Inspirados por las revueltas tunecina y egipcia, en febrero miles de bahreiníes han salido a protestar reclamando reformas políticas en el reino-archipiélago de Bahréin, país que acoge la Quinta Flota de los Estados Unidos y gobernado por la dinastía suní Al Jalifa. Inicialmente, las movilizaciones fueron promovidas fundamentalmente por bahreiníes de confesión chií en ciudades donde son mayoría, como en Diraz, Karzakan y Nuweiraz, a los que luego se unió el islamista Wefaq, principal partido político del país, en las calles de la capita Manama. La policía reprimió las manifestaciones con fuego real, dejando varios muertos en la cuneta, lo que ha radicalizado a los manifestantes, que añaden más exigencias. Los chiíes se quejan de que, pese a representar el 65 % de quienes detentan la nacionalidad bahreiní, encuentran mayores obstáculos que los suníes a la hora de encontrar un trabajo (especialmente en la administración y en el sector financiero) y de ejercitar determinados derechos sociales. La relevancia del Parlamento es limitada, con una cámara alta nombrada por el rey y un ejecutivo controlado desde hace 39 años por el primer ministro Jalifa bin Salman Al Jalifa. Los índices de desempleo y pobreza de los jóvenes chiíes son más elevados que los de los suníes. Además, los chiíes sufren regularmente la arbitrariedad de las autoridades, en particular de las fuerzas de seguridad.
Los policías que han disparado contra los manifestantes son en su mayoría extranjeros suníes oriundos de países vecinos: yemeníes, sirios, jordanos, etc. Con su situación regularizada, tienen acceso preferente a la vivienda, derecho de voto y actúan en cierto modo como una policía colonial. De hecho, la lógica confesional y sectaria en la que se asienta la monarquía de los Al Jalifa está muy influenciada por el colonialismo británico. Al fin y al cabo, fue el Imperio Británico el que permitió asentar dicha dinastía en el poder y durante treinta años, hasta 1998, la agencia nacional de seguridad de Bahrein estuvo dirigido por un británico, Ian Henderson, conocido en el país como el "carnicero de Bahréin" por el empleo sistemático de la tortura. De modo que cuando en las protestas de este mes se unieron numerosos suníes, los manifestantes espetaron a la policía: "No somos ni suníes ni chiíes. Somos bahreiníes". Una declaración de unidad que sin embargo deja fuera a la mayoría de la población de Bahréin.
Según el censo de Bahréin de 2010, el 54% de los habitantes del reino son extranjeros de origen asiático (indios, filipinos, indonesios) que carecen de nacionalidad bahreiní. Disponen por ello de menos derechos y están excluidos de la vida política. En virtud de un sistema denominado de patrocinio, su estancia en el país depende de que una empresa o particular se haga cargo de ellos; para poder cambiar de trabajo deben contar con el permiso de su empleador, que puede incluse retirarles el pasaporte o denunciarles como fugitivos ante las autoridades. La segregación permite pagar peores salarios, controlar el movimiento
de los trabajadores inmigrantes y someterlos a una feroz explotación,
especialmente de las mujeres del servicio doméstico que deben soportar
todo tipo de vejaciones y maltratos físicos. En abril de 2009 se introdujo una reforma en la legislación laboral que permite reducir el poder discrecional de los empresarios: desde entonces el Estado es el que emite los visados de residencia y los trabajadores pueden cambiar teóricamente de empleador sin su consentimiento. El gobierno suavizó el patrocinio pero de ningún modo lo abolió. Este es un sistema común a todas las monarquías petroleras del Golfo Pérsico. Precisamente, el vecino Kuwait ha asistido estos días a protestas de sin papeles, beduinos bidun e inmigrantes, que exigen el reconocimiento de la nacionalidad y, por tanto, de la ciudadanía.
Resulta habitual calificar los sistemas políticos del Golfo Pérsico como feudales. Una descripción impropia. Del mismo modo que no puede entenderse el desarrollo del Estado moderno y del capitalismo en Europa sin las monarquías absolutas, las monarquías petroleras, con todas sus especificidades históricas, constituyen actualmente una opción política autoritaria, dentro del capitalismo contemporáneo, que ha permitido una fortísima concentración de poder y riqueza en la región. El control, segmentación y explotación de la población migrante no es exclusivo de estos países, y de hecho el patrocinio relativamente suavizado de Bahréin se asemeja, por desgracia, al sistema migratorio europeo, que aún vincula no pocos derechos al mercado de trabajo. En materia de represión policial, ya vemos de quiénes han aprendido y dónde fabrican las armas que emplean.
Cualquier cambio en sentido democrático en estos países pasa por resolver la cuestión ciudadana y por la extensión de las libertades también a los extranjeros, sobre la base de un acceso más justo a la riqueza común que genera la renta petrolera y financiera. En 2007
residentes y pescadores chiíes se enfrentaron en la ciudad de Malkiya a
las fuerzas de seguridad, en protesta por la apropiación de los terrenos de la costa por
adinerados miembros de los Al Jalifa. Consideraban que su libertad estaba íntimamente vinculada a la lucha por ese bien común en el que basaban sus vidas. Como ayer en Tahrir, hoy muchos bahreiníes ocupan la plaza de la Perla en Manama. ¿Qué significará mañana el "todos somos bahreiníes"? Si realmente todos se sintieran convocados, todo sería posible.
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...de dólares. Son las reservas de divisas que anunció el Banco Central de Argelia en enero de 2011. Un colchón financiero que asegura meses de importaciones como las de alimentos -de las que el país es dependiente- y evita la dependencia de instituciones como el FMI, pero que también llena las arcas de la junta militar. Un escándalo para muchos argelinos, cuya vida se estanca en la desesperanza. Así que cuando el 12 de febrero unos cuantos miles salieron a manifestarse en las calles de Argel y de Orán, algunos mencionaron esta cifra. Y hubo quien improvisó una canción, como el gran Amazigh Kateb, hijo del dramaturgo Kateb Yacine, ex miembro del grupo Gnawa Diffusion.
