Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de agosto de 2004

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Ordenadores desordenados

JAVIER ORTIZ

         
-¡El ordenador este se me reinicia por su cuenta montones de veces!

Mi buen amigo Gervasio Guzmán se compró el lunes pasado un nuevo ordenador y desde entonces viene telefoneándome del orden de seis u ocho veces al día.

-Pues ya lo siento -le digo, por decir algo.

-Pero, ¿por qué hace eso?

Gervasio sabe que en alguna ocasión he resuelto por mi cuenta algún lío informático y se piensa que sé mucho sobre tales aparatos, lo cual es falso de toda falsedad. Lo poco que he aprendido en esta materia me ha situado en un estado perfectamente socrático: ya sé que no sé nada.

-¿Que por qué hace eso? Veamos: cabe que tenga una pieza defectuosa, y en ese caso vete a saber cuál; cabe que te haya entrado un virus, un troyano o similar; cabe que sea culpa de algún programa que has instalado, lo cual podría suceder porque lo has instalado mal o porque has utilizado una copia defectuosa del programa o porque ese programa entra en conflicto con otro; cabe incluso que la conexión a la red eléctrica esté mal soldada y se vaya y venga...

Al final, le confieso a Gervasio la pura verdad: para mí, el misterio de la Santísima Trinidad es un juego de niños comparado con un aparato de éstos. Por lo menos, lo del Uno y Trino es un enigma antropomórfico: no lo entiendo, pero sé por qué no lo entiendo. Un ordenador, en cambio, me supera por las cuatro dimensiones.

Y si el único aparato incomprensible fuera ése, todavía.

-Vienes ya para Madrid, ¿verdad? -me dice Gervasio una vez reconciliado con mi ignorancia y por cambiar de tema-. Supongo que habrás llevado a revisar el coche. Porque, como tengas una avería y te pille el paro de las grúas, te vas a enterar.

Consigue deprimirme todavía más. ¿Revisar el coche? Pero, ¿qué parte del coche? Los coches de ahora están llenos de cosas rarísimas, todas ellas dispuestas a estropearse a la menor oportunidad. ¡Es imposible revisarlas todas! Ventanillas, retrovisores, puertas, asientos, climatizadores... Todo funciona con sistemas eléctricos complejísimos, que como fallen, te hacen el avión. Mi coche -y eso que no es nada del otro jueves- esconde en sus arcanos una antipática voz femenina que se presenta pretenciosamente como «El ordenador de a bordo» y que posee dos funciones básicas: apuntarte cosas que ya sabías y proporcionarte información errónea. Si te quedas sin batería, por ejemplo, te dice que el sistema antirrobo está bloqueado. ¿Quién revisa todo ese cúmulo de absurdos?

Y el resto, por el estilo. El Chaplin de Tiempos modernos no sabía lo que nos esperaba.

Hay noches que miro la mesita del salón, veo el montón de mandos a distancia que reposan en ella y pierdo el interés por cualquier género de hipotético entretenimiento. Me voy a la cama, sin más. Por lo menos el mecanismo de las sábanas todavía lo entiendo.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 28 de agosto de 2004]

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Una de cal y otra de arena

JAVIER ORTIZ

         
-A los cinco años, un cierto porcentaje de niños y niñas sufre de incontinencia urinaria nocturna.

«O sea, que se mean en la cama», traduzco.

Lo cuenta una señora que dice hablar en nombre del Consejo General de Farmacéuticos para Radio 5 Todo Noticias, aunque dudo de que el Consejo se haya reunido para aprobar el guión del mini-espacio.

Sigo fregando los platos, sumido en la problemática de la micción infantil, tal vez estimulado por el chorro del grifo. La señora («o señorita», que diría Bobby Deglané) añade a continuación:

-Sólo uno de cada cien niños sufre de incontinencia urinaria en la edad adulta.

Soy de natural reflexivo. Cierro el grifo. Me seco las manos. Acudo a la vecindad de Charo, mi mujer, que se dedica circunstancialmente a labores de albañilería aplicada a la jardinería. Le pregunto:

-Perdona, Charo. Si a ti te dicen: «Sólo uno de cada cien niños sufre de incontinencia urinaria en la edad adulta», ¿qué piensas?

