Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de febrero de 2005

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El 3 por ciento catalán

JAVIER ORTIZ

         
Admiro desde mi más tierna juventud los modos suaves y relajados que rigen en la vida política catalana y la capacidad de sus políticos profesionales para coexistir sin mayores tensiones mutuas, criticándose entre sí sólo lo estrictamente imprescindible para que no parezca que son del mismo partido. Lo normal es verles sonriéndose mucho y dándose palmaditas en la espalda interesándose por sus respectivas familias, con frecuencia emparentadas.

Durante los primeros tiempos de la Transición, los antifranquistas vascos, que andábamos a la greña -ya por entonces-, mirábamos con fascinación no desprovista de envidia la unidad que reinaba en la Assemblea de Catalunya, que agrupaba al conjunto de la oposición, incluidos los grupos sindicales, sociales y ciudadanos, y en el Consell de Forces Politiques, en el que se sentaban todos los partidos que querían estar en él. Luego ambas plataformas se disolvieron para dar paso a las instituciones actuales, pero el estilo quedó. Prueba de ello es el aliento unitario con el que han emprendido la reforma de su Estatut, reforma que casi todo el mundo da por hecho que será aprobada por amplísimo consenso, si es que no por aclamación.

La política catalana tiene desde hace más de 40 años un aire versallesco, alejado del estilo tosco, e incluso bronco, en el que otros nos hemos instalado. A ello ha contribuido lo suyo también la propia prensa de Barcelona, que nunca ha sido demasiado dada a importunar a sus administradores políticos con denuncias referidas a sus vidas corrientes y a sus cuentas no menos corrientes. (Algo sí, claro, pero sólo lo justo.)

Hay que considerar esa arraigada tradición para entender hasta qué punto tuvo que perturbar el ánimo de la mayoría de los parlamentarios catalanes que el president Pasqual Maragall se permitiera interpelar el pasado jueves a los diputados de CiU diciéndoles aquello de que tienen un problema, que es el del 3%, en alusión a las presuntas comisiones que habrían cobrado por las obras públicas realizadas durante los largos años en los que Jordi Pujol estuvo instalado en el Palau de la Generalitat. El líder de Convergència, Artur Mas, saltó al punto y, con gesto un tanto descompuesto, sentenció que Maragall había mandado «a fer punyetes» toda la legislatura, amenazando de manera no demasiado velada con boicotear la reforma del Estatut. Fue todo a la vez muy confuso y muy clarificador. No se sabía a cuento de qué había salido a relucir lo del 3%, pero quedó clarísimo que el consenso se apoya en un complejo entramado de silencios mutuos. Así devuelto a la realidad, el president, como si se sintiera un tanto escandalizado de sí mismo, retiró la acusación a toda velocidad, con lo que todo retornó más o menos a su cauce.

Maragall ya ha recordado que esas cosas no se dicen. Aunque sean verdad.

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 26 de febrero de 2005]

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No ha habido quórum

JAVIER ORTIZ

        
El Gobierno considera que el respaldo que obtuvo en el referéndum del pasado domingo, que alcanza poco más de un tercio del censo -el 35,8%-, representa «una mayoría suficiente».

Ignoro por qué misteriosas razones le parecerá suficiente. A cambio, me consta que no es mayoría. Para hablar de mayoría, aquí y en Tegucigalpa, se requiere contar con la mitad más uno. En las votaciones serias, cuando no hacen acto de presencia dos de cada tres inscritos, se decide que no hay quórum y, en consecuencia, el acto se da por nulo. No digamos nada si, encima y para más recochineo, una parte sustancial de los pocos que acuden optan por hacer pedorretas al organizador.

Cabe especular hasta la extenuación sobre por qué la aplastante mayoría del electorado no se presentó en los colegios electorales. Vengo diciendo desde 1977 -desde el mismo día en el que Tierno Galván afirmó que su partido, el PSP, había obtenido pocos votos, pero «de gran calidad»-, que los sufragios no se interpretan; se suman. Cada cual puede conferirles el sentido que tenga a bien. Son incomprobables.

