Inicio | Textos de Ortiz | Voces amigas

2017/04/23 21:53:37.707759 GMT+2

La palabra de Gerardo Bellón

Gerardo Bellón llevaba toda la vida en busca de una palabra, una palabra con la que comenzar su libro. Necesitaba un simple vocablo. Solo uno. Desconocido, enigmático, quizá un simple monosílabo a partir del cual desenmarañar los líos que atrapaba su mente soñadora e inquieta. En un inicio se había planteado aquello como una búsqueda sencilla, pero el tiempo y, sobre todo, su inflexible exigencia lo habían alejado de la normalidad, convirtiendo el tránsito del hallazgo en un un viaje a la  Atlántida. La sencillez fue dando paso a la complejidad, y la palabra deseada terminó por erizarse, transformándose en una pescadilla que se mordía la cola. Aquella palabra por discernir era, a un tiempo, el fin y los medios, la razón y el ser, Quijote y Dulcinea, Dante y Beatriz, inspiración y cefalea, amor y odio, brillo y oscurantismo. La búsqueda, su búsqueda, era laberíntica, indeterminada, como una metáfora desubicada y cincelada con el deseo.

    Gerardo Bellón había viajado por el mundo entero a la caza de un sentimiento modelado en unos cuantos lexemas. Por sus manos habían pasado decenas de diccionarios, y todos los había recorrido con la mirada de principio a fin, dejando sus huellas en forma de manchurriones, anotaciones y otras cicatrices del alma. Pero ni en italiano, ni en turco, chipriota, ruso o chino mandarín, había sido capaz de recoger la palabra que se le resbalaba entre sensaciones enfrentadas y desesperación, pero también en las alas de la infinita perseverancia.

    Se sabía escritor en el umbral de una obra, se percibía como una especie de  funambulista viviendo en el equilibrio de un desequilibrio, como un cazador sin recompensa, pues ni siquiera las increíbles historias que había vivido ya antes de cumplir los treinta le hacían sentirse satisfecho. Él era, a fin de cuentas, un bicho raro sumergido en su propia consciencia, alguien que rompía todos los moldes, el que quebrantaba los estereotipos; él era de por sí una novela abierta e inconclusa. Y su tragedia era que siendo un hombre-novela, no había hallado ni vivido aún su palabra.

Gerardo Bellón era un Arquímedes literario en busca de un punto de apoyo con el que mover las fantasías de una vida de ficción que se resistía a ser narrada. Recién cumplidos los doce, en medio de la cena, mientras su madre servía el puchero, la miró fijamente y le dijo: “A abuelo y a usted quiero decirles una cosa: he decidido que no quiero ser jornalero, que yo lo que quiero es ser escritor, que aunque sea fijación, siendo como soy un mocoso, y me vean con la lógica desconfianza, quiero que sepan que lo he meditado, y quiero que mi vida esté derramada sobre páginas y no sobre los inacabables días de sufrimiento en el campo”. Aquél no era, lógicamente, el lenguaje habitual de un crío de su edad. Escuchar tal templanza contrastaba con su imagen de impúber en calzonas, con el pelo cortado a trasquilones y las rodillas llenas de señales y heridas que se había recabado en juegos y aventuras en la cañada, donde, algunas tardes jugaba a pistoleros y comanches.

Gerardito no admitía con gusto el diminutivo con que le reconocían los maestros de la escuela. No digería la chufla a costa de su nombre y pronto echaba mano de los puños para hacerse respetar en clase. Utilizaba en exceso los términos “Esperpento” y “Adefesio” para repeler las mofas de Miguelito “Tragaldabas” y de Chencho “el portuario” -dos de sus más enconados enemigos en las escuelas- hijo del corchero el primero,  e hijo, supuestamente, de un marinero el segundo. Mientras éstos iban siempre zarandeando muñecas de trapo previamente decapitadas y vapuleando maltrechos esféricos hechos de retales de cuero  con mil y un  zurcidos, el pequeño Gerardo Bellón se entretenía cobijado en una sombra, abstraído de la chiquillería, de los goles, de las habilidades con las habas y de las guerras de piedras con las que más de uno se había quedado mellique. Cuando un chiquillo perdía su diente de una certera o desgraciada pedrada -según se mirase-, la solidaridad infantil convertía el campo de juego y batalla en una modesta pero de eficaz excavación arqueológica. Y la satisfacción de encontrar el diente arrancado prematuramente por la fuerza casi compensaba la desgracia del accidente y los consecuentes borbotones de sangre que evidenciaban la eficacia y el éxito del David de turno, por más que entre los pequeños no pudiera hallarse Goliat alguno.

