Diario de un resentido social

Semana del 5 al 11 de mayo de 2003

 

O sí o sí

Cuando hago viajes largos por carreteras tranquilas –cosa que me ocurre un par de veces al mes, como mínimo–, suelo pasar el rato pensando sobre asuntos políticos y sociales. Relajado, mato el tiempo dedicándome a especular con las diferentes posibilidades que presentan las noticias que oigo por la radio, o dando forma mental a las ideas que se me ocurren mientras divago.

El pasado jueves iba conduciendo en ese plan, escuchando los noticiarios radiofónicos. Hablaban todos de la inminencia de la decisión del Tribunal Constitucional sobre las candidaturas de AuB. Daban por supuesto –muy razonablemente– que la troupe de Jiménez de Parga haría lo que hizo. Yo nunca había albergado ninguna duda al respecto, y menos desde que me enteré de que los dos magistrados encargados de tramitar los recursos fueron nombrados a propuesta del PP. Con todo y con eso, como mero ejercicio de gimnasia reflexiva, me formulé la gran pregunta: «¿Qué sucedería si el TC echara para atrás el dictamen del Supremo y determinara que no hay razón alguna para impedir que esas candidaturas acudan a las urnas?». Y me di la respuesta: «Es imposible. Los magistrados del TC no se atreverían a hacerlo, porque saben que se armaría la de Dios».

Habría representado, en efecto, un verdadero cataclismo. No porque el Tribunal Supremo resultara desairado –siempre que el Constitucional acepta un recurso contraría al Supremo: es inevitable– sino porque el Gobierno quedaría en una posición imposible. En efecto: después de haber afirmado una y mil veces por activa y por pasiva que su posición es el abecé del espíritu democrático, que la suya es la única actitud que pueden adoptar quienes estén realmente contra el terrorismo, que ningún espíritu respetuoso de la Constitución puede poner en duda la oportunidad de esas medidas prohibicionistas, ¿con qué cara habrían podido encajar una sentencia contraria?

Han encontrado una táctica eficacísima y de aplicación universal: cada vez que enfrentan un problema de importancia, ponen en marcha toda su maquinaria de presión mediática, todos sus infinitos mecanismos de amedrentamiento y toda su fábrica de promesas y expectativas de prebendas hasta conseguir que parezca obvio que la elección es o sí o sí, porque fuera de eso sólo habitan las tinieblas de la perversión y el crimen.

Su problema es que esa táctica les obliga a llevar una y otra vez las cosas al límite, a tirar de la cuerda todo lo que aguanta. Arriesgan una y otra vez al máximo. El día en que la jugada les falle –porque un tribunal considere que le están obligando a pasarse demasiado demasiadas veces, o porque el PSOE se diga que ya está bien de ejercer de acólito permanente, o porque la propia opinión pública se harte del ridículo esquematismo que le imponen–, entonces se hundirá sin remedio el  aparatoso castillo de naipes en el que habita ufano el  PP.

Tanto antes ocurra eso, tanto menos se pudrirá todo.

 

(11 de mayo de 2003)

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Romper la baraja

Recuerdo con particular desagrado una noche maldita, hace algo así como ocho o diez años. Había regresado del periódico a las tantas y me disponía a dar cuenta de alguno de los muchos productos congelados que poblaban por entonces mi frigorífico de solitario escasamente casero. De lo único que tenía ganas era de engullir cualquier cosa, arrellanarme en un sillón, poner algo de música y meditar hondamente sobre la futilidad de las cosas humanas. O sea, quedarme más o menos traspuesto.

Y en esto que suena el teléfono.

No revelaré quién llamaba. Digamos que mi amigo Gervasio Guzmán.

–Javier, tengo que pedirte un favor. 

–¿?

