Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de septiembre de 2004

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Matrícula de Honor

JAVIER ORTIZ

         
-¡Madrileño tenías que ser!

Me sucedió en el centro de Bilbao, en 1991. Yo había hecho una maniobra rara -no lo niego-, pero el modo en que el conductor vecino optó por afeármela me pareció absurdo, entre otras cosas porque soy de San Sebastián. El hombre había tomado la matrícula de mi coche como si se tratara de mi partida de nacimiento.

Lo mejor vino a continuación, cuando me adelantó y vi que su coche llevaba ¡matrícula de Madrid!

Es extraordinaria la cantidad de incidentes bobos pero desagradables causados por el hecho de circular -o de estacionar- con vehículos que llevan tal o cual matrícula: de Barcelona en Madrid, de Madrid en Barcelona, de Bilbao o de San Sebastián en media España... Cuando aparecieron las nuevas matrículas, suspiré aliviado: un motivo de conflicto menos.

Pues nada, a volver a las andadas.

La iniciativa que ha anunciado el ministro del Interior, José Antonio Alonso, es, al parecer, resultado de las presiones de la consejera catalana del mismo ramo, Montserrat Tura. Ya cuando se implantaron las matrículas de formato europeo unificado las reacciones más adversas procedieron de Cataluña.

Comprendo muy bien que la gente catalana quiera afirmar su pertenencia nacional, pero no me parece razonable el empeño que algunos muestran por extender esa afirmación a sus coches. Si lo que la consejera hubiera logrado es que se sustituyera la E de España por el CAT de Cataluña, aún podría tomarse como una victoria simbólica del nacionalismo catalán. Pero lo que propone es que el símbolo distintivo catalán figure dentro de la identificación española global. No le veo la chispa. Las pegatas separadas de la matrícula cumplen mejor la función pretendida: muestran las ganas que siente el propietario del vehículo de enmendar la plana al distintivo oficial.

De todos modos, lo que más me llama la atención de este asunto es que la batalla se plantee con relación a los coches, y sólo a los coches. No se discute que los pasaportes y los DNI lleven en letras bien gordas la palabra ESPAÑA, sin ningún añadido. Eso se lo toman con resignación.

Se ve que lo decisivo para ellos es el coche.

Nos remite eso a la importancia capital que muchos hombres -y bastantes menos mujeres- dan a sus coches como una extensión importantísima de su identidad. No se toman el coche como un útil más, como un aparato que les sirve para desplazarse y ya está, sino como una exhibición pública de sí mismos. Como una muestra de lo que son. Si su preocupación fuera la de de afirmar de manera constante y visible su pertenencia a tal o cual comunidad, ¿por qué hacerlo sólo cuando van en coche? ¿Por qué no llevan un signo distintivo también en la ropa, en el cochecito del niño, en el portafolio o en el bolso?

Me da que hay alguna gente que divide sus señas de identidad entre la patria y el coche. Y no estoy seguro ni siquiera de que lo haga a partes iguales.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 29 de septiembre de 2004]

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El Día de Autos

JAVIER ORTIZ

         
Imagino que no quedará apenas nadie que no haya pensado en algún momento, así haya sido en un arrebato de malicia parcial y transitoria, que ese invento de los Días Internacionales de Lo Que Sea representa una broma pesada.

-¿Qué pasa? ¿Que los otros 364 días del año está bien que pasemos del problema? -piensa todo pichichi.

Una maestra me contó que eso fue lo que le dijo un niño cuando anunció en cierta ocasión que en la jornada de autos se celebraba el Día Mundial Contra los Malos Tratos a las Mujeres:

-¿O sea que hoy no puedo pegar a las chicas?

Todos los días son el Día Mundial de Algo. De algo maltratado, por supuesto, porque no quedaría muy estético que se celebrara el Día Internacional del Fondo Monetario Internacional, o el Día Mundial de la Banca Suiza, o incluso el Día Mundial de Florentino Pérez. Esas instituciones celebran su día todos los días del año. La gracia está en dedicar un día a quienes tienen toda la vida en contra.

He mencionado de pasada «el día de autos». El pasado miércoles fue el Día Europeo Sin Coches, o algo así. Se suponía que en tal fecha debíamos conjurarnos todos para no utilizar nuestro vehículo particular.

¿Y por qué? ¿Qué mal que las autoridades quieran erradicar es el que se supone que debíamos combatir con ese gesto?

