2014/03/10 08:54:29.366898 GMT+1
La película "Doce años de esclavitud", que recientemente ha logrado varios premios Óscar, tiende a reforzar una idea sobre el fenómeno social de la esclavitud muy arraigada en casi todo el mundo, a la que han contribuido tanto la literatura -"La cabaña del tío Tom"- como la música espiritual o gospel. Es decir: vincular la esclavitud con la Guerra Civil de EE.UU., las plantaciones sudistas de algodón y los efectos que aquélla produjo en la sociedad. Durante mi primera estancia en EE.UU., hace ya bastantes años, los negros todavía estaban segregados en muchas actividades de la vida cotidiana, como viajar en transportes públicos o visitar bares o restaurantes, y tenían prohibido utilizar los recursos reservados a la población blanca, anunciados así: Whites only.
Ha sido el expansivo poder cultural de los EE.UU. y su dominio de los medios de difusión (libros, cine, etc.) lo que más ha contribuido a centrar la idea de la esclavitud en lo que fue -y, en parte, sigue siendo- un problema social interno de un país dirigido por un presidente mulato por primera vez en su historia.
Pero no se puede olvidar que hace un par de siglos la esclavitud estaba vigente en casi todo el mundo: varios cientos de millones de seres humanos vivían como propiedad de los terratenientes en China o en la India; gran parte de la población africana estaba esclavizada por los colonizadores europeos; y en las vastas extensiones rurales del Imperio Ruso la mayoría del pueblo permanecía en estado de servidumbre.
Si la situación de los siervos vinculados a la tierra era de por sí terrible, esto se agravaba aún más cuando eran transportados en las asfixiantes bodegas de los barcos dedicados a la trata de esclavos, tras haber recorrido a pie largos trayectos del territorio africano, desde los poblados de origen hasta los puertos de embarque. Su destino se hallaba en el continente americano, allí donde estuvieran asentados los europeos: desde Canadá y EE.UU., al Caribe, Brasil y otros países sudamericanos.
En el último tercio del siglo XVIII se liberalizó en España el tráfico de esclavos: "el libre comercio con los negros" fue la cruda expresión oficial. Si la esclavitud se expandió aceleradamente en EE.UU. tras la guerra de 1812 contra Inglaterra, ya muchos años antes los esclavos trabajaron en las pampas argentinas, hilaron algodón y lo tejieron en México o plantaron café en las montañas de Bogotá. A veces percibiendo un sueldo, ejercieron también de panaderos, albañiles, camareros, carpinteros, herreros o cocineros.
Fabricaron literalmente el dinero: en la Casa de la Moneda de Lima amalgamaron la plata usada para acuñar monedas, intoxicándose con el mercurio que pisaban sus pies desnudos. También eran dinero ellos mismos: en la tasación de una hacienda, los esclavos solían valer más de la mitad del total, más que los bienes de capital como máquinas o herramientas agrícolas y molinos.
Pero eran también una inversión (comprados y luego alquilados como mano de obra), un aval para lograr créditos y un capital de muy variado aprovechamiento: ayudaban a sus dueños a conservar la vieja idea aristocrática en un mundo que se iba transformando irremediablemente.
Como afirma Greg Grandin, historiador estadounidense, la esclavitud está también en el origen de muchas actividades económicas, sobre todo en la estructuración de los bancos e instituciones de seguro y crédito, que son la base del comercio internacional. En lo que él llama "triángulo comercial", los esclavos eran transportados desde África a América, donde se les utilizaba en la agricultura para producir, por ejemplo, algodón o azúcar. Estos productos eran luego enviados a Europa donde se comercializaban, y con los beneficios obtenidos sus amos adquirían nuevos esclavos y ampliaban las plantaciones o instalaciones donde eran explotados.
Ese triángulo implicaba viajes azarosos, a expensas de los riesgos de la navegación o los ataques de piratas, de modo que los banqueros, comerciantes y armadores requerían instrumentos financieros que garantizaran sus inversiones y les protegieran contra las posibles pérdidas.
La esclavitud fue la base económica del Este de EE.UU.: los que se enriquecían, construyendo buques negreros o vendiendo productos de consumo en las islas esclavistas del Caribe, al morir dejaban una herencia con la que sus estirpes creaban fábricas, bancos, compañías ferroviarias o de navegación, o especulaban en los mercados financieros. Más tarde inauguraron bibliotecas, fundaciones benéficas, jardines botánicos o prestigiosas universidades.
En 1915, el sociólogo estadounidense W.E.B. Du Bois, escribió: "Rafael pintó, Lutero predicó, Corneille escribió y Milton cantó; y durante todo ese tiempo, cuatrocientos años, viajaban los oscuros cautivos apresados en los barcos junto a los huesos blanquecinos de los muertos... en América quedaron esparcidos por millones los vivos y los muertos de una raza trasplantada".
¿Cuál es el resultado de todo esto? se pregunta Grandin. Y se responde: "Nuestro mundo moderno". Si ya no se puede resarcir a quienes sufrieron la más indigna explotación del hombre por el hombre, sepamos al menos que el mundo de hoy está, en parte, cimentado sobre los "huesos blanquecinos" de los que murieron en la esclavitud.
Publicado en CEIPAZ el 9 de marzo de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/03/10 08:54:29.366898 GMT+1
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2014/03/07 12:10:2.964534 GMT+1
Una perenne tentación de la OTAN, desde que desapareció la Unión Soviética y con ella la misión para la que esta organización fue creada (la defensa de Occidente frente al peligro comunista), ha sido la de rebuscar nuevas razones para subsistir activa como tal alianza militar.
Esto la llevó a la muy discutible intervención en la guerra de Yugoslavia, donde tras bombardear Serbia, ensañándose con Belgrado, contribuyó a separar de este país la provincia de Kosovo y convertirla en Estado independiente; independencia que, por cierto, el Gobierno español no ha reconocido, probablemente por eso de que “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar…”. No satisfecha con esto, la OTAN se implicó después en la aventura afgana, que este año toca a su fin habiendo dejado al país en una situación no mucho mejor de la que lo encontró.
A este respecto, acaba de publicarse en EE.UU. un informe elaborado por la organización independiente CNA, a solicitud del Pentágono, en el que se expone que tras la retirada de las tropas de EE.UU. y de la OTAN se prevé en Afganistán un aumento de la insurgencia talibana; esto deja en mal lugar las conclusiones alcanzadas en la cumbre de la OTAN de 2012 en Chicago sobre el futuro inmediato de este país.
Rebatiendo lo acordado en dicha cumbre, el informe llega a la conclusión de que harían falta unos efectivos militares mucho más numerosos y unos recursos económicos considerablemente mayores si se desea mantener la actividad de los talibanes a un bajo nivel. Se ve que la OTAN no está en sus mejores momentos en lo que a planificación se refiere.
