que ellos mismos pueden mantener en la cárcel más de tres meses a personas que, según acaban admitiendo, no estaba nada claro que tuvieran ninguna relación con los crímenes investigados.

Dice un proverbio árabe que, cuando alguien te engaña, la primera vez es culpa suya, pero que, a partir de la segunda, la culpa es ya enteramente tuya. Parece sensato. Ateniéndonos a ese razonamiento, convendremos en que no dan mucha prueba de sensatez quienes dan crédito a las acusaciones que lanzan tales o cuales gobernantes -y a veces también tales o cuales jueces- sin más garantía que la de su propia palabra.

Se trata de un fenómeno generalizado. Acaba de probarse en los propios EEUU que, cuando George W. Bush estableció una relación directa entre el régimen de Sadam Husein y los terroristas del 11-S, lo que hizo fue presentar como hechos probados lo que no pasaban de ser deseos personales suyos. Mintió, sin más. Como nos han mentido aquí en un buen puñado de ocasiones.

Esta de ahora es otra más.

Habida cuenta de la reiterada experiencia, deberíamos todos hacer un ejercicio sistemático de incredulidad. Yo lo hago, pero mucha gente a mi alrededor pretende que exagero. «Han detenido al culpable de tal crimen», me dicen. Y yo respondo: «Dicen que han detenido a uno que dicen que fue el autor de un crimen que dicen que ocurrió en las condiciones en que ellos dicen». Yo, como Santo Tomás, sólo me creo ya lo que veo y toco.

Hemos retrocedido enormemente. Antes, los titulares de las noticias abundaban en «presuntos». Ahora sólo hay culpables.

Hasta en el siglo XVII los había más despiertos. Existe una canción satírica inglesa datada en 1689, titulada Epithalamium. A Wedding Song, que se subtitula: «Sobre el supuesto matrimonio del supuesto Príncipe de Gales con la supuesta nieta del Rey de Francia, supuesto hijo de Louis XIII».

Es obvio que el autor de la canción sí que había aprendido de la experiencia.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 19 de junio de 2004]

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El realismo de Llamazares

JAVIER ORTIZ

        
No creo que Gaspar Llamazares tenga defectos mayores, excepción hecha de su desmemoria (¡mira que hacer un repaso de la historia de IU y olvidarse de citar a Anguita!), pero me da que se ha metido en un brete de difícil salida.

Llamazares quiere ser un político realista. Eso, en principio, está muy bien, siempre que uno se las arregle para establecer correctamente en qué consiste el realismo. Pero para mí que se ha asesorado mal y ha llegado a la conclusión de que lo realista ahora mismo es desdibujar las señas de identidad que caracterizaron a IU en la pasada década y resignarse a trabajar a la sombra del PSOE.

Esa opción de Llamazares ha tenido como resultado una doble huida de muchos electores tradicionales de su coalición. De un lado, los más moderados -por así llamarlos, para abreviar- han decidido que, si de todos modos su voto iba a servir para respaldar a Zapatero, votaban directamente al PSOE, y asunto concluido. A la vez, pero por el otro lado, la gente más a la izquierda -dicho sea también con todas las reservas- ha visto que Llamazares puede utilizar su voto para apuntalar al Gobierno de los Bono y los Solbes, y ha decidido no dárselo.

¿Resultado? 636.458 votos.

No estoy criticando al coordinador general de IU por no saber guardar el fuego sagrado de las esencias de la izquierda pura. Lo que le reprocho es no tener en cuenta una de las leyes más elementales de la mercadotecnia: si no se sabe muy bien qué producto vendes, lo más probable es que lo vendas poco y mal.

Llamazares hace a veces discursos muy radicales. Pero es poca la gente que se detiene a evaluar los discursos. La mayoría opta por juzgar los hechos. Y la imagen que viene dando la dirección de IU en los últimos tiempos -mirada así: por sus resultados y sin demasiados matices- es la de una fuerza política que le pone muchas pegas al PSOE, pero que al final lo respalda.

Salvo en Euskadi.

Vale la pena reparar en el hecho de que Ezker Batua constituye la única federación de IU que se las está arreglando para capear el temporal. Los opinadores con mando en plaza ponen a Javier Madrazo de vuelta y media, pero EB-IU no para de mejorar sus resultados electorales. Es curioso.