La víspera había sido el Día Mundial Contra el Alzheimer. Dudo mucho de que los gobiernos deseen que la ciudadanía tenga buena memoria -sería su perdición-, pero puedo entender, al menos, que no simpaticen con el Alzheimer, así sea sólo por lo que el tratamiento de esa enfermedad se lleva de los presupuestos generales.

Pero lo de los coches me supera. ¿Están en contra? Pues que lo digan. Que expliquen por qué y que detallen cómo se proponen acabar con esa lacra. ¿Tal vez están decididos a potenciar muchísimo el transporte público y a dificultar el privado hasta conseguir que lo odiemos? No creo, porque el hecho es que siguen haciendo obras y más obras para animar a los automovilistas a meterse con su coche hasta la cocina de las grandes ciudades. Es el caso de Ruiz-Gallardón en Madrid, sin ir más lejos (de mi casa).

Vuelvo a la pregunta de siempre: ¿nos han tomado por tontos o es más bien que saben por experiencia que somos tontos?

Oí el otro día a un ecologista alavés que defendía que no se celebrara el Día Europeo Sin Coches, sino todo lo contrario: que se convocara el Día Europeo Con Coches. Sugería que hubiera un día en el que todos los propietarios de coches los usáramos, para abarrotar las calles y demostrar que el modelo de transporte actual, que cuenta con el beneplácito hipócrita oficial, es un disparate absoluto.

Me pareció una gran idea. Recordé la frase de Lenin: «No hay mejor modo de desprestigiar una causa que llevarla a sus últimas consecuencias». En este caso, hasta estrellarla, ya que de coches se trata.

 

 [Es copia del artículo publicado por El Mundo el 25 de septiembre de 2004]

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La Constitución Europea

JAVIER ORTIZ

         
El Partido Socialista Francés está dividido. François Hollande, su primer secretario, respalda el proyecto de Constitución Europea. En cambio, el número dos del partido, Laurent Fabius, lo rechaza y preconiza que se vote «No» en el referéndum que convocará Chirac.

El debate llena muchas páginas de la prensa gala.

Eso es lo primero que llama la atención. Aquí los medios de comunicación no recogen ninguna polémica. Cuentan que a algunos políticos locales el proyecto les gusta más y a otros menos, pero no pormenorizan los detalles. Deben de considerarlos aburridos. Pasó lo mismo en su día con el Tratado de Maastricht, que en Francia fue muy debatido y aquí llegó, se aprobó entre bostezos y se volvió para casa sin pena ni gloria. El entonces presidente del Gobierno, Felipe González, llegó a decir que someter a referéndum el contenido de aquel Tratado sería como sacar a votación el color de los balcones de la plaza de Chinchón.

Ese hombre nos tomaba por imbéciles -por más de lo que somos, quiero decir-, y se le acabó notando.

Los socialistas franceses discuten sobre si esta supuesta «Constitución» (que no es una verdadera Constitución, y eso es lo primero que ponen sobre la mesa) representa un avance o un retroceso con respecto a los tratados en vigor dentro de la UE. Hay quien se queja de que lleva aún más lejos el actual modelo de construcción europea, que «armoniza» las reglas del neoliberalismo económico pero se lava las manos a la hora de homologar las normas de política fiscal y social. Otros responden que eso es cierto, pero que menos mal, porque si la UE homologara esas materias lo haría a la baja.

Me he detenido a leer lo que escriben en Francia los unos y los otros movido por un interés meramente estilístico, para evaluar la esgrima intelectual de los oponentes, que no es poca. Pero ni por un momento se me ha ocurrido la posibilidad de que los defensores del «Sí» a ese texto llegaran a convencerme de la necesidad de respaldarlo. Tampoco me conmueven nada los socialistas franceses que preconizan el «No»: el propio Fabius contribuyó decisivamente a asentar esta Europa antisocial de la que disfrutamos cada día más.

Puesto a reflexionar sobre qué hacer cuando llegue el referéndum preceptivo, la única duda que me asalta es si votar «No» (por mi cuenta y basado en mis propios argumentos, desde luego) o abstenerme. La abstención tiene un poderoso atractivo, porque añade al rechazo del texto la no participación en la farsa, pero tiene el inconveniente de que el gesto se queda en nada. Salvo que seamos mayoría los que hagamos el corte de mangas. Eso tendría su gracia.

De todos modos, el dilema no me quitará el sueño. Sé de sobra que al final, digamos lo que digamos los votantes, la oligarquía con mando en Bruselas acabará haciendo lo que mejor cumpla a sus intereses. Como siempre.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 22 de septiembre de 2004]

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Del UHP al yalm

JAVIER ORTIZ

         
«¡Uníos, hermanos proletarios!». Durante la II República Española, la consigna se convirtió en siglas: UHP.