A pesar de ello, la Alianza Atlántica no puede resistir la tentación de abordar el conflicto en Ucrania. El Tratado del Atlántico Norte, del que los artículos 4 y 5 vienen a reproducir el viejo lema de los mosqueteros (“uno para todos, todos para uno”), ha obligado en ocasiones anteriores a convocar a todos sus socios cuando alguno de ellos es atacado o se siente amenazado. El artículo 4 lo requiere cuando la “integridad territorial, la independencia política o la seguridad” de un país miembro se vieran en peligro. Eso hizo Turquía durante la Guerra de Irak y la guerra civil siria, y acaba de repetirlo Polonia a causa del conflicto en Ucrania.
Aunque tenga frontera con este país, es difícil percibir el peligro que acecha a Polonia por los acontecimientos en Ucrania. Todo parece indicar que le ha tocado ahora al país del Vístula representar el papel de socio en peligro, para que en el Cuartel General de la OTAN puedan resonar algunos tambores prebélicos que anuncien la posibilidad, aunque sea remota, de una nueva misión.
Conviene recordar que cuando se produjo el golpe de Estado en Kiev, que violó la constitución en vigor y derrocó al presidente elegido, ni EE.UU. ni la UE ni la OTAN mostraron preocupación por un asunto que ya anunciaba nuevas inseguridades colectivas. Más aún, una vez consumado el golpe, el Secretario de Estado John Kerry visitó Kiev para felicitar a los golpistas por su éxito. Los españoles podemos sospechar que, de modo no muy distinto, el entonces Secretario de Estado Alexander Haig hubiera saludado a los golpistas españoles del 23-F si su aventura se hubiera saldado con éxito. Para Washington y sus aliados hay golpistas buenos y malos, como en otros tiempos hubo déspotas y canallas de ambos colores, tratados, claro está, de manera muy distinta.
Parece como si se quisiera jugar con fuego -en este caso incluso nuclear- atizando el descontento popular de una parte del pueblo ucraniano, para convertir un enfrentamiento interno, de muy complejos orígenes (históricos, económicos, políticos y culturales) y de desarrollo bastante previsible dados los antecedentes, en lo que algunos medios de comunicación llaman, casi alborozadamente, “clima prebélico” entre Rusia y Occidente.
Participé activamente, hace ya años, en diversos medios españoles durante la primera guerra de Irak y conflictos posteriores, lo que me hizo percibir el belicismo que parecía brotar entre muchos de los que simplemente deberían limitarse a contar lo que estaba ocurriendo, sin añadir más leña al fuego. Un informativo televisado hace unos días dramatizaba la cuestión al decir que en Crimea desplegaban soldados “venidos desde Moscú”, para acallar con sus armas la voz del pueblo ucraniano; solo le faltaba aludir al “oro de Moscú” para redondear la ya habitual imagen negativa de una de las partes implicadas en este conflicto. Por el contrario, olvidaba informar de que el acuerdo vigente entre Rusia y Ucrania permite mantener 25.000 efectivos militares del ejército ruso en Crimea, además de la flota del Mar Negro. Esto impide hablar de “invasión”, lo que desluce bastante cualquier crónica política.
La Historia ha mostrado que las irreflexivas intervenciones exteriores en conflictos internos de compleja naturaleza alargan o imposibilitan su resolución y añaden más violencia a las tensiones que aquellos ya llevan consigo. En España también sabemos esto por haberlo sufrido en carne propia.
República de las ideas, 7 de marzo de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/03/07 12:10:2.964534 GMT+1
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2014/02/28 10:12:39.186681 GMT+1
Convendría observar con desconfianza mucho de lo que sobre Ucrania se está publicando estos días en los medios occidentales, tras el triunfo de los revolucionarios estudiantes (?) y la consiguiente huida del corrompido sátrapa que ha venido gobernando el país, aunque fuera democráticamente elegido para ello.
Resulta sospechosa la coincidencia entre dichos medios para no llamar “golpe de Estado” a lo ocurrido en Kiev. De modo parecido, se resistieron a aplicar la misma denominación al asalto al poder del general Al Sisi en El Cairo, deponiendo al presidente elegido por el pueblo; o a la destitución del presidente hondureño Manuel Zelaya, cuando su política dejó de complacer a la vieja oligarquía del país.
La preocupación que muchos Estados occidentales muestran por la democracia en Ucrania y el bienestar de su pueblo no parece combinar bien con el modo como esos mismos Gobiernos cierran los ojos ante las monarquías petroleras de Oriente Medio, donde los derechos humanos son sistemáticamente vulnerados y el gobierno de sus pueblos se reserva a los miembros de las familias reales.
Entender lo que sucede en Ucrania se facilita a la luz de los viejos enfrentamientos de la Guerra Fría. El Este y el Oeste, Moscú y Washington (sumados a éste la Unión Europea y otros aliados), pugnan por hacerse con el control de Ucrania, con sus 45 millones de habitantes, sus valiosos recursos naturales y su decisiva situación geopolítica, a caballo entre los dos antiguos bloques rivales.
Como ocurrió durante la Guerra Fría, las percepciones de ambos lados son opuestas. Mientras las televisiones occidentales muestran la violencia de la policía atacando a los manifestantes y el valor con que éstos afrontan la represión dictatorial, en Rusia las pantallas exhiben la provocación armada y bien organizada de los grupos paramilitares, los edificios atacados e incendiados o la basura esparcida por las calles. En Moscú se teme que el cambio de régimen lleve la anarquía a Ucrania, cuyos políticos parecen incapaces de unir a un pueblo dividido.
La llamada “revolución naranja”, entre 2005 y 2010, fue para el Kremlin un ejemplo de incompetencia gubernamental y los dirigentes rusos dudan de que otro Gobierno prooccidental pueda controlar las fuerzas desencadenadas por la revolución propiciada y apoyada desde Occidente. La atención que presta Putin a lo que ocurre en Ucrania no es ajena al temor de que el caos que apunta en Kiev contagie a la Federación Rusa.
Esta hipótesis encierra un peligro adicional, porque Ucrania es, en parte, una creación artificial de la URSS; Jruschef le “regaló” también la península de Crimea, donde además de la base naval rusa de Sebastopol están las antiguas instalaciones subterráneas de los submarinos nucleares de la flota soviética, convertidas ahora en atracción turística. La división de Ucrania en dos comunidades, política y lingüísticamente distintas, es evidente: la zona noroccidental es proeuropea, habla ucraniano y en 2012 votó a Timoshenko, mientras que el sureste y la República Autónoma de Crimea votaron a Yanukovich, no rechazan hablar en ruso y miran hacia Moscú.
