Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de julio de 2004

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Sin indicios de lo inverosímil

JAVIER ORTIZ

         
Terminadas por esta temporada las sesiones de la Comisión parlamentaria sobre el 11-M, no creo que sus trabajos hayan influido sobre nadie hasta el punto de animarle a cambiar el signo de sus juicios previos. Cuantos teníamos claro que los de Aznar se aferraron a la tesis de la autoría de ETA por razones de pura supervivencia electoral seguimos convencidos de que fue eso exactamente lo que sucedió y quienes quisieron creer en la rectitud y sinceridad de la actuación del Gobierno del PP en aquellas terribles horas de marzo continúan pensando que los Aznar, Acebes, Zaplana y compañía cumplieron con su deber.

Me consta que las querencias ideológicas y políticas del personal condicionan sus entendederas. Los hay que odian al PSOE con tan negra bilis -melancolía, dicho en griego- que están dispuestos a dar por buenas las acusaciones más disparatadas y desprovistas de fundamento, con tal de que perjudiquen al partido de sus furores. Lo mismo pero al revés puede decirse de muchísimos enemigos jurados del PP: que admiten cualquier imputación que se dirija contra los jefes de ese partido, por muy traída por los pelos que resulte. Lo sé. Pero, con todo y con eso, no deja de asombrarme la capacidad que tienen algunos para cerrar los ojos a la realidad, incluso a la más llamativa, cuando lo que ven no les conviene. Como en la sentencia atribuida a Hegel: «Si los hechos me contradicen, peor para los hechos».

Es obvio que la versión oficial de los atentados del 11-M -la que la mayoría parlamentaria da por buena- deja sin aclarar o aporta explicaciones insatisfactorias de diversos aspectos de importancia. Pero apoyarse en las insuficiencias de una investigación que aún no ha concluido para conceder carta de naturaleza a la hipótesis de que la «autoría intelectual» de los atentados corresponde a ETA supone descender bastante por debajo de los límites mínimos de la racionalidad.

Ya sé que les vendría tan bien que ETA hubiera tenido algo que ver en el 11-M como mal les viene que haya sido obra de un comando islamista. Pero es patético su empeño en sustituir la realidad con sus deseos. Saben que la Policía no ha encontrado hasta ahora nada que invite a apuntar en esa dirección, por más que los presuntos autores de los atentados fueran dejando tras de sí un reguero de llamadas telefónicas detectadas y de agendas bien nutridas. De acuerdo en que nunca conviene descartar ninguna hipótesis, pero no es inteligente desconfiar de lo que se sabe en nombre de las infinitas posibilidades de lo que cabe elucubrar.

Trato de imaginarme a ETA subcontratando a un comando islamista que, una vez cogido en falta, se suicida. Si me dijeran que tienen pruebas de que es eso lo que ocurrió, exigiría que me las enseñaran.

Como para aceptarlo cuando ni siquiera hay indicios.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 31 de julio de 2004]

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El arte del buen perder

JAVIER ORTIZ

        
En vísperas de las elecciones nicaragüenses de 1990, un reportero de TVE entrevistó a Tomás Borge, por entonces ministro del Interior del Gobierno nacido de la Revolución sandinista de 1979. Le preguntó qué harían él y los suyos si perdieran las elecciones. Respuesta: «No vamos a perderlas». El periodista insistió: «¿No han dispuesto nada para esa eventualidad?». Contestación del dirigente del FSLN: «No hemos preparado nada para ese supuesto porque no hace falta: es totalmente imposible que se produzca».

Los sandinistas fueron derrotados en las urnas. La coalición de opositores obtuvo el 55% de los votos y ellos desalojaron el Gobierno sin oponer resistencia.

Todo el mundo alabó su buen perder. Pero lo suyo -creo yo- no demostró que supieran perder. Una cosa es encajar con elegancia los reveses y otra saber perder, en sentido estricto. Para saber perder, lo primero que debe hacer uno es contar con que ese riesgo existe, por improbable que parezca. Acto seguido, ha de planificar con todo detalle los pasos que daría, en todos los terrenos, caso de sobrevenirle la desgracia, para minimizar las pérdidas y situarse lo antes posible en condiciones de reemprender el combate.

Tiendo a pensar que Borge fue sincero cuando dijo que no habían tomado en consideración la posibilidad de perder. O no lo hicieron o lo hicieron muy poco y muy mal. De hecho, la derrota dejó al FSLN groggy, abocado a una grave crisis política y moral.