Y ella, enseñante en funciones de albañila veraniega, empieza a hablarme de los niños, las niñas y el pis.

Compruebo que es un asunto sobre el que posee un conocimiento empírico de mil pares. Pero yo no voy por ahí. Le corto.

-No, no. Te repito la pregunta. Si te dicen: «Sólo uno de cada cien niños sufre de incontinencia urinaria en la edad adulta», ¿qué piensas?

-No sé adónde quieres ir a parar -me responde, mientras evalúa el tamaño de varias piedras con las que está delimitando una pequeña plantación en el fondo del jardín, en la que algún día crecerán un pino y dos palmeras si todo funciona como está previsto, cosa que no recuerdo cuándo ocurrió por última vez.

-¿Que adónde pretendo ir a parar? Pues muy sencillo -le contesto-.Trato de llamar tu atención sobre el absurdo que encierra plantearse lo que pueden hacer o dejar de hacer los niños «en la edad adulta».

-Ah, ¿sí? ¡Qué bien! -susurra, distraída-. ¿Y eso?

-Charo, porque un adulto, por definición, no es un niño. No existe ningún niño en edad adulta. Es una contradicción in terminis. Un niño-adulto no existe. En consecuencia, no puede hacer nada.

-Ajá. Ya. Una de esas cosas tiquismiquis tuyas, ¿verdad? -prosigue, mientras examina con suma atención la base de una jardinera que parece perder agua.

-Charo, ¡por favor! Si nadie se tomara en serio el rigor, ¿qué sería de la ciencia? -le respondo.

-Cuánta razón tienes, Javier. Yo también me lo pregunto -dice, mientras introduce un dedo en la combinación de arena y cemento que trata de aplicar al sellado de jardineras y cuya consistencia examina con interés de entomóloga.

–Hummm... ¿No te parece que quizá le estoy poniendo demasiada arena a la mezcla?

-No sé. ¿Has probado con una de cal y otra de arena? -le digo, mientras regreso a la cocina.

Sé que estoy perdido, pero no me importa.

Los héroes somos así.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 25 de agosto de 2004]

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Ministras modelo

JAVIER ORTIZ

         
Daba ya por hecho que su fuerte no es la firmeza ideológica. Sabía el tipo de estómago que se requiere para avenirse a ocupar cargos de relumbrón en un partido con semejante historial. De un historial del que nunca ha renegado -del que se enorgullece- y que toma por pelillos a la mar las historias de Segundo Marey, Lasa y Zabala, Juan Carlos García Goena y Mikel Zabalza. Y el abundante resto, que todos sabemos y que ellas conocen de sobra: la OTAN, Filesa, Roldán, el AVE, los fondos reservados, la ferretería del suegro y la intemerata en sobres cerrados con papel cello.

O sea, que no me sorprende en absoluto su ausencia de ética. Lo que me deja estupefacto es que sigan sin aprender nada de estética.

Suponía que -por mal que se lleven ahora con él- habrían sacado conclusiones de la experiencia de su ex vicepresidente Miguel Boyer y habrían deducido que, tal como funciona la opinión pública de este país, uno puede permitirse perpetrar cuantas reconversiones industriales le dicten y dejar en el paro a los cientos de miles de trabajadores que se le metan de por medio, pero lo que no puede hacer, bajo ningún concepto, es poner calefacción a la caseta de su perro.

Del mismo modo que una puede beneficiarse de todas las comisiones ilegales que pululen por los alrededores, pero jamás hacerse construir una cámara frigorífica para los abrigos de piel.

En España, los crímenes imperdonables -los verdadera, los total, los definitivamente imperdonables- son aquellos que vienen bien para las chanzas de barra de cafetería. Ja, ja, qué risa lo de la caseta del perro de Villa Meona. Je, je, ji, ji, que me parto con los cafelitos de mihelmano, el del Mystère. ¿Y lo del Pollo del Pinar? Jo, jo, ju, ju, no sigas, que me da un mal.