A Gerardo no le gustaban las peleas de trincheras; él prefería llevar su mente de recorrido por las letras de don Ramón María, del que siempre le había llamado la atención tanto su imponente y afilada barba blanca como su manera de reflejar las vivencias de una España que se descomponía y desangraba, de un España que lloraba tragedia y perdía mucho más que la gloria de ultramar.

Aquel verano del 40, Gerardo le dijo a don Agapito, el maestro, que se iba a marchar del pueblo, que allí no encontraba la palabra que buscaba y que no le quedaba más remedio que partir en busca de alguna experiencia que le procurase el embrión de su novela, el punto de partida de su libro: “No sé si me haré entender, señor maestro, pero como las Sagradas Escrituras tuvieron su Génesis, al igual que todo fin vino precedido de un inicio, yo siento que debo partir en busca de esa palabra de la que brotará mi carrera literaria, que ya sabe usted que yo ya soy escritor aunque aún no haya comenzado a escribir”. Aquel arrebato acabó con el aviso del maestro y con una buena zurra de su abuelo Antonio. Para completar el escarmiento, se le impuso algo parecido a una cuarentena, pues al pequeño de los Bellón se le prohibió salir a la calle durante cuatro semanas.  Todos conocían su obstinación y sabían que su anuncio no era una idea peregrina ni un arrebato momentáneo, sino una idea madurada, meditada, ya fermentada.

En el pueblo muchos lo habían tomado por un loco. Pero él había mostrado   

frecuentemente su cordura en largas y vastas conversaciones con todo aquel que le daba palique. El cura Dionisio decía que era peligroso darle cuerda; él lo sabía de primera mano, pues sus discusiones acerca de la Religión y sus consecuencias habían terminado en muchas ocasiones a las tantas de la madrugada, con Agustín, el tabernero rendido sobre la barra de madera oscura que se imponía alta y repleta de cicatrices sobre los bebedores. Era la frontera entre la ilusión, la excitación y la supuesta normalidad. Era el otro opio del pueblo, el que animaba a los clientes a lanzarse al ruedo de una dialéctica que iba y venía sobre los goles de Mundo, Gorostiza, Campanal y Unamuno, de los muletazos de Manolete, o de los torreznos de la señora Adela, un manjar culinario  que enaltecía con contundencia don Marcial, el médico. De política poco se hablaba, sometida la población si no al pensamiento único, sí al silencio que marcaban el el temor y la disciplina. De eso sabía mucho Agustín, quien seguía sirviendo chatos de pura chiripa, pues si aquella mañana de 1938 no se lo hubiera cruzado Anselmo Cepa y hubiera dado orden de bajarlo de aquella camioneta, sus huesos habrían quedado para siempre sepultados en el olvido de una zanja, como los de otros tantos que no tuvieron tanta fortuna.

Gerardo Bellón conocía ésta y otras historias de los tiempos de la guerra, pero ni siquiera en esas escalofriantes narraciones hallaba su palabra para edificar su libro.  La aldea ya no presentaba para él ninguna posibilidad. Se sentía prisionero en una celda a la que había llegado desconcertado, y él resumía la situación diciendo: “Se me  está durmiendo la vida”. Su existencia era ya por entonces una compleja dicotomía y sentía que había llegado al cruce de caminos en el que debía elegir la nueva senda. Era despertar o languidecer, y él no estaba dispuesto a renunciar ni a capitular, bajo ningún concepto.

Nada logró frenar su búsqueda, ni siquiera la esforzada labor de su abuelo, quien le dejaba anotada cada noche bajo la almohada en un pedazo de cuartilla, una palabra , con la esperanza, siempre vana, de encontrar esa pieza mágica que supusiera el arranque de la obra.