Resulta bastante sospechosa la repetida fórmula de aprovechar un descontento social bien fundado para convertirlo en levantamiento armado y militarizado, generando una imagen de caos y guerra civil que fuerce la intervención extranjera, como en Libia o en Siria. ¿Qué hace un dictador ante tal situación, sino reprimir con crueldad todo conato de insurrección? Esto conduce a una inevitable espiral de violencia y a una crisis prolongada de la que el más perjudicado es siempre el pueblo que la padece.
Fórmula que suele ir acompañada de mentiras, como que la UE había prometido a Ucrania la integración en el club, cuando su oferta fue solo un acuerdo comercial; o la voluntad de reforzar la democracia, cuando el apoyo occidental se presta a grupos de dudosa ideología, rayana en el fascismo, como los que desde “la Plaza” (no otra cosa significa “maidan” en ucraniano) reprochan al gobierno provisional de Kiev estar controlado “por rusos y judíos”, reavivando el antisemitismo tan a flor de piel en el pasado ucraniano.
No ha hecho más que empezar la pugna por el pueblo y el territorio ucranianos, fronterizos entre el Este y el Oeste (“ucrajina” significa “frontera” en eslavo antiguo). Allí estuvo el germen (“la Russ de Kiev”) de lo que después fue el imperio ruso; sobre ellos se ha ejercido a lo largo del tiempo el dominio de otros países: Polonia, Lituania, Turquía, Austria… y allí han penetrado muchos pueblos: mongoles, rusos, judíos, nazis… hasta que en 1991 el Parlamento declaró en Kiev la independencia del Estado de Ucrania. Se avecinan tiempos tormentosos para el segundo país más extenso del continente europeo, que además alberga en su territorio lo que se considera ser el centro geográfico de Europa, establecido en 1887 por los cartógrafos del Imperio Austro-Húngaro. Sería de desear que este detalle anecdótico-turístico se convirtiese en símbolo de integración de las dos Europas y no de división y enfrentamiento entre ellas.
República de las ideas, 28 de febrero de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/02/28 10:12:39.186681 GMT+1
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2014/02/25 08:58:33.245898 GMT+1
Estamos en el año en que va a finalizar la aventura afgana de la coalición aliada encabezada por EE.UU. y el Reino Unido, con la retirada de las últimas tropas de ocupación. El hecho de que la principal inquietud en las cancillerías occidentales sea evitar una renovada guerra civil tras la salida de los últimos soldados es una muestra patente del fracaso colectivo de una operación bélica que ha mantenido al país en estado de guerra ininterrumpida durante más de doce años, sin apenas haber mejorado su situación política, económica y social.
Guerra que había sido precedida por once años de ocupación soviética y las operaciones de guerrillas organizadas contra aquélla -apoyadas y financiadas por Occidente-, a la que siguió una guerra civil entre los caudillos étnicos rivales, tras la cual los talibanes alcanzaron el poder e impusieron un régimen islamista sobre un pueblo agotado por la violencia. Régimen que fue bruscamente suprimido tras la invasión aliada de 2001.
Digamos, pues, que el pueblo afgano viene padeciendo el estruendo de los disparos y las explosiones y, lo que es peor, las demoledoras irrupciones de los misiles repentinamente disparados desde las alturas por los aviones de ataque no tripulados. No debería sorprender, por tanto, que una encuesta realizada por una fundación estadounidense haya mostrado que el 77% de los afganos siente miedo cuando ven aproximárseles los soldados de las fuerzas aliadas.
Una percepción muy generalizada entre la población es que los sucesivos ocupantes han causado ya demasiada muerte y destrucción; ciertas declaraciones del presidente Karzai han contribuido también a esta percepción al mostrar su desacuerdo con bastantes actuaciones de las fuerzas aliadas.
Las expectativas electorales de Karzai, ante los comicios a celebrar en abril, mejoran cuando sus opiniones se acercan al sentir mayoritario de la población, si bien esto crea irritación en Washington y Londres, tanto más cuanto que la oferta electoral se presenta llena de incertidumbre. Casi todos los candidatos llevan consigo el estigma de la corrupción y algunos de ellos son viejos caudillos sobre los que recaen acusaciones de crímenes de guerra.
Un caso extremo es el de un veterano islamista que ha pasado a la historia como el que invitó a Osama ben Laden a instalarse en Afganistán en 1996. El visto bueno dado por los aliados a tal conglomerado de aspirantes a la presidencia del país muestra la hipocresía de quienes, olvidado el discurso pro democracia y derechos humanos que justificó la invasión, solo pretenden abandonar el país con el mínimo coste y salir pronto del avispero adonde les llevó el alucinado presidente Bush y sus jactanciosos aduladores del Pentágono.
Algunos analistas intuyen signos de optimismo, ya que varios aspirantes a la presidencia tienen previsto elegir como aliados a dirigentes de otras etnias, lo que podría evitar el resurgir de las rivalidades internas que tanta sangre hicieron correr en el pasado. Esto, sin olvidar que los talibanes también tienen algo que decir, para lo que existen negociaciones con los dirigentes menos radicales, con vistas a encontrar puntos de acuerdo entre el futuro Gobierno de Afganistán y quienes siempre han seguido activos en la sombra, sin abandonar sus intenciones originales.
Todo esto tiene lugar en un país considerado como el tercero más corrupto del mundo, donde la tasa de mortalidad infantil se iguala a la de los más atrasados países del África subsahariana y que ostenta uno de los peores puestos en la clasificación de Naciones Unidas sobre la igualdad entre géneros.
A medida que se aproxima la fecha de las elecciones, aumentan las sospechas de inminentes irregularidades, siguiendo lo que parece ser costumbre. Como informa un corresponsal del Institute for War and Peace Reporting destacado en Ghor, la opinión dominante entre los residentes es esta: "En las elecciones pasadas, los sicarios de los poderosos se situaban junto a las urnas, para forzar a la gente a votar por su candidato. Aunque había policías cerca, tenían miedo a decirles nada. Esto pasará otra vez, por mucho que se diga que la policía va a proteger la libertad de voto".
Un jefe de policía afectado por esta situación explicaba que su capacidad de actuación era muy limitada: "Muchos de esos matones están apoyados por miembros del Parlamento y por ministros del Gobierno; por esa razón, poco podemos hacer los jefes de la policía local para remediar el problema".
Sea como sea, Afganistán se encara a momentos importantes, y los países que, como España, han intentado contribuir a mejorar la situación del pueblo afgano deberían observar con preocupación los próximos acontecimientos en ese país, de los que ellos son también responsables en distinto grado.
