2011/05/06 09:55:48.270000 GMT+2
Es fácil entender que el asesinato de Ben Laden en su refugio pakistaní, perpetrado por ciudadanos estadounidenses alistados en sus Fuerzas Armadas y cumpliendo órdenes de la Casa Blanca, sea acogido por algunos con un moderado suspiro de alivio, aunque solo sea porque se ha reducido en una unidad el elenco del terrorismo internacional en su modalidad islamista. Pero de ahí al desaforado júbilo popular con que los sectores más crédulos y vengativos del pueblo de EEUU acogieron la noticia, va un trecho que la razón, el cabal sentido de la democracia y el respeto a los derechos humanos hacen imposible recorrer.
Si a eso se suman las evidentes incoherencias y contradicciones advertidas en los informes oficiales sobre la operación y los esfuerzos, a veces ingenuos o infantiles, de los medios de comunicación de EEUU por explicar lo inexplicable (reproducidos sin crítica en otros medios internacionales), es obligado mostrar un claro desacuerdo con lo sucedido, del que nace una inevitable sensación de repudio.
Da vergüenza contemplar la imagen, mil veces publicada, de la camarilla que dirige los destinos de EEUU, reunida en la Casa Blanca ante una pantalla que transmite el desarrollo de la operación militar, como si se tratase de una final de béisbol. Solo faltan las latas de cerveza sobre la mesa y sobra el muy condecorado general de brigada que escribe en su portátil en el centro de la imagen.
También da vergüenza observar el estúpido vídeo animado con el que se intenta representar el desarrollo de la operación, hasta el momento final en que el cadáver del asesinado terrorista llega en helicóptero a un portaaviones de la marina estadounidense, para ser lanzado al agua según el más clásico rito fúnebre de los hombres de la mar. Claro está que, al contemplarlo, es obligado recordar aquellos vergonzosos dibujitos con los que el bienintencionado pero ingenuo Colin Powell, tras ser engañado por la CIA, intentó a su vez engañar en febrero de 2003 al Consejo de Seguridad de la ONU, demostrando gráfica y verbalmente que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva. Engaño en el que cayó de cabeza la ministra española de Asuntos Exteriores allí presente, Ana Palacio, y con ella el presidente Aznar y todo su equipo.
Si muchos somos los que denunciamos y criticamos las frecuentes violaciones de los más elementales derechos humanos de las que el actual Gobierno de Israel es a menudo responsable, ahora hemos de reconocer que incluso en la ilegalidad hay grados: cuando el criminal nazi Adolf Eichmann fue secuestrado en Argentina en 1960 por el servicio secreto israelí, para que respondiera ante la justicia por sus delitos, llegó vivo a Israel donde después fue juzgado y condenado, para morir en la horca en 1962.
Argentina había pedido inmediatamente una reunión del Consejo de Seguridad y éste dictó una resolución que exigía a Israel garantías de que el apresado sería cumplidamente llevado ante la justicia. Ahora, por el contrario, ningún alto cargo de la organización internacional ha denunciado a EEUU por violar la soberanía de un Estado miembro, penetrar ilegalmente en su territorio y asesinar a varias personas que en él residían. Claro está que tampoco el Gobierno pakistaní ha presentado hasta el momento reclamación alguna ni es probable que lo haga, preocupado como está por no ser acusado de complicidad con Al Qaeda. El resto de la comunidad internacional cierra púdicamente los ojos ante lo que, sin exagerar ni profesar ningún extremismo ideológico, puede tildarse de acto de terrorismo estatal.
Ante tal acumulación de hechos discutibles, cuando no reprobables, es ridícula la controversia sobre si se publican o no las fotografías del “presunto cadáver”, a no ser que con ella se pretenda distraer a la opinión para que no hurgue más en la suciedad que rodea a este asunto.
Bajo estas capas de ignominia que cubren la acción, es fácil observar sus resultados tangibles. ¿A quién o quiénes puede beneficiar? En primer lugar a Obama, cuya popularidad ha crecido espectacularmente y cuyas perspectivas electorales mejoran. También hace olvidar el descrédito del Pentágono y la CIA, las máquinas de guerra y espionaje mejor dotadas de todo el mundo, que han tardado casi un decenio en encontrar al que calificaron de enemigo público número uno. No queda aquí la cosa: con intencionalidad más retorcida, desde EEUU se pretende reivindicar la infamia de Guantánamo, abrumadoramente confirmada por los documentos revelados ahora por WikiLeaks, al atribuir la localización de Ben Laden a los informes obtenidos en la abyecta prisión caribeña. Incluso el desacreditado Bush junior recobra vigor y hay quienes vuelven a alabar su nefasta “guerra contra el terror”.
Se entiende mal, por otra parte, la exagerada importancia que los medios españoles han concedido al hecho hoy comentado. Esté o no esté Ben Laden en la cúpula nominal de Al Qaeda, poco va a influir en nuestra vida cotidiana ni en los riesgos que ésta comporta. Por el contrario, sí debería preocuparnos, y mucho, que en EEUU y en la ONU se vean con complacencia acciones que vulneran gravemente los principios del derecho internacional que todos habrían de respetar. Actuando de ese modo no se combate al terrorismo sino, más bien, se le estimula.
República de las ideas, 6 de mayo de 2011
Escrito por: alberto_piris.2011/05/06 09:55:48.270000 GMT+2
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2011/04/29 10:25:49.576000 GMT+2
La pasada semana murió en Libia un destacado periodista gráfico británico, Tim Hetherington, mientras cubría el conflicto en la asediada ciudad de Misrata como fotógrafo de guerra. La noticia volvió a poner en primer plano de la actualidad dos documentos narrativos bélicos de gran valor para cualquier persona interesada en conocer más a fondo ese fenómeno social llamado guerra: el documental Restrepo, exhibido y premiado en 2010, que él grabó y dirigió junto con el periodista y escritor norteamericano Sebastian Junger, el autor de Guerra, libro que acaba de ser publicado en España (Crítica, 2011).
Cuando lo que con más frecuencia difunden los grandes medios de comunicación sobre la guerra de Afganistán son comunicados oficiales, declaraciones de altos responsables políticos y mandos militares o sesudos análisis especializados, y cuando en la OTAN o el Pentágono se discuten estrategias y planes de altos vuelos, es conveniente poner los pies en la tierra -en este caso, en el terreno donde se lucha, se muere y se mata- para tomar contacto con la realidad de los que allí combaten. Esto hacen las dos obras citadas.