–Mira, había quedado con tres amigos para jugar una partida de póker y resulta que ha fallado uno. Como comprenderás, tres no vamos a jugar... Hemos tratado de encontrar a algún otro de los habituales, pero nada, fracaso absoluto... ¡Anda, vente, que ya verás que es gente muy divertida y nos pasamos un buen rato!

–No jodas. Estaba a punto de irme al catre.

–Jo, venga, Javier, vente. Y te debo una.

Se lo pensó mejor.

–...Bueno, otra... Venga, no nos dejes tirados...

Me perdió mi buen corazón y la promesa de que tenían un whisky de malta extraordinario.

Era verdad.

Lo del whisky. No lo del buen rato.

Los amigos de mi amigo eran unos tahúres de mucho cuidado. No jugaban al póker al modo sencillo y vulgar que lo he jugado yo siempre –siempre que lo he jugado– sino con toda suerte de adornos, que iban cambiando sin parar y que me explicaban de modo somerísimo: justo lo necesario para que pudiera jugar, pero no lo suficiente como para que llegara a controlar el juego. Soltaba uno: «¡Venga, variante calabresa!» y antes de que yo hubiera acabado de decir: «¿Variante qué?» ya había perdido lo apostado. «¡Ahora, siciliana!», anunciaba el siguiente. Y lo mismo.

Si la entrada hubiera sido a cinco duros, aún habría podido aguantar lo suficiente como para enterarme de algo, pero aquellos mendas de aspecto oligárquico –con un whisky de malta estupendo, eso es cierto– se empeñaban en abrir cada mano a 500 pelas. ¡A 500 pelas!

Quizá no sea un gran jugador, pero tampoco me tengo por imbécil sin remisión. De modo que, cuando llevaba perdidas 15.000 pesetas –y eso que en el ínterin recuperé algo, gracias a un par de manos que se jugaron al modo tradicional porque me tocó elegir a mí–, decidí que aquello era muy, pero que muy suficiente, y que me retiraba a toda velocidad.

Protestaron, claro. Uno de los tahúres, que se había pasado todo el rato mirando el dinero con aire de aburrimiento, como si le sobrara, me afeó la fuga. Masculló con una sonrisita más falsa que un billete de 2.400 que yo era un aguafiestas, que para qué había ido y que les iba a joder la noche.

No le hice ni puñetero caso, por supuesto. Maldito el interés que tenía yo en discutir quién había jodido la noche a quién.

Recuerdo que regresé a mi casa con un rebote importante y sin parar de recordar el viejo dicho popular: «O jugamos todos o rompemos la baraja».

Me vino a la memoria ayer aquella aciaga noche según hablaba con un amigo sobre la más que preocupante situación que está provocando Aznar con su saña prohibitiva en Euskadi. Cambia las reglas sobre la marcha, distribuye las cartas como se le pone, se las arregla para que el que ha declarado proscrito no pueda ganar... y a continuación se felicita por lo bien que juega.

Valiente estupidez. Lo único que va a conseguir es que los excluidos del juego renuncien a una partida en la que jamás podrían ganar y tiren por otro lado.

«¡Éstas van a ser las primeras elecciones sin ETA!», clamó Arenas en Vitoria el pasado jueves.

Falso. Él no sabe si las elecciones van a ser con o sin ETA. Eso depende sólo de ETA. ¿Lo que quería decir es que éstas van a ser las primeras elecciones sin la izquierda abertzale (o, para ser más preciso: sin los sectores sociales que venían votando a la parte de la izquierda abertzale más próxima a ETA)? Pues tampoco acierta: que no les hayan dejado concurrir a las urnas no quiere decir que hayan desaparecido del mapa. Ni mucho menos.

Recuerdo que en tiempos todo el rollo oficial se centraba en la necesidad de incitar al movimiento radical a participar en el llamado «juego democrático». Ahora Aznar –y Rodríguez Zapatero, (a) el chico del Muro– han descubierto que, cuando una parte de la realidad no encaja en el esquema previsto, lo mejor es prohibirla. ¿Que eso significa dejar fuera de juego al 15 por ciento de la población? Pues tanto da: sus y a ellos.