Algo parecido pasaba con Julio Anguita, al que calificaban de utópico e iluminado, pero que llegó a recoger 2.639.774 votos.

Algo debe de haber en común entre ellos, porque la única comunidad autónoma que Anguita ha visitado durante la pasada campaña electoral fue Euskadi. Estuvo con Madrazo y dio una conferencia defendiendo la tesis de que las opciones de fondo del PSOE y el PP son en último término las mismas.

Puede que no sea un punto de vista muy realista, pero para mí que es el que sustentan muchos miles de ciudadanos que se han pasado en masa al partido de la abstención.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 16 de junio de 2004]

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El parlamento de papel

JAVIER ORTIZ

          
Parece que la abstención en las elecciones al Parlamento Europeo va a ser mayor que la prevista. Y la prevista no era precisamente pequeña. Dan pena los porcentajes de participación que se han registrado en los países en los que la votación ya se ha producido. La mayoría de la población de la UE se está desentendiendo no sólo de la convocatoria electoral, sino también -y eso es lo que mueve más a la reflexión- del complejo tinglado al que sirve de base.

«No hemos sabido explicar la importancia de lo que está en juego», avanzan algunos políticos del establishment. Oído así, hasta podría tomarse por una autocrítica. Pero no lo es. Ellos parten de que sus proyectos son invariablemente buenos. En consecuencia, si el personal no los secunda, sólo puede deberse a que no ha captado sus maravillas, sea porque las entendederas de la plebe no dan mucho de sí (hipótesis menos amable), sea porque ellos no han estado muy finos en la cosa didáctica (variante paternalista). Lo que descartan es la posibilidad de que el fallo no esté en las explicaciones, sino en los proyectos mismos.

El razonamiento debería circular en dirección contraria. ¿Alguien piensa de verdad que a la mitad de los europeos le da igual su futuro y que se desinteresa por completo de lo que pueda ser de sí y de los suyos de mañana en adelante? Descartada esa hipótesis, por descabellada, habrá que concluir que si tantísima gente no acude a votar es porque ha llegado a la conclusión, cerebral o intuitiva, de que ni su porvenir ni el de sus allegados depende demasiado de la liza electoral de mañana. Y a fe que tiene motivos para llegar a esa conclusión (o a ese sentimiento, si se prefiere).

Todo quisque ha visto con qué saña se resisten a figurar en las candidaturas a las elecciones europeas los políticos que creen que todavía tienen algo que hacer en la res publica local. Ha sido también muy revelador el desaliño intelectual que unos y otros han exhibido durante la campaña. Loyola de Palacio llegó a acusar el pasado martes de «prosoviéticos» a los socialistas. ¡Qué derroche de imaginación! De haber durado esto una semana más, apuesto a que los acusa de ser de Al Qaeda.

Pero lo más significativo, lo que probablemente ha puesto más en guardia al ciudadano de base, es la desconfianza con la que los propios candidatos a parlamentarios europeos hablan de la UE. En lo que más cuidado ponen es en aclarar que ellos irán a Europa a defender a capa y espada lo propio. ¿Y qué consideran que es «lo propio»? ¿Y frente a quién se supone que van a defenderlo?

Son europeístas de pacotilla.

Los electores oyen que les hablan de un proyecto europeo común e igualitario, pero ven que los mismos que les castigan con ese sermón no se lo creen. Que son nacionalistas disfrazados de internacionalistas, que mantienen a esos efectos la ficción de un Parlamento que nadie sabe a qué se dedica. En el supuesto de que se dedique a algo digno de mención.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 12 de junio de 2004]

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El amigo americano

JAVIER ORTIZ

        
¿Es el amigo americano que desembarcó en Normandía hace 60 años el mismo que ha sentado ahora sus reales en Irak? O, retrocediendo: ¿es el mismo que se atrincheró en Corea, el mismo que cubrió Vietnam de napalm, el mismo que sembró América Latina de dictaduras e instruyó a sus peores torturadores, el mismo que hizo volar las urnas de Brasil y de Chile cuando se llenaron de papeletas indeseadas?