El libro de Junger lo consigue de un modo casi tan realista y estremecedor como la película. Las balas silban entre sus páginas, hay que buscar cobertura frente a los disparos de los talibanes, cerrar con los nudillos la herida por la que el compañero pierde la vida antes de aplicar el apósito reglamentario que le permitirá ser evacuado a un puesto de socorro. La guerra se cuenta desde la perspectiva de los más bajos escalones de la jerarquía militar: los soldados y mandos subalternos que forman los cuatro pelotones de la 2ª Sección de una compañía de infantería, encargada de luchar contra los talibanes en un estrecho valle afgano. Aparte del capitán de la compañía y de alguna esporádica aparición del jefe del batallón, en esta narración bélica no hay generales ni altos cargos políticos o militares. Es la guerra vista por quienes la hacen matando o muriendo.
Esta guerra nos hace recordar otra que afectó mucho a los españoles en el primer tercio del pasado siglo: la Guerra del Rif. Se trata de dos guerras coloniales clásicas: penetración en territorio hostil para establecer posiciones enlazadas entre sí que se protejan recíprocamente; contactos políticos con los jefes indígenas para apaciguar a los pueblos rebeldes, ataques y retrocesos, etc. Sus tácticas elementales apenas han variado desde entonces, aunque sí son distintos en ambos conflictos los objetivos finales y, sobre todo, las armas de fuego y los medios de transporte y comunicaciones.
Distingue Junger entre el “territorio humano” y el “terreno real”, objetivos ambos de las operaciones; se trataría a la vez de lograr el apoyo de la población y de ocupar el terreno: “Con un puesto avanzado en un pueblo se puede dominar el terreno físico, pero si la presencia de los hombres extranjeros implica que las mujeres de allí no puedan pasar por determinados caminos para llegar a sus tierras, con ello se habrá perdido un pequeña batalla en el territorio humano”.
Pero el asunto dominante en el libro -y en el documental- es el compañerismo, la lealtad al que lucha al lado y al jefe inmediato, principales motivaciones de los que cada día se juegan la vida, nominalmente “por la Patria” pero en verdad por los otros combatientes de su pelotón o su sección. No se va mucho más allá en los escalones militares: desde una posición ocupada por un pelotón perdido en las montañas afganas, los batallones, brigadas o divisiones casi no existen; solo se sabe de ellos porque en ciertos momentos son capaces de enviar con rapidez aviones o helicópteros que, descargando sobre el enemigo el fuego aplastante del que la industria bélica les ha dotado, puedan evitar que la posición sea arrollada por un número superior de talibanes armados con fusiles Kalashnikov.
Tampoco se combate pensando en la religión: “¿por qué invocar a Dios cuando puedes llamar a los Apache [helicópteros de ataque a tierra]?”. Ni se discute sobre complejas cuestiones como la política internacional, la ayuda al desarrollo afgano, etc. La verdadera fe está puesta en los hombres de la propia sección: “Lo que más aterrorizaba a los soldados era la idea de fallar al hermano cuando te necesitaba y, en comparación, morir resultaba sencillo. Morir se terminaba en sí mismo. La cobardía, en cambio, no te abandonaba nunca”.
El autor preguntó a un soldado si arriesgaría la vida por sus compañeros: “Por ellos me arrojaría sobre una granada de mano”, le respondió. Y aclaró: “Porque quiero a mis hermanos, los quiero de verdad. Poder salvar su vida para que puedan vivir me parece que vale la pena. Y todos ellos lo harían por mí”. Ante esto sobran las palabras, esas retóricas huecas que suelen constituir el discurso militar dominante. Quien sólo lea con malicia las declaraciones de algunos soldados podrá pensar que sus cerebros han sido manipulados; pero quien capte en el documental la sinceridad de sus palabras y expresiones verá que hay algo más profundo que inspira respeto, sin necesidad de entrar a considerar la legitimidad o la perversidad de esta guerra.
La descuidada traducción del libro dificulta a veces entender lo que se está narrando. Incluso cuando se acierta a traducir correctamente platoon por “sección” y section por “pelotón”, en la sobrecubierta se confunden estos términos. Que a las ametralladoras se les llame “artillería” podría pasar, pero hablar de “la intensidad de la potencia de fuego” que recibe una unidad es tan rebuscado como describir un proyectil de “40 eme-eme” (así, en cursiva) en vez de 40 mm. En fin, lo de siempre: un texto original de enorme fuerza descriptiva, al ser mal traducido se convierte en un galimatías ininteligible.
Escrito por: alberto_piris.2011/04/29 10:25:49.576000 GMT+2
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2011/04/28 09:20:17.859000 GMT+2
El heterogéneo mosaico de pueblos que habitan las 34 provincias en las que se articula Afganistán constituye un serio problema con vistas a su futuro político. Se trata de una cuestión que a menudo es olvidada ante la violenta dinámica bélica que todavía aqueja sistemáticamente a este país y que constituye la mayor preocupación de los Estados que allí intervienen con tropas, armas o ayuda humanitaria. Se acostumbra a dar por sentado que, concluidas las operaciones militares, se habrá ganado la guerra y la OTAN podrá salir de allí sin merma de su prestigio. Después, pacificado el país e instalado en Kabul un gobierno nominalmente democrático, Afganistán entraría en la senda normal de los países modernos que aspiran a progresar en un régimen de libertades y democracia. Esta esperanza está muy lejos de lo que puede deducirse de los antecedentes históricos afganos y de su actual estructura sociopolítica.
El país carece de la homogeneidad que permitiría considerarlo como una sola entidad política. Sus 32 millones de habitantes pertenecen básicamente a tres distintas etnias regularmente repartidas, hablan varios idiomas (más de una veintena si se cuentan las lenguas de menor difusión) y el principal factor común es la religión musulmana, aunque chiíes y suníes se reparten las afinidades religiosas del pueblo con claro predominio de los últimos.
Además, como recordaba el escritor y periodista británico Peter Preston en un análisis publicado en The Guardian, es necesario tener presente que Afganistán nunca ha sido un Estado regularmente configurado. A pesar de que el rey Zahir Shah, en sus cuarenta años de débil gobierno, intentó "plantar unas pocas semillas de democracia", ésta no pudo crecer en el terreno político de Kabul, que Preston describe como un "polvoriento cuenco de violencia, ausencia de leyes y profunda inestabilidad". Su análisis es contundente: según él no hay en Afganistán "una estructura sobre la que construir. Es un país medieval, una tierra por la que el tiempo ha pasado de largo. No es posible intentar que avance para ganar cinco siglos mediante la acción de las fuerzas de la OTAN, que no entienden quién es el enemigo y por qué les odian tanto".
