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2011/09/02 17:59:20.991000 GMT+2

La enfermedad del silencio

Unos pequeños arbustos anunciaban, tras varios kilómetros de llanura sin adornos, la entrada a Blancaluz del río. Presagiando el acceso al pueblo aparecía, erguido, un cartel grisáceo con las letras oscuras que componían el nombre de la localidad. Pertenecían éstas a una familia tipográfica autóctona que remataba los caracteres con en el polvo de un camino aledaño. No había muchas más palabras en el lugar. En Blancaluz del río nadie hablaba con nadie: no lo hacían entre sí los esposos, ni los padres con los hijos, ni se consentía el intercambio de pareceres entre hermanos. el diálogo conllevaba condena y desprecio. De los labios no nacía expresión alguna. La amistad no se hacía con palabras. Las calles sólo escuchaban el sonido del viento; si acaso el de la infrecuente lluvia, rara vez algún trueno. Los sonidos de la naturaleza como el suave y ágil revoloteo de un gorrión o el aún más suave de una mariposa, eran desatendidos con desprecio por los habitantes del sitio, que parecían hacer oídos sordos a cualquier decibelio errante. Sus corazones aparentaban, igualmente, estar enmudecidos. Y así las cosas, la lechuza se sentía reina, ordenando silencio desde su trono oculto entre las desordenadas piedras de la vetusta e ilustre iglesia. Su sonido dominaba la nocturnidad aletargada de los transeúntes.

 

En el amanecer, el día se le arrancaba al calendario con la osadía del gallo, que presumía anunciando el preludio de un nuevo periplo por la opacidad sonora. no obstante, lo hacía tan lejos -pues los vecinos habían convenido alejar la granja a una distancia que ellos  consideraban prudencial-, que no llegaba a molestar a nadie con su cántico. También a las afueras del pueblo se situaban la guardería y el colegio, adonde eran conducidos los pequeños formando en el camino sigilosas hileras humanas. En las clases hacían la mayor parte de su vida. Allí desayunaban, comían, merendaban y cenaban. Se les requería  constantemente que secundasen la norma del hiperbólico silencio, mediante severos y rigurosos gestos

recargados de una actitud inquisitorial. no obstante, y para evitar disgustos, tanto los alumnos como los docentes llevaban tapones en los oídos. Antes de acceder a las aulas, se procedía a revisar que todo el mundo los había colocado convenientemente cercenando su capacidad auditiva, acompañando en el velatorio, de esta forma, a la voz callada, amputada, desasistida, quebrada, sepultada en vida. Contener la natural inquietud de los bebés e infantes requería de una insistencia constante por parte de los “educadores”, obsesivamente metidos en el papel de censores. Los pequeños, generación tras generación, quedaban marcados para siempre por el rigor y la insaciable amenaza de unos maestros dedicados casi exclusivamente a enseñarles cómo callar, guardando silencio y deteriorando y atrofiando crónicamente su capacidad comunicativa.

 

Durante los fines de semana, los niños jugaban en las plazas, esquivando las risas y los gritos propios de la edad. Los adultos hacía tiempo que habían decidido ocultar sus expresiones sonoras ciñéndolas al olvido. La amnesia, insonora, incolora e indolora, fluía como el agua de un arroyo por las calles de la localidad. en la piscina, en el periodo veraniego, sólo el chapoteo de los más osados y atléticos quebrantaba la norma del mutismo. Nunca palabras, nunca carcajadas; sólo la ebriedad callada en los momentos de celebración colectiva. En Blancaluz del río no había historias que contar. el silencio había borrado su pasado, y cada día sin palabras pasaba a engrosar el decadente imperio de la quietud. el pueblo era todo él un cementerio de letras, donde yacían los sonidos del encuentro, del amor, del gozo, de la pasión y del sexo. En los casos de extrema necesidad –esto es de enfermedades y otras situaciones de riesgo- tampoco se recurría al habla. Entonces se interpretaba el simple movimiento de la cabeza. Para afirmar, moviéndola de arriba abajo; para negar, realizando el consabido movimiento lateral de la misma. En la consulta del dolor, los accidentados mantenían el tipo dando la callada por respuesta incluso en los más graves casos. En los prolegómenos del diagnóstico, si el médico palpaba la zona equivocada, el paciente mascaba una negación con rigor, tal y como establecía el protocolo; si el galeno acertaba tocando la zona afectada, la más de las veces no era necesaria la confirmación del enfermo, pues éste daba un respingo, a la vez que emitía –es un decir- una austera mueca de dolor. La riqueza de las expresiones faciales contrastaba con la absoluta ausencia de quejas y expresiones malsonantes, tan oportunas para ese instante en que el sufrimiento puede vulnerar la lealtad a la ley del mutismo. No en vano, se había decretado que cualquier palabra, sin más, era en sí misma malsonante.

