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2003/07/23 06:00:00 GMT+2

El precio del dinero

Solía cabrearme antes cada vez que oía hablar del precio del dinero. Decían: «Ha subido el precio del dinero», o «Se espera que baje el precio del dinero», y yo agarraba el gran rebote. Cartesiano hasta el aburrimiento, me empeñaba en señalar que el dinero, en la medida en que sólo sirve para simbolizar el valor de cambio de las mercaderías, carece de un precio intrínseco. Esto es, que el precio del dinero sólo se puede expresar en dinero o, dicho de otro modo, que una determinada cantidad de dinero sólo puede cambiarse por idéntica cantidad de dinero, lo cual no constituye cambio alguno. 17 euros = 17 euros. ¡Vaya una novedad!

Pasó tiempo hasta que hube de admitir que el dinero sí tiene precio. Y es que todo en esta vida acaba siendo más complicado de lo que parece. Tal cantidad de dinero sólo es cambiable por sí misma en el mismo momento y lugar en los que expresa su valor mercantil. Pero cinco minutos después, o en otro lugar, puede valer más. O menos. Los diez euros que dejamos en el bolsillo del pantalón por la noche tienen a la mañana siguiente otro valor de cambio. Menor, normalmente: la 365ª parte del IPC anual, por término medio, como poco.

Así las cosas, cabe entender que, si obtenemos hoy 6.000 euros en préstamo pagadero a un año, habremos de devolver algo más cuando se cumpla el plazo. El IPC... y algo más. ¿Cuánto más? Ahí es donde entra en danza lo del precio del dinero (que existe, por mucho que contraríe mi gusto por la lógica formal).

Pero el dinero no tiene sólo un valor de cambio, como mercancía universal y abstracta, sino también equivalencias culturales y simbólicas muy concretas y difícilmente reemplazables. Para la mayoría de las personas que han pasado su vida entera simbolizando el valor de las cosas en una determinada moneda –la peseta, por ejemplo– el cambio a otra unidad monetaria puede resultarle no sólo difícil, sino incluso traumático. Pierde el sentido del valor.

Ayer me di cuenta de ello según salía de El Corte Inglés de la Gran Vía de Bilbao. Se lo comenté a Charo, que andaba buscando unos libros infantiles en euskara, por cosas de su gremio.

–He comprado tres microcintas que me faltaban para la grabación de la entrevista de mañana.

–Ah –me contestó–. ¿Son caras?

–No, qué va –le dije, en todo distraído–. Un poco más de ocho euros las tres.

–A casi 500 pelas cada una –tradujo sobre la marcha.

Me quedé pensativo. ¡Coño, pues era verdad: a casi 500 pelas! ¡Vaya robo!

Se lo comenté horas después a mi amigo Gervasio Guzmán:

–No es cosa mía. Se lo había oído decir a muchísima gente, pero no me lo tomaba en serio. Empiezo a creer que es rigurosamente cierto. Desde que funcionamos con euros, todo está más caro. Las estadísticas oficiales no nos dicen la verdad. La gente tiene más dificultades para llegar a fin de mes. ¿Has visto los datos sobre el crecimiento del endeudamiento de las familias españolas? Tratan de disfrazarlos apelando a la carestía de la vivienda y al abaratamiento de los créditos, pero el endeudamiento es general: también han crecido, y aún más, los préstamos a corto plazo, y han aumentado considerablemente los créditos comerciales y los anticipos. ¡El euro nos ha plantado el agua al cuello!

Gervasio me oye con aire displicente.

–¡No pretenderás convencerme de que una persona razonable puede pensar que seis es menos que mil, sabiendo que lo primero son euros y lo segundo pesetas!

–No se trata de pensar, Gervasio, sino de sentir. Te tomas un vermú con aceitunas, preguntas cuánto es, te dicen: «6,30» y te suena tan normal. No digo que reflexiones y llegues a la conclusión de que es tan normal. Te hablo de a qué te suena. En cambio, te dicen: «1.050» y sueltas: «¡Ondia, qué ladrones!». Miras en Casa Ortiz, magnífica tienda bilbaína donde compro últimamente las guindillas de Ibarra, y ves que un kilo de ciruelas está a 5,30 euros. Lees el letrerito y ni te inmutas. Pero le haces la equivalencia y pegas el brinco: «¡A casi mil chuchas un kilo de ciruelas! ¿Están grillados, o qué?».

No es ya que lo redondeen todo por arriba. Es que se aprovechan de las magnitudes con reflejo condicionado, fijado a lo largo de muchos decenios de trueque monetario, para burlarse de nosotros y explotar nuestros recursos.

Gervasio vuelve al ataque:

–Y cuando viajabas al extranjero ¿qué? Venga, Javier, que tú te has movido, aunque haya sido poco. Tú mismo nos lo has contado: que si los EEUU, que si Francia, que si Italia, que si Gran Bretaña, que si Portugal, que si Indonesia, que si Singapur... ¿No te despistaban los cambios de moneda?

–Claro. Por eso iba a todas partes con mi calculadora. Pero tenía una base que me servía de patrón universal: la peseta. Llegaba a unos grandes almacenes de Nashville y miraba el precio de una maleta. Tantos dólares, tantas pesetas, está bien, es un buen precio, compro. Me plantaba en la trastienda de un estafador de Singapur y comprobaba: un bolso de Prada con certificado de garantía, probable producto del afortunado robo de una partida, a 100 $US, 16 mil y pico pelas, un cero menos que en España, está bien, compro. Pero ahora la referencia final ha desaparecido. ¿Cómo sé yo lo que valdría eso en pesetas si las pesetas siguieran existiendo? ¿Qué inflación habría tenido la peseta de seguir su propio curso? Sigo teniendo un metro en la mano, pero ya no señala los centímetros.

Vivimos en un mundo que nos es cada vez más ajeno.

Eso, vistas las cosas desde el lado filosófico.

Vivimos en un mundo cada vez más caro, considerada la relación ingresos/gastos, que es la que vale, filosofías al margen.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (23 de julio de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 27 de julio de 2009.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2003/07/23 06:00:00 GMT+2
Etiquetas: 2003 diario economía jor euro | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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