Es así como el problema afgano se proyecta todavía a muy largo plazo: resuelto, si alguna vez se logra, el peliagudo asunto de poner fin a esta interminable guerra, pacificar el país y dar por terminada la ocupación militar extranjera ¿qué cabe esperar después? Eso es lo que hoy se están preguntando muchos afganos y lo que extiende sobre el futuro político del país una oscura nube de incertidumbre. La opinión pública -la de los que no viven bajo la amenaza diaria de las explosiones y pueden dedicar algún tiempo a reflexionar- está dividida. En un extremo del espectro se hallan los que albergan una hostilidad profunda ante la presencia de tropas extranjeras; en el otro extremo están los que entienden que el Gobierno de Karzai no es todavía capaz de garantizar la seguridad del país, como muestra la reciente fuga masiva de talibanes encarcelados ante la sorpresa de unas autoridades desconcertadas.
Aunque en Washington se ha fijado el año 2014 para dar fin a las operaciones militares, no se ha cerrado la puerta a una presencia militar más prolongada de EEUU en Afganistán, para apoyar y seguir instruyendo y equipando al ejército nacional afgano. El general Petraeus, jefe supremo aliado en Afganistán, declaró ante el Senado de EEUU: "Creo que el concepto de mantener bases conjuntas y apoyar las operaciones de los afganos, algo parecido a lo que hacemos en Iraq desde que allí hemos cambiado la misión, sería también apropiado para Afganistán".
No pocos afganos temen que la salida de las tropas estadounidenses deje al país muy vulnerable ante la amenaza que suponen los caudillos locales y algunos países vecinos, como Pakistán e Irán. Otros, por el contrario, temen que la presencia de bases de EEUU en territorio afgano sea una incitación a la insurgencia porque, entre otras cosas, sería vista como un refuerzo a la endémica corrupción interior, como ha sido habitual en otros países en situación real de protectorado controlado por EEUU, la OTAN o la ONU.
Un politólogo afgano opina así: "Pienso que en cuanto haya bases americanas permanentes, los enemigos de EEUU no permanecerán inactivos. Se esforzarán en crearles problemas de una u otra forma y disminuirán las perspectivas de pacificación". Por su lado, un comerciante matizaba: "Si EEUU sigue aquí, la insurgencia se reforzará porque el pueblo afgano siempre ha defendido su libertad y su religión por todos los medios posibles, y seguirá haciéndolo".
En política internacional, como en la estrategia militar, siempre hay que mirar más allá de lo inmediato. Es como cuando en los cursos de perfeccionamiento se aconseja a los conductores que observen atentamente no solo al automóvil que les precede, sino también al que marcha delante de éste. En Afganistán, no basta con prever el fin de la guerra, por difícil que esto pueda parecer ahora, sino que es necesario anticipar lo que pueda ocurrir después. Es el único modo de prevenir un encadenamiento fatal de consecuencias imprevisibles e indeseables.
Publicado en CEIPAZ el 28 de abril de 2011
Escrito por: alberto_piris.2011/04/28 09:20:17.859000 GMT+2
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2011/04/15 07:00:15.017000 GMT+2
Tras una reciente oleada de amenazas y atentados con bomba contra las tiendas que en Afganistán se atreven a vender música en discos o casetes, el responsable de Cultura e Información de una provincia atribuyó a los propios comerciantes la culpa de lo ocurrido, porque, según él, venden productos inapropiados traídos de fuera y “nuestra sociedad es tradicional e islámica y no hay que observarla desde una perspectiva occidental”. Por su parte, uno de los tenderos agredidos se quejaba aduciendo que él también vendía casetes con música y discursos religiosos, recitaciones del Corán y de tradiciones históricas. De poco le sirvió y, como otros de su ramo, tuvo que optar entre cerrar su establecimiento o dedicarse a otros productos.
Un portavoz talibán negó cualquier responsabilidad en el asunto: “Bajo la ley islámica el asesinato no es apropiado para faltas menores, como escuchar música. Además nos crea hostilidad en el pueblo. Preferimos acabar con la música mediante la propaganda”. Se observa, pues, que parte de la población afgana sigue sometida a la misma mentalidad retrógrada que imperaba en el país durante los años de dominio talibán a los que puso fin la invasión de 2001.
Ante este panorama cabe preguntarse qué quedará de aquellos propósitos iniciales de la invasión, desencadenada tanto para castigar a los responsables del 11-S como para ayudar al pueblo a liberarse del yugo talibán. En lo relacionado con las mujeres, así lo expresaba la entonces primera dama británica: “Las mujeres afganas poseen todavía un espíritu que contradice su injusta y humillada imagen. Debemos ayudarlas a liberar ese espíritu y devolverles su voz, para que puedan crear ese Afganistán mejor que todos deseamos”. Y con un espíritu, al parecer, de similar entusiasmo, su marido, el primer ministro Blair, participó en la aventura afgana organizada por el Pentágono.
¿Han liberado su espíritu las mujeres afganas tras diez años de ocupación “liberadora”? Un reciente informe desde la provincia de Herat traza una imagen descorazonadora. Siguen siendo frecuentes los casos de secuestro de mujeres, palizas y azotes en público por supuesta conducta impropia y los matrimonios forzosos; pero si el responsable es alguno de los jefes guerreros locales, su impunidad está garantizada. No solo esto, sino que si la familia denuncia el abuso se expone a sufrir una sangrienta venganza que también quedará impune. Un jefe de tribu lo describió así: “Las fuerzas policiales del Gobierno son plenamente conscientes de los delitos pero, como los jefes de guerra tienen poder e influencia, son incapaces de detenerles y procesarles”.
Desde la misma provincia llegan esperanzadoras noticias sobre ciertas mujeres que, casi jugándose la vida, han decidido trabajar por su cuenta. Así hablaba una de ellas: “Llevo seis meses trabajando en mi taller [de confección y costura] y desde que empecé a ganarme un sueldo mi marido me respeta más y me trata mejor“. El patetismo de la frase es inocultable. Aunque acto seguido reconocía que “las desafortunadas costumbres locales hacen que no esté bien visto que las mujeres trabajen y esto nos causa problemas”.
Otra mujer es más explícita sobre esos “problemas”, al contar su experiencia en la tienda que abrió: “La gente me miraba fijamente para hacerme ver que estaba haciendo algo impropio. Algunos individuos me amenazaron diciéndome que si no cerraba el puesto me lo quemarían”. Se lo comunicó a la policía y al jefe del mercado, que le aconsejaron que se dedicara a otra cosa. Si al escribir estas líneas ella sigue vendiendo sus bufandas y alfombras, habrá acreditado un valor heroico. Como muchas otras mujeres que tratan de ser ellas mismas en unas sociedades que las reducen a un estado de semiesclavitud.