Cualquiera que sepa que España es y funciona así -y ellas tienen la obligación de saberlo- debería contar con que es filfa hacerle pedorretas a sus promesas electorales sobre la modificación de la ley del aborto, pero constituye un error total, monumental y definitivo dejarse fotografiar para Vogue luciendo modelitos y poniendo posturitas.

El favor que han regalado a los infinitos machos de la Celtiberia cañí. Descojonándose todos de la cuota. «Mira, ahí tienes a las ministras. ¿No querías igualdad?»

Lo peor es que ni siquiera se han dado cuenta del daño que han hecho a la causa de las mujeres.

No me quejo de lo burguesitas y pijas que son. Me quejo de que lo sean y no se enteren. Y de que lo sean porque sí, sin beneficio. Que no gratis: cuando se haga el balance de la legislatura, tendrán ocasión de comprobar lo que le ha costado a su partido ese pase de modelos.

Ah, por cierto, y ya que hablamos de dineros: que vayan devolviendo al erario el importe de las horas que dedicaron a emperifollarse. Que eso, que yo sepa, no entra en el sueldo ministerial.

Y perdonen que me refiera a su sueldo, pero es que lo pago yo.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 21 de agosto de 2004]

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Más iguales

JAVIER ORTIZ

        
Pongo la radio mientras me dedico al rutinario aseo personal.

-Hay decisiones políticas tan trascendentales que no se pueden tomar por la mitad más uno de los votos -afirma un comentarista.

Le respondo maquinalmente, afanándome en el rasurado.

-¡Ajá! De modo que lo correcto es seguir la vía opuesta, igual de trascendental, aunque ésa sea la voluntad de la mitad menos uno de los votantes.

Cambio de emisora:

-Ibarretxe debe renunciar a su plan -sostiene el de turno- porque divide a la sociedad vasca.

Le respondo:

-¿Conoces tú alguna votación que no exprese la división de la sociedad? ¡Todas lo hacen, por definición! ¡Si no, no haría falta votar!

Tercera emisora:

-Para reformar la Constitución, sería necesario obtener por lo menos el mismo consenso que se logró para aprobarla.

Mi cabreo empieza a amargarme la mañana:

-Pues no, señor. Para cambiar la Constitución hay que reunir los requisitos que señala la propia Constitución. ¡Eso es todo!

El capricho de los argumentos se hace norma en la sociedad. Lo que vale para unos no vale para otros.

Reparo en los comentarios sobre el referéndum de Venezuela y compruebo que, mientras nadie critica que los USA designen a su presidente -que acaba siendo el presidente fáctico del mundo entero- en una votación patética, con una participación que da vergüenza, y todos los comentaristas lo denominan pomposamente «el presidente de los Estados Unidos de América», en vez de definirlo como «el candidato al que no votó la inmensa mayoría de los ciudadanos de su país», en Venezuela obtienes la mayoría absoluta rebasando en casi veinte puntos al conjunto de tus rivales y te conviertes en «el discutido presidente de una Venezuela dividida en dos mitades». Y tienes una oposición que no acepta el resultado de las urnas (¡por octava vez ha perdido y por octava vez lo niega!) y que utiliza los medios, que detenta casi en exclusiva, para hacer llamamientos delictivos a la insurrección, y has de soportar que un engominado político extranjero, español para más señas, te diga que tú eres quien debe «esforzarse especialmente» en la reconciliación.

No me gusta el estilo pomposo y las continuas referencias a la divinidad que caracterizan los discursos de Chávez. Pero, en primer lugar, no es a mí a quien deben gustar. En segundo término, las arengas de sus rivales son peores con diferencia, porque añaden a su engolamiento casposo un trasfondo oligárquico que asusta oírlo. Y tercero: no veo por qué ha de ser lógico tildar de «grotescas» las referencias de Chávez a Dios y guardar respetuoso silencio cuando Bush dice que se presenta a las elecciones porque Dios se lo ha pedido. ¡Porque lo ha dicho!