Que no me cuenten que aquí los asuntos internacionales no motivan al personal. Hubo un conflicto internacional que sacó a millones de españoles a la calle, y cuidado que manifestarse es más costoso que votar. La cuestión no está en el ámbito, sino en el trasfondo. Y el trasfondo de este referéndum resultaba demasiado turbio.

Me aplico el cuento a mí mismo (dejo de preguntarme qué querrá decir que en donde más fuerza ha tenido el no haya sido en Euskadi, en Cataluña y en Madrid) y renuncio a especular con los resultados. Me limito a constatar lo incontestable: que ellos pidieron al electorado que respaldara un Tratado y que la aplastante mayoría les ha dado la espalda, sea negándose a responderles (súmense ahí la abstención, los votos en blanco y los nulos), sea diciéndoles lisa y llanamente que no.

¿Que les da igual? ¿Que van a hacer de todas las maneras lo que les venga en gana? ¿Que son capaces de volver negro lo blanco y afirmar sin pestañear que se sienten respaldados abrumadoramente? Ya. Pero supongo que habrá quien reflexione sobre ello y tome nota de la bajeza intelectual y moral que se requiere para llamar mayoría al 34,8% y para dar saltos de alegría diciendo que el apoyo del 34,8% es una muestra estupenda de lo que quiere el 100%.

He estado leyendo y oyendo cómo pintan los políticos del PSOE y del PP lo sucedido, y cómo son capaces de apoderarse incluso de los votos contrarios, de los blancos y de los nulos, con tal de inflar el único dato que al parecer les importa, que es la participación.

Sólo han conseguido que me arrepienta de haber acudido a votar. Después de madurar lo sucedido, vuelvo sobre mis pasos. Si nada de lo que realmente hagamos o dejemos de hacer les importa, ¿para qué darles satisfacción votando?

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 23 de febrero de 2005]

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No votar o votar no

JAVIER ORTIZ

        
«Hay que votar, y hay que votar sí...». El presidente del Gobierno vuelve una y otra vez sobre ambas consignas cada vez que se dirige a la población en estas horas previas al referéndum sobre el Tratado que establece la llamada «Constitución Europea». Lo mismo hace el máximo dirigente del PP, aunque tal vez con un punto de rotundidad algo menor.

Los dos saben que ambas actitudes ciudadanas -la abstención y el voto negativo- resultan igual de nocivas para su modo de hacer política en el escenario europeo.

Igual de nocivas, aunque cada una a su modo.

La abstención puede llegar por diversas vías. Puede provenir del desinterés por la política, en general. O por la política institucional, más en concreto. O por la política que se hace en la UE, aún más específicamente. También puede ser fruto de la decisión consciente de un sector del electorado, que opte por no responder a una pregunta que considera mal planteada y enmarcada en una campaña tramposa, que finge dar una gran importancia a su opinión en un asunto que, de hecho, ha sido ya decidido sin contar con él.

Si la abstención -en cualquiera de sus formas, imposibles de discernir- alcanza mañana muy elevadas cotas, los defensores del «Sí» se sentirán desautorizados. Y con razón. ¿Les hará eso ver que se están pasando mucho en la práctica de guisarse y comerse por su cuenta el potaje comunitario? Es una posibilidad. Una posibilidad interesante, dicho sea de paso.

El voto negativo tiene en parte menos fuerza que la abstención, en la medida en que satisface la mitad del deseo de los convocantes del referéndum («Hay que votar»), pero la recupera gracias a su superior valor militante. Es menos equívoco. De registrarse una tasa importante de noes, los dos partidos que se alternan en La Moncloa, y con ellos el continente entero, tendrían que admitir que una estimable parte de la población de por aquí no se pone fácilmente en columna de a dos, marchen.

Dado que el resultado del referéndum de mañana no tiene más fuerza vinculante que la meramente moral -y ésa sólo en la medida en que los gobernantes quieran concedérsela-, huelgan por entero las amenazas catastrofistas que están manejando en estas últimas horas con la obvia intención de intimidar a la ciudadanía. Si las urnas les dan un bofetón, nada se hundirá en los abismos. Sencillamente, tendrán que encajarlo. Deducir que ya les vale de hacer las cosas así y tomar nota de que su hábito de gobernar para el pueblo -supuestamente para el pueblo- pero sin el pueblo despierta cada vez menos simpatías.

