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2005/03/25 06:00:00 GMT+1

Aquel día

(Aviso: Este Apunte no es apto para quienes odien las batallas de los abuelitos)

25 de marzo de 1975. 10:00 de la mañana. O sea: hace ahora mismo 30 años. A esa hora, en la Sala de juicios del Tribunal de Orden Público (TOP) entró, convenientemente esposado y flanqueado por dos miembros de la Policía Armada, un joven que había pretendido llamarse Francisco Javier Pérez Borderías y ser natural de Calatayud, provincia de Zaragoza, pero que finalmente pudo establecerse que se trataba de Francisco Javier Ortiz Estévez y ser natural de San Sebastián, provincia de Guipúzcoa.

Lo habían detenido un año antes en la cumbre de Nuria, no lejos del monasterio del mismo nombre, en el Pirineo catalán, cuando intentaba pasar a Francia clandestinamente. Llevaba en la mochila un paquete cuyo contenido no pudieron establecer los miembros de la Guardia Civil que le dieron el alto porque el joven lo sacó haciendo como que iba a entregárselo y, de súbito, se dio la vuelta y lo arrojó por un precipicio. Fue interrogado sin que se pudiera saber de él mucho más de lo que se leía en el DNI a nombre de Pérez Borderías que exhibió: dijo ser estudiante universitario en Barcelona y encontrarse allí de excursión, por más que su comportamiento en el momento del arresto desmintiera su versión de los hechos. Fuera como fuere, no se salió de esa versión en ningún momento.

Al mes de su estancia en la prisión de Gerona, el verdadero Pérez Borderías supo de su teórico encarcelamiento y se presentó ante un juez para aclarar la situación. Ortiz, informado de ese enojoso contratiempo por su abogado, pidió declarar ante un juez para confesar que se había arrepentido espontáneamente -circunstancia atenuante que podía alegar porque aún no se le había notificado nada de manera oficial- y reconocer su auténtica identidad.

Aunque nunca admitió tener relación con ninguna actividad subversiva y reiteró una y otra vez que era refugiado político en Francia y que había entrado en España tan sólo para ver a su hija de 5 años de edad porque su alejamiento le desgarraba y que volvía a Francia una vez apaciguada su angustia paterna, el juez del TOP, apoyándose en informes policiales, decidió procesarlo por propaganda ilegal y asociación ilícita en calidad de dirigente -además de por uso de documentación falsa, claro está-, delitos por los que el fiscal reclamó una pena de 15 años de cárcel.

Y en tales circunstancias se presentó en la Sala del TOP el 25 de marzo de 1975 el llamado Javier Ortiz, de 27 años.

Según llegó, el juez, apellidado Mateu de Ros, ordenó a los policías que quitaran al detenido los grilletes y le devolvieran el cinturón y los cordones de los zapatos, que le habían sido retirados conforme a la norma. «Hagan el favor de no tratarlo como a un vulgar delincuente», les dijo (lo que Ortiz, aunque de natural desconfiado, interpretó como un augurio positivo).

Igual sentimiento, aunque algo más confuso, le produjo otro suceso inmediatamente posterior. Su abogado, Miguel Castells, se acercó al estrado del Tribunal para consultar un aspecto del sumario del que dijo no tener constancia. Ojeó durante un par de minutos el legajo y, según regresó a su puesto en la Sala, dirigió al procesado una amplia sonrisa, casi vecina de la risa.

Menos satisfacción obtuvo Ortiz del interrogatorio del fiscal -apellidado, al parecer, Mariscal de Gante-, quien exhibió un comportamiento tan errático que sólo cabía atribuir a un estado de intoxicación etílica no por matinal menos avanzado. En efecto, era difícil encontrar otra explicación al hecho de que, por ejemplo, le hiciera con voz pastosa varias preguntas sobre el funicular que conduce a la cumbre del monte Igueldo, en San Sebastián, y sobre si las vistas que se contemplaban desde allí seguían siendo tan hermosas como cuando él frecuentaba el lugar. Otro momento de embarazosa confusión se produjo cuando el hombre instó a Ortiz a que reconociera que había sido detenido cuando llevaba un pasaporte falso. Él lo negó y el fiscal montó en cólera, insistiendo ambos varias veces en lo mismo: el uno en exigir el reconocimiento de la existencia del pasaporte falso y el otro en negarla. Hubo de ser finalmente el propio juez, en tono hastiado, el que aclarara al de la toga que se trataba de un DNI, y no de un pasaporte, momento que aprovechó para rogarle encarecidamente que dejara de divagar y fuera abreviando.

