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2020/04/15 08:05:00 GMT+2

Un periodista en el país de los «secretos a voces»

Los dos primeros miércoles de abril publicamos por aquí los textos que Garbiñe Biurrun («Javier Ortiz: radical libre») y David Fernàndez («Por jamaicanas») tuvieron la gentileza de escribir para el libro «Javier Ortiz, talento y oficio de un periodista». Hoy subiremos el tercero y último, el escrito por por Isaac Rosa. Recordad que es un texto escrito en enero de 2019.

Muchas gracias, Isaac.

Isaac Rosa

Los más jóvenes no se lo creerán, pero hubo un tiempo en que el periodismo de los grandes medios estaba constreñido por una larga lista de temas intocables, de los que no se opinaba, editorializaba y a menudo ni siquiera se informaba, y cuando se hacía era para desautorizar a quienes insistían en hablar de esos temas. Y al escribir "hubo un tiempo" no estoy hablando del franquismo ni ninguna época remota. Me refiero a la democracia, esta democracia, y hace apenas quince años.

Temas que hoy son comidilla habitual de columnas periodísticas, munición de tertulianos, lugar común de presentadores radiofónicos o televisivos, y que hasta anteayer estaban fuera de agenda. No existían, no en los grandes medios.

La corrupción, por ejemplo, que hoy es moneda corriente en el periodismo de opinión, pero durante años solo circulaba cuando servía como arma arrojadiza contra el adversario político (como pasó en los últimos años del felipismo). Hasta que la gran bola acumulada en décadas nos acabó estallando en la cara, este era el país de los "secretos a voces": todo el mundo lo sabía, muy pocos lo contaban.

O la monarquía. Hoy que cualquier humorista mainstream hace chistes del rey -pero sin rapear, ojo-, y hasta la muy monárquica prensa de derecha habla de los chanchullos del anterior monarca (poniéndole todos los paños calientes posibles, claro), hay que recordar que hasta hace dos días (hasta Botsuana, más o menos), quedaban fuera del alcance mediático todas las sombras que afectaban a Juan Carlos de Borbón y que eran igualmente un "secreto a voces": sus negocios, su fortuna, sus amistades peligrosas, sus amantes, sus excesos. Circulaban por la corte en forma de rumores, casi leyendas urbanas, pero nadie investigaba ni opinaba sobre ellos.

La lista es larga y pesada, eran muchos los temas que chocaban contra el filtro blindado de los grandes medios, o llegaban a sus páginas y antenas bien peinados, desactivados, inofensivos: los atropellos judiciales en la lucha contra ETA, los crímenes de la OTAN, las sombras del modelo europeo y de su moneda única, el soberanismo vasco o catalán, la racista Ley de Extranjería, la criminalización de activistas sociales, los engendros judiciales de Baltasar Garzón, el cuestionamiento de la Transición, las cuentas pendientes del franquismo, las amenazas a las libertades o la barra libre con que contaba el Gran Poder financiero ("sin mencionar el botín").

En general, cualquier tema conflictivo que perturbase los consensos dominantes (y la España democrática prolongó varias décadas los consensos-rodillos de la Transición), encontraba poco espacio en los medios, salvo para ser negado, refutado o directamente criminalizado. De modo que por lo general solo aparecían en un puñado de revistas independientes, radios libres, fanzines de poca circulación, muy escasos periódicos críticos (dos de ellos acabaron cerrados por un juez), y muy pocos periodistas que peleaban su independencia, a menudo contra la dirección de sus medios en un pulso constante (y que solía terminar con el despido del periodista, tarde o temprano).

Hasta que los consensos saltaron en pedazos, y el nuevo periodismo digital hizo más difícil los "secretos a voces", de modo que hoy los temas arriba mencionados circulan con mayor o menor libertad (menor, cada vez menor, es cierto) en periódicos, radios, televisiones, tertulias, webs y redes sociales, sin que pese sobre ellos la anterior omertá.

Pues bien, en aquel tiempo de "secretos a voces", autocensuras y consenso, Javier Ortiz fue periodista. Fue un periodista digno de tal nombre, comprometido con la verdad y con unos nítidos principios éticos. Escribió sobre todos esos temas y muchos otros, todos espinosos, y lo hizo con toda libertad y honestidad, desde su compromiso con la dignidad de la profesión periodística, y también desde su compromiso ciudadano.

