Inicio | Textos de Ortiz | Voces amigas

1998/12/31 07:00:00 GMT+1

Cuba. 40 años de la revolución. La trayectoria de Fidel Castro y el «Che» es la historia de un desencuentro

Se cuenta -supongo que será falso- que, recién lograda la victoria sobre Batista, Castro reunió a sus más cercanos para improvisar algo así como un Gobierno. «¿Alguno de vosotros es economista?», preguntó. «¡Yo!», saltó Ernesto Guevara. «¿Ah, sí? No tenía ni idea. Pues bien: tú, ministro de Economía». Acabada la reunión, el Che se acercó a Fidel: «¿Por qué me has nombrado ministro de Economía?». Castro se quedó perplejo: «¡Porque has dicho que eres economista!». «¿Economista? Yo creí que preguntabas si alguno de nosotros es comunista».

Falso o no, lo cierto es que Ernesto Guevara no era economista. Comunista, sí, a su modo. De la rama de los voluntaristas. Se ha presentado a Ernesto Guevara como una especie de alter ego de Castro. Nunca lo fue. Coincidieron en un tramo de sus respectivos caminos, se apreciaron, pero nunca estuvieron en sintonía real.

A su modo, Castro siempre ha sido pragmático. El Che era profundamente doctrinario. La antítesis del pragmatismo. ¿Idealista? Depende de qué sentido se le dé al adjetivo. Su comunismo no se limitaba a acumular generosos enunciados de principio relativos a la libertad, a la igualdad o a la solidaridad, como podría deducirse de la imagen que algunos de sus hagiógrafos pintan ahora. Incluía una muy amplia maquinaria conceptual fabricada en los altos hornos de la Rusia soviética.

Según su criterio, una revolución merecedora de tal nombre precisaba de un partido comunista. Y el partido comunista debía ser único. Y funcionar de acuerdo con las normas del centralismo democrático. Y había que despreciar las llamadas libertades formales. Y la economía debía estar centralizada. Y sometida a un plan preconcebido por el mando político. Y el individuo no debía considerarse importante, porque importante sólo es el proletariado y, subsidiariamente, el resto del pueblo. Y todos debían asumir la moral espartana, antihedonista, que él concebía como superior.

Y... y muchas cosas más, algunas muy desagradables: no olvidemos que el Che era partidario de la pena de muerte y que fue en sus tiempos cuando el Gobierno cubano empezó a encarcelar a los homosexuales. Estaba convencido de que el modelo soviético de organización económica permitía domeñar y conducir a voluntad la realidad. Pero la aplicación del modelo soviético lo que produjo fue, sobre todo, toneladas de burocracia. Los miembros del viejo PSP, el partido prosoviético de Cuba, que no habían hecho prácticamente nada para contribuir al éxito de la Revolución, se echaron sobre la nueva maquinaria estatal como buitres. Castro los acogió bien. Guevara también, al principio, porque hablaban su propio lenguaje. Pero pronto se dio cuenta de que sus coincidencias eran mínimas.

Los planes de creación de una industria pesada se revelaron faraónicos. La producción industrial era un caos. Fidel decidió retirarle el control sobre la zafra. Su trabajo en común con los dirigentes prosoviéticos fue generando una profunda antipatía mutua. Los prosoviéticos no soportaban su espíritu de insatisfacción permanente, su intolerancia hacia los privilegios, su demanda constante de austeridad, sus reticencias hacia la política exterior soviética y su carácter implacable.

Odiado por Washington, que lo consideraba con razón su enemigo número uno en La Habana, recelado por Moscú y sus agentes cubanos, que no veían el modo de controlarlo, y tocado por los malos resultados de su gestión al frente de la economía, Guevara se enfrentó a una opción capital: resignarse, aceptar el pragmatismo de Castro, o romper la baraja.

Opta por romperla. Ministro, supuesto número dos de un régimen aplaudido por toda la izquierda mundial, venerado por la intelectualidad europea, líder carismático... Lo dejó todo. Guevara se fue de Cuba en dos tiempos. Primero a finales de 1964, tras llegar a un acuerdo con Fidel, que lo convirtió en algo así como un embajador itinerante de la Revolución.

Se entrevistó con los líderes de los países llamados no alineados, que guardaban prudente distancia de Moscú: Tito, Nasser, Nehru... También fue a ver a Mao Zedong, con cuyas opciones en materia de política internacional cada vez simpatizaba más.

En privado no se recató a la hora de decir que la Unión Soviética era «una estafa defendida por un Ejército». Raúl Castro estaba en aquel mismo instante en Moscú, festejado por las autoridades soviéticas. Cuando regresó a La Habana, en marzo de 1965, la bronca entre Guevara y Raúl Castro fue de las que hacen época. El Che reclamó el arbitraje de Fidel, que se negó a entrar en el fondo de la polémica. Tuvieron una larguísima conversación de la que no se sabe nada.

Al cabo de unos meses, optó por abandonar nuevamente la isla. Dejó a Castro una carta en la que renunciaba a todos sus cargos en el Gobierno. Incluso renunció a la nacionalidad cubana. Era una carta privada, pero Castro decidió leerla ante las cámaras de la televisión, lo que cortó a Guevara toda posibilidad de regreso a Cuba.

A partir de entonces dio tumbos. Pasó un cierto tiempo en Checoslovaquia. Luego estuvo unos meses en el Congo ex belga, tratando de organizar una guerrilla con los seguidores de Patricio Lubumba, entre ellos un tal Laurent Kabila. Los dejó asqueado: no había manera de meter un mínimo de disciplina en aquel grupo.

En noviembre de 1966 llega a Bolivia con pasaporte uruguayo y un aspecto irreconocible: medio calvo, canoso y con gafas. Allí encontraría la muerte, abandonado. Castro y Guevara: la suya fue la historia de un desencuentro amargo, inevitable.

Javier Ortiz. El Mundo (31 de diciembre de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de febrero de 2013.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.1998/12/31 07:00:00 GMT+1
Etiquetas: che_guevara el_mundo cuba 1998 fidel_castro preantología | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

Comentar





Por favor responde a esta pregunta para añadir tu comentario
Color del caballo blanco de Santiago? (todo en minúsculas)