 

En el pueblo las bicicletas ocupaban el lugar de las motos. Los coches eran pocos y parcos en aceleraciones, quedando éstas reservadas para el momento en que los vehículos quedaban ya lejos del núcleo de la población. En las fiestas de Blancaluz del río, los miembros de la comisión de festejos simulaban ser músicos tocando unos instrumentos inexistentes, mientras las gentes del lugar bailaban al ritmo de la mudez. El esfuerzo de los miembros de la callada orquesta indicaba la cadencia a seguir en los pasos del baile. La orquesta estaba “desorquestada”; el concierto era un auténtico desconcierto; y los bailarines marcaban ridículamente los tiempos con enfermizo sigilo. Pero el alcohol  lograba regar el jardín afónico de los lugareños. Las sonrisas tontorronas deambulaban de cara en cara, respondiendo a los efectos de la bebida. Desaparecían por momentos los rostros pesarosos y taciturnos, pero ni por esas se quebrantaban las rigurosas leyes. En Blancaluz del río los oídos eran en la mayoría de las ocasiones un ornamento inservible. Alguna vez habían servido para advertir de la inminencia de un riesgo o para evitar algún accidente. Cuando había algún herido, lo primero que se hacía, siguiendo el protocolo de emergencia acústica, era taparle la boca; después, pero siempre en segundo lugar, se procedía a  evaluar su estado. En los funerales las lágrimas eran secas y los llantos tan prudentes que pasaban casi desapercibidos. Se lloraba al muerto con la más absoluta y circunspecta fidelidad a la silente doctrina. La televisión se veía sin volumen, las radios siempre permanecían apagadas, y no había teléfonos. Las comunicaciones llegaban, por lo regular, mediante carta, siendo el cartero uno de los hombres más atareados de la localidad. A veces, un sencillo trámite requería de varias horas de intercambios gestuales, lo justo e imprescindible para entender su propósito.

 

La exquisita y obsesiva fidelidad que mantenían los lugareños con su artificial y artificiosa mudez les llevaba a protagonizar situaciones colindantes al surrealismo, sobre todo durante la ejecución de las artes amatorias y en las no infrecuentes peleas. Obviaremos las primeras y nos centraremos en las segundas, donde los contendientes demostraban su capacidad y adscripción al régimen del silencio. Las disputas físicas tenían el curioso mérito de solventarse sin proferir gritos ni quejidos, por más que hubieran derivado en contundentes batallas y por más que se levantasen actas de dolor y sangre. El silencio había convertido a Blancaluz del río en un pueblo deprimido. La tragedia de deslizaba exitosa, y el fervor religioso se teñía de derrota en procesiones tristes y melancólicas.