Su problema es que hace ya demasiado tiempo que se han olvidado de que democracia significa gobierno del pueblo. Del pueblo. Esto de que sean unos pocos los que lo deciden todo y sólo se acuerdan de la ciudadanía para pedirle su aplauso final tiene otro nombre, también muy histórico: se llama oligarquía.

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 19 de febrero de 2005]

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CARTA AL DIRECTOR

 

Almería no votó contra el Estatuto

 

En su sección Cartas al Director, “El Mundo” publicó el 18 de febrero de 2005 la carta que reproduzco a continuación. Suele decirse que rectificar es de sabios. A mí no me parece que se trate de un asunto de sabiduría; tan sólo de honradez intelectual.

 

Sr. Director:

En mi columna del miércoles 16 de febrero escribí que la población de Almería votó en contra del Estatuto de Autonomía de Andalucía en el referéndum celebrado al efecto el 28 de febrero de 1980. Es falso. Por dos conceptos. En primer lugar, porque lo que se votó en ese referéndum no fue el Estatuto como tal, sino su vía de tramitación. Y en segundo, porque lo que sucedió es que la participación de la población almeriense no alcanzó los mínimos requeridos, aunque la mayoría de los sufragios emitidos fuera favorable. De modo que es cierto que Almería, como tal entidad territorial, no dio su aprobación al Estatuto en los términos previstos en la ley de referéndum, pero es incierto que la mayoría votara en contra, como yo escribí. De haber hecho las debidas comprobaciones, no habría incurrido en ese error, que lamento sinceramente.

Javier Ortiz (Correo electrónico)

 

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¿Dónde está la frontera?

JAVIER ORTIZ

          
¿Tiene el vecino de Almería o de Ceuta tanto derecho a decidir sobre el destino de Euskadi como el ciudadano vasco? ¿Ha de poder éste meter baza en los asuntos que conciernen al porvenir de La Laguna o de Trujillo con la misma autoridad que los nativos de ambas ciudades?

No respondan de inmediato. Permítanme que siga formulando preguntas.

Esta otra, por ejemplo: ¿en razón de qué se ha de conceder voz y voto en las grandes opciones de Galicia al censado en Palma de Mallorca pero no al habitante de Viana do Castelo, mucho más directamente concernido por ellas? O bien: ¿por qué deberá pesar más la opinión que tenga sobre los problemas de la población donostiarra un señor de El Ejido, pongo por caso, que otro de Hendaya, cuya proximidad, física y cultural, y cuyo conocimiento sobre la materia tratada son llamativamente superiores?

Créanme: no hay respuestas sencillas para estas cuestiones.

Prosigamos por la vía antipática: ¿por qué hubo de plegarse la población de Almería, que votó mayoritariamente en contra del Estatuto, y se vio obligada a aceptar incluso que se rectificara la legalidad para sacar adelante un proyecto autonómico que había rechazado, y se jalea en cambio a las autoridades minoritarias de Álava cuando proclaman su disposición a separarse del País Vasco si éste toma rumbos colectivos que no les gustan?

¿La decisión de qué colectividad ha de ser la que se imponga por encima de cualquier otra? ¿Ha de pesar más la voluntad de la población de la UE, considerada en su conjunto, que las de las poblaciones de los estados que la integran? ¿Han de ser éstas las que primen sobre el conjunto europeo, de un lado, y sobre los pueblos sin estado que eventualmente las conformen? O, por decirlo de otro modo: ¿dónde debe establecerse la frontera de la autodeterminación? ¿En la ciudad? ¿En la comarca? ¿En la provincia? ¿En la región? ¿En la nacionalidad? ¿En la nación? (¿En qué nación? ¿Cómo se sabe qué es una nación?) ¿En la entidad supranacional? ¿En las Naciones Unidas? ¿En el universo entero, considerado como colegio electoral único?

Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta unívoca, jurídicamente incontestable, científica. Todas ellas dependen de algo que ningún manual de Derecho internacional podrá fijar más allá de intereses particulares: las relaciones de fuerza.