Quienes esperaban
ansiosos un levantamiento del pueblo argelino, en la línea de las
espectaculares revueltas tunecina y egipcia, quedaron decepcionados. Si salió
poca gente a la calle el 12 de febrero (entre 2.500 y 5.000 en Argel) fue
porque, al contrario que en Túnez y en Egipto, la convocatoria partió no de la
acumulación de fuerzas y movimientos ciudadanos, sino de la iniciativa de
organizaciones políticas minoritarias: fundamentalmente, el RCD de Said Saadi
(presente sobre todo en Cabilia) y la heterogénea
Confederación Nacional para el Cambio y la Democracia.
Pero si se presta
atención solo a los grandes números (en este caso, de manifestantes) podemos
acabar suponiendo, erróneamente, que el régimen cuenta con el apoyo de la
mayoría de los argelinos. El conflicto social en Argelia también lo
protagonizan los jóvenes, pero se expresa al margen de los partidos políticos, de manera localizada, explosiva,
intermitente, y con una panoplia de acciones: protestas de desempleados, huelgas,
repentinos cortes de carretera, e incluso ataques armados contra las fuerzas,
que cada semana dejan su saldo de muertos en forma de presuntos “terroristas”
abatidos en oscuras operaciones o en enfrentamientos poco claros. La violencia,
lejos del terror de los años noventa, es ahora difusa y de baja intensidad,
pero persistente. Y tanto el DRS (servicios de inteligencia) como el ejército argelino son unos maestros a
la hora de gestionarla, desde que en 1992 entrara en vigor una ley de
emergencia que, pese a los anuncios de los últimos días, permanece en vigor.
El régimen,
dividido entre los leales al presidente Buteflika y a los mandamases del DRS,
esconde fracturas internas que una presión adecuada podría romper si no fuera
porque las divisas del gas y del petróleo aportan al mismo tiempo cohesión y flexibilidad, ya
que permiten comprar favores, aplacar a los descontentos y resolver las
querellas en el interior de la gran familia del Club de Pinos. En Túnez y
Egipto a las masivas movilizaciones se unía un problema interno: una sucesión,
la de Ben Ali como la de Mubarak, no resuelta. En cambio, los argelinos saben
que la caída de Buteflika conllevaría el designio de otra figura –civil o
militar- por parte del cónclave militar. 155 mil millones de dólares están en
juego.
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El Colegio Internacional de Ciencias del Territorio (CIST) publicó
en su sitio web un interesante mapa que muestra cómo los blogs
extranjeros se conectaron a las redes de los blogueros tunecinos durante la revuelta que derribó a Ben Ali. El
análisis se basa en una quincena de páginas web tunecinas (blogs, pero
también Twitter y Facebook), consideradas como las más relevantes en las
protestas, y las conexiones con sitios de otros países.
La
mayoría de enlaces provienen de Europa. Muchos de esos sitios web están en manos de europeos de
origen magrebí, pero otros no. Si representasen un canal de transmisión del
espíritu
revolucionario, los primeros en preocuparse deberían ser no los
gobiernos árabes, sino los europeos. Lógicamente, las cosas no son tan
simples, pero tal vez las experiencias árabes acaben teniendo ecos
inesperados, como ha sucedido tantas veces en el pasado.
En el caso de la revolución egipcia, la mayor parte de la información
digital ha circulado en inglés, como muestra este estilizado gráfico
(obra de Kovas Boguta;
pulsar para ampliar), una foto fija que representa la red de usuarios que más han
influido sobre este asunto en Twitter (que, cosas del capitalismo cognitivo, ha incrementado su potencial valor bursátil en este período). En azul, los tuiteros
que escriben en inglés, en rojo los que escriben en árabe, y entre uno y
otro, los que escribe en ambos idiomas (no se incluyen otras
lenguas). Muchos de ellos acabaron instalándose en Tahrir, la comuna de El Cairo. Cuanto más grande es el círculo, más se supone que influye en
otros usuarios, vinculados entre sí por líneas.
El predominio del inglés indica la loable intención de
muchos árabes de transmitir lo que sucedía al resto del mundo, estableciendo puentes
que en otros momentos se han echado en falta. Puentes que han enterrado definitivamente la propaganda del "conflicto de las civilizaciones". La
prensa internacional -representada por algunos periodistas y medios, situados a la izquierda del cuadro- mantienen una relación simbiótica con los activistas egipcios, seleccionando y
encumbrando a algunos de ellos, que a su vez aprovechan esos canales para amplificar sus mensajes. Pero la búsqueda mediática de líderes resulta infructuosa: lo que el gráfico representa de manera estática es, en realidad, dinámico, como el enjambre de Tahrir.
Si, vale, internet es una parte de esta historia, no el todo. Pero una parte que, sin necesidad de sobrevalorarla, no podemos ignorar.
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Fiesta en la plaza Tahrir tras el anuncio de la dimisión del presidente egipcio Hosni
Mubarak. 11 de febrero de 2011. Fotografía: Reuters/Dylan Martinez.
Hoy nadie puede dar lecciones a los rebeldes egipcios. Que se callen los cínicos, los agoreros que piensan que todo está siempre atado y bien atado, los expertos que nada previeron y los turistas que solo querían ver monumentos. La multitud egipcia nos ha desbordado a todos. Desde Hosni Mubarak al mismísimo Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, ese que acaba de tomar las riendas del Estado, que no del poder, que de momento continúa en la calle. Pasando por los gobiernos occidentales, cuyas declaraciones suenan tan huecas y oportunistas como las del depuesto presidente. Y sus rostros, igual de acartonados.
