La Celda de Jean Valjean

 Hoy, mientras iba por uno de esos horripilantes túneles del metro de Madrid,  he reparado en un hombre de voz cascada. Era extranjero, aunque hablaba muy bien castellano. Al instante me he dado cuenta de que se trataba de un músico que cada mañana interpreta canciones frente  un modesto atril sobre el que reposan las letras de su repertorio.  Su voz suena desgarrada, enérgica. Ese hombre es capaz de alcanzar notas bastante exigentes y rara vez desafina. Su voz es como una violenta  fricción, muy personal. Quiero decir poco convencional.  No sé si se puede decir que ése es su trabajo, que se dedica a cantar. Quizá sea un personal y trasitorio estado de emergencia, un apaño colateral. No lo sé,  pero ya me gustaría  a mí afrontar cada jornada laboral con la aparente diligencia con la que ese cantante repasa standards de Van Morrison, Sinatra, Chicago…  Desconozco de dónde es y por qué canta en el metro, qué le falló o qué provocó que sus conciertos sean siempre subterráneos y ante gente que va y viene sin prestarle atención. Cinco días a la semana, pequeños fragmentos de sus interpretaciones forman parte de mi cotidianidad, de ese bucle insalvable que convierte en hábito mi peregrinación diaria  la oficina. Su voz, después de todo, suena –nunca mejor dicho- muy familiar. Él es un músico aparentemente feliz. O eso me pareció percibir de la atención accidental y  fugaz que le presté esta mañana.

 Otros músicos del metro no parecen tan felices. Muchos miran al suelo, como si les impresionara el encuentro directo con las esporádicas e  insolentes  miradas ajenas, como si no quisieran enfrentarse al desprecio del paso atolondrado y veloz de miles de sombras, de empleados que llegan tarde, de gente que mañana, quién sabe, podría acabar tocando un acordeón y mirando, también,  al suelo.