La solidaridad entre los trabajadores al margen de oficios y de orígenes nunca ha funcionado demasiado, para qué engañarnos. Quedó en triste ridículo ya en 1914, cuando los partidos socialistas europeos votaron los créditos de guerra. Se habían juramentado para declarar la «guerra a la guerra» pero, en cuanto sonó el cornetín, llamaron a los obreros de sus respectivos países a destriparse unos a otros con la misma estupidez con que todos los soldados de todos los estados se han destripado entre sí a lo largo de la Historia.

Ahora ya no se lleva apelar a la solidaridad internacional de los trabajadores ni siquiera a título retórico. Lo que funciona en estos tiempos es el yalm, iniciales de «yo a lo mío».

En Elx, provincia de Alicante, una multitud se dedicó el jueves a destrozar los medios de producción de algunos empresarios asiáticos del calzado, a los que acusan -probablemente con razón- de competir de manera desleal con la industria del pueblo. No sé si lo sucedido será tal como lo oí contar ayer pero, de ser así, qué horror saber que hubo manifestantes que no sólo no se detuvieron, sino que arreciaron su ataque contra una de las naves industriales cuando comprobaron que dentro había trabajadores de origen chino.

No es la primera vez que ocurren hechos semejantes aquí o allá, y supongo que, por desgracia, no será la última. No hace tanto, en una población de la costa mediterránea se produjo una protesta masiva para rechazar las inspecciones de trabajo destinadas a perseguir la contratación ilegal de mano de obra inmigrante. Según los protagonistas de la protesta -que no eran sólo empresarios, ni mucho menos, sino también integrantes del pueblo llano-, esas inspecciones eran inaceptables porque, si se respetara la ley a rajatabla, la pujante prosperidad de la localidad se iría al guano.

Lo de la industria del calzado es parcialmente diferente. Durante años, en las zonas zapateras de la Comunidad Valenciana mucha gente ha vivido del empleo negro y del trabajo a domicilio en condiciones nada envidiables. Pero también en el mantenimiento de ese régimen laboral cutre ha habido sus complicidades. Me contaban que hay pueblos dependientes de la industria del calzado en los que, si uno quiere tener la certeza de que nunca será elegido para ningún cargo público, lo único que tiene que hacer es proclamar que, en caso de resultar electo, combatirá con todas sus energías la economía sumergida.

La propia gente trabajadora se vuelve cómplice de la ilegalidad. La padece y la defiende.

Trabajadores contra trabajadores. Trabajadores contra trabajadoras. Autóctonos contra inmigrantes. Cada uno a lo suyo. Todos contra todos.

Qué bien nos va. No sé qué vamos a hacer con tanto progreso.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 18 de septiembre de 2004]

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Cualquier tiempo pasado

JAVIER ORTIZ

         
Un canal de televisión va a emitir -o está emitiendo ya, no sé- una serie sobre la década de los ochenta. Dice su publicidad que aquellos fueron los años más «emblemáticos» de la Historia de España.

          (Primer aviso: me planteo la posibilidad de fundar una nueva variante de la Santa Inquisición, católica, islámica, samurai o gurkha, que tanto me da, nada más que para ajustar las cuentas a la legión de informadores y publicitarios, o de informadores-publicitarios, que se pasan el día haciendo el recuento de lo que consideran «emblemático». Me ocuparé de ellos en cuanto acabe con los infinitos cronistas que describen todas las desgracias habidas y por haber calificándolas de «espectáculo dantesco».)

Vuelvo a lo de la serie sobre los años ochenta. Parece que se les ha ocurrido que valía la pena rodar esa cosa a la vista del enorme éxito logrado por otra serie supuestamente ambientada en los años setenta.

Se ve que la nostalgia vende.

Esto de la mitificación del pasado demuestra qué mala memoria tiene el personal.

Recuerdo una vez que, siendo niño, oí a mis hermanos mayores hablar de lo divertido que había sido su paso por el colegio. Yo, que iba por entonces al mismo antro escolar del que hablaban, pensé: «Cuando sea mayor, me acordaré de que el colegio es horrible». He cumplido la promesa: nunca he olvidado que aquella cochiquera era odiosa hasta decir basta.

Pasado el tiempo, he hecho extensiva la misma norma a otros supuestos recuerdos igual de sospechosos: que si la mili, que si la facultad, que si los sesenta, que si los setenta, que si los ochenta.