Que se callen los aguafiestas, los vendedores de resignación que desean que venga la resaca cuanto antes. Es la hora de la celebración, del júbilo, de la algarabía. De recobrar una autoestima que había sido pisoteada. De compartir con el resto del mundo, no sólo con los hermanos árabes.
Egipto no cabía en una plaza. Y así fue. En los últimos días los egipcios salieron a las calles en Alejandría, Damanhour, Mansoura, Suez y Port Said. Pero la exigencia de un cambio también se extendió a las ciudades sureñas de Assiut, Luxor, Aswan, y a lugares donde nunca irán los periodistas, como el oasis de al-Kharga, a 500 kilómetros al suroeste de El Cairo, donde arrasaron la comisaría y las instalaciones del gobierno. En los últimos días se sucedieron las huelgas y protestas en los centros de trabajo: desde los trabajadores textiles de Kafr al-Dawwar, Helwan y Mahalla - como en 2008- a los trabajadores de la Autoridad del Canal de Suez, uniéndose a los jóvenes precarios y sin empleo. La punta de un iceberg que se venía formando desde hacía años. Algunas estimaciones elevan a dos millones el número de trabajadores egipcios que llegaron a participar en más de tres mil acciones colectivas, un 40% de ellas en el sector privado. La libertad sólo es posible desde lo común, desde aquello que hace posible una vida digna. Y las vidas de los egipcios se han transformado en estos días de euforia.
Harían bien en medir mejor sus palabras quienes, como el célebre empleado de Google Wael Ghonim, hablan con muy poca fortuna de "misión cumplida" y piden que los egipcios vuelvan a trabajar para "desarrollar el país". En la misma línea, el escritor Alaa El Aswany afirmó que "la gente que está en la calle no hace política, sólo quieren liberar a su país." Pero si Tahrir representa el principio de algo es porque los egipcios decidieron ocupar el espacio público y desde allí apropiarse de la política. Su alegría es una alegría constituyente.
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Puede que el Foro Social Mundial (FSM) ya no tenga el vigor
de sus primeros años sudamericanos, en los que se alimentaba de la potencia de
los movimientos sociales del continente. Pero continúa siendo un espacio único
donde se ponen de manifiesto las dificultades que se encuentran para que los
movimientos articulen redes globales con una agenda común crítica con el orden
existente. Otros mundos serán posibles, pero algunos ya están presentes, son
complejos y a menudo se contradicen entre ellos, para consternación de muchos militantes.
Fue en África, durante el FSM celebrado en Nairobi en 2007, donde estas
tensiones afloraron con mayor intensidad. Tensiones y contradicciones que tal
vez vuelvan a presentarse en el Foro Social que este año se celebra en Dakar
(Senegal).
Durante el FSM de Nairobi, una serie de investigadores
franceses y keniatas coordinados por Marie-Emmanuelle Pommerolle y Johanna
Siméant analizaron el activismo transnacional que se desarrolló en el mismo.
Las conclusiones de dicho estudio fueron publicadas el año pasado en la revista
Journal of World-Systems Research. En él se muestra la trama de jerarquías y de
relaciones desiguales que se expresaron en el foro, tanto en el terreno
material (financiación del traslado, los polémicos precios de las entradas)
como en el terreno simbólico y del discurso. La presencia del África negra fue
en todo momento ambivalente. Se alternaba el África víctima de la globalización neoliberal y el África sujeto activo con una identidad problemática.
Y es que una cuestión central fue la de la africanidad, entendida en términos de “autenticidad”;
es decir, la construcción de una identidad propia, salpicada de elementos
afrocentristas y tercermundistas, que sirva de base para la reflexión
antiimperialista. En las asambleas y talleres la legitimidad del interlocutor podía quedar en entredicho si era acusado de “no africano” –en el caso de los blancos- o de “poco africano” -en
el caso de los propios africanos, de los afroamericanos y afroeuropeos. La
dificultad para construir un “nosotros” común se reflejó en la manera en que se
distribuyó los papeles de “ellos” y “nosotros” en los diversos talleres y
seminarios. “Ellos” eran claramente instituciones como el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial, o las grandes transnacionales, pero a veces
se metía por medio el “ustedes”: los blancos del norte, o aquellos
negroafricanos considerados más occidentalizados. Hubo una división evidente,
social, cultural y económica, entre los activistas más internacionales (africanos
o no), los que trabajan en o colaboran con organizaciones no gubernamentales de
todo tipo, quienes dominan los códigos del “desarrollo”,y el resto. En la mayor parte de las
veces, esto se tradujo en una concepción de lo africano basado en el rechazo a
la extraversión: se será más africano
cuanto más arraigado se esté en su país de origen, cuanto menos reproduzcan
supuestos patrones neocoloniales, cuanto menos se viaje.
Así, los activistas del Norte, conscientes de su estatuto
social y a menudo poco conocedores de las sociedades africanas, intentaron no
adoptar una actitud paternalista, pero llegando al extremo de situarse al
margen de los debates que afectaban a las políticas nacionales. Con ello
pretendían evitar coincidir con las críticas de organismos internacionales en
materia de gobernanza. Se estableció así una curiosa división del trabajo en la
que a cada uno le tocaba criticar a sus respectivos
gobiernos. Sin embargo, muchos participantes africanos reservaron los mensajes
más radicales a denunciar la sumisión al Norte (en forma de acuerdos de libre
comercio, instituciones financieras, etc.). Esto fue más obvio en el controvertido
taller dedicado a la homosexualidad, promovido por el ILGA, donde panelistas exclusivamente
africanos discutieron hasta qué punto la homosexualidad formaba parte de sus
tradiciones (recordemos el reciente asesinato del ugandés David Kato). Un terreno, el de la tradición, nada cómodo para los europeos, que se vieron abrumados
además por la fuerte presencia de iglesias y de organizaciones religiosas. Sobre la religiosidad de los africanos hay más consenso, aunque la valoración de la misma suele variar entre el rechazo y la celebración.