Paradójicamente, el futuro de Gerardo ya estaba escrito y, con los años, aquel pequeño terco e incansable se convirtió en “Gerardo, el nómada”, “Gerardo, el desaparecío” o “Gerardo aventuras”, motes en su mayoría empapados del gracejo popular, aunque alguno fue tirado con mala intención, como aquel de “Gerardo, el comunista”, pues el niño que huyó del pueblo con apenas doce años poco o nada sabía de política. Se marchó, dejando una carta escueta, apenas treinta y seis palabras, sabiendo que ni en cien veces esa extensión habrían hallado el consuelo su madre y su abuelo. Durante setenta y siete años, había recorrido el mundo escudriñando en los amores, en las botellas, en los puertos, en los desiertos, incluso en los seminarios. Combatió a los alemanes en las Árdenas; fue ayudante de repostería en Bruselas;  y trabajó como carpintero en Algutsrum, una pequeña aldea del municipio sueco de Mörbylanga. Buscando una palabra para ver nacer su libro, viajó en globo por Nueva Zelanda, fue pescador en la Nueva Escocia canadiense, fotógrafo en Brasilia, chófer en Casablanca, guardagujas en Liubliana, trompetista en Buenos Aires y camarero en Lisboa. Apenas unas postales, escurridas de palabras, escuetas y modestas, enviadas a su madre, servían como prueba de sus andanzas. Gerardo Bellón fue, según su residencia, “Gerard”, “Gerd”, “el Español”, “el Rubio”, “Panocha”, “Ardo”, “Petate” y algunas decenas más de apodos y otros remiendos de nomenclaturas que formaron, con el paso de los años, una heterogénea y curiosa colección.

A los  veinte años, ya había escarbado en vivencias que a otros les habría dado para narraciones extraordinarias, vastas biografías o para cuajar y dar forma a libros de aventuras. Pero él seguía sin el germen de su obra, sin ese chispazo o detonación que provocase la irrupción de largas hileras de palabras que dieran forma a tan curiosa vocación o empeño, que ni siquiera él sabía ya a ciencia cierta si era lo uno, o lo otro, o una extraña mezcolanza, quizá indescifrable.

Conoció el frío de Odesa y las alturas de Machu Pichu; probó los labios de una colombiana y los puños de sus cinco hermanos; amó apasionadamente a Marie Eugène, una poetisa austriaca, lo mismo que a Marieta, la suiza de padres españoles con la que compartió buhardilla en Grenoble. Fue mordido por un cocodrilo en Australia y atropellado por un Ford en San Francisco. Puso una tienda de cachivaches a las afueras de Varsovia y encontró empleo en una mina sudafricana. Sufrió la cornada de un toro en México, pintó fachadas en Managua y vendió refrigerios a las afueras de una fábrica en Guayaquil. Tardaba cinco minutos en hacer la maleta y aún menos en despedirse de sus amores y de sus desventuras. Seguía como antaño, usando los puños para dirimir las disputas y había noqueado a sus rivales en tantas ocasiones como él había besado la lona de una taberna, de un tuburio o de cualquier antro donde a veces buscaba inspiración y siempre aguaba sus frustraciones. Detrás de las penalidades y las desventuras, o podría decirse que en paralelo, vivía Gerardo Bellón instantes de plenitud y de cuando en cuando frecuentaba ambientes que a priori parecieran vedados a alguien como él. Hablaba seis idiomas y se hacía entender dondequiera que se encontrase, lo mismo en China que en la India. Vivió unos meses en un palacio vienés, conoció a filósofos franceses del París de los años sesenta, bebió vinos que sólo podían encargar los hombres más ricos del mundo y podía tocar con facilidad hasta trece instrumentos.

Viajaba, erraba, se caía y se levantaba. Huía, volvía y desaparecía. Siempre sintiendo la derrota, a menudo con la lupa, con el imán, con el bisturí para diseccionar la realidad en busca de la palabra que se le resistía día tras día, semana a semana, un año después de otro. La buscó en un aserradero de Arizona, en una cabaña de Alaska y viviendo a la intemperie a las afueras de un pueblo de Normandía. Conoció la cárcel en Estambul, el presidio en Dublín, el el encierro en Praga y el penal en Montevideo. Pocos reos habían leído y asimilado a Homero, Platón, Aristóteles, Pitágoras, Séneca,  Hume, Berkeley, Hegel, Kant y Santo Tomás. Su mente era tan brillante como oscuras las noches en el frío de las celdas inmundas, cuando sus huesos se calaban de humedad y  la tristeza perforaba sus entrañas.  

En una ocasión, no dudó en lanzarse al Sena para salvar la vida de una joven que pretendía suicidarse. Cuando los gendarmes sacaron a la suicida y al héroe de las gélidas aguas del río parisino, Gerardo Bellón se sentó con toda la calma del mundo sobre el empedrado suelo de la orilla y cerró los ojos creyendo que quizá en esa ocasión le asaltara la palabra definitiva, la original, la definitiva, la huidiza, la retorcida, la canalla, la etérea, la puñetera, la palabra maldita o amada, deseada o temida, anhelada, martirizante y obsesiva palabra a la que no podía poner rostro ni relieve. Pero tampoco en esa ocasión pudo el aspirante a escritor gritar su deseado Eureka.