Tampoco las recientes revoluciones árabes, que han creado cierta esperanza de democratización de esas sociedades, parecen reservar para las mujeres mejores perspectivas. Aunque en Túnez se perciben algunas señales de progreso femenino, en Egipto solo un comité “de sabios” asesora a los gobernantes y ninguna mujer participará en la nueva Constitución.
Con ácida ironía, una periodista británica comentaba en The Observer que la política occidental, puesta a elegir entre dos tiranías, se inclina por el fundamentalismo religioso antes que por la crueldad laica de un Gadafi: “Prefiere la opresión institucionalizada y la tortura y muerte esporádicas de un solo sexo, a lo mismo pero aplicado a todos los ciudadanos”. Aunque aritméticamente esto reduzca a la mitad la ignominia, la cuenta no es exacta, pues si se toma a Irán como ejemplo, habría que añadir a las mujeres todos los homosexuales, ateos, adúlteros, apóstatas y cristianos.
Cuando a una conocida feminista egipcia, que mostraba su indignación porque, tras haber participado en todas las fases de la revolución, las mujeres fueron después dejadas de lado, se le preguntó cómo podrían ayudarles las mujeres occidentales, respondió así: “Luchando contra sus propios gobiernos, porque son ellos los que interfieren con nuestras vidas, invadiéndonos y colonizando nuestros países”. Sorprendente respuesta que contradice muchas de nuestras percepciones y nos obliga a reflexionar sobre algunos esquemas preconcebidos que nos son tan familiares.
Publicado en República de las ideas, el 15 de abril de 2011
Escrito por: alberto_piris.2011/04/15 07:00:15.017000 GMT+2
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2011/04/11 09:50:53.008000 GMT+2
Uno de los principales pilares de la política exterior de EE.UU. (y, por tanto, de un buen número de potencias occidentales) se ha resquebrajado y corre el peligro de deshacerse bajo el ímpetu de la oleada revolucionaria que está movilizando a los pueblos árabes. Es el mito, válido y muy eficaz durante medio siglo para los intereses occidentales, de que Israel era una isla de democracia y respeto a los derechos humanos, rodeada por un océano en el que dominaba un medieval oscurantismo teocrático, donde todo odio y resentimiento tenían cabida y se expresaban sistemáticamente a través del terrorismo.
Ahora, en ese mismo mundo y de un modo poco comprensible en su origen, ha surgido un movimiento de rebeldía, iniciado por una juventud a la que se han sumado en su avance destacadas figuras de la oposición, funcionarios, militares, campesinos, etc. Éstos, a la vez que expulsan a sus corrompidos dirigentes, les exigen responsabilidades y se resisten a ser catalogados desde Occidente como otro movimiento revolucionario más, del tipo de los que han ido conformando nuestra historia.
Se trata de unos pueblos que han sufrido la inédita experiencia de vivir desde dentro la "guerra contra el terror"; que han conocido de cerca los efectos de las invasiones de Iraq o Afganistán. No olvidan que unos pocos días antes de que la coalición occidental iniciara la intervención en Libia, el gobierno de EE.UU. vetó una resolución del Consejo de Seguridad (aprobada por 14 de sus 15 miembros) que denunciaba la ilegalidad de los asentamientos israelíes en la Palestina ocupada. Unos pueblos a los que las filtraciones de WikiLeaks han mostrado la sumisión de la Autoridad nacional palestina ante Israel y EE.UU., tan contraria a los intereses de su pueblo. Empiezan a saber identificar la mentira y el doble juego y a rebelarse contra ellos.
Esos pueblos árabes y musulmanes en ebullición están acostumbrados a la hipocresía de quienes ahora acuden a ayudarles y forcejean para ser vistos en la vanguardia de la preocupación humanitaria universal. Entienden tan bien como nosotros que EE.UU. haya evitado un excesivo protagonismo en el conflicto libio y prefiera servirse de Naciones Unidas y de la OTAN -organizaciones ambas sobre las que ejerce una hegemonía sin par- porque ha aprendido algo de las nefastas experiencias de sus intervenciones militares en Iraq y Afganistán, sin olvidar la trágica aventura somalí.
En el Pentágono, en Washington y en las más destacadas capitales occidentales se sopesa el riesgo que corre su tradicional hegemonía en una zona tan crítica (para la que incluso EE.UU. creó un nuevo mando militar territorial: el AFRICOM), como consecuencia de la súbita irrupción de nuevas ideas y nuevos talantes políticos que no parecen propensos a seguir el juego habitual del neocolonialismo.
Los medios de comunicación, los centros de análisis y reflexión y las organizaciones internacionales de todo tipo se esfuerzan por situarse en este nuevo escenario. Unos lo hacen desde la derecha y propugnan recetas neoliberales, con la finalidad última de que los intereses occidentales no sufran quebranto. Por su parte, desde la maltrecha izquierda que busca reconstruirse en un mundo en el que casi todo le es adverso, las poblaciones alzadas contra sus tiranos y reclamando el derecho a dirigir sus propios destinos son consideradas como una renovada izquierda que brota contra un mundo corrompido.
Podría ocurrir, no obstante, que ambas perspectivas fuesen erróneas. ¿Y si esta oleada revolucionaria fuera realmente fruto de un islam vivido de una manera muy distinta, cuando no opuesta, a la que nos han acostumbrado los estereotipos de siempre y los propios extremistas fanáticos alimentados por el Corán? ¿Podríamos estar ante una nueva vía de desarrollo social y político de los pueblos árabes e islámicos, tan alejada del islamismo fanático como del liberalismo neocolonial?
Razones hay para sospechar que no se trata solo de una rebelión contra los corruptos dictadores árabes sino de una revolución alimentada por la prolongada humillación de unos pueblos cuyos dirigentes habían aceptado la sumisión (política, económica y hasta cultural) ante Occidente a cambio de un apoyo que les permitiera gobernar en tiranía, con tal de que se erigieran en "bastiones frente el terrorismo islámico".
Si así fuera, quedaría al descubierto la trampa que nos ha engañado largamente. Porque bastaría desmentir fehacientemente la acusación de que el islamismo radical está detrás de estas revueltas populares, para poder abordar la cuestión definitiva: ¿y si el triunfo de estas revoluciones se convirtiera en el verdadero "bastión" frente a los fanáticos que, por carecer de toda perspectiva de progreso, solo en una religión que lo abarque y justifique todo encuentran su razón para vivir?