Suena a tópico hablar de él como un "francotirador", pero es cierto que Javier disparó en todas direcciones, jugándose mucho más que su sueldo en cada disparo. Javier escribió sin temor (que no significa sin obstáculos ni problemas) sobre las sombras de la democracia en un tiempo donde no abundaban las voces que cuestionasen el espejismo de una democracia joven y próspera que entre grandes eventos, pelotazos y mucho ladrillo, se proyectaba hacia un futuro esplendoroso. A la vuelta de unos años llegó la llamada "crisis", y todo se tambaleó o se vino abajo: la economía, el empleo, los derechos sociales, los grandes partidos, las instituciones, la monarquía, el modelo territorial, el sistema financiero, y por supuesto el periodismo. Entonces muchos se preguntaron "¿cómo ha podido pasar?", y aparecieron los habituales profetas del pasado, que nos explicaban con retraso lo que durante tantos años no habían sabido o no habían querido ver.

Alguna vez definí a Javier Ortiz como "uno que sí estaba aquí" (Diagonal, mayo de 2013): frente a la cantidad de periodistas perplejos que de pronto se caían del burro y parecían haber vivido durante décadas en el extranjero, Javier sí estaba aquí, siempre estuvo, y siempre vio lo que de fallida tenía la democracia española. Supo leer bien los conflictos que devoraban los cimientos del sistema desde la Transición, y los identificó y señaló en las páginas de un periódico que no era precisamente marginal ni antisistema: el diario El Mundo, a contracorriente de la cada vez más derechizada línea editorial del periódico.

De entre los muchos temas conflictivos a los que Javier se arrimó sin miedo, he dejado aparte dos que todavía hoy siguen siendo una línea roja para el periodismo.

Uno es sin duda la tortura, el gran agujero negro de la democracia española, tan persistente como invisibilizado mediáticamente: cuatro décadas acumulando casos de torturas y abusos policiales, denuncias de organizaciones sociales y organismos internacionales, negaciones de las autoridades, protección a los implicados, indultos y hasta condecoraciones. Cuatro décadas ocultando esta realidad desde periódicos, radios y televisiones.

Incluso hoy, cuando se han roto tantos filtros y los temas arriba mencionados circulan con más o menos libertad, la tortura sigue siendo un límite, una piedra de toque de la democracia, y también del periodismo, que se empeña en su ocultación.

Javier Ortiz hizo de la tortura una de sus primeras preocupaciones. Habiendo sido él mismo torturado en el final del franquismo, entendió que se trataba de un asunto político y a la vez una cuestión moral, que no admitía coartadas ni excepciones. Ni en el caso de la lucha contra el terrorismo de ETA, ni en la posterior "guerra contra el terrorismo" tras el 11 de septiembre. Javier denunció repetidamente el abuso que los gobiernos hicieron de la guerra sucia, la represión, la tortura y la persecución y criminalización de los denunciantes.

No solo en sus artículos: nos dejó una obra de teatro estremecedora, que enfrenta al espectador a un profundo dilema, y desvela el perverso fondo moral de la tortura. José K, torturado (Atrapasueños, 2010), cuya puesta en escena con impactantes actuaciones de Pedro Casablanc primero, y de Iván Hermes después, no llegó a ver su autor.

Pocos meses después de morir Javier Ortiz, me invitaron a un acto público en Madrid. Organizado por la Plataforma de Apoyo a Egunkaria, pretendía denunciar el cierre del periódico euskaldun antes de que comenzase el juicio contra sus responsables -que fueron finalmente absueltos, quedando en evidencia otra abusiva operación policial/judicial contra el independentismo vasco con la excusa de la lucha contra ETA-. Acudí a aquel acto sabiéndome sustituto de Javier, de la misma forma que le había sustituido en su columna diaria en Público a su muerte.