Buscó la ayuda celestial en tres religiones, en cientos de recintos sagrados a lo largo de todo el mundo, y disimuló tener fe para ver si algún dios, fuere el que fuere, tenía a bien prestarle ayuda. Leyó a Flaubert y a Stendhal, como a Heine, Leopardi, Dumas, Lord Byron, Shakespeare, Homero, Tolstoi y Sófocles, por citar solo algunos de los cientos célebres a los que accedió con malsana envidia, credulidad y entereza, pues las hojas pesaban para él como ladrillos, siendo maestros todos ellos de la literatura universal que habían encontrado no ya una palabra manantial, sino la desembocadura misma de la creación literaria.

  Después de 77 años de incesante búsqueda, el errante regresaba a su pueblo natal. Resultaba paradójico que habiéndose encontrado a sí mismo no hubiera sido capaz de  hallar esa combinación de letras que le permitieran colocar en el andamiaje de su ansiada literatura esa primera piedra de la edificación que parecía imposible de levantar. Sólo unos cuantos ancianos recordaban a Gerardo Bellón. Apenas una decena:  Tomasín, el Peregrino, Cachipote, la Chinata, Flores, Rocío, la señora Elvira, Juan Pedro el alguacil, Florencio y Balbina.   Su siglo, su tiempo había transcurrido, se le había escapado en su interminable e infructuoso viaje. Pocos, muy pocos jóvenes habían oído hablar de él a través de los relatos de sus mayores.

Lo primero que hizo cuando volvió al pueblo fue acudir al cementerio donde sabría que encontraría a los suyos reposando  tras una losa de mármol. Allí lloró y de entre sus ojos casi apagados discurrieron lágrimas que se aceleraban con el recuerdo de su infancia. Ahora, con ochenta y ocho años y un diagnóstico comunicado con contundencia y sin remilgos, sabía que había llegado su hora. No tenía nada ni a nadie. Había vuelto para  morir.

Apenas tres meses después, tumbado en la cama de la residencia de ancianos, recibió la visita del equipo de cuidados paliativos. Todo intento de alargar su vida era en vano. Poco antes de perder las fuerzas para hablar, había dado orden de entregar un sobre al dueño de la imprenta, solicitado que no le visitase más ningún médico y prohibido el acceso al cura. El 12 de marzo de 2017, en una estricta soledad, falleció Gerardo Bellón.

Apenas veinticuatro horas después, a las afueras de la localidad,  en el crematorio se habían dado cita no más de treinta curiosos para despedirlo. Transcurrido el trance de la incineración, todos se dispusieron a regresar al pueblo, pero en aquel preciso instante, irrumpió en la calle  con inusitada violencia una furgoneta de la que bajó a trompicones un mozo desaliñado y  sudoroso. Abrió la puerta trasera del vehículo y sacó de ella una caja. La desprecintó y comenzó a coger de ella un montón de libros. Se acercó a los sorprendidos vecinos  y comenzó a repartirlos entre ellos. Todos se encontraban desconcertados. Se miraban los unos a los otros buscando una explicación a aquel inesperado acontecimiento.  Las tapas de los libros eran de un azul brillante. La encuadernación era esmerada. No  podía leerse en las tapas ni  título ni autor, ni la más mínima señal o indicio de lo que habría de hallarse  en su interior. Poco a poco, todos  comenzaron a abrir los libros. Sin excepción, se encontraron frente  76 páginas en blanco. Solamente había un vocablo en todo el recorrido de las hojas, concretamente en la página doce, el número que coincidía con la edad a la que el pequeño Gerardo había abandonado el pueblo. Una  única y solitaria palabra, desnuda, pero contundente, impresa en negrita. Un término que era inicio y fin a un tiempo, el vocablo tesoro que resumía la vida del autor, y la conquista definitiva de una búsqueda que se suponía infructuosa. La había tenido acariciando sus labios durante décadas,  y solamente en la antesala de su epílogo terrenal había comprendido Gerardo Bellón que siempre la  llevó consigo. En la página número doce se resumía en una sola palabra toda la vida real y literaria del autor. Con toda la magnificencia, con todo su esplendor y contundencia, al final Gerardo Bellón había llegado a su Atlántida. En esa página doce se leía  “Silencio”.

 

 

 

Escrito por: Marat.2017/04/23 21:53:37.707759 GMT+2
Etiquetas: | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

Comentar





Por favor responde a esta pregunta para añadir tu comentario
Color del caballo blanco de Santiago? (todo en minúsculas)