Publicado en CEIPAZ el 24 de febrero de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/02/25 08:58:33.245898 GMT+1
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2014/02/21 08:24:52.814158 GMT+1
Es bien conocido el hecho de que la Primera Guerra Mundial, el centenario de cuyo estallido se conmemora este año, no afectó a España tanto como a los países en ella implicados. Aunque durante los cuatro años largos que duró se produjeron en nuestro país graves acontecimientos políticos y sociales, el recuerdo que dejó en el pueblo español fue de muy corto vuelo.
Vicens Vives anota que, durante la guerra, la neutralidad española produjo "una cascada de oro" que benefició a la agricultura y la industria, alivió la deuda nacional y dejó un "remanente notable en las arcas de los bancos y los particulares". El siguiente decenio fue, según el historiador gerundense, "la época dorada del capitalismo peninsular". Digamos también que unos capitalistas se enriquecieron sin límite mientras aumentaban las diferencias entre ricos y pobres, que pronto estallarían en graves movimientos sociales.
Durante los años que viví en Bélgica no me pasó desapercibida la fidelidad con la que el pueblo celebraba anualmente el llamado "Día del Armisticio", cuando el 11 de noviembre a las 11:11 horas se guardaba un minuto de silencio en recuerdo de los que murieron durante la Gran Guerra. Se conmemoraba la firma del armisticio que la puso fin, en un vagón de ferrocarril en las cercanías de París.
Costumbre similar existe en muchos de los países triunfadores en aquella contienda, desde Australia a Canadá, y es también habitual exhibir una amapola de papel en la solapa, como recuerdo de las flores que crecían en aquellos campos de batalla, martirizados por las explosiones de la artillería, y cuyo color simboliza la sangre derramada.
Esta costumbre hunde sus raíces en la poesía. Un oficial médico de la Fuerza Expedicionaria canadiense, sentado en una ambulancia tras haber atendido a las víctimas de unos sangrientos días de combate en torno a Ypres, en mayo de 1915, escribió un poema titulado In Flanders Fields (En los campos de Flandes), que en traducción propia, sin intención poética alguna, se leería así:
En los campos de Flandes crecen las amapolas,
entre las cruces, fila tras fila,
que señalan nuestros sitios.
Y en el cielo vuelan las alondras,
cantando todavía gallardamente,
apenas oídas entre el cañoneo de abajo.
Somos los Muertos.
Hace pocos días vivíamos, sentíamos el amanecer,
veíamos el resplandor del crepúsculo,
amábamos y éramos amados;
y ahora yacemos en los campos de Flandes.
Continuad nuestra lucha contra el enemigo;
tomad la antorcha que os arrojan nuestras manos agotadas;
¡mantenedla en alto!
Si faltáis a la fe de los que morimos,
jamás descansaremos,
aunque florezcan las amapolas en los campos de Flandes.
(John M. McCrae, 1915).
Así es que en gran parte del mundo, aunque otros sangrientos conflictos la hayan sucedido a lo largo de la Historia, la llamada Gran Guerra sigue ocupando un lugar destacado en el recuerdo de los pueblos, de lo que España es una excepción.
No obstante, teniendo en cuenta que la artillería desempeñó un papel destacado durante toda la lucha, no debería extrañar lo que voy a comentar a continuación, ya que tras la guerra los ejércitos de muchos países se esforzaron por copiar lo que se había observado en los campos de batalla. En España esta guerra dejó huella, al menos entre los alumnos de la segoviana Academia de Artillería que a mediados de los años cincuenta del siglo pasado cursábamos estudios en ese veterano colegio militar, que este año cumplirá 250 años de existencia.
Y también dejó huella en los sufridos vecinos de la histórica ciudad, por cuyas estrechas y empedradas callejuelas, entre el viejo convento de San Francisco, sede de la Academia, y el Polígono de Baterías, situado en las afueras, resonaba a media tarde -la hora de la siesta- el estruendo de los cascos de los caballos, el fragor de los cuatro cañones de 75 mm y sus carros de munición, cuando los alumnos salíamos de prácticas con una batería hipomóvil, fabricada a principios del siglo, con la que remedábamos algunas actividades artilleras propias de la Primera Guerra Mundial.
La penuria sufrida por los ejércitos españoles al concluir la guerra civil se compensaba sacando provecho de lo poco que había. Así pues, manejando aquellos cañones que eran ya piezas de museo, los futuros oficiales de Artillería no podíamos dejar de pensar en aquella guerra que no habíamos conocido pero cuyas armas utilizábamos a falta de algo mejor, que pronto nos llegaría de manos de "los americanos". Pero esa es otra historia.
República de las ideas, 21 de febrero de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/02/21 08:24:52.814158 GMT+1
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2014/02/14 10:17:54.382008 GMT+1
En noviembre pasado The Washington Post informaba de que una mayoría de estadounidenses piensa que el 28% del presupuesto federal se dedica a la ayuda exterior, lo que haría a ésta superior a los gastos de defensa o a los de salud pública y seguridad social. Bien es verdad que salvo las excepciones de algunos Estados de la costa Este, Grandes Lagos y California, donde las vanguardias culturales, científicas y artísticas son admiradas y copiadas por el resto del mundo, la América rural que tan bien retrata la excelente película “Nebraska” (ahora estrenada en España), la de los Estados agrícolas de las llanuras centrales, se alimenta culturalmente de televisión y cerveza, vota a ciegas al partido republicano y expresa un olímpico desdén por todo lo que viene de fuera. No se le pueden exigir opiniones más elaboradas, si no son sobre las estrellas del fútbol “americano” o las cualidades de sus vehículos y camionetas.
Es esa América profunda la que más rechaza la ayuda exterior que se financia con sus impuestos y la que, como informó con sorpresa The Christian Science Monitor, quería rebajar la citada ayuda a un 10%, ignorando que esta cifra es diez veces superior a la ayuda real, cuya verdadera cuantía es solo de un 1% del presupuesto.
Chase Madar, abogado y periodista neoyorquino, ha profundizado en esta cuestión y ha descubierto que el principal beneficiario de la ayuda exterior de EE.UU. “no es un territorio empobrecido, poblado de niños hambrientos, sino una nación rica, con un PIB per cápita similar al promedio de la Unión Europea y superior a los de Italia, España o Corea del Sur”.
Además, el país tan espléndidamente tratado ha venido dedicando esa ayuda, casi exclusivamente militar desde 2008, a lo que podría llamarse una colonización a estilo siglo XIX. A finales de los años 40 del pasado siglo expulsó a una población autóctona de 700.000 habitantes de las tierras que reclamaba; en 1967 se apoderó de otros territorios contiguos que ha venido colonizando con casi 650.000 nuevos pobladores; ha troceado el país ocupado, lo ha sembrado de controles militares y de carreteras para uso exclusivo de los colonos y está construyendo un muro de 700 km cuyos efectos violan la legislación internacional.
