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2002/11/01 06:00:00 GMT+1

La educación de los gatos

Eso fue ya hace muchos años -tal vez seis- en mi casa de Aigües, en la montaña alicantina, en una mañana luminosa de verano. Oí al dueño de la finca de enfrente que me llamaba a voces desde el portón. Bajé a ver qué quería.

-¿Es tuyo un gatito blanco que merodea por el camino? -me preguntó.

Le respondí que no. Supuse que sería otro gato de monte más, de los que suele haber por aquí. La gente del lugar los tolera porque mantienen los alrededores libres de ratones.

-No, hombre, no -me dijo-. Si tiene collar antiparasitario y todo...

Al cabo de un momento apareció. Me hizo gracia: no tendría más de dos meses. Lo llamé y se vino conmigo de inmediato.

Deduje que lo habían abandonado. Es frecuente encontrarse en esta zona de la montaña con animales abandonados. Sobre todo perros, pero también algunos gatos.

Así que lo adopté. Le puse en el porche un cestito con un cojín y sus correspondientes cuencos para la comida y la bebida.

Cuando llegó a mi casa, Misi -originalísimo nombre con el que lo bauticé- era un gato totalmente doméstico. Pero pronto fue alternando sus costumbres. Emprendía excursiones con los gatos de monte de la zona, reñía con ellos, a veces se traía alguno de visita... Se fue transformado en un gato de doble personalidad: cuando yo estaba en Aigües, se comportaba sobre todo como un gato doméstico, mimoso y remolón; cuando me iba para Madrid, se buscaba la vida como podía. Pero en cuanto oía el ruido del motor de mi coche, fuera de día o de noche, ya lo tenía de regreso, haciéndome zalamerías para que lo acariciara.

Un mal día, llegué de Madrid y no apareció. Lo llamé, sin resultado. Esperé un día y otro más, y nada. Al final bajé a hablar con el vecino.

-Hace días que no lo veo... Lo que sí puedo decirte es que el de la finca de allá arriba estaba con él que fumaba en pipa, porque se le metió en el palomar y le mató media docena de palomas... Vete a saber.

Nunca lo volví a ver. Supuse que le habrían puesto comida envenenada. Hay gente así.

Desde entonces no había vuelto a tener gatos. Quiero decir domésticos. Igual que mis vecinos, pongo comida para que se acerquen los gatos de monte y ahuyenten los ratones, pero son gatos muy desconfiados y bastante agresivos.

Con el tiempo algunos se vuelven más o menos habituales. Una gata muy bonita y menuda, casi blanca, parecida a Misi pero con algunas manchas negras y rubias, tuvo tres gatos y empezó a acostumbrarse a traerlos al jardín de casa, a comer lo que les ponía. Pero nada de dejarse acariciar. En cuanto me acercaba, salían zingando.

Pronto empezó a hacerse acompañar de otra gata, rubia, tuerta la pobre, que deduje -la verdad es que no sé por qué- que era su hermana.

Este verano, allá por julio, estaba una tarde regando los árboles cuando, al pasar el chorro de la manguera por los huecos del tronco de un algarrobo, oí unos lastimosos maulliditos. Al poco salió corriendo la gata tuerta. Pero los maullidos continuaban. Aparté las ramas y me encontré con cuatro gatitos recién nacidos, a los que había empapado sin querer.

Me los subí para casa y los sequé concienzudamente. Los dejé en el cesto del desaparecido Misi. Al poco, llegó la madre y los recuperó.

Decidí cuidarlos. Demasiado, para el gusto de la madre, que me miraba con obvia desconfianza. No así ellos -y ellas- que, a medida que iban creciendo, se fueron habituando a mi presencia, a mis caricias y a mis juegos. La verdad es que constituyeron un divertido espectáculo durante las vacaciones. Se instalaron en el garaje. Era risible verles aprender a andar, acompañarlos en sus primeras excursiones de tres metros a la redonda, asistir a sus peleas fingidas, a sus cómicos ejercicios de entrenamiento para hacerse felinos... Una de las crías, a la que curé de una conjuntivitis aguda, me daba particulares muestras de cariño, lo cual -para qué decir otra cosa- me encantaba. Entre las cuatro crías, la madre, la tía y los tres primos, la troupe de gatos se volvió importante.

Pero se acabaron las vacaciones, con lo que retorné a la rutina de vivir en Madrid y acercarme por Aigües sólo algún fin de semana; uno al mes, como mucho.

La primera vez que volví se presentaron casi todos los gatos. Pero faltaron dos de los pequeñitos. Estaba la que curé -tan mimosa como siempre- y una de sus hermanas, que se instalaron en casa y me acompañaron durante todo el fin de semana.

Ha pasado un mes. Cuando regresé anteayer, sólo estaba la hermanita, que ha pegado un estirón importante. La mía, que decía yo, no ha aparecido. Y mucho me temo que no vaya a hacerlo, porque por aquí andan su madre, su tía y sus primos, y no creo que se haya emancipado del todo tan rápidamente, y menos ella, tan apegada como era.

Misi, ahora estas pequeñajas... He estado pensando en ello. ¿Qué hace que los otros gatos sobrevivan mal que bien y ellos desaparezcan tan rápido?

Sólo encuentro una explicación: con mis cuidados, les he enseñado a confiar en los humanos. Y es probable que eso les resulte mortal. Tal vez los gatos de monte necesiten ser recelosos para sobrevivir.

Algo semejante se me ocurrió el pasado miércoles reflexionando sobre las críticas a la actual Enseñanza. Alguna gente se empeña en que los niños y las niñas reciban una enseñanza cuidadosa, respetuosa, regida por valores como la igualdad, la solidaridad, el afecto...

¿Seguro que una educación así les prepararía adecuadamente para el mundo cruel y feroz que van a encontrarse cuando crezcan?

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (1 de noviembre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de enero de 2018.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2002/11/01 06:00:00 GMT+1
Etiquetas: jor animales diario 2002 gatos aigües | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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