Por aquel entonces, Tomás Borge se declaraba marxista. Pero no creo que eso tenga nada que ver. Ho Chi-minh, que también se decía marxista, actuaba conforme a criterios muy diferentes, si es que no opuestos. El líder vietnamita tenía una divisa fundamental: «Siempre preparados para lo peor».

Según me dice el humanista y politólogo Xosé Luis Barreiro, que sabe de lo que habla -y de los que habla-, muchos de los dislates que están cometiendo los dirigentes del PP desde el 14-M se deben a que la derrota les cogió totalmente por sorpresa. No se la esperaban de ningún modo. Creo que, en efecto, el problema de Aznar, Rajoy, Zaplana, Acebes y compañía es que no han sabido perder. En ninguno de los dos sentidos: ni han acertado a encajar la derrota con el fair play que conviene al caso ni fueron capaces de abandonar el Poder del modo ordenado y sereno que les hubiera convenido.

De haber sabido ordenar su retirada, habrían dejado mejor recuerdo… y muchos menos papeles comprometedores. No se verían en aprietos como el del lobby de la medalla de Aznar, incluyendo sus abochornantes facturas maquilladas. Ese tipo de asuntos no figurarían de ningún modo en la carpeta de pendientes.

Saber perder no es sólo cuestión de talante. Implica seguir un plan que incluye la adopción de muchas precauciones.

Quizá el PP esté empezando a comprenderlo ahora. Algo tarde, me temo.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 28 de julio de 2004]

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Cataluña, Estado

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Observo que bastantes medios informativos se han armado un lío con la afirmación que hizo el miércoles Pasqual Maragall tras su entrevista con José Luis Rodríguez Zapatero: «Cataluña es Estado».

Algunos han creído ver en ello un reflejo del deseo de los socialistas catalanes de convertir a Cataluña es un Estado-nación. Es una conclusión abusiva, si es que no maliciosa. Lo que Maragall apuntó es que, puesto que la estructura territorial del Estado es autonómica, los órganos de gobierno de las comunidades autónomas son Estado, es decir, ejercen la representación del Estado en su territorio. No en todos los ámbitos -ya sabemos que hay funciones del Estado que no son descentralizables, por imperativo constitucional-, pero sí en la mayor parte de los asuntos.

Por ello mismo, resulta erróneo identificar al Gobierno central con el Estado. El Estado está integrado por la suma de todas las instituciones, sean cuales sean sus respectivos ámbitos de actuación. En consecuencia, tampoco es correcto interpretar que, cuando una comunidad autónoma reclama que se le transfiera el control de este o aquel órgano de gestión, esté tratando de arrebatar al Estado una competencia. No es así porque, una vez tales funciones estén en sus manos, seguirá siendo el Estado -una parte de su aparato- quien las ejerza.

Otra conclusión, no menos inevitable, derivada del carácter autonómico del Estado: Pasqual Maragall es la máxima autoridad permanente del Estado en Cataluña. Igual que Juan José Ibarretxe en Euskadi.

Ya sé que este planteamiento choca a muchos, que siguen abordando las relaciones del poder central con los órganos de gobierno de las nacionalidades vasca y catalana como una continuación de la guerra por otros medios y no como una vía para tratar de superar de manera relajada y amistosa los viejos defectos de fábrica de los que aún adolece el Estado español. Para ellos, cada atribución que obtienen los gobiernos de Cataluña o Euskadi es una amputación que sufre «España». No digamos nada si los gobernantes catalanes o vascos que la obtienen son nacionalistas. Entonces la sombra del crimen de lesa patria oscurece inevitablemente el conjunto de la escena.

Es sólo en esa línea de pensamiento en la que me encaja el hecho de que tantos comentaristas hayan abordado la entrevista del miércoles entre Rodríguez Zapatero y Maragall como si el primero estuviera allí en representación del Estado español, o incluso de «España», y el otro hubiera acudido a La Moncloa a arañarle poder para nutrir con él una institución extraña, si es que no hostil.

De todos modos, tampoco cabe olvidarse de la trampa que hizo Maragall. ¿«Cataluña es Estado»? El sabe muy bien que no. Quien es Estado -un poder territorial del Estado- es la Generalitat. Pero la Generalitat no es Cataluña.