“Limpieza étnica” sería el nombre, duro pero muy apropiado, para la expulsión de ciudadanos de sus casas y tierras por no pertenecer a la tribu adecuada, escribe Madar. Expresión que se aplicaría, sin duda alguna, en caso de ser el pueblo judío el que sufriera esta situación. Pero ocurre que Israel es precisamente el país que la lleva a cabo, gracias a la generosa ayuda estadounidense, y que son los palestinos los que padecen sus efectos.
Tanta o más preocupación suscita el hecho de que la ayuda de EE.UU. a Israel sea esencialmente militar: gases lacrimógenos, cazabombarderos, bombas dirigidas, misiles y helicópteros llegan a Israel desde EE.UU. en concepto de ayuda exterior. También EE.UU. ayuda a Palestina y, desde la llegada de Obama a la presidencia, lo hace con algo más de una cuarta parte de lo que dedica a Israel, aún así más del doble de lo que recibía en tiempos de Bush. Con esto se financia, entre otras cosas, la formación de las fuerzas palestinas de seguridad, a las que un mando militar de EE.UU. describió como “el tercer brazo de la seguridad de Israel”.
La desinformada opinión de EE.UU. tiende a ver a ambos bandos como iguales. Un conocido jurista comparó el papel de Washington con el de “un adulto que vigila un patio donde pelean con navajas unos pandilleros”, olvidando que uno de los bandos utiliza piedras, armas portátiles y cohetes variados mientras que el otro posee armas nucleares y el más moderno arsenal bélico proporcionado por la única superpotencia militar mundial.
Madar opina que armar a Israel es para los medios de comunicación estadounidenses “parte del orden natural del universo, tan indiscutible como la fuerza de la gravedad”; y que la cobertura que dan al conflicto árabe-israelí es como la novela de Agatha Christie en la que un narrador que en primera persona observa y describe fríamente los acontecimientos resulta ser el asesino.
Esa ayuda es un obstáculo para alcanzar la paz y una hipoteca estratégica y de seguridad para Washington. Los mandos militares que han dirigido las operaciones en Oriente Medio han sufrido los efectos del ilimitado apoyo de EE.UU. a Israel pues, como afirmó un general, “los árabes moderados que podían estar con nosotros no lo hacían por nuestra falta de respeto hacia los árabes palestinos”.
Los recientes esfuerzos de John Kerry para reiniciar las conversaciones de paz están, en consecuencia, condenados al fracaso o a nuevos aplazamientos sin fecha límite. Mientras el Congreso y la Casa Blanca sigan garantizando el flujo perpetuo de ayuda militar a Israel, su Gobierno no cambiará la política que adopta con los palestinos. Josh Ruebner, escritor y analista político estadounidense, ha escrito: “Si no fuera por el apoyo de EE.UU. a Israel, el conflicto hubiera sido resuelto hace mucho tiempo”. Quizá esto peque de cierto optimismo, pero es evidente que, de seguir todo como está, no hay solución razonable a la vista.
República de las ideas, 14 de febrero de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/02/14 10:17:54.382008 GMT+1
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2014/02/09 08:18:48.690130 GMT+1
En enero de 1944, hace ahora setenta años, la Segunda Guerra Mundial había dado un giro total: el imparable avance soviético había recuperado gran parte del territorio de la URSS invadido por el ejército alemán y se aproximaba al núcleo del Tercer Reich; una tercera parte de la península italiana estaba ocupada por los ejércitos aliados, Mussolini había sido depuesto y apresado y, tras ser liberado en una espectacular acción de comando, asumió el poder en una república fantasma controlada por Alemania. La duración de la guerra parecía solo depender de cuándo y dónde los aliados abrieran un nuevo frente en Europa, según pedía insistentemente Stalin, cuyo pueblo y ejércitos soportaban lo más duro de la contienda.
En España, según escribe Gil-Robles en sus memorias, solo Franco parecía creer en un triunfo alemán, aduciendo su peculiar "teoría de los bienios": tras un bienio de triunfos alemanes, siguió otro favorable a los aliados; así que ahora tocaba el tercero, en el que Alemania ganaría la guerra. Tonterías aparte, el hecho es que el extremista germanófilo Serrano Suñer había cedido en 1942 su cargo de ministro de Asuntos Exteriores al algo más aliadófilo conde de Jordana, quien en una entrevista publicada en el diario Arriba (27 enero 1944) se esforzaba en olvidar el pasado -y el presente- pronazi del régimen y acentuar su neutralidad: "Las obligaciones de [la] neutralidad las cumple España con sincera y auténtica buena fe, poniendo en ello todos los recursos de un Estado fuerte, dueño enteramente de la situación, cuyos órganos de mando actúan en plenitud de sus funcionamientos [sic]", en una muestra más de la abstrusa retórica en la que el régimen acabaría superándose a sí mismo al paso de los años.
El Gobierno de EE.UU. daba la réplica dos días después, prohibiendo el embarque de crudo en los petroleros españoles. Aducía como motivos, entre otros, los siguientes: "Ciertos barcos de guerra y mercantes italianos continúan internados en puertos españoles. España continúa enviando a Alemania materiales vitales para la guerra, como el wolframio. Los agentes alemanes son muy activos en España, tanto en la España continental como en el África española, así como en Tánger. Una parte de la División Azul aparece todavía envuelta en la guerra contra uno de nuestros aliados...", asuntos todos ellos que eran del común conocimiento de los españoles. Pero al general Franco no le duró mucho la preocupación: apenas cuatro meses después, Winston Churchill, en un famoso discurso ante la Cámara de los Comunes, rompía una lanza en favor de la España franquista, en el que no faltó una pintoresca alusión al "hierro de Bilbao, de gran interés para nosotros en la guerra y en la paz".
Pero muchas más cosas se cocían en los entresijos del régimen. Una carta que el conde de Barcelona, padre del rey Juan Carlos, había enviado a su secretario fue interceptada, llegó a poder de Franco y motivó un intercambio de correspondencia entre ambos. El 6 de enero escribió Franco al hijo y heredero de Alfonso XIII, reprochándole su intento de jugar "la absurda carta de la ruptura", al servicio de "un interés extraño", siguiendo los consejos de personas con "ejecutoria republicana o masónica [...] empujados unos por su pasión y otros por unos compromisos de logia [...] para arrastraros a una aventura estéril en que perderíais todo y ellos nada".
Explicaba Franco que el "Movimiento" no se hizo con significación monárquica, sino española y católica, y le recordaba que el rechazo del general Mola a su deseo de unirse como voluntario a la sublevación militar, había dejado bien claro que ésta no era monárquica.