De este modo llegaríamos a la paradoja definitiva de que la más eficaz guerra contra el terror no es la de Bush/Obama sino la que inició en Túnez un agobiado ciudadano que un día, perdida ya toda esperanza, decidió convertirse en una llamarada.
Publicado en CEIPAZ el 11 de abril de 2011
Escrito por: alberto_piris.2011/04/11 09:50:53.008000 GMT+2
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2011/04/08 08:30:42.010000 GMT+2
Doce personas fueron asesinadas por las turbas el viernes de la semana pasada en la ciudad de Mazar-i-Sharif, incluyendo siete miembros del personal de Naciones Unidas destinado en Afganistán, ante el asombro de las agencias internacionales presentes en el país, pues era considerada una ciudad segura, seleccionada por la OTAN para pasar bajo control nacional afgano el próximo mes de julio.
Delante de la famosa Mezquita azul, un imán arengó a la población en términos exaltados, denunciando la quema de un centenar de volúmenes del Corán que, según él, había acaecido en Estados Unidos poco tiempo antes. Coincidiendo con los rezos del viernes, el ya caldeado ambiente provocó una explosión de ira popular que indujo a los reprobables asesinatos de quienes nada tenían que ver con el asunto. Aun en un país como Afganistán, donde el fanatismo tiene hondas raíces y cualquier acto considerado un insulto a los símbolos islámicos provoca desproporcionadas respuestas, la enorme violencia latente que reveló este sangriento incidente no ha pasado desapercibida. Otra revuelta por el mismo motivo se produjo el día siguiente en Kandahar, con una decena de muertos y numerosos heridos tras la intervención policial para reprimir el motín.
La razón aducida para estos tumultos había sido exagerada adrede, pero se basaba en el hecho real de que otro eclesiástico, esta vez un exaltado ministro del cristianismo en EE.UU., quemó públicamente el pasado 20 de marzo un ejemplar del Corán, ante su minúscula parroquia de Florida, para mostrar su rechazo al terrorismo islámico, tras una parodia de juicio público. Las imágenes grabadas de esta intervención fueron difundidas por todo el mundo y han producido efectos que el absurdo personaje religioso quizá no llegó a imaginar, aunque declaró que había actuado por provocación, "para remover las aguas".
Estas conductas tan incomprensibles para cualquier mente medianamente racional, basadas en una superstición religiosa, no son nuevas en la Historia; recordar lo ocurrido en el pasado ayuda a observar y enjuiciar el presente con más serenidad y menos fanatismo. En nuestra España sucedían hechos de análogo cariz hace poco más de cinco siglos.
Cuenta Julio Caro Baroja, en su obra Los judíos en la España moderna y contemporánea, que el 17 de abril de 1474, durante los cultos cuaresmales que se celebraban en Córdoba, una niña arrojó por la ventana el contenido de un jarro de agua (algo no extraño en aquella época) con tan mala fortuna que ésta cayó sobre una estatua de la Virgen llevada en procesión. Enseguida se atribuyó el hecho a la mala voluntad de una familia de exjudíos conversos que allí residía. Se propagó la noticia de que el líquido arrojado no era agua sino orina, y un popular agitador local -predecesor sin saberlo de algunos columnistas y presentadores hoy también populares en algunos medios- azuzó a las masas para que se lanzaran a matar herejes y quemar sus viviendas: "¡Vamos todos a vengar esta gran injuria y mueran todos estos traidores y herejes!". Como consecuencia, escribe Caro, "durante dos días Córdoba fue teatro de robos, asesinatos y violaciones terribles".
Contribuyó a agravar la revuelta el que un destacado noble cordobés, hermano de quien después sería conocido como el Gran Capitán, que intentó restablecer el orden, hirió de muerte al cabecilla de la asonada cuando éste le hizo frente. Una nueva patraña elaborada para excitar al pueblo circuló pronto: "Estando de cuerpo presente, al intentar ponerle una cruz sujeta al brazo, éste se movió de una manera que se reputó milagrosa; los alborotadores volvieron a armarse y reanudaron su interrumpido propósito, lanzándose al saqueo". Así que una supuesta ofensa durante una procesión y un pretendido milagro provocaron una revuelta popular de tal magnitud que los encendidos ánimos de los cordobeses causaron numerosas víctimas y grandes destrozos.
Hay que saber que, cuatro años después, el papa Sixto IV promulgó la bula que creaba la nefasta y a la vez famosa Inquisición española, para sistematizar y regular la violencia de raíz religiosa, haciéndola "legal". A pesar de eso, el inculto y fanatizable pueblo español de la época estaba siempre dispuesto a echarse a la calle para defender por su cuenta la "santa religión". Es lo que también hicieron algunos en 1936, con las armas en la mano y una estampa religiosa en el uniforme, listos para matar a otros españoles.
Sin olvidar el reconocimiento y el respeto debidos a quienes por motivos religiosos se entregan a los demás en altruistas tareas realmente humanitarias, los nocivos efectos que la contaminación religiosa produce en casi todos los conflictos a los que por su propia naturaleza han de enfrentarse los pueblos son el origen de los más enconados rencores que han dividido y ensangrentado a la humanidad desde los tiempos más remotos. Con las debidas excepciones y desde una perspectiva histórica correcta, no se puede afirmar que las religiones hayan venido a traer la paz al mundo, como proclaman altisonantemente algunos de sus más eximios representantes, porque la realidad muestra justamente todo lo contrario.
Publicado en República de las ideas, el 8 de abril de 2011
Escrito por: alberto_piris.2011/04/08 08:30:42.010000 GMT+2
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2011/04/01 09:01:4.050000 GMT+2
Con la intervención militar en Libia como motivo dominante en los comentarios sobre política internacional de casi todos los medios de comunicación, parece como si las cuestiones más relevantes a considerar fueran las relativas a cómo resolver tan embrollado asunto: ¿armar a los rebeldes? ¿Intervenir directamente para derrotar a Gadafi? ¿Enfrentar dialécticamente el pensamiento belicista con el pacifista?… El espectro es amplio y crece día a día.
Ante tan vasto panorama de opiniones hay muchos que piensan que, ya que los hechos están desbordando a las palabras y la acción se adelanta al pensamiento, bueno sería reflexionar sobre lo sucedido, para saber cómo convendría reaccionar ante futuras situaciones similares, que muy probablemente están ya a la vuelta de la esquina.