Tanto más sigue la Historia su curso, tanto más los hombres nos parecemos a los animales de Orwell: todos somos iguales, pero algunos muchísimo más iguales que otros.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 18 de agosto de 2004]

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Las palabras del cielo

JAVIER ORTIZ

         
Las radios se pasaron el día diciéndolo: «Trasnoche un poco y podrá ver la lluvia de estrellas que va a producirse esta madrugada».

No trasnoché en absoluto, pero pude verlo muy bien. A las horas que me levanto, todavía noche cerrada, y en este rincón milagrosamente aislado de la costa mediterránea, donde ninguna luz eléctrica estropea la vista del firmamento estrellado, el espectáculo estaba servido.

Pero no me llamó demasiado la atención. Sí; a cada poco se veía el resplandor veloz de un gramo de polvo convertido en luminaria celeste. ¿Y qué? Me había tomado el trabajo de leer en la Red algo sobre el fenómeno: esa lluvia que no llueve, esas perseidas que no tienen nada que ver con la constelación de Perseo, esas estrellas fugaces que no son estrellas, esas lágrimas de San Lorenzo que ni son lágrimas -menos mal: alguien que no llora- ni tienen más relación con San Lorenzo que la que le regala el aburrido calendario católico. Me enteré de qué es un meteoro y qué un bólido, y de cómo, con muy mala suerte, un meteorito puede incluso darte en la coronilla y hacerte ver las estrellas.

Es posible que el espectáculo fuera hermoso, pero me interesó más bien poco. No acabé de verle la gracia al hecho de que unas cosas que entraban en la atmósfera a velocidad de vértigo parecieran unas cosas que entraban en la atmósfera a velocidad de vértigo.

Me olvidé de las perseidas y me quedé contemplando la serena -la engañosa- tranquilidad y la impresionante quietud -la falsísima quietud- de las estrellas suspendidas del firmamento.

Qué espectáculo. Sobrecogedor.

Pensé que ésa es la auténtica maravilla, aunque esté cada noche ahí arriba, dejándose ver sin nadie que la cite en los noticiarios. Aporta la demostración irrefutable -y angustiosa- de que nuestros sentidos nos conceden una percepción de la realidad que es verdadera y falsa, a la vez.

Todo es así, pero nada es así.

El cielo estrellado nos obliga a asumir la contradicción permanente en que se desenvuelve nuestra existencia. Lo quieto está quieto, pero en vertiginoso movimiento. Lo pequeño -ese puntito de luz en la bóveda negra- es realmente pequeño pero, al propio tiempo, inmenso. Lo importante es minucia y el mero accidente, capital. La claridad es oscura. La oscuridad, cegadora.

Mirando la noche, sin luz humana que la desdibuje, cabe sentir por un momento el vértigo de todas las realidades que se juntan en eso que llamamos realidad.

¿Odiamos casi siempre porque amamos a ratos? ¿Amamos para salvar algo del odio que nos brota de las entrañas, por amor irrefrenable?

Es entonces cuando nos vienen las ganas de creer en Dios. Pero el ejemplo de Prometeo acude rápido para rescatarnos de la divinidad. Lo cantó Brel: «No eres Dios. Eres mucho mejor: ¡eres un hombre!».

El cielo nos lo dice: nuestros desvelos no sirven para nada, pero hacen falta.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 14 de agosto de 2004]

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De Zapatero como circunstancia

JAVIER ORTIZ

         
Zapatero no es Zapatero. Zapatero ni siquiera es Zapatero y su circunstancia. Zapatero es su circunstancia.

Logró la Secretaría General del PSOE por la misma vía que Juan Pablo I llegó a Papa. Como los cardenales no se ponían de acuerdo en qué jefe necesitaban, decidieron ganar tiempo nombrando a uno que no estorbara. Luego se les complicó la cosa. Lo de Zapatero fue de ese estilo. Recuérdense los análisis de los ferrazólogos: al «pobre Zapatero» le correspondía llevarse la galleta frente al PP en las elecciones de 2004, para que el partido fuera forjando un líder capaz de derrotar a los populares en 2008. Pero las circunstancias variaron decisivamente en marzo de 2004, y con ellas la circunstancia de Zapatero. No se hizo presidente; fue hecho presidente.