¿Por qué los países bálticos, o Ucrania, pudieron separarse de Rusia? Porque sus poblaciones decidieron que estaban dispuestas a arriesgar más para separarse que lo que Rusia estaba dispuesta a jugarse para mantenerlas bajo su control. Así de sencillo. Así de terrible.

En España acabaremos haciendo lo que resulte del equilibrio que se establezca -que ojalá se establezca- entre lo que unos reclaman que se haga y lo que otros estén dispuestos a perder para que no. Nada que tenga que ver con derechos.

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 16 de febrero de 2005]

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La abstención episcopal

JAVIER ORTIZ

        
Estaba yo ya más o menos en paz mental con mi decisión de abstenerme en el referéndum del día 20, en coherencia con el cabreo que me produce que me pregunten nada más que para cubrir las apariencias y dar una pátina de legitimidad democrática a lo que ya tienen decidido los grandes prebostes europeos, cuando aparecen los obispos y me hacen polvo apuntándose al gremio de los abstencionistas.

Lo que han hecho los obispos es defender de forma meliflua -es decir, con el lenguaje que por regla general utilizan para hablar de política desde que dejaron de saludar brazo en alto al Caudillo- que la abstención es una opición tan legítima como cualquier otra. Eso ya lo sabíamos los abstencionistas recurrentes, pero es nuevo en boca -o en pluma- de los señores obispos, que solían aprovechar todas las vísperas electorales para sermonear a la feligresía y al orbe todo cantando las virtudes de la participación.

¿Qué les pasa a los obispos españoles? No es un secreto: que saben de lo enfadado que está el Santo Padre que vive en Roma con los autores de la mal llamada Constitución Europea, porque han hecho caso omiso de su petición de que el texto de marras mencionara las raíces cristianas de la cultura del Viejo Continente, amén de otros católicos pronunciamientos de rango menor.

En consecuencia, creen inconveniente pedir el voto afirmativo al Tratado en cuestión. Pero tampoco les parece adecuado invitar a que se vote «No», primero porque no quieren enfadar demasiado a los poderosos -tampoco es eso: cobran de ellos- y segundo, porque no se sentirían nada a gusto mezclados con las gentes de mal vivir que defienden esa posición tan rotunda.

Cierto es que les cabía solicitar el voto en blanco, pero se trata de una consigna realmente poco atractiva, que suele tener efectos muy minoritarios y nada lucidos. Peor todavía quedarían llamando al voto nulo: un obispo como Dios manda no puede coquetear con el nihilismo en ninguna de sus formas.

En cambio, en una votación en la que todo el mundo da por hecho que se va a producir una abstención muy fuerte, quien propone esa opción, así sea de manera oblicua, se coloca en condiciones inmejorables para exhibir el día 21 una sonrisa de oreja a oreja.

Los señores obispos, con su intrusismo tardío en el campo del abstencionismo político, nos han colocado a los abstencionistas conscientes en una tesitura muy poco agradable. ¿Abstenernos y coincidir con ellos?

Yo no sé que haré al final. Lo único que me hace retornar a la desesperación tranquila en la que vivo por lo común es la conciencia de que, haga lo que haga, siempre me encontraré en compañías poco deseadas. Si me abstengo, con los obispos. Si voto no, con la extrema derecha tipo falangista-lepenista. Y si votara sí, con Rubalcaba, Bono, Acebes y Aznar, todos del brazo.

Sería espantoso. Para los cinco, por supuesto.

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 12 de febrero de 2005]

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Tragedias mediáticas

JAVIER ORTIZ

         
Las sociedades llamadas «mediáticas» se comportan de acuerdo con reglas bastante singulares que no siempre son resultado de una reflexión consciente.

En relación a muchos asuntos. A las grandes tragedias, por ejemplo.

Lo acabamos de ver con el terrible tsunami del Indico. Que un solo fenómeno de la Naturaleza cause tantas víctimas en tan poco tiempo resulta anonadante, sin duda, pero no parece menos estremecedor que el hambre mate todos los días a miles de personas en el mundo entero.