Para aclarar debidamente este asunto, es preciso profundizar un poco más, porque el meollo de la cuestión no está en el modo de ejercer la coerción militar en tal o cual situación, sino en si es o no posible y conveniente hacerlo. Para ello, empecemos por cambiar el ámbito del discurso. En el llamado “Índice de democracia”, que anualmente publica el grupo empresarial The Economist, de los 167 países analizados el año 2010 Libia ocupa el puesto 158 y Arabia Saudí el 160, es decir, solo seis puestos por encima del colista, que es el indeseable y proscrito régimen de Corea del Norte.
Con una puntuación máxima posible de 10, España obtiene un honroso 8,16 que le sitúa en el puesto 18 (la pole position la ocupa Noruega, con 9,80), mientras que el Gobierno saudí se queda en un vergonzoso 1,84, una décima detrás de Libia. Si yo fuera mujer, quizá esa décima de diferencia sería la que me haría preferir Libia a Arabia (de no existir otra opción, naturalmente), pues en este último país una mitad de la ciudadanía es desdeñada y humillada diariamente por una monarquía absolutista, en el fondo tan opresiva y tiránica como la denostada dictadura, también hereditaria, de Corea del Norte.
Ese régimen de rasgos medievales, que exporta fanatismo religioso bajo la forma de salafismo y mediante la construcción de mezquitas y escuelas coránicas por todo el mundo, ha exportado también hace poco su fuerza militar para reprimir los disturbios populares en el vecino Bahréin, en una nueva edición para Oriente Medio de la vieja “doctrina Brezhnev“, y lo ha hecho con no menos violencia que la inicialmente usada por Gadafi para acallar a los libios rebeldes.
¿Alguien, en el mundo occidental, ha sugerido que sería preciso condenar en el Consejo de Seguridad de la ONU la agresión sufrida por los bahreiníes a manos de los soldados saudíes? ¿O que convendría ayudar también al pueblo saudí en su camino hacia la democracia? Ningún dirigente político de relevancia mundial ha manifestado que, igual que se aspira a la sustitución de Gadafi por un nuevo régimen, menos tiránico, también sería apropiado que la dinastía de los Saúd fuera expulsada del poder que viene ejerciendo de modo absoluto, entre continuas denuncias de torturas, mutilaciones y ejecuciones por las organizaciones humanitarias.
La respuesta a estas cuestiones la da un pequeño grupo de especialistas: los que analizan los recursos energéticos mundiales, en su especialidad de hidrocarburos. Oigamos sus razones. En el privado club de los países petroleros se tiene a Arabia Saudí como el único productor swing, esto es, capaz de aumentar su producción de crudo cuando es necesario para la mejor marcha de este negocio global. Allí se insiste en que cualquier inestabilidad política local sería una amenaza para los Gobiernos occidentales tanto o más que para el propio régimen saudí. Desde muy altos niveles financieros europeos se ha asegurado hace poco que esa contingencia podría elevar el precio del barril por encima de 200 $, lo que crearía muy graves dificultades a todos los países que dependen de este suministro.
Aunque algunos informes de WikiLeaks revelaron que era discutible esa posición privilegiada de Arabia Saudí, donde la cuantificación de las reservas de hidrocarburos es alto secreto de Estado, el núcleo de la cuestión queda al descubierto en toda su crudeza: mientras Occidente dependa en gran medida de los suministros petrolíferos de la península arábiga, nada ni nadie podrá poner en peligro al despótico régimen que gobierna Arabia Saudí.
De modo que, para concluir, debemos deducir que el pretendido derecho de intervención en un Estado que oprime o masacra a sus propios ciudadanos no es de aplicación universal, aunque en la ONU se afirme lo contrario. En tanto que nuestra civilización sustente su desarrollo en el uso abusivo y despilfarrador de los limitados recursos petrolíferos, la tan discutida “responsabilidad de proteger” o “injerencia humanitaria” queda limitada a los países cuyos recursos no sean esenciales para la economía mundial. Así pues, estimado lector, si desea seguir yendo al trabajo en automóvil todos los días para no viajar en el metro o pavonearse en su 4X4 los fines de semana, deberá cerrar los ojos ante lo que sucede en Arabia Saudí y acoger con entusiasmo, cuando proceda, la munificente visita de sus medievales déspotas.
Publicado en República de las ideas el 1 de abril de 2011
Escrito por: alberto_piris.2011/04/01 09:01:4.050000 GMT+2
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2011/03/28 09:20:44.984000 GMT+2
Desde el pensamiento que se tiene por progresista o de izquierdas (por confusa que sea esta última denominación), la intervención militar en Libia ha suscitado un debate que merece la pena observar. Hay quienes, por motivos ideológicos basados en un sólido y razonable antiimperialismo, unido a veces a un lógico pacifismo, rechazan de plano toda intervención militar en la guerra civil libia. Les convendría recordar la necesidad de tener en cuenta el coste en vidas humanas que puede causar la intervención en comparación con el que se produciría si ésta no tuviera lugar.
Es preciso empezar aceptando que la rebelión libia ha sido, y sigue siendo, como las de Túnez y Egipto, el levantamiento espontáneo de un pueblo harto de sufrir una dictadura. Si para ponerlo en duda hay quienes atribuyen tortuosas intenciones a los alzados contra el régimen, sin aducir prueba alguna que lo demuestre, estamos ante un claro caso de prejuicio de base ideológica.
No está de más recordar que cuando en la 1ª Guerra Mundial la naciente Rusia revolucionaria firmó la paz con los imperios centrales, para justificar tan humillante transacción escribió Lenin: "Hay que analizar la situación y las condiciones concretas de cada compromiso. Deberíamos distinguir entre el que entrega a los salteadores su dinero y sus armas, para atenuar el mal que pueden hacerle y facilitar su detención, y el que hace lo mismo, pero para participar en el pillaje".
¿Cuáles son las circunstancias que han rodeado a la intervención militar en Libia? ¿Existía alternativa a la creación de una zona de exclusión aérea? Cuando en la ONU se votó la resolución que lo autorizaba, las tropas de Gadafi se acercaban peligrosamente a Bengasi, que también era atacada desde el aire. Su caída era inminente. La propuesta de rendición y amnistía hecha por el hijo de Gadafi carecía de toda credibilidad.
¿Hubiera bastado con facilitar armas a los sublevados? Los que esto sugieren ignoran que las armas más útiles en esta ocasión (antiaéreas y contracarro principalmente) requieren cierta preparación por quienes van a utilizarlas, un plazo de tiempo con el que los rebeldes ya no podían contar.
Hablemos con claridad: ni desde el punto de vista práctico ni desde la más elemental moral humana podía ser rechazada la petición de los rebeldes a las potencias occidentales para que impusieran una zona de exclusión aérea. Los que a esto se oponían solo aducían rígidas razones ideológicas, sin analizar esas "condiciones concretas" que citaba el revolucionario ruso.