Una vez en la Presidencia, intuyendo el valor decisivo de su circunstancia, no ha querido hacer nada que pudiera malograrla.

Sabía que estaba obligado a retirar las tropas de Irak, porque salir de Irak era cuarto y mitad de su circunstancia. Sabía que debía anunciar la puesta en marcha de cuatro o cinco medidas sociales, porque adoptar un cierto look social también era consustancial a su circunstancia. Pero ¿y el resto? ¿Qué diablos hacer con el resto? ¿Y si mete la nariz en tal o cual parcela del resto y altera con ello su feliz circunstancia?

Por ejemplo, la televisión pública. Seguro que le vienen sudores fríos pensando qué sucederá cuando el Comité de Sabios se harte de reunirse y emita un dictamen. ¡Horror! ¿Y lo de la ley del aborto? ¿Cuánto tiempo podrá aguantar diciendo que no lo tiene entre sus prioridades, aunque figure en su programa electoral? ¿Y la reforma de la Constitución? ¿Durante cuánto podrá evitar que los Maragall que le apoyan con muchas reservas choquen con los Rodríguez Ibarra que le apoyan también con muchas reservas, pero de signo contrario?

Y Afganistán. Y la Constitución Europea. Y el pacto antiterrorista, que no quiere modificar porque teme que su circunstancia se desgarre por un lado, pero quisiera modificar para que no se le desgarre por el otro.

Zapatero es su circunstancia, pero su circunstancia no para quieta. Maticemos a Heráclito: nadie se baña dos veces en el mismo río -para empezar, nadie es dos veces el mismo-, pero hay ríos que cambian sin dejar de ser el mismo río a efectos sociales y hay ríos que cambian hasta convertirse en otra cosa también en la consideración general. Por ejemplo: nadie puede volver a bañarse en un río que se ha secado.

A la circunstancia llamada Zapatero le puede ocurrir otro tanto. ¿Cuánto podrá cambiar sin parecer otra?

O, todavía peor: ¿qué pasaría si el personal dejara de compararlo a cada paso con Aznar y optara por juzgarlo tal cual, per se, sin circunstancia atenuante de ningún tipo?

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 11 de agosto de 2004]

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Palmaditas por Gibraltar

JAVIER ORTIZ

         
Uno de los defectos más antipáticos de la flor y nata del periodismo español es su hipocresía. No digo que todos los periodistas de postín sean falsarios redomados, ni mucho menos. Digo, eso sí, que es un sector profesional en el que abundan los hipócritas.

Si el personal de a pie oyera las conversaciones privadas de algunos periodistas de alto copete, se quedaría de piedra. ¡Fulano, que tanta veneración por la Familia Real muestra en sus escritos, poniéndola de vuelta y media! ¡Zutano, que se bate día sí día también en duelo columnístico en defensa de la honradez de tales o cuales políticos, haciendo mofa de los extraños vericuetos por los que sus patrocinados han accedido al desahogo material del que ahora gozan!

Me he estado fijando durante los últimos días en los recurrentes discursos periodísticos sobre Gibraltar. Supongo que alguno habrá desempolvado sus soflamas patrióticas porque le saldrán del alma (incluida la inevitable gracia sobre «los hijos de la Gran... Bretaña»), pero estoy seguro de que muchos otros lo han hecho para aparentar que creen lo que no creen.

Saben de sobra que, en estos tiempos de soberanías cada vez más limitadas y menos significativas, importa bien poco que la Union Jack ondee en los edificios oficiales de Gibraltar. Son conscientes de que hay lugares del territorio español en los que la autoridad local no pinta mucho más (bien cerquita, Washington ha negado recientemente la jurisdicción de la justicia española sobre la base de Rota). Tampoco ignoran, supongo, que Gran Bretaña tiene más derecho a permanecer en Gibraltar que España a ocupar Olivença, territorio portugués que retiene sin fundamento legal ninguno.