Simplificando, algunos intelectuales y promotores del FSM lo concibieron como una evolución lineal, en virtud de la cual debía pasar por fases sucesivas: primero la crítica al neoliberalismo, después el desarrollo de redes transnacionales y luego la propuesta de alternativas. El siguiente paso sería la construcción de una organización política, una especie de quinta internacional. Sin embargo, la experiencia de estos años ha mostrado vaivenes y ciclos. Sin que en muchas partes del África negra haya terminado de arraigar una "sociedad civil" (que implica una separación y una determinada relación con el Estado) tal y como la concebimos desde aquí.
Un problema es que, si bien todos somos "europeos" o "modernos" (en el sentido de que todos, también los africanos, hemos heredado categorías europeas como nación, sujeto, identidad, imperialismo...), todavía falta un trecho para que, parafraseando a Dipesh Chakrabarty, podamos articular una política y un proyecto de alianza entre las narrativas metropolitanas dominantes y las narrativas periféricas subalternas, que incluyen visiones holísticas del mundo con frecuencia impregnadas de espiritualidad. Encuentros como el de Nairobi y Dakar deberían ayudar a emprender este camino.
La violencia desatada los días 2 y 3 de febrero en el centro de El Cairo es la primera gran aportación del recién nombrado vicepresidente Omar Suleiman (jefe de los servicios secretos) al proceso de transición que negocia Mubarak, la cúpula militar y el gobierno estadounidense. Una "transición rápida y ordenada hacia un Gobierno con una representación ampliada" es también lo que pidieron Alemania, España, Francia, Italia y el Reino Unido en una declaración conjunta. Todos ellos esperan que este proceso culmine en alguna pequeña reforma constitucional y en elecciones que permitan una mayor participación política, pero poco más. El "cambio" se quiere limitar a la salida del poder de Hosni Mubarak, quien no tiene ninguna prisa. Es en este punto donde se concentran las diferencias políticas con Obama, Biden y Clinton. Lo que está fuera de toda discusión es un cambio serio de régimen, que es lo que reclaman cada vez más egipcios. El Estado egipcio, y especialmente el ejército, deben preservar su legitimidad.
Y aquí es donde el solucionador de problemas Omar Suleiman desempolva los viejos manuales de contrainsurgencia. Como sabemos en España (no digamos ya en América Latina), una transición como Washington manda debe tener su juego sucio. Para que las conspiraciones de palacio den sus frutos, hay que acabar con la amenaza de la calle. Vaciarla mediante una dosis adecuada de violencia y de terror. Pero el ejército, por razones políticas e históricas, no puede asumir -en principio- el papel principal en la represión: una intervención directa podría volverse en su contra y las consecuencias para la supervivencia del régimen serían catastróficas. Así que se movilizó a quienes la prensa occidental bautizó equivocadamente como los "pro-Mubarak": en realidad, fuerzas policiales o parapoliciales al servicio del Estado. Patotas del partido del gobierno (NDP), policías de paisano, francotiradores, sicarios y soplones de la policía, como saben perfectamente los egipcios que se manifiestan en El Cairo o Alexandría.
Lo que Suleiman puso en práctica, de manera tan burda como fallida, es una versión suave de la clásica estrategia de la tensión que ya vivió el propio Egipto en las postrimerías de la colonización inglesa y la Europa mediterránea durante los años setenta. En aquella época, Turquía, Italia o España fueron escenario de la acción de grupos parapoliciales o de extrema derecha, cuyos agentes a menudo infiltraban las filas de la izquierda radical. El gobierno egipcio parece haber seguido viejos manuales como éste del ejército estadounidense, que en su día filtró la prensa turca y que Fernando González tradujo en España para la revista Triunfo.
Triunfo, Número
817, página 32 | Fecha de Publicación:
23-09-1978.
Cambiemos palabras y expresiones, pero la estrategia es la misma. Tras los titubeos iniciales del régimen egipcio (o su división interna, dada la obstinación de Mubarak por aguantar hasta septiembre), y después de que Hillary Clinton telefoneara a Suleiman, las autoridades egipcias pretendieron convencer "a la opinión pública de la realidad del peligro insurgente y de la necesidad de llevar a cabo acciones de respuesta." Para ello determinados grupos, "actuando bajo el control de los servicios de inteligencia" "deberían emplearse para lanzar acciones violentas o no violentas, según el caso." Luego podrán salir Mubarak y Suleimán alertando del caos y pidiendo a los manifestantes que vuelvan a sus casas para que pueda haber una negociación a puerta cerrada con las fuerzas políticas.
Esto que para los egipcios es tan evidente no lo parece tanto a ojos de algunos de los corresponsales que fueron agredidos por los matones del régimen, tanta fe suelen tener en las autoridades. Otros periodistas y blogueros influyentes, conscientes de qué va la cosa, atribuyeron la violencia a los últimos coletazos de Hosni Mubarak, y criticaron a Barack Obama por cobardía y por no presionar lo suficiente. Sin embargo, esta visión de los hechos parte, como suele ser habitual, de una premisa errónea: la exquisita vocación democrática de los gobiernos occidentales. Como si la invasión de Iraq hubiera sido el arrebato de un vaquero tejano. Como si la infraestructura egipcia de la represión no se hubiera levantado durante las últimas décadas con dinero estadounidense.