Hace unos días oí a un veterano político que empezaba su aburrido exordio diciendo: «Es que en mis tiempos…»

Le increpé voceando al aparato de radio:

-¿Qué pasa? ¿Te has muerto? ¡Si sigues vivo, tus tiempos son estos mismos de ahora!

(Segundo aviso: tengo la fea costumbre de discutir con la radio.)

Una vez me hicieron una pregunta curiosa en una entrevista para una revista alternativa:

-¿No crees que estamos más lejos de la Revolución que en los sesenta?

Respondí:

-No sé qué es «la» Revolución. Pero en todo caso, sea lo que sea, y si algo así ha de suceder, me parece obvio que cada día estamos más cerca.

Nunca he soportado a los pelmazos a lo Jorge Manrique, empeñados en que todo pasado fue mejor.

De adolescente, cuando el Borbón padre aún era pretendiente -aunque nunca lo fue con demasiado entusiasmo, tal vez porque eso le habría obligado a trabajar-, escribí unos ripios en los que me cachondeaba del autor de las famosas Coplas. Decían mis versitos: «¿Que qué se fizo el rey Don Juan? / Este don Jorge Manrique / estaba en la higuera. / ¡Mira que hablar de Don Juan / cual si Don Juan un rey fuera!»

Aunque reconozco que tampoco le faltaba razón a Angel González cuando escribió sobre el porvenir: «Te llaman porvenir porque no vienes nunca».

Que ésa es otra.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 15 de septiembre de 2004]

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¡Condenado franquismo!

JAVIER ORTIZ

         
Comentaba hace algunas semanas con un buen amigo el hecho de que las ciudades y pueblos de España sigan repletos de signos de homenaje -estatuas, placas, nombres de calle- dedicados a los protagonistas del golpe de Estado del 18 de julio de 1936.

-Tampoco te lo tomes así -decía mi amigo-. ¡Considéralo cosas de la Historia!

No estoy de acuerdo.

Un hecho de la Historia que no me enfurece, aunque me parezca que tiene bemoles, es que se ensalce y se apode el Bueno a un tal Guzmán que tiró un puñal a los captores de su hijo para facilitarles el infanticidio, en plan Jacob e Isaac, pero con intermediarios.

Eso no me enfurece porque sucedió hace la tira, y ni me va ni me viene.

Es más: yo tengo un antepasado al que también le erigieron una estatua porque sacrificó la vida de su señora para fastidiar al invasor francés. Me quedo de piedra yo también al constatar que el título de honor se lo concedieron a él, y no a su señora.

Pero, en efecto, ésos son asuntos de la Historia.

Cosa muy distinta es que estén hoy, día a día, piedras y placas mediantes, homenajeando delante de tus narices a la gentuza que mató a tus padres, torturó a tus hermanos y te metió en la cárcel a ti. Y todo porque tu familia tenía un inocultable apego a las libertades democráticas.

Recuerdo que hace 20 años pregunté al alcalde socialista de un pueblo que llevaba en su propio nombre la exaltación de Franco: «¿No van ustedes a quitar eso?». Y el hombre me respondió: «Que la Historia decida». Me dije para mí: «Si ya los propios socialistas esperan que sea la Historia la que decida quién defendía qué en 1936, apaga y vámonos.»

Mi problema es que no he apagado. Y que seguimos aquí.

«Generalísimo», «Primo de Rivera», «Sanjurjo», «Mola», «Héroes del Alcázar» ¿No les vale?

Ahora parece que el Gobierno de Rodríguez Zapatero se propone restituir el honor de las víctimas del franquismo.

Empezaré diciendo que por mí no se molesten: jamás pensé que mi honor estuviera en juego por haber sido perseguido, torturado y encarcelado por el franquismo. Antes al contrario.

Lo que sí creo que conviene es que tengan en cuenta la concatenación lógica que implica su decisión.

Si el levantamiento militar franquista fue ilegal e ilícito, todo lo derivado de él también.

Si se cataloga legalmente de abominable la dictadura franquista, también deberán recibir idéntico trato los títulos que otorgó.

Si la dictadura franquista fue horrible, quienes colaboraron con ella deberán ser considerados cómplices del horror.