Cataluña es una nación sin Estado.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 24 de julio de 2004]

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¿De qué se quejan?

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Lo han convertido en un tópico de sus intervenciones públicas. Cada vez que se ven obligados a referirse a su derrota electoral -cada vez que se lamen las heridas-, los dirigentes del Partido Popular insisten en que, de no haber sido por la tragedia del 11-M, Mariano Rajoy sería hoy el presidente del Gobierno.

Tanto lo dicen y con tanta convicción lo repiten que resulta imprescindible no perder de vista los datos de lo que realmente sucedió, para no dar por bueno lo que está lejos de atenerse a la verdad.

Tal como cuentan la historia los jefes del PP, se diría que hubo una porción muy amplia del electorado que estaba presta a votar a su partido pero que, tras los atentados y lo sucedido en las horas posteriores, cambió sus planes y se decidió a respaldar al PSOE.

En lo esencial, eso es falso. El PP recibió en las pasadas elecciones generales sólo medio millón de votos menos que en los comicios del año 2000. El PSOE, en cambio, obtuvo tres millones de votos más. El trasvase de sufragios, en la medida en que se produjera, no pudo ser ni mucho menos decisivo.

Lo que más influyó en la frustración de las expectativas de Rajoy no fue el cambio de opción de sus electores sino, sobre todo, la amplísima movilización de abstencionistas habituales que se gestó los días 11, 12 y 13, y que hay que cifrar entre 2,5 y 3 millones. Lo que inclinó definitivamente la balanza del 14-M fue la participación de esos abstencionistas casi militantes, que se decidieron a tomar cartas en el asunto y a respaldar al PSOE.

Muchos constatamos ese fenómeno en nuestro entorno. Hablo de una muy importante franja del electorado situada dentro del ámbito ideológico de lo que suele llamarse «la izquierda sociológica», que no suele mostrar interés por el juego electoral y sus protagonistas, porque está escaldada y no confía ni en el uno ni en los otros, y que, en razón de ello, acostumbra a acompañar en la abstención a los muchos que se desentienden permanentemente de la cosa pública. El 14-M, en cambio, se sintió aguijoneada -herida incluso- y fue a votar. Tal como vi el fenómeno, creo que esos votos fueron más en contra del PP que a favor del PSOE. Tomaron al PSOE, sencillamente, como el único partido que podía hacer en la práctica las funciones de no-PP.

Así las cosas, las referencias quejosas de los ideólogos del PP a la excepcionalidad de las condiciones en que se celebraron los comicios del 14-M sólo pueden referirse a la -en efecto- excepcional participación electoral que se produjo ese día. Pero, ¿cómo puede un político que se pretende demócrata lamentarse de que disminuya la abstención, sea por las razones que sea?

¿De qué se quejan? ¿De que el resultado reflejara con más amplitud que en otras ocasiones -es decir, con más fidelidad- las verdaderas preferencias de la población?

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 21 de julio de 2004]

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Zapatero y el Sáhara

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Rodríguez Zapatero ha dado un brusco giro a la política tradicional española en relación al Sáhara Occidental y ha pasado a alinearse de hecho -aunque no lo proclame en estos términos- con las posiciones marroquíes. O con las posiciones pro marroquíes de Francia, que viene a ser lo mismo. El presidente del Gobierno español sostiene ahora que no hace falta que se celebre ningún referéndum de autodeterminación, lo que, dicho sin tapujos, significa que acepta la anexión marroquí del Sahara como un hecho consumado.

El ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, ha justificado ese viraje alegando que la celebración de un referéndum de autodeterminación en el Sáhara provocaría una fuerte crisis en todo el Magreb.

Se me ocurren un par de objeciones. La primera, y bastante elemental, es que él no puede saber qué provocaría ese referéndum porque, para que se pudiera realizar, habrían de producirse algunos cambios de importancia en la zona. En particular, la ONU debería tomar en sus manos el control del proceso. Sólo a la vista de la situación surgida con esos cambios cabría evaluar qué peligros corre el Magreb, y en qué medida los corre.