Les están empujando a decir: «¿Con que no jugamos todos? Pues rompemos la baraja».

Como si no hubiera entre ellos verdaderos especialistas en romper de todo.

 

(10 de mayo de 2003)

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El premio de Bush

Bush ha incluido a Batasuna, EH y HB como alias (sic) de ETA en la lista de organizaciones terroristas que maneja su Departamento de Estado y Aznar está que no cabe en sí de gozo. «Con esto se ve para qué sirven algunas decisiones», ha dicho, invitando a la grey local a apreciar el alto valor de lo que el Gobierno de Washington le otorga para compensar el apoyo que prestó –que sigue prestando– a su acción bélica contra Irak.

Ha habido quien le ha objetado que la trascendencia práctica de lo que Bush le ha concedido es tirando a escasa, por no decir nula. En efecto, la inclusión de Batasuna, EH y HB en la lista en cuestión sólo sirve para que queden prohibidas las eventuales actividades políticas y económicas de esas organizaciones en territorio de los Estados Unidos. Pero no parece que fuera inminente el peligro de que alguien empezara a operar con esas siglas en el territorio de la Unión.

Por lo demás, se dice –y es verdad– que la mencionada lista del Departamento de Estado, por no tener, ni siquiera tiene autoridad moral. Es público y notorio que sólo incluye a las organizaciones violentas que carecen de padrinos influyentes, razón por la cual jamás ha hecho mención de la rama oficial del IRA (no fuera a ser que se enfadara el lobby irlandés, tan poderoso en EEUU) ni tampoco, por supuesto, de ninguna organización sionista.

La satisfacción de Aznar ha merecido también la contundente respuesta de quienes han señalado que vaya unos amigos que se busca, a los que tiene que pagar para que se opongan a ETA. Ahora resulta que hay que compensar en especie al paladín universal de «la lucha contra el terror en todos los frentes» para que se anime a mover un dedo contra aquellas organizaciones terroristas que no se meten directamente con él. ¡A qué precio se ha puesto últimamente el kilo de principios!

De todos modos, a mí esas objeciones, con ser de peso, no me parecen la principal.

Lo que me resulta más grave, con diferencia, es la impúdica tranquilidad con la que Aznar trata de convencernos de que, para obtener determinadas rentas reales o supuestas en un asunto de índole interna como es el de ETA, ha valido la pena apoyar política y materialmente una guerra de rapiña tan cruel como injusta. Según él, deberíamos dar por buena la labor de destrucción y muerte que las tropas anglo-norteamericanas han desarrollado en Irak con su concurso material porque, gracias a ella, ahora tenemos a Batasuna, EH y HB en una lista.

Alguien que admite que actúa en política con criterios de tan manifiesta inmoralidad pierde irremisiblemente el derecho a invocar el valor superior de la vida humana.

Porque tan superior es el valor de las vidas de los hombres, mujeres y niños de Irak como el de las víctimas de ETA. Aunque él haga en la práctica como si no lo creyera.

 

–––––––––––

Nota.– Me escribe un amigo diciéndome que la cosa de «José María Az...», sobre la que escribí ayer, la había sacado hace unos días Manolo Vázquez Montalbán. Diré en mi descargo que yo no leí el artículo de MVM. La idea me vino de una conversación con una amiga, con la que comenté la pasada semana cómo crece en general la alergia a las declaraciones de Aznar. Mencioné que ya no soporto oírle repetir machaconamente las mismas tonterías y ella sacó a relucir lo de «José María Az...». Me parece recordar que se lo atribuyó a alguien que no era tampoco Vázquez Montalbán, y que lo remontó meses atrás. Bueno, da igual: si lo hemos dicho varios, mejor que uno.