El 25 de enero respondió el conde de Barcelona al dictador. Tras mostrar su suspicacia por la interceptación de lo que tenía como un mensaje personal, se proponía rebatir la argumentación de Franco. Ante el reproche de que había perdido contacto con la situación en España, insistía en que su largo destierro le había puesto en contacto más estrecho con el pueblo español, lo que no hubiera podido hacer "de continuar en Palacio, donde tanto me hubiera costado conocer la realidad a través de la atmósfera de adulación que en todo tiempo envuelve a los poderosos". Frase con la que apenas podrían estar de acuerdo quienes visitaron al aspirante a la Corona en Lausana o Estoril, donde no faltaba la adulación en todos sus grados.
Que sus consejeros no eran muy fiables en política internacional se percibe cuando rotundamente advertía el pretendiente al general "de que V.E. y el régimen que encarna no podrán subsistir al término de la guerra y que, de no restaurar antes la monarquía, serán derribados por los vencidos de la guerra civil, favorecidos por el ambiente internacional que cada día se pronuncia más fuerte en contra del régimen totalitario que V.E. forjó e implantó", y expresaba su temor al regreso de una república democrática, "antesala del extremismo anarquista", ofreciendo como solución ideal la "Monarquía Católica Tradicional, de cuyos ideales estaba más próxima la mayoría de los héroes y mártires que hicieron posible el Alzamiento, etc.".
Setenta años parecen mucho, sobre todo a los españoles más jóvenes, pero "aquellos polvos trajeron estos lodos" en los que todavía estamos enfangados. Aquel régimen, del que Jordana afirmaba ser "dueño enteramente de la situación", tuvo luego que navegar según los impulsos que llegaban desde fuera, limitándose a poner las velas según soplaba el viento. Estaba muy lejos de ser "la España gigante que sacude el yugo de la esclavitud", como nos hacían cantar a los chavales de la época.
Publicado en CEIPAZ el 8 de febrero de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/02/09 08:18:48.690130 GMT+1
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2014/02/07 08:04:28.916053 GMT+1
De un curso que realicé en EE.UU. recuerdo a un instructor que utilizaba un curioso método para que los alumnos sacáramos buenas notas en los exámenes, con lo que él mejoraba su calificación personal y se ahorraba conflictos con sus superiores. Cuando durante las clases aludía a algún asunto que iba a convertirse en pregunta del próximo test, golpeaba dos veces con el puntero en el suelo. No hacía falta más y los alumnos entendíamos bien su lenguaje simbólico.
Lo tomábamos a broma, pues se trataba de una asignatura secundaria que apenas afectaba al desarrollo del curso. No cabe duda de que si se utilizase un procedimiento análogo en asuntos de mayor trascendencia, el resultado podría ser calamitoso, al atribuir a los recién titulados de cualquier rama o especialidad unos conocimientos de los que carecen. La repercusión de tal engaño dependerá, claro está, de la actividad en cuestión: si los alumnos siguen un curso de jardinería no es lo mismo que si se trata de especialistas en el lanzamiento de misiles nucleares.
Esto es precisamente lo que ha denunciado un reciente artículo del International New York Times, donde se revelan unas trampas similares nada menos que entre los especialistas de misiles del Air Force Global Strike Command, (Mando de Ataque Global de la Fuerza Aérea), la rama de las fuerzas aéreas de Estados Unidos que controla los misiles intercontinentales y los bombarderos nucleares en los que se basa la estrategia final de disuasión o ataque del Pentágono.
Cuando se descubrió que en una base de lanzamiento de misiles treinta y cuatro oficiales habían hecho trampa en el test mensual de aptitud, los jefes superiores expresaron indignación por el hecho, pero casi nadie se sorprendió. Engañar en los test rutinarios ha venido siendo habitual durante años. Antes de entregar las respuestas a sus jefes, el instructor aconsejaba al examinando: "Vuelve a mirar la pregunta cinco" "Cuidado con la diez". Se trataba de que, en una escala de 100, ninguno obtuviera calificación inferior a 90, para que todo continuara funcionando como era de costumbre.
Los oficiales "misileros" (missileers es como son conocidos en el argot militar) aducen que el engañar en los exámenes se debe a las serias consecuencia de no superarlos, entre las que se puede encontrar la obligación de permanecer un tiempo adicional de vigilancia en el interior de las estrechas cápsulas subterráneas desde donde se lanzan los misiles: "Los castigos por cualquier imperfección son tan severos, que inducen a los miembros de los equipos a trabajar juntos para que nadie falle". Otras pruebas que han de ser superadas periódicamente, como los ataques simulados contra ciudades, están protegidas contra cualquier trampa. Un oficial explicaba: "Te destroza la vida confundirte en una pregunta, y además no tiene ninguna repercusión práctica el fallar alguna respuesta, por lo que todos nos ayudamos unos a otros".
La historia es repetitiva: todos hacen trampa y, al ascender al escalón superior, aseguran que "no habrá tolerancia alguna frente a los engaños", a la vez que miran a otro lado cuando éstos se producen por costumbre. Es algo tácitamente admitido por todos.
También ha salido a la luz el hecho de que entre las fuerzas de misiles reina cierto ambiente de desmoralización que ha ido creciendo al paso del tiempo. Destacados en lugares aislados e inhóspitos, se sienten olvidados tanto por sus jefes como por la opinión pública. Aunque manejan el más letal armamento del arsenal militar de EE.UU., con el que cualquier error puede tener consecuencias catastróficas, el foco de la atención pública ha ido desplazándose hacia los instrumentos de la guerra antiterrorista, los drones y las fuerzas de operaciones especiales.
Algunos de ellos piensan que están malgastando su tiempo a la espera de una guerra que nunca va a ocurrir. Desde el fin de la Guerra Fría, las misiones de disuasión nuclear han pasado a segundo plano dentro de la Fuerza Aérea de EE.UU. "Se nos había dicho que la disuasión nuclear garantizaba la seguridad de EE.UU. -comentó un misilero retirado-, pero con ocasión de los ataques terroristas de septiembre de 2001 me pasé cuatro días encerrado en la cápsula de lanzamiento, viendo en la televisión los efectos de los atentados. No solo fuimos incapaces de impedir la agresión sino que no pudimos hacer nada después". Resulta difícil entender cómo los misiles nucleares podrían haber evitado los atentados; y más absurdo aún creer que el terrorismo podía castigarse con un ataque nuclear.
Trasladar lo ocurrido en EE.UU. a otros países también nuclearizados -Rusia, China, Francia, Reino Unido, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte- obliga a recordar que nuestra civilización ha creado un monstruo de no fácil control y enorme capacidad destructiva que, como el dinosaurio de Monterroso, "todavía estará allí" cuando despertemos, si alguna vez lo hacemos. No solo el cambio climático puede acabar con la humanidad a largo plazo, pues ésta posee también armas, siempre listas para entrar en acción, con las que es capaz de aniquilarse a sí misma en un plazo mucho menor.