 

El silencio atronador de Blancaluz del río era un muro contra el que chocaban el entendimiento, las ilusiones y la memoria colectiva. Al no existir palabras, nadie se encargaba de escoger las más interesantes o significativas. No había citas, ni dichos populares. no había, como es de entender, ni música ni músicos. Los instrumentos se marchitaban en las trojes y los baúles. Todos yacían en el museo de la inexpresividad, caídos en el desuso, sometidos al ostracismo. Allí había ausencia de sensaciones y carestía de  sensibilidades. Un silencio ensordecedor impregnaba las calles, enmudeciendo los sentimientos de los blanqueños. No se conocían los susurros, no se pregonaba. Nadie, ni siquiera el cura, ponía el grito en el cielo. Nunca se daba el cante. no se vociferaba, ni se decía una palabra más alta que otra. No se conocía parlamento alguno, ni se escapaban los discursos. Nadie había alcanzado siquiera la categoría de parco en palabras. Para hacerse entender tampoco se podía utilizar la escritura, pues, ante la persistente ausencia de sonidos, la enseñanza de la lectura se había ido depauperando hasta perder por completo la razón de ser. Se había pasado de una consciente sordera vocacional al analfabetismo más absoluto. En eso había desembocado su oscuro y absurdo rigor silencioso. Si los gestos fracasaban como medio de entendimiento, no había comunicación, y la incomprensión triunfaba con descaro. No se decía ni se argumentaba. La retórica se había ahogado en un pozo.

 

En Blancaluz del río ni siquiera se pronunciaba su propio nombre. No había preguntas; sólo la respuesta del silencio. No se platicaba. No había lamentos. Tampoco se musitaba. Ni se cacareaba, ni se cotorreaba. Los saludos se efectuaban levantando ambas cejas a la vez, o mostrando la palma de la mano. el insalvable dolor se solía callar, al igual que las escasas alegrías. Se guardaban las algarabías igual que cualquier atisbo de manifestación sonora. Las carcajadas se encontraban en permanente cuarentena. Los silbidos morían en su prematura prohibición. El estornudo recibía siempre la reprimenda. No se conocía la percusión. No había lugar a la verborrea. La tradición era un pequeño brote, casi inexistente, de tristeza, cayendo siempre al lado del desamparo, lejos del trazo de una letra. Por todo ello, el pasado no era más que un descomunal y afilado silencio sin cobijo ni remiendo. No se volvía la vista atrás porque se vivía en un presente de oídos sordos y bocas ciegas. el único instrumento que sonaba era el viento otoñal ampliando la acústica de unas hojas que se entregaban al aleatorio descenso definitivo, y marcando el allegro ma non troppo estacional.

 

Las tragedias, como los gozos y las comedias, se vivían con austera inexpresividad, sin sonidos que pudieran remarcar sus efectos. Blancaluz del río era un pueblo sin eco. Las campanas avisaban de la cita con lo sagrado con esmerada y puntual discreción. Los repiques eran frágiles, siempre tratando de sostener el imperativo silencioso. Las misas eran regidas por los gestos vehementes del sacerdote, que pasaba de la tranquilidad de un pasaje bíblico en forma de parábola a la rigurosidad y amenaza gestual de una exigencia dogmática. el silencio era como el mandamiento único de una religión de gigantesca y grave ortodoxia.

 

Un pueblo define su personalidad e idiosincrasia por lo que habla y por lo que calla, por sus sonidos, por la riqueza de sus matices sonoros, por sus poemas y por su cancionero, por todo aquello que evidencian sus hombres y mujeres a voz alzada. Un pueblo es lo que dice su música

de él. Un pueblo callado es un pueblo oprimido, un pueblo que sucumbe a las ausencias, al dolor de un grito callado, al espanto inexpresivo de una amputación vital. Un pueblo mudo es un abismo. Un pueblo que calla es un pueblo adormecido, sin más cultura que la condena del olvido y la paradójica recompensa maldita de la indolencia. Un pueblo callado es un pueblo prisionero. En Blancaluz del río decidieron callar para olvidar, pero no se dieron cuenta de que así acabarían olvidando para siempre hablar. Los pueblos limítrofes habían decidido colocar en sus respectivas entradas un cartel de gran tamaño en el que se podía leer: “Un pueblo sin palabras es un pueblo que padece la enfermedad del silencio”. Dentro, les aguardaba algo de lo que Blancaluz del río había prescindido: la Historia.

 

 

Escrito por: Jean.2011/09/02 17:59:20.991000 GMT+2
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