¿Quiere esto decir que la resolución 1973 y la intervención ejecutada posteriormente, en la que ya se ha implicado la OTAN, constituyen un acierto? Rotundamente: no. Como he expuesto en otras ocasiones (1), la citada resolución es muy poco satisfactoria, lo que puede obedecer tanto al apresuramiento y falta de acuerdo para lograr algo mejor como a los intereses de las grandes potencias que votaron a favor de ella. Establece la finalidad de "proteger a los civiles y a las áreas pobladas bajo amenaza de ataques", pero no precisa el modo de hacerlo, aunque autorice la creación de una zona de exclusión aérea y prohíba la invasión terrestre.
Aparte de esto, es mucho lo que queda por definir y admite gran variedad de interpretaciones. Por un lado, no se articula una clara responsabilidad política para el conjunto de las operaciones; por otro, queda una puerta abierta para justificar cualquier ingerencia en el futuro político de los libios. Además, no establece controles claros sobre el objetivo de la operación, por lo que no se puede vislumbrar un final razonable para ella. Hay pues, en definitiva, motivos suficientes para poner en duda los resultados de la intervención aprobada por la ONU, aun aceptando y considerando imprescindibles las operaciones iniciales que, paralizando la ofensiva de la aviación libia contra su propio pueblo, tanto están contribuyendo a proteger a los sublevados.
Todo lo anterior incita, además, a plantear otras cuestiones importantes. ¿El pueblo de Gaza no merecería también una protección análoga contra los bombardeos israelíes? ¿Y qué hacer en casos como los de Siria, Bahréin o Yemen, donde pacíficos manifestantes son masacrados con total impunidad? Es preciso, también, seguir reflexionando sobre los antecedentes que han llevado a esta situación, como la aceptación benévola de los regímenes tiránicos mientras los respectivos dictadores sean útiles para los intereses occidentales. Sin olvidar la culpable manipulación de sucesivos fantasmas (el comunismo antes, el terrorismo después, ¿y luego...?) para justificar el menosprecio real por la democracia exhibido por quienes más alardean de ser sus defensores, el ancestral desdén por los pueblos remotos, que tan a menudo surge en Occidente, y la mitificación de una presunta estabilidad que garantiza las nuevas formas de explotación pero que se revela tan falsa como muestran los acontecimientos que aquí se comentan.
Publicado en CEIPAZ el 28 de marzo de 2011
(1) Véase, por ejemplo, "Libia: entre la tardanza y el desconcierto", en este mismo blog.
Escrito por: alberto_piris.2011/03/28 09:20:44.984000 GMT+2
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2011/03/25 08:39:43.811000 GMT+1
Muchos millones de palabras se han publicado desde que comenzó la intervención militar de ciertos países, tanto occidentales (incluida España) como orientales, en la guerra civil libia. La multiplicidad de puntos de vista aplicados a este conflicto ha generado, además, en nuestro país, duros y variados enfrentamientos de raíz ideológica, suscitados por la participación española y los trámites parlamentarios necesarios para autorizarla. También en Alemania y en otros países se han encrespado los ánimos políticos por motivos parecidos.
Puesto que de intervenir en una guerra se trataba, aunque ésta sólo fuese “civil”, para cualquier mediano conocedor de la historia bélica fue una inquietante sorpresa observar que empezaron a caer sobre Libia las primeras bombas de una coalición que aún no estaba definida, y sin que se hubiera establecido formalmente una autoridad política responsable de la operación. El más elemental manual de teoría de la guerra destaca la necesidad de que, por encima de cualquier mando militar, terrestre, naval o aéreo que la ejecute, haya una dirección política encargada de definir cuál es la finalidad que se pretende alcanzar mediante el recurso a las armas.
Esto es aconsejable, además, porque es la mejor forma de establecer ciertas condiciones, por todos conocidas, que una vez cumplidas permiten vislumbrar el fin de la guerra. Naturalmente, no se debe olvidar el hecho de que se suele saber cuándo y cómo comienzan las guerras, pero siempre se ignora todo sobre su final; esto es aún más inquietante cuando ni siquiera desde el comienzo de la guerra se ha definido bien qué se busca con ella.
Nada de lo anterior fue precisado en la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que dio luz verde a los primeros cazabombarderos -en este caso franceses- que iluminaron la noche libia con las explosiones de sus bombas. Luminarias que en días posteriores fueron reforzadas por los misiles de crucero de EEUU y del Reino Unido lanzados desde el mar. La finalidad expresada en la citada resolución es la de “proteger a los civiles y a las áreas pobladas bajo amenaza de ataques”, pero deja en el aire el modo de conseguirlo, aunque autoriza la creación de una zona de exclusión aérea y prohíbe una invasión terrestre.
No se puede ahora anticipar si habrá o no alguna nueva resolución de la ONU aclarando estos extremos, pero es obligado temer que, ante la incertidumbre reinante al escribir estas líneas sobre la atribución de responsabilidades políticas y militares en la operación, el desconcierto producido por los no siempre coincidentes intereses de los dirigentes políticos implicados en ella conduzca a situaciones complicadas que hubieran podido evitarse con una planificación menos apresurada y más coordinada.
Hay que reconocer que el retardo y las vacilaciones de los mismos países que luego han apoyado la intervención han sido el motivo por el que ésta se haya iniciado de modo tan poco coordinado, lo que no parece un buen comienzo para empeño de tanta envergadura. Aceptar la culpabilidad occidental en el retraso en ayudar a un pueblo que lo venía pidiendo con urgencia no debería llevar a cometer errores en sentido contrario, autorizando actuaciones improvisadas, de cuyos resultados sea luego difícil volverse atrás.
Entre tanta confusión, algunos conceptos siguen estando claros. Al pueblo libio corresponde resolver la situación por sí mismo, aunque los rebeldes necesitarán ayuda exterior para afrontar la brutalidad de la represión gubernamental y poder determinar en libertad su futuro. Una situación de estancamiento, con Gadafi conservando el poder en Trípoli y los rebeldes atrincherados en Bengasi, conduciría probablemente a la división de Libia y a un futuro de peligrosa inestabilidad en el Mediterráneo. En este caso, además, otros dirigentes políticos árabes, que empiezan a padecer los efectos de la onda liberadora que se generó en Túnez y se amplificó en Egipto, podrían sentirse tentados de imitar a Gadafi, al comprobar que la represión violenta de su propio pueblo le permite conservar el poder. Sin embargo, la resolución de la ONU no autoriza ni sugiere un cambio de régimen ni el derrocamiento de Gadafi.