República de las ideas, 7 de febrero de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/02/07 08:04:28.916053 GMT+1
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2014/01/31 08:30:38.764551 GMT+1
Apenas son citados en las guías turísticas los dos canales marítimos excavados en las costas europeas en el último decenio del siglo XIX. El canal de Corinto, en Grecia, y el de Kiel, en Alemania, fueron abiertos con el mismo propósito que el canal de Suez, el más veterano de todos: acortar las rutas marítimas comerciales, con las consiguientes ganancias en tiempo y dinero que esto implicaba.
El canal de Corinto, por su poca anchura, solo es usado por la navegación de cabotaje, que evita tener que bordear las costas del Peloponeso; pero en torno al canal de Kiel hay bastante más que hablar, precisamente al hilo del centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial.
La razón inicial para construirlo fue también de índole económica, ya que los buques que navegan entre el mar Báltico y el del Norte abrevian su recorrido en unas 250 millas náuticas, al no tener que rodear la península de Jutlandia. Fue inaugurado por el Káiser Guillermo II en 1895. Pronto se impuso la idea de ensancharlo para que pudieran utilizarlo los más pesados buques de guerra; de ese modo, la flota alemana del Báltico podría desplazarse con rapidez al mar del Norte, donde estaba en juego la creciente rivalidad naval con Inglaterra.
Ambas potencias mantenían una pugna en torno al dominio de los mares, donde era hegemónica la armada de su majestad británica: Britannia rules the waves. Winston Churchill, entonces ministro de Marina, sugirió un entendimiento con Alemania para frenar la costosa carrera naval. Argumentó que para Inglaterra una potente flota era algo esencial, dada la extensión de su imperio, pero para Alemania "era un lujo innecesario". Esto no fue bien recibido en el palacio de Postdam, donde no se aceptaba una posición de inferioridad militar respecto a ninguna otra potencia.
En la pugna por crear imperios que venía enfrentando a las potencias desde el siglo XIX, Alemania había llegado con cierto retraso, y aunque poseía colonias en África y Oceanía, no estaban tan orientadas a la explotación económica como las británicas o las francesas. Para Alemania, el imperio colonial era más un símbolo de poder que una fuente de riquezas a explotar. Pero la tensión naval se incrementaba en torno al canal de Kiel, que, como hoy ocurre con el de Panamá, empezó a ser ensanchado, no para aumentar su tráfico comercial sino para dar paso a los grandes acorazados de la época, los dreadnoughts, que se habían convertido en los estandartes del prestigio de las naciones.
En los círculos gubernamentales y diplomáticos europeos parecía inevitable que iba a estallar una guerra, lo que aumentaba el temor de Alemania a ser rodeada. Von Schlieffen preveía un conflicto simultáneo con Inglaterra, Francia, Rusia e incluso Italia: "El peligro parece gigantesco", escribió, con la total aprobación del Káiser.
Por otro lado, el comercio internacional no ponía reparos a los intercambios internacionales sin fronteras, y el turismo y los viajes mantenían vivos los vínculos entre todos los países europeos. Aún más: casi todos los jefes de Estado estaban emparentados entre sí y el Káiser se carteaba con el Zar en términos de amistosa intimidad.
En estas circunstancias, en junio de 1914 se celebró la regata anual del Elba, la llamada "semana de Kiel", con brillantes festejos náuticos. Un escuadrón de buques británicos participó como huésped distinguido. Marinos de ambas escuadras convivieron en buena armonía e intercambiaron regalos. El historiador Martin Gilbert narra que el día 26, el Káiser, con el uniforme de almirante de la armada británica, título concedido por el rey de Inglaterra, subió a bordo del acorazado King George V, y dada su condición de máxima autoridad naval a bordo se permitió burlarse de un consejero de la embajada británica en Berlín, que había embarcado tocado con sombrero de copa: "Si lo vuelvo a ver, se lo aplastaré. No se llevan sombreros de copa en los buques de guerra", exclamó, para regocijo de los presentes.
El día 27 por la tarde hubo una recepción en el acorazado británico en honor de los marinos alemanes. El citado diplomático escribió: "Me impresionó la gran cordialidad existente entre los alemanes y nuestros marinos". Al día siguiente tuvo lugar una regata en la que participó el yate del Káiser y que fue seguida atentamente por ingleses y alemanes. Durante ella el Káiser recibió un telegrama: el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono de los Habsburgo, a quien había visitado pocos días antes, había sido asesinado en Sarajevo junto con su esposa. La regata fue suspendida, los festejos anulados y el Káiser regresó apresuradamente a su palacio de Postdam.
El 25 de julio el primer acorazado alemán atravesó el ensanchado canal de Kiel, mostrando que la flota alemana podía navegar libremente entre el Báltico y el mar del Norte. Toda confraternización a bordo entre marinos de ambos países había concluido. Hubo que esperar a la Navidad de ese año para que intentos parecidos brotaran en las trincheras de los soldados de tierra. Después, ya no hubo más tentativas de cordialidad. En la medianoche del 4 de agosto de 2014, cinco imperios estaban enfrentados entre sí. La guerra impuso su ley y la muerte se cernió sobre los campos de batalla.
República de las ideas, 31 de enero de 2014
Escrito por: alberto_piris.2014/01/31 08:30:38.764551 GMT+1
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2014/01/26 09:00:0.999928 GMT+1
Svetlana Alexandrovna Alexievitch, es una escritora y periodista bielorrusa, que en 1983 escribió su primer libro, cuyo título encabeza este comentario, del que no me consta que haya traducción al español, aunque sí al francés: La guerra n'a pas un visage de femme (Ed. J'ai lu, París 2013).
De las más de 3000 guerras que, según la autora, se han abatido sobre la humanidad, se han escrito innumerables libros, pero "lo que sabemos de la guerra nos ha sido contado por hombres. Estamos prisioneros de imágenes y sensaciones 'masculinas' de la guerra". Esta ha sido la idea básica que motivó su obra: el hecho de que las narraciones femeninas son "de otra naturaleza y tratan de otros asuntos" cuando describen la guerra. Son las que este libro se esfuerza por sacar a la luz. No hay en ellas héroes ni hazañas bélicas, sino individuos absorbidos por una "inhumana tarea humana", que no son los únicos que sufren, "pues con ellos sufre la tierra, los pájaros, los árboles; toda la naturaleza sufre en silencio, lo que resulta aún más terrible".