Es posible que la presión de las multitudes egipcias, que hoy se sienten mucho más fuertes que los sicarios del gobierno, termine por derribar a Mubarak antes de lo programado. El propio Obama se ha visto obligado a admitir que "la represión no funcionará". Llegados a este punto, será interesante ver los movimientos de opositores como ElBaradei y de formaciones políticas como los Hermanos Musulmanes, cuyas componendas podrían acabar dividiendo a los manifestantes. Si la rebelión no ceja y exige no solo la dimisión de Mubarak, sino la de Suleiman y reclaman transformaciones institucionales serias, habrá que ver si los soldados asumen la propaganda gubernamental de que las protestas están instigadas desde el extranjero. Entonces podrían abandonar el papel de "poli bueno" que deja hacer y, si antes no media un golpe de estado, tomar la desastrosa decisión de salvar al país de sí mismo.
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Mapamundi dibujado por el ceutí Mohamed Al-Idrisi (siglo XI). El sur aparece en la parte superior del mapa. La imagen es una copia realizada por al-Qâsimî en El Cairo en 1456. Actualmente en la Bodleian Library, Oxford, Reino Unido.
El mundo dejó de estar del revés, y hoy gira en torno a ciudades africanas como Alexandría, Suez, El Cairo y Túnez. Los emperadores aparecen desnudos y huyen despavoridos o se esconden detrás del ejército. En Egipto los ciudadanos hacen cargas contra la policía, protegen la herencia cultural y mantienen la seguridad por medio de comités populares. Los toques de queda simplemente son señales que permiten quedar y congregarse.
En la mejor refutación de Hobbes que uno pueda encontrar, quien genera el caos no son las multitudes, sino el propio Estado: es la policía la que, tanto en Túnez como en Egipto, saquea y provoca inseguridad para legitimar la represión. No han dejado de torturar, pero ya no inspiran terror, sólo desprecio. El poder se descompone desde dentro, en un proceso de putrefacción estimulado por la acción de los ciudadanos. Para sobrevivir, el Estado interrumpe los flujos sanguíneos del sistema: ordena cerrar internet y las comunicaciones por teléfono móvil, a lo que en Egipto se añade el bloqueo de las carreteras y la suspensión del tráfico ferroviario. Pero al hacerlo acelera aquello que prentende evitar. Todo esfuerzo es en vano: las multitudes pronto encuentran alternativas para mantener la comunicación, cientos de miles de ciudadanos consiguen llegar a los centros de la protesta. Tunecinos y egipcios celebran haber descubierto un poder que ignoraban que tenían, mientras comparten la misma indignación, el mismo entusiasmo, la misma alegría carnavalesca. Eran y son libres. El asombrado corresponsal del diario argelino Liberté describía la situación en Túnez con estas palabras:
"Los tunecinos se transformaron, con una revuelta, en analistas
políticos, después de haber sido durante tanto tiempo analistas
deportivos. En todas partes, todo el mundo habla en voz alta de
política, de corrupción. El viento de libertad que sopla sobre Túnez ha
dado alas a todo el mundo. El ambiente recuerda al de la época de
Woodstock."
1968, 1989, 2011. Sin duda, esta riada nos trae sedimentos de
revoluciones pasadas. Pero debemos intentar comprender el agua nueva que la impulsa. La revolución es urbana. Mientras militares y servicios secretos occidentales dedicaban su tiempo a peinar el
Sahel tras los nuevos bandidos del desierto, resulta que el enemigo se agazapaba más al norte, donde resulta más temible: en el propio tejido ciudadano. La revolución también revela las contradicciones del capitalismo cognitivo, con millones de jóvenes precarios o en paro, hipercomunicativos, creativos sin derechos de autor, con una formación de la que carecían sus padres y que ven bloqueadas sus aspiraciones. Dejemos de lado absurdas polémicas. Quienes más escriben a favor o en contra de las redes sociales, de internet, pertenecen a la generación que tuvo que adaptarse a una nueva realidad -muchos siguen sin entenderla-, mientras que para los jóvenes que primero se rebelaron por la inmolación de Mohamed Bouzizi o por la tortura y asesinato de Khaled Said todo ello forma parte natural de sus vidas cotidianas. Del mismo modo que los bolcheviques usaron el telégrafo y el teléfono para comunicarse entre ellos.
Sharif Abdel Kouddous relataba ayer en Democracy Now!:
"Realmente hay un increíble sentimiento de comunidad ahora, de gente
que se reúne. Nunca he visto Egipto de esta manera. La gente está
recogiendo la basura en la plaza Tahrir. Se reparten comida. Se ayudan
los unos a los otros."
Hombres y mujeres abrazan a los soldados, que hasta ahora apenas han intervenido en el control directo de la revuelta, pero para que se hagan pueblo. Es una manera de apropiarse de las armas, de arrebatárselas al régimen. Pero la función del ejército no es la misma en Túnez, que cuenta con apenas dos mil soldados frente a ciento sesenta mil policías, que en Egipto, donde conforma una potente maquinaria bien engrasada por la financiación estadounidense. Desde Nasser el ejército ha sido el principal protagonista de los momentos de cambio, aunque es cierto que Mubarak reforzó un aparato policial que hoy rivaliza con aquél. Hasta hoy. No podemos ignorar el hecho de que el papel de las fuerzas de seguridad en Egipto -todas ellas- es actualmente el del mantenimiento del status quo estadounidense en la región. El general israelí Amos Gilad lo explicó muy bien durante una reunión cuatripartita con Estados Unidos y la Autoridad Palestina, celebrada en 2007 y revelada por Al Yazira hace poco: "Siempre creí en la habilidad del Servicio de Inteligencia Egipcio (GIS). Mantiene el orden y la seguridad sobre 70 millones de personas – 20 millones en una sola ciudad –, lo cual es un gran logro por el cual merecen una medalla. Es el mejor activo que tenemos en el Medio Oriente." Su principal responsable, Omar Suleiman, artista de la tortura y colaborador en el cerco israelí a Gaza, fue nombrado vicepresidente por Hosni Mubarak, presidente en apuros. Una opción que ya había barajado en 2005 pero que ahora se ha visto obligado a materializar, presionado por Estados Unidos. De momento es difícil saber qué se está cociendo en el seno del ejército, o entre esta institución y los servicios secretos.