También está claro que la intervención no debería verse, desde África y el mundo árabe, como una nueva operación imperialista para asegurar los hidrocarburos libios, razón por la que deberían participar las respectivas organizaciones interestatales. Por último, no está de más reseñar que en el fondo de tantas dudas e incertidumbres se agitan los fantasmas de Irak y Afganistán, los errores cometidos en ambos países y la difícil situación en que han puesto a los principales Estados ahora dedicados a resolver el conflicto libio. Es cierto que había que proteger a la población sublevada de la crueldad del tirano que la oprimió durante decenios. Pero no hay que olvidar que lo hizo bajo la mirada benevolente, cuando no amistosa, de los mismos dirigentes que ahora apoyan el bombardeo de su país. Hipocresía tan evidente no constituye una inyección moral para una operación militar, sino todo lo contrario. Y no olvidemos que la moral juega un papel determinante en todo conflicto bélico.
Publicado en República de las ideas, el 25 de marzo de 2011
Escrito por: alberto_piris.2011/03/25 08:39:43.811000 GMT+1
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2011/03/18 10:29:16.938000 GMT+1
Ni la ONU, suprema organización mundial que se propone, tal como se expresa en el preámbulo de su Carta fundacional, "preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra" y con ese fin coordina las fuerzas de los países miembros "para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales"; ni el llamado G-8, el club al que pertenecen los ocho países más poderosos del mundo, reunido el martes pasado en París para examinar la situación internacional; ni EEUU, la superpotencia mundial en cuya retórica fundacional figura en lugar destacado el culto a la democracia y los esfuerzos para difundirla; ni la Unión Europea, de la que lamentablemente a duras penas sabemos qué se propone, qué ideales sostiene o de qué medios se vale para hacerlo; ni los países más relacionados geopolíticamente con la extraordinaria agitación que remueve el espacio meridional mediterráneo que tan directamente les afecta (como España, Francia, Italia, Grecia o Turquía), han sido capaces de articular una respuesta coherente y eficaz a la agresión armada que está sufriendo el pueblo libio.
El presidente francés decidió establecer relaciones diplomáticas con el Consejo de los sublevados libios, establecido en Bengasi, la capital de los que, al escribir estas líneas, todavía luchan contra la tiranía de Gadafi; pero ante el temor de que llegaran antes los cazabombarderos del dictador que los emisarios de la République, ordenó enseguida la evacuación de los diplomáticos franceses. El Reino Unido, que también infiltró a unos supuestos agentes secretos para contactar con los rebeldes, tuvo que recoger velas y aceptar la vergonzosa retirada de sus "rambos", humillantemente descubiertos y apresados por error por aquellos a quienes pretendían ayudar. Obama, que con el fiasco de Guantánamo ya ha mostrado al mundo que las buenas palabras nada tienen que ver con los hechos resolutivos, que suelen requerir más energía y determinación y menos retórica, ha anunciado, a través de su Secretaria de Estado, que seguirá estudiando la cuestión libia, pero sin prometer nada y tras haber desaprovechado unas irrecuperables ocasiones.
Quienes habíamos llegado a imaginar que los países democráticos y presuntamente civilizados unirían rápidamente sus esfuerzos para detener la matanza de ciudadanos libios, exterminados bajo el fuego de sus propios militares, hemos tenido que aceptar la idea de que esta posibilidad era un simple espejismo. Nunca como ahora se habían dado unas condiciones tan favorables para sacudir el yugo de las dictaduras a las que están sometidos muchos pueblos árabes. Unas rebeliones esencialmente populares, no suscitadas ni dirigidas por fanáticos ayatolás ni por criminales terroristas, alimentadas por años de sufrimiento de unos pueblos explotados y humillados por unos impresentables dirigentes, merecían una respuesta más decidida y rápida de los Estados que tanto suelen pregonar los ideales democráticos.
Claro está que los mismos tiranos ya depuestos o en vías de serlo, fueron -y algunos lo siguen siendo- fieles aliados de las grandes potencias con cuyos gobernantes establecieron lazos de amistad y dependencia mutua. Éstos agradecieron, aunque con la boca pequeña, a tunecinos y egipcios que se deshicieran de sus dictadores, porque les hicieron el trabajo sucio que nunca se atrevieron a abordar. Más todavía: al principio de las rebeliones, éstas fueron observadas con desconfianza desde las capitales europeas. Incluso Francia ofreció oficialmente ayuda al corrupto presidente tunecino para que pudiera reprimir mejor a sus alborotados súbditos.
Así que cuando los libios no pudieron repetir lo que habían logrado sus vecinos, el desconcierto invadió a las grandes potencias democráticas, tan defensoras de los derechos humanos, que han sido incapaces, hasta hoy mismo, de alcanzar un acuerdo que ponga fin a la matanza libia. Además, alentada la autocracia saudí por la brutal recuperación de Gadafi y sus huestes, basada en la inacción de quienes debieron impedirla, se ha permitido ayudar a otros gobernantes vecinos, como el sultán de Bahréin, para que con el armamento vendido por las potencias occidentales pueda aplastar mejor las revueltas populares que también allí piden reformas.
Conviene hablar claro: ¿se atrevería algún dirigente occidental a aconsejar el apoyo a una rebelión popular que se alzara contra los gobernantes de Arabia Saudí, tan poco democráticos y tan déspotas como los ya depuestos en Túnez o Egipto? En la hipocresía que Occidente está mostrando estos días con sus rasgos más despreciables, Arabia Saudí sigue siendo un "régimen moderado" con el que se puede tratar, la misma calificación que hasta hace poco tuvo Egipto.
Libia es ahora la prueba decisiva, quizá la última, que nos permita valorar el crédito y la confianza que merecen la ONU, la Unión Europea, EEUU, los países del G-8 y los que formamos parte de esa entelequia llamada "Foro mediterráneo". Habrá quien nos advierta, y no le faltará razón, de que "tenemos el mundo que nos merecemos", pero es obligado esforzarse para articular respuestas más positivas, aunque hay ocasiones en las que el pesimismo es la única salida.
Publicado en República de las ideas, el 18 de marzo de 2011
NOTA POSTERIOR:
Este artículo entró en la "prensa digital" del diario antes de que el Consejo de Seguridad de la ONU decidiera intervenir para proteger al pueblo libio de la vesania de su dictador.
Rebajaré, por tanto, en un grado la vergüenza a la que en él me refiero. Ahora hay que ver cómo se aplicará la resolución aprobada y desear que el remedio no sea peor que la enfermedad.
Escrito por: alberto_piris.2011/03/18 10:29:16.938000 GMT+1
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