La segunda objeción es de superior peso, porque es de principios: que un objetivo resulte inviable a corto plazo no es excusa para abandonarlo, si el objetivo es justo. ¿Acaso está al alcance de la mano la paz entre israelíes y palestinos? Si las reivindicaciones soberanistas del pueblo saharaui ponen en peligro el equilibrio del Magreb es, pura y exclusivamente, porque el Reino de Marruecos ha decidido quedarse con la ex colonia española en virtud del derecho de conquista, digan lo que digan las leyes internacionales y las resoluciones de las Naciones Unidas. Pone su soberbia por delante. Inclinarse ante ella sería -además de un pésimo precedente para la propia España, que dista de estar a salvo de conflictos con la monarquía alauita- un desastroso reconocimiento de la preeminencia de las armas sobre el Derecho.

Rodríguez Zapatero ve bien las posiciones del Gobierno francés en relación al Sáhara y quiere que Francia participe en la resolución del conflicto. Hace como que no ve que París respalda incondicionalmente la posición de son ami le Roi porque no tiene más interés en el Sáhara que el que pueda derivarse de la explotación de sus recursos. El Gobierno de Madrid, que también en ese juego de la explotación lleva las de perder, ha de responder de otros compromisos históricos. En particular, debe estar a la altura de las obligaciones derivadas del modo vergonzoso en que el Estado español capituló ante la Marcha Verde.

Y si Zapatero y Moratinos no quieren verlo, quizá debamos ir viendo el modo de hacérselo ver desde la calle, gritándolo tan alto como haga falta. Porque somos muchos los que estamos de corazón con el pueblo saharaui.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 17 de julio de 2004]

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Las urnas no lo lavan todo

 

 

JAVIER ORTIZ

         
El recurso es viejo, pero probablemente nadie haya echado más generosa mano de él en los últimos tiempos que el ex ministro de Defensa Federico Trillo. En el tramo final de la pasada legislatura, cada vez que quedaban en evidencia sus muchas y variadas torpezas de palabra y de obra y alguien le preguntaba si pensaba asumir las responsabilidades correspondientes, él contestaba que las responsabilidades se dirimen en las urnas.

Ahora que han quedado al desnudo sus chapuzas, sus negligencias y sus mentiras en relación al accidente del Yak-42, Rajoy le sigue la corriente: ya no es ministro; no hace al caso ensañarse con él. Ha saldado su deuda.

Decía antes que el subterfugio no es de uso exclusivo del PP, ni mucho menos. También los felipistas lo emplearon con generosidad tras la victoria de Aznar en las elecciones de 1996. Cada vez que alguien amagaba con pasarles factura por alguno de sus desafueros pasados -varios de ellos descritos en el Código Penal con notable precisión-, contestaban de manera invariable: «Ya hemos dejado el poder. ¿Os parece poca penitencia?».

El abandono del poder es grave desgracia, desde luego, sobre todo para quien lo ambiciona como ninguna otra cosa, pero no lava de toda culpa a quien pasa por tan amargo trago. Un partido gobernante puede perder las elecciones por razones diversas. Cabe que a la mayoría del electorado no le convenzan las recetas que está aplicando, por honradas y lícitas que sean. Sin más. En ese caso, el voto no es de repudio, sino de mera preferencia. Además, cuando un gobierno es derrotado, pierden todos sus integrantes, no sólo aquellos que se han servido de sus cargos de manera inescrupulosa.

En suma: los purgatorios colectivos no sirven para expiar los pecados individuales. Trillo se quedó sin Ministerio, como el resto de sus compañeros y compañeras de gabinete, pero de sus yerros, sus trampas y sus engaños particulares ha de dar cuenta él, específicamente. Por eso tiene pleno sentido reclamar que renuncie a su acta de diputado.

Se extiende estos días entre los afines al PP una línea argumental semejante para referirse a los trabajos de la Comisión parlamentaria sobre el 11-M: «No vale la pena dar más vueltas a lo que hicieron o dejaron de hacer Aznar, Acebes y Zaplana los días 11, 12 y 13 de marzo. Ya pagaron sobradamente el 14 por sus errores». Estamos en las mismas. Fuimos muchísimos los que el 14 de marzo no votamos al PP sencillamente porque no le hubiéramos dado nuestro voto de ningún modo, al margen de lo ocurrido en las horas anteriores. Mientras no quede claro qué sucedió realmente, no sabremos si cabe considerar que su actuación es cosa ya juzgada o si cumple pedirles responsabilidades suplementarias.