Lo primero moviliza la solidaridad internacional en masa; lo segundo, muy poca. Y eso que, en rigor, los terribles efectos del hambre deberían sacudir mucho más las conciencias, al tratarse de un mal que podría evitarse, puesto que en la Tierra hay alimentos suficientes para todos.

¿Por qué esa diferencia tan radical de trato entre ambos fenómenos? Por diversas circunstancias, la principal de las cuales es que la tragedia del tsunami fue un drama en un solo acto, en tanto la segunda se diluye en una interminable sucesión de tragedias individuales. Las muertes por hambre no son espectaculares. En consecuencia, tienen escaso interés para los medios de comunicación, que viven de las novedades: la crueldad humana es muy poco novedosa.

Este pasado domingo hemos tenido próxima una desgracia de dimensiones mucho menores, pero también conmovedora. Me refiero a la muerte por asfixia de 18 personas en La Todolella (Castellón). Todos nos hemos interesado por lo ocurrido y nos hemos sentido solidarios de los familiares y amigos de los fallecidos. Pero el mismo día en el que se produjo tan triste suceso murieron en España muchas más personas en circunstancias no menos trágicas, sin que su fallecimiento haya merecido una atención proporcional a la reunida en Morella.

Recuerdo el caso, hace ya años, de un accidente de autobús que causó una veintena de muertes y que concentró también una atención extraordinaria. Al acto fúnebre, oficiado por un cardenal, asistieron los Reyes y varios ministros. Fue retransmitido por televisión.

El suceso había tenido lugar un fin de semana que registró bastantes más accidentes de carretera en los que murieron, en total, muchas más personas. Una cincuentena, creo recordar. Pero murieron de una en una, o de dos en dos, a lo sumo. Tratándose de muertos dispersos, por así decirlo, sus sepelios no merecieron atención.Ni Reyes, ni ministros, ni duques, ni directores generales, ni jefes de negociado siquiera. Y en cuanto a la Iglesia, curas rasos. Y de pago.

No hago estas observaciones porque me produzca especial satisfacción mostrarme antipático, sino porque considero que no está de más reparar en la cara oculta de nuestras solidaridades aparentemente inmaculadas, tan vistosas en el escaparate de los medios, ellos también tan aparentemente solidarios e inmaculados.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 9 de febrero de 2005]

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Un plan con 30 años

JAVIER ORTIZ

Desde que Ibarretxe anunció que iba a poner en marcha su ya famoso plan, los dirigentes de los dos principales partidos españoles proclamaron que eso era prueba de que los nacionalistas vascos habían decidido «echarse al monte», rompiendo con sus tradiciones pacíficas y pactistas.

Es falso, y ellos lo saben. El proyecto de Ibarretxe, lejos de representar un invento de reciente cuño, es mera continuación de la línea que los nacionalistas vascos han venido defendiendo desde la Transición.

Es la posición que mantuvieron ya en el debate sobre el texto de la Constitución. Entonces, ante la imposibilidad de que se reconociera explícitamente el derecho de los vascos a decidir libremente su futuro, el PNV centró sus esfuerzos en que el texto constitucional admitiera que el pueblo vasco tenía derechos históricos anteriores a la nueva fuente de legalidad que se estaba forjando. Su demanda fue atendida. La disposición adicional primera de la Constitución afirma que ésta «ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales». Queda así fijada una legitimidad de las aspiraciones vascas que no nace de la Constitución. Que es anterior a ella.

La misma posición defendió durante la redacción del Estatuto de Autonomía, que ahora el PP y el PSOE tanto alaban. El Estatuto no sólo empieza dejando bien sentado el concepto de «pueblo vasco» -que Rajoy rechaza, igual que sus antecesores rechazaron el propio Estatuto- sino que hace también expresa reserva del derecho de Euskal Herria a replantear su relación con el Estado español para profundizar en su autogobierno, y ello precisamente en razón de los derechos históricos antes mencionados.

Con idéntico espíritu afrontó el PNV y selló otros acuerdos posteriores, como el Pacto de Ajuria Enea. Ya he aludido en anteriores ocasiones al inequívoco texto de aquel acuerdo, ahora tan reverenciado como olvidado.