No llevo la cuenta exacta pero, si quieren -y por situarnos en el terreno material, que es el que mejor suele entender esa gente-, les doy una lista nominal de los dineros que tendrían que dejar de abonar y de los que deberían empezar a pagar para ser coherentes con esa decisión.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 11 de septiembre de 2004]

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No quieren ni oír a Aznar

JAVIER ORTIZ

        
Ignoro si el acuerdo será tácito o resultado de contactos ad hoc, pero es un hecho: el PSOE y el PP rechazan que José María Aznar sea llamado a declarar ante la Comisión Parlamentaria sobre el 11-M.

Comprendo que el PP no vea con buenos ojos esa eventualidad. Sólo podía venirle mal.

Hay dos posibilidades.

La primera sería que Aznar defendiera sus argumentos peor que Acebes: que incurriera en alguna contradicción, que aportara datos inconvenientes, que se mostrara en exceso soberbio o agresivo... Nada de eso convendría a la imagen del PP, porque acentuaría la evidencia de que tras la masacre del 11-M metió la gamba hasta el corvejón.

La otra posibilidad -improbable, pero no imposible- es que Aznar lo hiciera mejor que Acebes. Tampoco eso le interesa a Rajoy, que ve con preocupación cómo pasan los meses y la tasa de popularidad del ex presidente sigue siendo superior a la suya.

Al actual jefe de filas del PP lo que le conviene es que no se hable de Aznar, ni para bien ni para mal.

Eso está claro.

Las dudas acuden en tropel cuando uno se pone a examinar la opción del PSOE. ¿Por qué no quiere Zapatero que Aznar declare? La excusa esgrimida por el secretario de Organización socialista, José Blanco, es que ya el propio Rajoy ha dicho que Aznar no tiene nada nuevo que aportar y, si no tiene nada nuevo que aportar, para qué llamarlo a declarar.

La ciudadanía debería sentirse ofendida por la nula capacidad de raciocinio que le atribuye este señor. Pero ¿de cuándo a aquí las opiniones de Rajoy tienen valor de prueba para el PSOE? Por lo general, basta con que tu oponente demuestre preferir una cosa para que empieces a suponer que lo que te conviene es la opuesta. Eso sin contar con que la propia base del sofisma de Blanco es falsa: Rajoy no ha dicho que Aznar no pueda aportar nada.

Una vez descartado que el PSOE actúe así por la razón que confiesa, habrá que concluir que lo hace por razones inconfesables.

¿Cuáles? Tal vez temía que el PP forzara la comparecencia de Zapatero y que eso desluciera la imagen del presidente, o que el PP pudiera sacar partido de la intervención de Aznar por una u otra vía. Son hipótesis plausibles, pero más probable me parece que los cerebros del PSOE hayan llegado a la conclusión de que la tragedia del 11-M ya les ha dado todo el rédito político que podía proporcionar, que la investigación de lo sucedido no resulta demasiado prometedora, que el interés de la ciudadanía por ella ha bajado mucho y que -«por consiguiente», como diría el otro- más vale ir dando carpetazo al tratamiento parlamentario del asunto.

Es un cálculo de ésos que se suelen llamar políticos.

De ésos que contribuyen a denigrar la política, porque demuestran cuán poco interés por la verdad y qué nulo respeto por las víctimas tienen los políticos en el poder.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 8 de septiembre de 2004]

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Los yo que van muriendo

JAVIER ORTIZ

          
Es curiosa la memoria.

He vuelto a ver Let It Be, la película de The Beatles. La vi en su día, allá por 1970. Y cómo son estas cosas. Entonces me pareció un espectáculo penoso. Saqué la conclusión de que aquella gente estaba a matar. Lennon a lo suyo, como ausente, embobado con la japonesa de las narices, McCartney tal cual pero con su chica Kodak, Harrison en estado de perpetuo cabreo rencoroso con el tándem Lennon-McCartney, Starkey a su aire...

Creo que era deudor del buen rollito (cómo me carga esa expresión, dicho sea de paso) de Qué noche la de aquel día, Help!, Yellow Submarine y el Magical Mistery Tour. Supongo que daba por hecho que los Beatles siempre estaban de risas, encantados de haberse conocido, diciendo maldades contra la buena sociedad, y me ponía de mal cuerpo verlos tal cual eran.

Entonces me dije: «¿Y cómo podían estar juntos?». Ahora veo claro que se separaron porque estaban hasta arriba de soberbia y de dinero, pero no porque no pudieran soportarse. Porque, cada vez que en la sesión de grabación empezaba a sonar algo con aire de rock & roll, se les veía entenderse, resucitar. De acuerdo: es muy posible que uno no disfrute con alguien que cuenta cómo se refugia en la Virgen María cuando tiene problemas, pero todo se arregla si a continuación se arranca con los acordes de Get Back o One After 909. Y no digamos si encima tiene la idea de grabar en la azotea del edificio para montar el escándalo en el centro de Londres.