Nada de echar tierra a nada. Lo primero de todo, conocer la verdad.Y lo segundo, sacar las consecuencias.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 14 de julio de 2004]

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Mienten, pero no lo saben

 

 

JAVIER ORTIZ

        
Así que fue Santiago Cuadro, responsable de la Comisaría General de Seguridad Ciudadana, el que contó a sus superiores -a Angel Acebes, en último término- que la dinamita usada en el atentado del 11-M era Titadine.

Ya sabemos, en consecuencia, quién puso en circulación el dato falso. ¿Y?

Jamás se me pasó por la cabeza que lo de la Titadine fuera un invento personal del entonces ministro del Interior, ni se me ocurrió reprocharle semejante cosa. De lo que sí le consideré y sigo considerando responsable es de haberse aferrado a esa historia más allá de todos los límites de la razón y la prudencia, incluso cuando no se tenía en pie. De insistir en atribuir la masacre a ETA cuando todo apuntaba ya hacia el terrorismo islámico.

Santiago Cuadro habló de Titadine en la misma mañana del 11. Fue una frivolidad por su parte. Pero a las 5 de la tarde ya se había desdicho, y a las 6 el ministro estaba al tanto de su rectificación. De hecho, a Acebes le daba igual, porque cuando admitió que la dinamita era Goma 2 ECO, declaró que también ése es un explosivo típico de ETA. Incluso cuando estaba ya bastante avanzada la investigación del mecanismo de la bomba sin estallar que se encontró dentro de una mochila en Vallecas -incluida la célebre tarjeta del móvil, que condujo a las primeras detenciones-, insistió en que el hallazgo corroboraba que la autoría de la masacre correspondía a ETA.

El sábado 13, este periódico publicó una entrevista con Mariano Rajoy en la que el líder del PP decía: «Hay algunos datos que, en mi fuero interno (sic), me hacen pensar que se trata de ETA. (…) Tengo la convicción moral (sic) de que es así». Cuando las voces interiores y los pálpitos sustituyen a la consideración objetiva de los hechos, cualquier cosa es posible.

No me cuesta creer que tanto Rajoy, que se situó en un prudente segundo plano, como Aznar, Acebes y Zaplana, que se lanzaron a por todas, dijeran lo que dijeron sin tener conciencia clara de estar mintiendo. Necesitaban creer que el atentado había sido obra de ETA y no de un grupo terrorista árabe. Ambas cosas.

La necesidad de creer es la condición primera de la fe. Tenía que ser así; luego era así.

El subjetivismo hace ese tipo de estragos. Acepto la posibilidad de que Aznar se creyera en su día el cuento de las armas de destrucción masiva de Sadam Husein. Hasta cabe que siga creyéndoselo. Es del mismo género que Jaime Ignacio del Burgo, representante del PP en la Comisión de investigación, que está convencido de que el terrorismo islámico y ETA trabajan de consuno y desespera porque ningún responsable policial se lo corrobora. «Algún día se sabrá la verdad», ha sentenciado. (El ya la sabe. Se la ha revelado su fuero interno.)

Sinceramente: preferiría que mintieran a sabiendas. Demostrarían más conciencia de la realidad.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 10 de julio de 2004]

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Afición y forofismo

 

 

JAVIER ORTIZ

        
Todo el mundo da por hecho que en España existe una enorme afición por el fútbol.

Me da que no tanta.

Me explico.

Si uno es melómano, disfruta con el trabajo de una gran variedad de compositores e intérpretes. Si es amante de la pintura, aprecia la obra de cientos de autores. No concibo un verdadero enamorado del jazz al que sólo le interesen las interpretaciones de Thelonius Monk y Miles Davis, por geniales que sean, ni un entusiasta de la pintura que desprecie todo lo que no haya salido de los pinceles de Goya y Kandinsky, por citar otros dos de aquí te espero. ¿Imagina alguien a un admirador del buen ajedrez perdiendo el interés por el desarrollo de un torneo así que su maestro predilecto queda apartado de la lucha por el título?

Sin embargo, en España son muchísimos los supuestos aficionados al fútbol que sólo ponen interés cuando quienes juegan son los suyos. Lo hemos podido comprobar en la recién concluida Eurocopa de Portugal. En cuanto la selección española fue eliminada, buena parte de los aficionados volvieron la espalda al campeonato, y otro tanto hizo la prensa especializada. Empezaron a prestar más atención a la designación del nuevo seleccionador nacional y a los eventuales fichajes para la próxima temporada que a los cuartos de final de la contienda que tenía lugar en el país vecino.

