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2014/04/12 08:58:59.363029 GMT+2

Kafka en EE.UU.

Una mujer natural de Malasia, Ruhina Ibrahim, estaba matriculada en la prestigiosa universidad californiana de Stanford, donde estudiaba arquitectura. No se le conocía actividad política alguna y públicamente había declarado que EE.UU. era para ella su segunda patria. Cosa natural, pues allí se había casado y tenía una hija adolescente, que ya era ciudadana estadounidense.

En enero de 2005 Ruhina fue al aeropuerto de San Francisco para volar a Malasia, a fin de asistir a una conferencia académica. El funcionario que revisaba los pasaportes observó que su nombre estaba marcado y avisó a la policía. Aunque a causa de una afección tenía que desplazarse en silla de ruedas, fue esposada, encerrada en una celda y se le prohibió tomar la medicación que llevaba consigo. Sin más explicaciones, y tras haber sido sometida a interrogatorio, fue autorizada a embarcar.

Cuando desde Malasia quiso regresar para continuar sus estudios, se le prohibió embarcar por ser sospechosa de terrorismo. Dando muestras de gran presencia de ánimo y tenacidad, inició un proceso judicial contra el Gobierno de EE.UU. para que su nombre fuera borrado de la lista de personas que tenían prohibido viajar al país y en la que había sido incluida.

Tras los atentados del 11-S, como parte del delirio antiterrorista que contaminó a EE.UU., el Gobierno creó dos listas de personas para la aviación comercial: la de prohibidas y la de sospechosas que deberían ser investigadas si iba a tomar un avión. La agencia Associated Press informó en 2012 que la lista de personas prohibidas contenía 21.000 nombres, de los que medio millar eran ciudadanos de EE.UU., en su mayoría musulmanes.

Uno de los ciudadanos afectado por la medida declaró: "Soy un veterano de las fuerzas armadas y no tengo antecedentes penales; no soy un riesgo para la seguridad nacional ni se me acusa de ningún delito. ¿Es que ser musulmán es un crimen en EE.UU.? El FBI me ha incluido en una lista que ha destrozado mi vida y no existe ningún procedimiento para explicarme por qué o para defenderme de las acusaciones que se me hacen".

En este vacío de absurda ilegalidad en el que se sumió EE.UU. durante el delirio antiterrorista que propició Bush, también cayó Ibrahim. No fue torturada, ni encerrada sin cargos en Guantánamo, pero los tintes kafkianos de su aventura la dañaron irreparablemente. La demanda que cursó contra el Gobierno de EE.UU. se enredó en un maremágnum de trampas legales que la frenaron, basándose en el secreto de Estado, y que impidieron el funcionamiento normal de la justicia. No se arredró y continuó manteniendo con firmeza su reclamación.

En el proceso judicial que por fin no hubo más remedio que llevar a cabo se descubrió que el FBI no había tenido la menor intención de poner a Ibrahim en la lista de personas vetadas. Ocurrió, simplemente, que un funcionario marcó en su ficha la casilla equivocada: fue un simple error burocrático, un fallo más. Pero nadie se atrevía a descubrirlo para no revelar un patinazo de la compleja y secreta burocracia de la seguridad del Estado. El juez escribió en su sentencia: "el snafu fue el resultado de un error gubernamental, rápidamente corregido". (Snafu: voz del argot militar, iniciales de Situation normal: all fucked up. En traducción decorosa: "Situación normal: todo hecho un desastre").

No se probó que en el error hubiera malicia ni intención de dañar a Ibrahim. Pero sí se descubrió que no existía ningún procedimiento regular para corregir tales errores. Un funcionario cualquiera, marcando un trazo en una casilla, podía poner fin a los estudios de una persona, a su trabajo, a las visitas a la familia o a cualquier actividad que implicara tomar un avión.

Tras nueve años de lucha legal, Ibrahim acaba de ganar la batalla y su nombre ha quedado limpio. Pero ahí no ha terminado su odisea. Cuando quiso volver a Stanford para continuar sus estudios, descubrió que su visado de estudiante había caducado y no podía ser renovado, porque su nombre figuraba en otra lista de sospechosos de terrorismo. De esto se enteró en el aeropuerto de Kuala Lumpur al intentar embarcar en el vuelo a San Francisco. Una pantalla de ordenador conectada al Departamento de Estado le vedaba la salida. El hecho de que los terroristas del 11-S entraron en EE.UU. con visados en regla desencadenó un desaforado reajuste del sistema de visados, cuyas consecuencias pagó la inocente Ibrahim. El hecho de que las fatídicas listas de viajeros vetados se comparten con 22 países complica la cuestión hasta límites insospechados.

Una consecuencia de este absurdo caso es revelar la falsedad de la proclama oficial de que "en EE.UU. si usted es inocente no tiene nada que temer", tan repetida para justificar la creciente intromisión en la vida privada de los ciudadanos. Ibrahim era inocente, como hubo de reconocer la justicia, que sentenció que "ni fue ni es una amenaza para los EE.UU.". A pesar de eso, no puede volver al lado de su hija ni regresar a EE.UU. para ejercitar su derecho a defenderse personalmente ante los tribunales. El error de un funcionario sumió a Rahina Ibrahim en algo que ni Kafka podría imaginar en sus mejores momentos.

¿Puede alguien estar seguro de que su nombre no figura en alguna lista de sospechosos? ¿Lo sabrá solo cuando vaya a embarcar y acabe esposado en una celda de un aeropuerto de EE.UU.? El aspecto más grave de este asunto es que el secreto de Estado oculta las llamadas políticas antiterroristas y, como le ocurrió a la ciudadana malasia, ese mismo secreto impide saber si existe alguien que vigile y controle adecuadamente a los vigilantes y controladores; quién es, a qué normas está sometido y de quién depende. ¿Es todo esto aceptable en un país que se considera un ejemplo de democracia?

Publicado en CEIPAZ el 11 de abril de 2014

Escrito por: alberto_piris.2014/04/12 08:58:59.363029 GMT+2
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