Ortiz no dejó de insistir en que, si había regresado clandestinamente a España, lo hizo sólo porque sus sentimientos de amor paterno fueron más fuertes que su prudencia, y no olvidó comunicar al Tribunal que, precisamente ese día, 25 de marzo de 1975, su hijita, la niña de sus ojos, cumplía 6 años. (Su abogado le había aconsejado la víspera que soltara ese rollo melodramático, porque el detalle podía conmover al tribunal.)

Con todo lo cual terminó la vista oral del juicio y Ortiz fue conducido de nuevo a la cárcel de Carabanchel, en la que ocupaba una confortable celda.

Siguió transcurriendo el día como habían pasado tantos y tantos otros desde que lo trasladaron de Gerona a Madrid con escala en las cárceles de Barcelona, Lérida, Zaragoza y Alcalá, hasta que, a media tarde, se oyó una voz en el patio que puso a nuestro hombre la piel de gallina: «¡Francisco Javier Pérez Borderías! ¡Con todo!». [Esto requiere de un par de aclaraciones: 1ª) En la burocracia penitenciaria de entonces, a uno lo llamaban por el nombre con el que había ingresado, aunque todo el mundo supiera que no era el suyo; y 2ª) En la jerga carcelaria, «¡Con todo!» quería decir que el convocado debía presentarse con todas sus pertenencias, porque salía de la cárcel.]

Bajó Ortiz a enterarse y confirmó la buena nueva. El TOP le había condenado a 50.000 pesetas de multa por uso de documento de identidad falso. Y nada más. Salía en libertad.

La razón de tan benévola sentencia no se le escapaba en absoluto: su padre era amigo del entonces ministro de la Vivienda, Luis Rodríguez de Miguel, y había conseguido que éste pidiera al juez, como una gracia especial, que hiciera lo posible «por ese pobre chico». El juez, que era un corrupto, le concedió el favor.

Horas después, Ortiz se enteró también de la razón por la que su abogado había puesto cara de guasa tras consultar el sumario. Castells se había encontrado con que el juez Mateu, que probablemente tenía prisa, había redactado la sentencia antes de que empezara el juicio y la había unido al sumario. El abogado, que ya la había leído, sabía que daba igual lo que pasara a continuación, porque era un puro paripé.

La noticia de la puesta en libertad de Ortiz provocó cierto revuelo en la Tercera Galería de la cárcel de Carabanchel, que acogía a más de un centenar de presos políticos, porque nuestro hombre, como lidercillo que era de una de las varias comunas en las que se agrupaban los presos (y también como fabricante de hornillos y como poseedor de una radio, circunstancias ambas muy apreciadas por la colectividad), gozaba de bastantes simpatías.

Hizo al caso que, fuera por franca simpatía o por amistoso ritual, los presos de todas las tendencias formaron un largo pasillo en la salida de la galería, y que Ortiz hubo de atravesarlo al abandonar el recinto, mientras sus compañeros de tantas fatigas -y también de tantas risas, y de tantas discusiones sobre fútbol, y de tanto todo- le dedicaron un cariñoso canto de La Internacional.

El protagonista del evento admite tres décadas después que llegó al final del pasillo llorando a moco tendido.

Eran algo así como las 20:00 horas del 25 de marzo de 1975 cuando Ortiz, con la congoja de dejar a tantos amigos dentro, atravesó el portón de la cárcel de Carabanchel y respiró hondo el aire libre de Madrid.

Lo primero que hizo fue mirar lejos. Todo lo lejos que pudo. Hacía muchos meses que sólo contemplaba distancias cortas.

Minutos antes, dos soldados de la Policía Militar se le habían presentado para que cumplimentara otro trámite. Porque -quizá por el aquel de no dejar ningún palo sin tocar- Ortiz era también prófugo del Ejército. Le exigieron que firmara una declaración jurada en la que se comprometía a presentarse en el cuartel de Loyola, en San Sebastián, «en el plazo más breve posible». Cuando vio la fórmula que le proponían los militares, Ortiz sonrió de oreja a oreja. ¡«El plazo más breve posible»!

Como cabía esperar, han pasado 30 años y todavía no ha encontrado el momento de hacerlo.

Javier Ortiz. Apuntes del natural (25 de marzo de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de noviembre de 2017.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2005/03/25 06:00:00 GMT+1
Etiquetas: jor apuntes top antología miguel_castells transición 2005 cárcel franquismo carabanchel | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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