De atenerse a la versión de la Historia que todos manejamos, no. Hubo un amigo americano estupendo, demócrata, generoso e idealista que acabó con el III Reich, y que luego, Dios sabe por qué, se volvió ladrón, imperialista, golpista e insensible.

Acepte esa metamorfosis quien quiera. Yo no. Entre otras cosas, porque me consta que el amigo americano que desembarcó en Normandía fue el mismo que ayudó a que el dictador Franco siguiera atado y bien atado al gobierno de España. No podía ser ni tan estupendo, ni tan demócrata, ni tan generoso, ni tan idealista.

Hagamos caso de la sabiduría popular: pensemos mal y acertaremos.

El pasado domingo, en un excelente documental emitido por el canal franco-alemán Arte, un ex general soviético explicó por qué, en su criterio, el Gobierno de Roosevelt decidió intervenir en Europa en 1944, y no antes. Según él, Washington había tomado nota del fracaso nazi en el frente oriental, sabía con qué vigor el Ejército Rojo había pasado al contrataque y temía que, contando con la colaboración de las guerrillas puestas en pie en toda la Europa ocupada -la gran mayoría de obediencia comunista-, la URSS pudiera hacerse con el control del Viejo Continente, Francia e Italia incluidas.

Se trata de un punto de vista matizable, particularmente en lo que se refiere a la posibilidad de que los EEUU hubieran intervenido antes (recordemos que el control naval del Atlántico tardó en decidirse, y que había que trasladar mucha tropa y mucho material), pero muy digno de consideración, sobre todo si se recuerda la actitud que Roosevelt mantuvo en las negociaciones de Teherán, Yalta y Postdam: no fue la de alguien que estuviera allí en plan altruista, precisamente.

Si los Estados Unidos se implicaron por segunda vez en un escenario bélico europeo, fue para reforzar sus expectativas de liderazgo mundial. Y lo hicieron, además, cuando tuvieron la certeza de que contaban con una aplastante superioridad militar.

En el mismo documental de Arte al que he aludido antes, aparece un viejo militar nazi que sentencia, inmisericorde: «Los soldados norteamericanos tenían diez veces más material que los del Ejército Rojo».

Y así fue. Pero ahora vamos todos a honrar a los héroes norteamericanos de Normandía. Y no decimos nada de los héroes de la pobre Rusia, que hicieron mucho más con mucho menos.

Qué razón tenía Beaumarchais: los amos siempre tendrán alma de esclavos.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 9 de junio de 2004]

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El maldito tabaco

JAVIER ORTIZ

         
Se supone que estoy en una posición privilegiada para entrar en la polémica sobre el consumo público del tabaco, porque he experimentado en mí mismo las razones de ambos bandos.

Empecé a fumar siendo adolescente y seguí haciéndolo con indiscutible contumacia hasta hace un par de años. Como saben quienes me conocen de antiguo, de mi afán fumador podía decirse lo mismo que del arrojo de Augusto César Sandino: cabía igualarlo, pero no superarlo.

En aquel tiempo, cada vez que alguien planteaba la posibilidad de prohibir que se fumara en algún sitio, yo anunciaba que allá él; que si no me dejaban fumar, no iba, y todos tan contentos.

Hace dos años decidí dejarlo. No por prescripción médica, sino porque me harté de echar el bofe en cuanto subía cuatro tramos de escalera.

Curiosamente, no me costó ningún esfuerzo. Sé que la nicotina es de las drogas más adictivas que hay, pero mi experiencia no lo corrobora. Al contrario. Me convertí en no fumador de un día para otro sin mayor problema y no he vuelto a tener ni la más mínima gana de fumar.

Ahora bien: si hiciera un balance de lo que he ganado y lo que he perdido con ello, lo mismo volvía al vicio.

En el haber de mi renuncia anoto lo de la prevención del cáncer y todo eso. Claro. Pero es un beneficio intangible. A cambio, los inconvenientes que me ha acarreado son palpables.

Para empezar, he engordado. O, para ser más preciso: no paro de engordar. Maldita la gracia. Ahora sigo echando el bofe cuando subo escaleras, pero por culpa de los kilos.