Con el fin del mundo del revés, es todo un orden el que se desmorona: el que Estados Unidos e Israel intentaban preservar en el Medio Oriente, con la colaboración de la Unión Europea, y el que intentaban construir en el norte de África. Aquí tenemos que recordar otra oleada revolucionaria: la que entre los años 1998-2005 cambió el mapa de Sudamérica. Un lento proceso que nos recuerda que esto es sólo el principio. Sí, los árabes protestan por sus condiciones económicas y políticas en casi todos los países, desde Marruecos hasta Yemen. También lo hicieron los iraníes en 2008. Pero es precisamente en los regímenes apuntalados por los países occidentales donde las revueltas han sido más fuertes y radicales, y los gobiernos, más débiles. En Irán no llegó a derrumbarse el sistema. En Sudán de momento las protestas, más reducidas, se limitan a la capital, Jartún, mientras el gobierno intenta digerir la secesión consensuada del sur. Con más fuerza, en Yemen se manifestaron los opositores a Abdulá Saleh, pero también sus partidarios. En Jordania las protestas callejeras, que aliaron a islamistas y comunistas, lograron en cambio la dimisión del primer ministro Samir Rifai (sin que sin embargo se cuestione la monarquía). Mientras, un aliado sui generis como Argelia, entre revueltas continuas y una tensa espera, con el recuerdo cercano de la violencia extrema, representa otra historia, aunque los argelinos sean receptivos a la alegría egipcia y parezca que hayan olvidado las manipulaciones nacionalistas que atizaron el enfrentamiento futbolístico hace tan sólo un par de años.
El rechazo de Hosni Mubarak en Egipto, como el de Ben Ali en Túnez, es también el del orden que representan, lo cual debería interpelarnos: no podemos limitarnos a pedir a los principales valedores de regímenes policiales que apoyen al pueblo egipcio. La revuelta egipcia comenzó el 25 de enero, cuando el día Nacional de la Policía fue rebautizado por el pueblocomo día de la ira.
Ese día conmemora la muerte de cincuenta policías a manos del ejército
británico, cuando rechazaron entregar sus armas y evacuar la comisaría
de Ismailiya en 1952. El 25 de enero tiene por tanto un fuerte
significado anticolonial. La policía luego se corrompió y pasó a ser el brazo
ejecutor de un Estado represor que invirtió aquel significado originario. Continuar con lo empezado en 1952 implica romper con la mirada complaciente y condescendiente que nos divide entre "ellos" y "nosotros": "ellos" solo quieren ser como "nosotros". Para esto sólo se necesitan las técnicas de embalsamamiento que recomiendan Clinton o Ashton: ampliar la participación de fuerzas políticas en el gobierno ("broad based government") y mejorar los mecanismos de representación.
Todo lo contrario de lo que millones de personas han estado haciendo durante estos días, desde Sidi Bouzid hasta la plaza de Tahrir, con el apoyo, en todo el mundo, de otros muchos millones.
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El editor François Gèze tradujo al francés la traducción inglesa que Naima Bouteldja, periodista tunecina afincada en Londres, hizo de unas declaraciones del médico Moncef Marzouki en mayo de 2010. Marzouki es un conocido opositor al régimen de Ben Ali que durante los últimos años había vivido exiliado en Francia. Hoy me permito hacer una traducción de la versión francesa. Las palabras no serán las originales, pero espero que su espíritu sí lo sea.
« Tengo dos técnicas para mantener una actitud psicológica positiva. La primera es que me digo que el tiempo geológico no es el tiempo de las civilizaciones, que el tiempo de las civilizaciones no es el de los regímenes políticos y que el tiempo de los regímenes no es el de los hombres. Hay que aceptarlo. Si me comprometo en el proyecto de transformar Túnez, con quince siglos de antiguedad, no voy a transformarla en veinte años. Debo aceptar por tanto los plazos del tiempo largo. Y a partir de ahí, no me desanimo, porque mi horizonte no consiste en los próximos seis meses o en la próxima elección presidencial: es el de los próximos cien años, que yo no veré, como es evidente. »
«Y la otra técnica proviene del hecho que soy un hombre del sur. Vengo del desierto y vi a mi abuelo sembrar en el desierto. No sé si usted sabe lo que es sembrar en el desierto. Siembra en una tierra árida y luego espera. Si cae la lluvia, recolecta. No sé si usted ha visto el desierto después de la lluvia, ¡es como la Bretaña!. Un día, usted marcha sobre una tierra completamente quemada, luego llueve y lo que sigue, usted se pregunta cómo ha podido producirse: tienes flores, verdor...Todo simplemente porque los granos ya estaban ahí...Esta imagen me marcó de verdad cuando era niño. Y, en consecuencia, ¡hay que sembrar! ¡Incluso en el desierto, hay que sembrar! »
« Y es de esta manera que veo mi trabajo. Siembro y si mañana llueve, está bien, y si no, al menos los granos están ahí, porque ¿qué va a pasar si no siembro? ¿Sobre qué caerá la lluvia? ¿Qué es lo que va a crecer, piedras? Es la actitud que adopto: sembrar en el desierto... »
Hace unos días Moncef Marzouki volvió a Túnez y regresó a su pueblo, donde fue acogido en olor de multitudes. Si la salud le acompaña, se presentará a las próximas elecciones presidenciales de su país. La lluvia se traslada ahora a otros países. En algunos parece que sembraron...