De modo que cuando Ibarretxe planteó la necesidad de crear un nuevo marco jurídico que articule el encaje de Euskadi en el Estado español, no recurrió a nada que no formara parte del discurso permanente de los nacionalistas vascos. Nada que no estuviera planteado cuando el PSOE gobernó con el PNV en Vitoria, cuando Felipe González propuso al PNV formar parte de su Gobierno en Madrid o cuando Aznar pactó el respaldo del PNV en su primera investidura.

Los nacionalistas vascos dicen ahora lo mismo que hace 30 años. Con una sola diferencia: entonces apelaban a la soberanía del pueblo vasco dejando abierta la posibilidad de una Euskadi independiente. Ahora se muestran dispuestos a descartar la independencia, siempre que se apruebe un Estatuto que fije una relación «entre pueblos libres e iguales». Una hermosa fórmula que, por cierto, no emplearon el martes pasado en las Cortes ni Ibarretxe ni Erkoreka, sino -¡ay, esos diablillos del subconsciente!- Alfredo Pérez Rubalcaba.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 5 de febrero de 2005]

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¿Vale la pena sermonearlos?

JAVIER ORTIZ

          
Finalmente habrá representación del Parlamento vasco en las Cortes madrileñas para defender el proyecto de nuevo Estatuto.

Será el propio lehendakari, Juan José Ibarretxe, quien asuma la tarea. Para mí que habría sido preferible que se alternaran tres miembros de la mayoría parlamentaria vasca, para mejor subrayar que no se trata de una propuesta personal, sino de una decisión de la Cámara de Vitoria. Pero no será así. Tanto da.

«¡Qué menos!», dicen los más conspicuos comentaristas políticos con sede en Madrid. «¡Sólo faltaría que, después del cristo que han montado, encima no acudieran al Congreso a dar la cara!»

Admito que, cuando oigo esos comentarios, me da por pensar que lo mismo habrían hecho mejor no yendo. Como norma general, lo que molesta al enemigo suele ser bueno.

Defendí desde el principio -sin mucho entusiasmo, todo sea dicho- la conveniencia de acudir a las Cortes de Madrid para explicar lo votado por la Cámara vasca. Me pareció que representa una ocasión interesante para llegar a un buen número de ciudadanos de España -la cosa va a ser retransmitida a todo trapo por radio y televisión- y hacerles conscientes de que el llamado plan Ibarretxe podrá estar mejor o peor, pero no es una aberración criminal que pretenda la ruina de las buena gente de al sur del Ebro.

Ahora bien: consideré también -y sigo haciéndolo- que la decisión final de subir o no a esa tribuna era meramente táctica, variable de acuerdo con las circunstancias.

Tan legítimo hubiera sido decidir que sí como optar porque no.

«¡Sería intolerable que despreciaran de ese modo al Parlamento central, que representa al conjunto de los ciudadanos españoles!», claman.

Ah, ¿sí? ¿Y por qué intolerable?

Esta gente no para de decidir qué es tolerable y qué es intolerable. ¿Se darán cuenta de que esa manía los define sin remisión como intolerantes?

A mí, en concreto, el Congreso de los Diputados -y no digamos ya el Senado- me produce un respeto tirando a escaso.

«¡Es la sede de la soberanía popular!», berrean.

-Sí, y las oficinas centrales de la empresa del señor D'Hont- me da por responderles.

Oigo que el líder de Ezker Batua, Javier Madrazo -que bastante cruz tiene con soportar a sus socios de coalición, que son una banda de impresentables-, era partidario, aunque también sin demasiado entusiasmo, de no subir a esa tribuna, para mejor subrayar su rechazo a la decisión centralista de limpiarse el pompis con la propuesta vasca.

Era otra posibilidad. Con su punto simpático, aunque ya me imagino que bastantes de ustedes no se lo verán. ¿Aprovechar la oportunidad propagandística que proporciona el reglamento del Congreso para sermonear a esa tropa o darles en los morros mandándolos al guano? Como diría el pobre Hamlet, ésa es la cuestión. Lo grave es que, como él, tenemos que pensarlo con una calavera en la mano.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 1 de febrero de 2005]

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