Y eso no es lo peor. Más fastidioso es que he recuperado un conjunto de sensibilidades cuya función principal es amargarme la vida.«¿No notas ahora mucho mejor los olores?», me preguntan algunos, como felicitándome. ¡Claro que los noto! Y el 90% son repugnantes.

Mis vías respiratorias han recuperado la frescura de la infancia. Lo cual quiere decir que los humos me hacen polvo. Los humos y el resto. Estoy muy mal protegido frente a las infinitas porquerías del aire.

Pero lo peor de todo es que me he convertido en un antipático total. Mi vida es una interminable sucesión de enfados. No soporto el humo del tabaco. Si paso un cierto tiempo en un lugar en el que se fuma, se me queda una carraspera insoportable, y al día siguiente me levanto con dolor de cabeza. Y, como sé que es eso lo que me va a ocurrir, estoy todo el rato poniendo una cara horrible a quienes fuman.

De la misma manera que antes amenazaba con irme de donde se prohibiera fumar, ahora amenazo con no ir a los sitios en donde se permite fumar. La diferencia es que lo de antes lo decía medio en broma y lo de ahora lo mascullo muy en serio.

No me incomoda cabrearme. Estoy muy acostumbrado: me dedico al análisis político. Lo que me pone peor cuerpo es pasar el día cabreándome con gente que es exactamente como yo hace un par de años.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 5 de junio de 2004]

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Allí igual que aquí

JAVIER ORTIZ

         
Según las más recientes encuestas, son mayoría los estadounidenses que se declaran cansados de recibir información sobre las torturas cometidas en Irak por los soldados de su país. Están convencidos, además, de que los medios de comunicación han exagerado la importancia de lo ocurrido.

Me parece normal. Digo normal; no bien.

Asisto con creciente irritación al espectáculo que vienen ofreciendo el establishment y los grandes medios de comunicación españoles, consternados por el conocimiento de lo sucedido en la prisión de Abu Ghraib. Participan del supuesto escándalo incluso algunos amigos confesos del Estado de Israel (el único del mundo que tiene regulado el uso de la tortura: «presión física moderada», la llaman). Se diría que todos ellos consideran que la tortura es un fenómeno insólito que han inventado los zafios lacayos de Donald H. Rumsfeld. Como si no supieran que se trata de una lacra muy extendida por todo el mundo, a la que España dista de ser ajena.

No voy a hacer afirmaciones que no podría respaldar con pruebas. Estoy dispuesto incluso a admitir la posibilidad de que la joven navarra Ainara Gorostiaga se declarara autora del asesinato del concejal de UPN José Javier Múgica -crimen en el que ha acabado demostrándose que no tuvo la menor participación- sin que nadie la forzara a ello. Pero hay hechos que sí están demostrados y que dan materia más que bastante para la reflexión.

Está demostrado, por ejemplo, y así lo recoge el último informe de Amnistía Internacional, que el Gobierno de Aznar se negó a poner en práctica las instrucciones que recibió del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura, a pesar de que se había comprometido a hacerlo. No menos demostrado está que los gobernantes del PP hicieron el mismo caso -o sea, ninguno- de las recomendaciones que les transmitió el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas tras haber analizado un buen puñado de denuncias. Los unos y los otros han constatado con preocupación el interés escaso -cuando no nulo- puesto por las autoridades españolas en la investigación de los casos denunciados. Y, en fin, todos han manifestado su estupefacción ante el hecho de que el Gobierno de Aznar se negara sistemáticamente a admitir que en España se produjeran torturas incluso cuando ya se habían dictado 58 condenas por ese delito y el propio Ejecutivo había recurrido en 14 casos al indulto para evitar que los funcionarios condenados fueran a la cárcel.

Son hechos que dan para pensar, ¿no?

Sí, pero con una condición: hace falta atreverse. Y no tener miedo a las conclusiones.

Según las crónicas, buena parte de la población estadounidense se ha cerrado en banda. No está dispuesta a seguir plantando cara a esas cosas tan incómodas, tan amargas. A afrontar unas realidades tan crudas.

Bueno, pues que nadie se extrañe. Aquí llevamos mucho tiempo en las mismas.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 2 de junio de 2004]

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