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Hace cuatro años (¡cuatro años ya!), tal día como hoy, me presenté en este espacio con una escueta entrada que simplemente recogía el significado de la palabra quilombo. Javier Ortiz, el inmenso periodista que mañana lunes hubiera cumplido 63 años, tuvo la gentileza de dejarme colaborar como una voz amiga más, después de una larga travesía digital en patera. En un comentario me advirtió que el blog se convertiría en un vicio, y vaya si acertó. Desde entonces he escrito más de lo que nunca hubiera imaginado, unas veces con más inspiración que otras, animado por lectores que aprecian mi manera de enfocar ciertos temas. Por la ubicación del blog, alguno llegó a confundirme con Javier, un honor que no merezco en absoluto aunque me divierta el error. Como dice una vieja canción, yo no me llamo Javier. Pero me hubiera gustado.
Mi recuerdo y mi agradecimiento a Iturri, a la gente de CodeSyntax y a la familia de Javier Ortiz. Y por supuesto a quienes, de vez en cuando, se pasan por aquí.
"Nuestro pueblo alcanzó tal nivel de responsabilidad y de
madurez que todos sus elementos y componentes pueden aportar
directamente su contribución constructiva a la gestión de sus asuntos,
conforme a la idea republicana que confiere a las instituciones toda su
plenitud y garantiza las condiciones de una democracia responsable, así
como el respeto de la soberanía popular tal y como se inscribe en la
Constitución." Zine el-Abidine Ben Ali, 7 de noviembre de 1987
Los tunecinos tienen sobrados motivos para desconfiar y seguir
movilizándose, pese a la huida del país de Ben Ali y parte de su
familia. La descomposición del régimen se acelera, frente a una marejada
popular que no cesa. Aunque el primer ministro de la dictadura,
Mohamed Ghannuchi, se mantiene en su puesto, se suceden los cambios
ministeriales en el gobierno de unión nacional, que se ha visto obligado a prometer una amnistía general
y la legalización de todos los partidos políticos. El comité central del partido gubernamental (RCD, una maquinaria a la que pertenecía la
mitad de la población adulta) terminó por disolverse, socavado desde sus
entrañas, si bien los manifestantes piden directamente su disolución. Los presos políticos - no todos - abandonan unas
prisiones que reventaron durante los momentos álgidos de la
insurrección. El aparato policial, completamente descompuesto y desacreditado por su violencia y el sistemático control social, cedió el protagonismo a un ejército mucho más pequeño pero que al menos no disparó contra la población.
Hay que ver cómo continúan operando ciertos clichés en muchos de
los análisis que se hacen al norte del Mediterráneo. Por lo general, lo que prima es la preocupación por la recomposición de las elites y el
temor a un resurgimiento islamista. Según una interpretación muy
extendida, dentro del llamado "mundo árabe" sólo Túnez podía haber sido escenario de una
revolución democrática. A diferencia de sus países vecinos nos encontramos con una
república moderna, laica y constitucionalista (tradición que se remonta a la segunda mitad del siglo XIX), aunque fuera autoritaria, que cuenta con una clase media educada, hoy degradada. Este razonamiento sólo se hace ahora, a posteriori. Antes la misma explicación se esgrimía para justificar exactamente lo contrario: por las características citadas, Túnez era el país árabe donde menos podía preverse una insurrección generalizada como la que se produjo en las últimas semanas.
Una primera observación nos debe llevar a reconocer que Túnez no es una república laica. La Constitución tunecina proclama claramente que el pueblo tunecino debe permanecer fiel a las enseñanzas del Islam (preámbulo), que el Islam es la religión del Estado (artículo 1) y que el presidente debe profesar el Islam (artículo 38). Desde el siglo XIX existe, efectivamente, una corriente modernizadora con autores como Tahar Haddad, que abogó por una mejora de los derechos de las mujeres, pero siempre en el marco de una reinterpretación de los preceptos islámicos. Cuando el nacionalista neodesturiano Habib Burguiba emprendió reformas radicales en la enseñanza y en las instituciones jurídicas, o se manifestó contra determinados pilares del Islam, lo hizo principalmente para combatir al estamento tradicionalista de ulemas que se apoyaba en la Universidad de Zaytuna (piedra angular de la vida tunecina hasta entonces) y que había sido complaciente con el colonizador francés. Años más tarde Ben Ali, al poco de llegar al poder en un golpe palaciego realizó una peregrinación a La Meca y, en el marco de la tímida liberalización política de los primeros meses, inició un tímido acercamiento a los islamistas (miembros, no lo olvidemos, de profesiones liberales y licenciados educados y muchos de ellos, como Rachid Gannuchi, provenientes del nacionalismo árabe), pronto abortado. Desde entonces Ben Ali nunca dudó -como sucede en otros Estados árabes- en utilizar el Islam desde el Estado cuando le convenía para legitimarse -como sucede en otros Estados árabes-, al tiempo que reprimía los movimientos islamistas, cuyos dirigentes se encuentran en el exilio. Que estos últimos no hayan impulsado las movilizaciones no
quiere decir que las cuestiones identitarias estén zanjadas.