Para encontrar ese rostro femenino de la guerra, la autora dedicó siete años a entrevistar a varios centenares de mujeres entre el millón de combatientes femeninas soviéticas que, entre los 15 y los 30 años de edad, lucharon en la Segunda Guerra Mundial para frenar y rechazar la invasión alemana. Ella nació tres años después del fin de la guerra y para justificar su empeño afirma: "Creemos saberlo todo sobre la guerra, pero es un error: queda una guerra que no conocemos y yo quiero escribirla: una historia femenina de la guerra".
No solo habló con camilleras, enfermeras, cocineras o lavanderas, sino también con médicas, cirujanas, francotiradoras, pilotos de avión, jefas de artillería antiaérea y de zapadores desminadores, además de guerrilleras, criptógrafas o auxiliares del Estado Mayor. La autora muestra que la guerra de las mujeres tiene su propio lenguaje, que habla más de los sentimientos que de los hechos; esto la ha inducido a referirse especialmente al "ser humano en la guerra". Para ello recopiló las opiniones de las mujeres en su triple condición de soldados, mujeres y madres. Una enorme tarea que Svetlana abordó con valentía y entusiasmo, y resolvió con eficacia y apasionante resultado, lo que da a este libro un extraordinario valor.
Explica que en su elaboración tuvo que distinguir entre las mujeres sencillas del pueblo, que tendían a expresarse con sinceridad, con su propio vocabulario, y las más instruidas, lo que las hacían más propensas a expresarse según el prisma masculino en el que fueron educadas. Pero las mujeres hablan, y hablan sin tapujos. Así, Natalia Ivanova, auxiliar sanitaria: "Se habían organizado cursos para enfermeras. Mi padre nos envió, a mi hermana y a mí; yo tenía 15 años, mi hermana 14. Él decía: 'es todo lo que yo puedo ofrecer para la victoria: mis hijas'. Era el pensamiento dominante en aquellos días. Un año después estábamos en el frente".
Liubov Ivanovna, jefa de una sección de ametralladoras, recuerda: "La ametralladora pesa mucho, hay que transportarla. Como si fueras un caballo. Es de noche, estamos patrullando y atentos a cualquier ruido, como los linces, al menor susurro. En la guerra, le aseguro, se es a medias humano y fiera. Regresa algo muy primitivo. Si no, no se podría sobrevivir. Hice todo el trayecto a pie hasta Varsovia. No me gustan los libros sobre la guerra, ni sobre los héroes".
Klaudia Grigorievna Krojina, sargento francotiradora: "Recuerdo una noche, acostada en la chabola; sin dormir. La artillería tronando a lo lejos. No me apetece morir. He prestado el juramento militar, por el que doy mi vida si hace falta, pero no tengo ganas de morir. Aunque regrese viva, lo haré con el alma enferma. Ahora [durante la entrevista, años después] me digo: hubiera preferido ser herida en una pierna o en un brazo, porque el dolor solo sería corporal. Pero en el alma... es muy doloroso. Éramos unas niñas cuando fuimos a la guerra, salíamos de la infancia. Yo misma crecí, imagínese, vestida de uniforme. Mamá me talló al volver a casa, medía diez centímetros más".
Hasta aquí, las soldados. Ahora, la mujer, Sofía Kriegel, suboficial francotiradora: "Llegamos 27 chicas al Primer Frente Bielorruso y los hombres nos veían con admiración: 'No son lavanderas ni telefonistas, sino francotiradoras. Es la primera vez que las vemos, ¡y son chicas!'. Antes de salir habíamos hecho una promesa: no mantener ninguna aventura. Éstas llegarían si sobrevivíamos a la guerra. Antes de salir al frente, ni sabíamos lo que era un beso. Nuestros sentimientos eran más estrictos que los de la juventud de hoy. En la guerra, el amor estaba prohibido y, si los superiores lo descubrían, cada uno era enviado a una unidad distinta. Sin embargo, si no me hubiera enamorado durante la guerra, no hubiera sobrevivido. El amor nos salvaba, me salvó...".
Por último, las madres. Raisa Grigorievna Josenevitch, partisana, que había dejado a su hijo, de cuatro años, con la madre de su marido, tras la ocupación alemana de Minsk: "Soñábamos con la lucha, la inacción me volvía loca. Mi suegra me había dicho: 'Me quedo con el niño, pero nunca más aparezcas por aquí. Nos matarían a todos'. No lo vi durante tres años, temía acercarme a la casa. Con mi hija pequeña, en cuanto me sentí vigilada por los alemanes, me la llevé conmigo a la resistencia. Recorrí 50 kilómetros con ella en brazos. Durante más de un año la tuve conmigo, en los bosques. Me pregunto cómo llegamos a sobrevivir, no sabría responder. Una vez tuve que llevar una máquina de escribir a otro grupo de partisanos. Estábamos cercados. Mientras mis compañeros solo llevaban su fusil, yo tuve que cargar con mi hija, mi fusil y la máquina. Entramos en un pantano. Los aviones enemigos volaban rasantes. Mi hija me dijo: 'Ya sé porqué no te tiras al suelo cuando disparan: para que nos maten juntas'. ¡Una niña de cuatro años! Así estuvimos dos meses, en los pantanos. Cuando se rompió el cerco, un avión vino a evacuar a los heridos y enfermos. Yo estaba destrozada, cubierta de forúnculos, mi piel se caía a trozos, con mi niña en brazos. Cuando la metieron en el avión, un tripulante le preguntó si venía sola, y le propuso que su madre subiera con ella. La niña contestó: 'No puede irse, tiene que derrotar a los nazis'. Así habían crecido nuestros hijos. No fui evacuada. Cuando volví a encontrar a mi marido, no teníamos tiempo suficiente para contarnos todo. Le estuve hablando día y noche...".
La guerra, cualquier guerra, tiene siempre caras ocultas que solo el tiempo va desvelando. Tras la exaltación, la desilusión: "Muchos creíamos que tras la guerra todo cambiaría, nadie viviría ya asustado. Que Stalin confiaría en su pueblo. Pero todavía sin acabar la guerra, salían ya convoyes de desterrados a Magadan: se enviaba a los campos de trabajo a los prisioneros que habían sobrevivido a los campos de concentración nazis, que habían visto cómo se vivía en Europa y podían contarlo: cómo eran allí las casas y las carreteras... que no había koljoses. La censura leía nuestras cartas, en cada unidad había espías. Tras la victoria, todo el mundo se calló y volvió el miedo, como antes de la guerra".
"Yo tenía miedo del mal, no creía en la increíble diversidad del mal, porque el ser humano me parecía una criatura más sólida de lo que es en realidad. Eso se nos decía y yo también lo pensaba. Era un individuo de mi tiempo, tenía mi propia guerra".
Publicado en CEIPAZ el 27 de enero de 2013
Escrito por: alberto_piris.2014/01/26 09:00:0.999928 GMT+1
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