Ya se sabe que las competiciones deportivas sirven para transferir -y con suerte también para desbravar- algunos sentimientos problemáticos de los individuos. El de la afirmación de la tribu propia por oposición a las demás, muy en especial. Siendo así, no tiene nada de sorprendente que haya diversas banderías, con sus correspondientes grados de pasión. Lo que llama la atención es que una vez perdida la bandería y la pasión no quede prácticamente nada.

No es algo que afecte sólo al fútbol. Sucede lo mismo -y de modo aún más radical- con otras prácticas deportivas. De repente, un español triunfa en algo. De inmediato, varios millones de personas se apasionan por ese algo. ¿Que el español en cuestión pierde fuelle y ya no gana ni a la de tres? El interés desaparece tan velozmente como vino.

He visto a lo largo de los años desvanecerse el entusiasmo popular por los deportes más variopintos, desde los ejercicios de gimnasia olímpica a la persecución tras moto, pasando por el boxeo, según hubiera o dejara de haber un paisano triunfador con quien identificarse.

Se deduce de ello que hay mucho más forofismo que afición real. Que a muchísimos no les importa tanto la calidad del juego como disfrutar viendo ganar a los suyos, en lo que sea y a costa de lo que sea. Supongo que, en el fondo, lo que quieren es obtener satisfacciones por delegación (tribal: local, nacional), para compensar de algún modo las pocas que obtienen por su cuenta y para sí mismos.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 7 de julio de 2004]

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Los dos tienen razón

 

 

JAVIER ORTIZ

         
El Tribunal Especial que los servidores iraquíes de George Bush han montado para juzgar a Sadam Husein acusa al ex dictador de ser un criminal de guerra y un genocida. Husein responde que el juicio que le están preparando es una farsa y que el criminal de guerra y el genocida es George Bush.

Ambos parecen partir del injustificado principio de que sus posiciones son incompatibles. Y no. En absoluto.

Vi el otro día en el canal Historia -recalo en él a menudo, cuando tengo ganas de distraerme sin perder el tiempo del todo- un documental sobre las guerras de gánsteres en el Chicago de los años 20 y, más especialmente, sobre la célebre matanza del día de San Valentín, sucedida el 14 de febrero (claro) de 1929. El documental no estaba novelado y se atenía con precisión a los hechos, cosa a la que no estaba obligado Roger Corman cuando rodó en 1967 su justamente aplaudida The St. Valentine's Day Massacre.

Aquel día de copiosa nevada, Al Capone envió a cuatro de sus pistoleros para que acribillaran a la plana mayor de su peor rival, George Buggs Moran. Hicieron auténtico picadillo con cuatro lugartenientes de Buggs, el chofer de un camión y un conocido que estaba de visita, pero no con el propio Moran, que se olió la tostada y escapó de la cita trampa, que diría Mayor Oreja. Al saltar la noticia, que provocó auténtica conmoción en EEUU -hasta entonces los mafiosos se mataban de uno en uno, como quien dice-, Capone, que estaba en su casa de Florida, dijo: «Ese crimen lleva el sello de Moran». Moran, por su parte, replicó: «Ese crimen lleva el sello de Capone». Lo cierto es que cualquiera de los dos habría sido capaz de ordenar una matanza así. Se acusaban el uno al otro de ser asesinos de la peor especie, y ambos tenían razón.

Por cierto, que los defensores de Moran alegaban que se había granjeado el odio de Capone porque no aceptaba explotar el negocio de la prostitución. Y era verdad. Los defensores de Capone, por su parte, replicaban que Scarface fue durante años el potentado más caritativo de Chicago, que montó muchos comedores y albergues nocturnos gratuitos para los pobres. Y también decían la verdad. Ni siquiera los más malos son nunca absolutamente malos, más que nada porque en la realidad -en cualquier forma de realidad- los absolutos no existen.

El negocio de Capone era muchísimo más poderoso que el de Moran. Desbordaba ampliamente las fronteras de Illinois y abarcaba muchos estados. Su rival controlaba sólo un barrio de Chicago (aunque, eso sí, con mano de hierro).

La pena es que en aquella batalla fuera el criminal de menos monta el que se llamaba George Buggs. De ser al revés, la comparación entre el enfrentamiento de los dos célebres gángsteres y el de estos dos de ahora resultaría todavía mejor.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 3 de julio de 2004]

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