Había una densa bruma, aquella mañana de primavera, en Irache. El gentío, boinas rojas en casi todas las cabezas, se agolpaba para iniciar la ascensión a Montejurra, el acto solemne anual del Partido Carlista. Los altavoces hacían sonar la voz de José Antonio Labordeta y los no-carlistas invitados al acto charlábamos en grupo sobre ya no me acuerdo qué: sobre el mal tiempo y las incómodas tradiciones montañeras del carlismo, supongo. Recuerdo, eso sí, a un muchacho que me dijo llamarse Aniano Jiménez, que era de Cantabria y dirigente de la HOAC. De él sí que me acuerdo. Muy bien.
En ésas estábamos cuando, de repente, se produjo un revuelo. La gente empezó a dar voces nerviosas y a agolparse. «¿Qué pasa?», pregunté a Aniano. «No sé; voy a ver», me contestó, y marchó hacia el tumulto. A mí me dio justo tiempo de contemplar cómo un tipo vestido con una gabardina blanca empuñaba una pistola y disparaba. Un minuto después, Aniano Jiménez agonizaba junto a mí. «No aviséis a la Policía, que estoy fichado», dijo. Y se desvaneció, mortal. La voz de Labordeta -nadie pensó en cortar la megafonía- seguía atronando en el aire: «A varear la oliva / no van los amos; / a varear la oliva / van los ancianos.»
Fue mi primera experiencia directa con aquéllos a los que por entonces se dio en llamar «incontrolados»: un eufemismo idiota que servía para designar a las bandas violentas de la ultraderecha. Armados con pistolas, cuchillos, bates de béisbol, cadenas o cócteles molótov, unos cientos de ultraderechistas marciales, recubiertos con siglas varias -«Guerrilleros de Cristo Rey», «Comando Benito Mussolini», «VI Comando Adolfo Hitler», «Triple A», etc.- sembraron el terror a lo largo de los años de la transición, atacando a quienes preconizaban -preconizábamos- el fin del franquismo.
Releo los periódicos de hace quince años. Casi no pasaba un día sin que se registraran actos «incontrolados». De muy diversa entidad. Desde la matanza de los abogados laboralistas de la calle Atocha, en Madrid, hasta el envío de una carta amenazante a Txiki Benegas, pasando por asaltos a librerías y palizas a sindicalistas, los «incontrolados» cubrieron toda la gama de la intimidación.
Pocos días antes del asesinato múltiple de la calle Atocha, unos «incontrolados» asesinaron a un estudiante, Arturo Ruiz, en Madrid. Eurovisión proporcionó unas imágenes que mostraban a uno de los «incontrolados», pistola en mano, mezclado con las Fuerzas de Policía. Días después, el jefe superior de Policía de Madrid negaba que la matanza de Atocha tuviera móviles políticos. En vísperas del 15J, en un mitin de Manuel Fraga, jóvenes cubiertos con cascos y armados de palos golpearon brutalmente a varias personas que silbaron al líder de la derecha y levantaron el puño.
¿«Incontrolados»? Sólo en la medida en que a algunos les venía bien no controlarlos.
Javier Ortiz. El Mundo (14 de junio de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 14 de junio de 2012.
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