Segunda observación: fue en las barriadas y en los pueblos más pobres - como Sidi Bouzoud -, y no en los barrios de las clases acomodadas, donde comenzó la revuelta, después de la inmolación de Mohamed Bouazizi. Los protagonistas de las primeras horas fueron jóvenes en paro, subempleados o que malviven en la economía informal, muchos de ellos licenciados universitarios. La explosión social pronto se extendió por el centro, oeste y sur del país, en las zonas que menos se aprovechan del turismo y en los suburbios de la capital, que concentran medio millón de habitantes provenientes del acelerado éxodo rural de las últimas décadas. Twitter y las redes sociales en internet cumplieron un papel importante de comunicación alternativa a la prensa oficial en el país africano con la mayor tasa de penetración de Facebook, pero como en otros países resulta absurdo atribuirles el papel de motor de las protestas. Después se manifestaron profesionales como abogados y profesores y los sindicalistas del UGTT -el sindicato oficialista- hartos por la falta de libertades y exhaltados ante la dureza de la represión policial, que dejó muchos muertos por emplear fuego real y francotiradores. Al final las bases sindicales forzarían a la dirección a organizar una huelga general el 14 de enero. En esos días decisivos, las multitudes que abarrotaron la Avenida Burguiba en Túnez capital se caracterizaron por su heterogeneidad ideológica y social.
Cuando la ministra de exteriores francesa Michèle Alliot-Marie ofreció a Ben Ali el "savoir faire" francés en el ámbito del orden público, apenas tres días antes de su caída, sabía lo que decía. Al fin y al cabo, los jóvenes del suburbio de Ettadhamen-Mnihla se parecen mucho a los rebeldes de la periferia de las ciudades francesas, los mismos que abuchean la Marsellesa cuando la selección francesa se enfrenta a la tunecina. Sólo en Francia hay más de 600.000 tunecinos, si contamos a los inmigrantes de la primera generación y su descendencia francesa. Y un millón de tunecinos viven en Europa, nada menos que el 10 % de la población total de Túnez. El control de esta población y de sus movimientos, en función de los mercados laborales europeos (y del oportunismo político de los gobiernos), es uno de los elementos más importantes del Acuerdo de Asociación entre la Unión Europea y Túnez (en vigor desde 1998), al que poco antes de la caída de Ben Ali se quería dar un "estatuto avanzado" como a Marruecos. En el Programa Indicativo Nacional 2011-2013, acordado entre ambos socios, podemos leer que "Túnez ejerce un control eficaz de sus fronteras con el fin de impedir la migración ilegal (sic). En cuanto a los tunecinos que desean emigrar, constatamos que Túnez favorece una gestión concertada de los flujos migratorios, en particular por medio de acuerdos bilaterales." El mismo documento describe al Túnez de Ben Ali como un "régimen presidencialista fuerte" que ha llevado a cabo una "buena gestión económica", lo que le ayuda a afrontar el impacto de la crisis económica global. Otro documento, el Plan de Acción que aplica la política europea de vecindad en Túnez, especifica que dicha política ofrece al país "la perspectiva de moverse más allá de las relaciones existentes hasta alcanzar un grado significativo de integración, incluso ofreciendo a Túnez una participación en el mercado interior y la posibilidad de participar progresivamente en aspectos clave de las políticas y programas de la UE".
Visita de José María Aznar a Túnez. La Vanguardia, 20 de mayo de 1998
Esta palabra, integración, describe bien los vínculos reales que existen hoy en día entre Túnez y la Unión Europea (especialmente con países como Francia e Italia). Apunta a una gobernanza postcolonial del espacio mediterráneo que supera la visión tradicional de las relaciones bilaterales entre Estados soberanos (algo que también reflejan expresiones neocoloniales como Françafrique o Françalgérie). El Acuerdo de Asociación exige la aprobación de medidas legislativas y reglamentarias en derecho interno y una progresiva adaptación de las diferentes políticas del gobierno tunecino. Las normas más controvertidas en materia de derechos humanos, las que teóricamente contravienen el espíritu del Acuerdo, son simplemente objeto de un diálogo político a nivel ministerial o en subcomisión, casi como si de un Estado miembro se tratara. Este proceso (denominado euromediterráneo o de Barcelona) es un camino irregular que tropieza con numerosos obstáculos y que no termina de cuajar en muchos países, pero que en Marruecos, Túnez o Israel encuentra alumnos aventajados. La falta de libertades, la concentración de poder económico y el alto grado de represión siempre se consideraron como males menores pero necesarios para poder aplicar las políticas neoliberales preconizadas tanto por la UE como por el FMI.
La mayoría de los tunecinos no se levantó solamente contra Ben Ali, sino contra todo un régimen. No para recuperar únicamente la "libertad de expresión", como afirma Sami Naïr (que antepone su republicanismo francés a una democracia sustancial), sino para apropiarse de todo lo que un sistema de depredación y privatización les estuvo robando durante décadas. Empezando por la esperanza. Europa forma parte de dicho sistema, con la gestión policial y la discriminación -todo lo republicana que se quiera- de las poblaciones magrebíes, tanto al sur del Mediterráneo como al norte, gracias a una política migratoria y de seguridad de tintes coloniales.
Hoy los militantes del partido de Saïd Saadi salieron a la calle en Argel para protestar contra el estado de excepción, que este mes de enero cumplió 19 años y que ilegaliza este tipo de manifestaciones. Las ciudades argelinas llevan años en estado de revuelta constante y en las últimas semanas se intensificaron los disturbios, aunque no con el impacto político de la revuelta de octubre de 1988. Esta misma semana se dio a conocer que el año pasado 1.400 argelinos "en situación irregular" habían sido expulsados de España. Que cunda el ejemplo tunecino en la región, sí, pero no sólo en la orilla sur, como si en Europa no estuviera pasando nada. La "idea republicana", la "democracia responsable" que anunciaba Ben Ali en su discurso de 7 de noviembre de 1987, está agotada, mal que le pese a Naïr. La intifada tunecina es euromediterránea y exige democracia, ahora.