Es de dominio público que muchas empresas -buena parte de ellas españolas- se refugian en Gibraltar para evadir impuestos y también, a veces, para dar cobertura a negocios dudosamente lícitos o directamente ilícitos. No es ajena a esto, ni mucho menos, la desproporcionada actividad que desarrollan en Gibraltar determinadas firmas bancarias genuinamente españolas. Pero de eso no cabe culpar a los gibraltareños (que, sin embargo, acaban siendo los que padecen todas las absurdas medidas de represalia, abiertas o encubiertas, adoptadas por las autoridades españolas).

Sobran las críticas retóricas al Tratado de Utrecht. Lo que el Gobierno de Madrid debería hacer es boicotear los negocios irregulares y perseguir los ilegales que tienen Gibraltar como escenario y que con mucha frecuencia están auspiciados por empresarios y financieros españoles. Y eso es lo que no hace.

Pero los corifeos del sistema saben que abordar así las cosas resulta conflictivo. De modo que optan por seguir hablando de «la pérfida Albión». Como el año pasado. Como el próximo. ¿Para qué? Para ganarse algunas palmaditas en la espalda. De ésas que se canjean a fin de temporada por dádivas y prebendas.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 7 de agosto de 2004]

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Decidido por mayoría

JAVIER ORTIZ

         
Mariano Rajoy ironiza a cuento de los muchos asuntos que pueden solventarse por mayoría. «Por mayoría se pueden decidir muchas cosas: que Zapatero es un estadista, que Rubalcaba es Santa Teresa, que Llamazares es un intelectual y hasta que Rajoy es guapo. Pero una cosa es que todo eso se decida por mayoría y otra que sea verdad», ha sentenciado.

La frase puede parecer ingeniosa. Es una vaciedad. Una vaciedad con trampa.

Por mayoría pueden decidirse muchas cosas, qué duda cabe. Pero las personas e instituciones con capacidad para suscitar votaciones no suelen proponer que se voten idioteces. O absurdos como los mencionados por Rajoy. Así que es casi mejor no ponerlos como ejemplo. Por el aquel de no ridiculizar la democracia.

¿Es cierto que a veces la mayoría respalda con su voto resoluciones que no responden a la verdad? Así lo cree Rajoy. Yo también.

Pero haré dos observaciones a esa común creencia.

La primera: es muy posible que las ideas que Rajoy y yo tengamos de la verdad no coincidan demasiado. Así que me temo que nuestras respectivas verdades no tengan gran valor como parámetro objetivo. Por ejemplo, para mí no era verdad que Aznar valiera para presidente de Gobierno. Y ya ven.

Segunda observación (muy evocada en la vida política, pero también muy olvidada, a lo que se ve): la adopción de decisiones conforme al voto de la mayoría no garantiza el acierto, pero los demás métodos de tomar decisiones lo garantizan aún menos.

Rajoy debería saberlo muy bien. Le bastaría con recordar cómo su jefe no quiso oír el clamor de la mayoría -tan abrumadora que incluso hacía ocioso el voto- cuando le tocó decidir si metía o no metía a España en la Guerra de Irak. Y, convencido como estaba de que la mayoría se equivocaba y lo suyo era la verdad, dio el paso adelante sin sombra de vacilación. En mala hora.

Las ágoras predisponen a la demagogia, pero las bambalinas son el medio preferido por los conspiradores y los urdidores de mentiras. Bush, que también desconfía del voto libre, está ahora decretando alarmas apremiantes basadas en informes anteriores al 11-S. Le han asegurado que cuanto más miedo colectivo cree, mayores y mejores serán sus expectativas electorales. El tejano venido a más también cree que «por mayoría se puede decidir cualquier cosa» y confía en que los norteamericanos se aperciban de que él es, precisamente, cualquier cosa.

Sabemos, por propia declaración, que Rajoy no se tiene por guapo. Ni falta que hace: no se postula para un concurso de belleza. A cambio, me temo que se considera perspicaz, y que por eso se atreve a tachar de «broma» los trabajos de la comisión del 11-M.

Le convendría bajar los humos. Tras haber palmoteado de contento durante meses festejando todas las patrañas de Bush, no le vendría nada mal realizar un sano y reparador ejercicio de modestia.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 4 de agosto de 2004]

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