Aquel día Martxelo Otamendi, director de Egunkaria, relató en público las torturas sufridas en su detención -por las que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos acabó por condenar a España años después-, y el acto se convirtió en un alegato contra la tortura y por la libertad de expresión, que derivó inevitablemente en un recuerdo y homenaje a Javier Ortiz, ya que sin duda él habría estado en aquella tribuna de haber seguido vivo. Fue uno de los pocos periodistas que en los medios madrileños denunció desde el primer minuto el cierre de Egunkaria y la persecución de sus responsables. Y lo hizo, insisto, estando en El Mundo, uno de los periódicos más alineados con la "teoría del entorno" que usaron y abusaron jueces, policías y ministros de Interior durante años.

El otro tema que no mencioné antes, y que preocupó especialmente a Javier Ortiz, fue el propio periodismo, que hoy es todavía un límite para los medios, al menos cuando se trata de hablar de la propiedad del propio medio y sus intereses empresariales.

Siendo Javier un "periodista enganchado" o "periodista militante", que se entregó por completo al oficio, vio con pesar cómo se iba deteriorando la profesión, se contaminaba de sus relaciones con el poder aceptando sumisiones y servidumbres, y hacer buen periodismo independiente se iba convirtiendo en un acto cada vez más heroico. Su muerte le evitó conocer el lamentable final de su último periódico, Público -cerrado por su propietario, Jaume Roures, aplicando a los trabajadores la misma reforma laboral contra la que había editorializado y dejando una deuda impagada a los colaboradores-, pero también asistir a la vertiginosa precarización de la profesión, entre miles de despidos, pérdida de derechos y extensión de la figura del freelance en cada vez peores condiciones. Por no hablar de la espectacularización informativa o la tiranía del clickbait y las redes.

¿Cómo habría vivido un periodista de carácter como Javier Ortiz ese deterioro? No hace falta mucha fantasía para imaginar que Javier se habría unido, cuando no encabezado, un nuevo proyecto periodístico como los que han aparecido en los últimos tiempos empujados por la crisis: independientes, horizontales, cooperativos. Con todas sus dificultades, encarnan hoy el tipo de periodismo que defendía Javier, que hoy denunciaría implacablemente la deriva represiva del Estado, las nuevas amenazas a la libertad de expresión, el populismo punitivo dominante, o el auge de la ultraderecha. Y, por supuesto, el conflicto catalán. Tampoco se necesita mucha imaginación para adivinar qué escribiría hoy Javier Ortiz sobre el encarcelamiento de políticos catalanes o el contraataque del nacionalismo españolista y sus banderas en los balcones, siendo este un tema que para los grandes medios, alineados en el españolismo, se va convirtiendo cada vez más en línea roja.

Muchos llevamos años añorando y preguntándonos "qué habría escrito Javier" de tal o cual tema actual. Ese tipo de orfandad en los lectores la han dejado pocos articulistas en la España reciente. Vázquez Montalbán, por ejemplo, cuya muerte dejó muchos lectores huérfanos que todavía nos preguntamos "qué habría escrito Manolo" de esto o aquello.

No he citado al escritor catalán en vano: leyendo el artículo aquí recogido en el que Javier Ortiz hacía una semblanza de Vázquez Montalbán a su muerte, bien pueden aplicarse a Javier sus propias palabras que dedicó a aquel, pues compartían el mismo apasionamiento, la misma preocupación por "la eficacia de lo escrito, no su belleza", la capacidad para "poner en evidencia la ridiculez de los mandarines", y por supuesto "su pluma al servicio de los más débiles".

En el citado artículo Ortiz recuerda cómo Vázquez Montalbán, con su habitual lucidez y sorna, decía en 1985 que "el escenario político se ha desplazado de tal manera hacia la derecha que ahora, manteniéndome en las mismas posiciones, todo el mundo me toma por un peligroso izquierdista radical".

Si pensamos en este 2019 en que el péndulo de la historia se desplaza cada vez más hacia la derecha, la ultraderecha o directamente el fascismo, algo así ocurriría hoy con Javier de seguir entre nosotros. Él, que se declaraba radical, en el sentido auténtico de "defender reformas extremas, especialmente en sentido democrático", no habría tenido que moverse un centímetro de sus posiciones para que el desplazamiento del escenario político lo hubiese convertido en un "peligroso izquierdista radical".

Y qué falta nos hacen hoy esos radicales peligrosos como Javier.

Escrito por: iturri.2020/04/15 08:05:00 GMT+2
Etiquetas: foca_ediciones jorperiodista isaac_rosa jor libro | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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