Porque ésa es otra. Todo progre que se precie da por hecho que Lennon era el estupendísimo del grupo y que McCartney no era más que un burguesito con conocimientos de música. Falso. La película es una prueba irrefutable, y no sé cómo pude verla hace treintaitantos años y no darme cuenta. A la altura de 1970 Lennon era un tío que apenas movía el culo y que pasaba cantidad. Sólo resucitaba cuando aquello sonaba a rock. Y a menudo sonaba a rock porque McCartney volvía a las fuentes. Entonces -la película lo registra- John miraba a Paul con complicidad, con cariño, como un amigo, como al loco con el que anduvo encantado por Hamburgo. Para esas alturas, el trabajo esencial, tanto en talento como en ganas, lo ponía McCartney.

Cuento esto no porque lo de Lennon y McCartney me parezca trascendental para el destino de la Humanidad, sino para llamar la atención sobre un hecho más general (y más privado a la vez): cómo lo mismo -la misma película, experiencias similares- podemos verlo de maneras totalmente diferentes, incluso opuestas, con el paso de los años.

En este caso, el filme es el mismo, pero yo no. Es obvio que mi yo de 1970 ya no existe.

Quod erat demostrandum: somos una sucesión de personas diferentes.

Cuando nos morimos sólo se pierde nuestro último yo. Los otros ya se han muerto por el camino.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 4 de septiembre de 2004]

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La prueba de Fraga

JAVIER ORTIZ

        
Si el destino no lo remedia, Manuel Fraga será candidato a seguir como presidente de la Xunta de Galicia, y todo el mundo se pregunta si es sensato que un hombre que tendrá 82 años en el momento de las elecciones rija los destinos de una comunidad autónoma de la importancia y la complejidad de la gallega.

Él afirma que se encuentra en plena forma, pero lo dice con una voz tan tenue y vacilante que invita a pensar justo lo contrario. Cuando se lo oí, me vino a la memoria un discurso televisado del Franco postrero, en el que balbució con un hilillo de voz casi inaudible: «Hay algunos que especulan con mi edad, pero yo me siento más joven que nunca para empuñar con mano firme el timón de la nave del Estado».

Escribió Oscar Wilde, siempre agudo, que las afirmaciones de ese tipo («Me siento mejor que nunca», «Estoy hecho un chaval», etcétera) son un síntoma inequívoco de decrepitud. Fraga no tiene el menor aspecto de escapar a esa regla.

Pero que estemos en 2004 discutiendo sobre la conveniencia de que este hombre siga en la política activa, y que la polémica se centre en su edad, me parece una de las pruebas más evidentes de la deficiente construcción de la democracia española. Fraga fue un protagonista muy destacado de la dictadura de Franco, y tuvo un papel de primera línea en la represión del movimiento democrático, incluyendo hechos que provocaron la pérdida de vidas humanas, algunos -como los sucedidos en Montejurra en mayo de 1976- por la vía directa del asesinato. En un proceso de instauración de la democracia digno de ese nombre, cualquier político con un historial como el de este preboste de la dictadura habría sido llevado ante la Justicia para determinar sus responsabilidades concretas, incluidas las penales, y, en todo caso, habría sido privado de su derecho al sufragio pasivo. Aquí no sólo se le ahorró el paso por el banquillo, sino que se le permitió continuar como personaje de gran relevancia y hasta fue nombrado «jefe de la Oposición» -un cargo oficial que carece de sentido en un régimen parlamentario pluripartidista- por el primer Gobierno del PSOE.

Uno de los muchos efectos penosos de aquel pasteleo lo seguimos padeciendo, y no sólo en Galicia: nuestros enseñantes no saben cómo contar a los chavales qué fue la España de Franco. No pueden proporcionarles los criterios adecuados para valorarla. ¿Cómo explicarles que continuemos dando a algunos de aquellos liberticidas el título de excelentísimos señores? Nuestra juventud tiene amputada la memoria.

En Chile también discuten sobre la edad de los protagonistas de su dictadura, contemporánea del último tramo de la franquista. Pero allí lo hacen para decidir si sus ancianos están en condiciones de ser juzgados por lo que hicieron entonces. Aquí polemizamos sobre si tendrán las fuerzas necesarias para seguir gobernándonos ahora.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 1 de septiembre de 2004]

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