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Brel

Oí ayer que van a cumplirse 25 años de la muerte de Jacques Brel. No es verdad –faltan unos meses–, pero en Bélgica han decidido empezar ya las conmemoraciones y, como tampoco es cosa de llevarles la contraria, me dije que debería escribir algo, por el aquel de mantener viva la llama de la admiración y el respeto.

Me puse a repasar en la hemeroteca de El Mundo lo que he publicado durante estos últimos 14 años sobre el grand Jacques y me topé con una columna de hace un lustro en la que venía a poner lo mismo que pondría ahora si me decidiera a escribir de nuevas.

Así que, como tampoco es cosa de plagiarme a mí mismo, reproduzco aquel artículo y ya está. Esto decía:

 

Año de conmemoraciones, me temo que una vaya a pasar por aquí en silencio: Jacques Brel murió hace 20 años.

Es difícil escribir en España sobre Brel. Buena parte de nuestra ciudadanía no sabe quién fue, y la mayoría de quienes creen conocerlo se equivoca. Dicen: «Ah, sí, el autor de Ne me quitte pas. ¡Qué gran canción de amor!». Ne me quitte pas es el retrato de una humillación. Sólo puede tomarse como una canción de amor en la medida en que amar sea humillarse.

Preguntaron en cierta ocasión a Brel si la canción es un arte menor. Respondió: «No es ni mayor ni menor. No es un arte». Sostenía que algo que está tan constreñido por el tiempo –la dictadura de los tres minutos–, no permite una verdadera creación, ni literaria ni musical. Es falso, por supuesto. Él hizo verdaderas joyas de tres minutos. Obras de teatro de tres minutos, como Madeleine, o como Jef, o como Mathilde, o como Zangra, que retrata toda una vida en 197 segundos. Brillantes ejercicios de estilo, como los versos de 18 sílabas de Les Vieux, cuya lentitud le sirvió para marcar la morosa decadencia de la vejez. Lienzos de brumoso pintor impresionista, como Le plat pays. Guiones de cine melancólico, como el estremecedor Orly.

Pero Brel era la insatisfacción misma. Como tantos otros grandes artistas, su obra, que a muchos nos admira y nos conmueve, a él le sabía a muy poco: quería más, más, más, y vivía en perpetua desazón, en ansia constante, en vilo.

Movidos por la pauta de otros cantautores, muchos creen que Brel pensaba como los personajes de sus canciones. Es tan disparatado como suponer que Shakespeare se identificaba con Hamlet, o con Otelo. Brel no era, ni mucho menos, el embobado sumiso con acento de Bruselas de Les bombons, ni el generoso enamorado de Mathilde. Siempre rodeado de mujeres, era un gran misógino: «Es verdad que no conozco a las mujeres; ni sus juegos, ni sus desplantes», escribió a su primera esposa poco antes de morir. Sólo tuvo una amiga: Juliette Greco, y él lo explicaba así: «Es que es un tío». Creía en la amistad entre los hombres y creía en la ternura que él mismo fue incapaz de dar realmente, salvo en sus canciones, porque también a la hora de la ternura le dominaba la ansiedad. Tampoco fue nunca el rojo que se le supuso. Le repugnaban los burgueses, pero sólo por aburridos, por mojigatos, por prudentes: «El mundo dormita por falta de imprudencia», cantó sobre la tumba de su viejo amigo Jojo en su último disco. Ahí sí fue sincero.

Enamorado de la palabra, visceral, egoísta, desesperado, orgulloso, impúdico, contradictorio, insaciable, irascible, genial, Brel sufrió su feroz condición de hombre más aún que el cáncer que lo asesinó a los 49 años. Ya para entonces había convertido en surcos de lava buena parte de su propio volcán interior.

Ahora, como en España ya casi nadie aprende francés, y como sufrir la vida se nos ha vuelto penuria silente y solitaria, imagino que Brel no pinta gran cosa entre nosotros.

Sí para mí.

 

Post scriptum.– Los restos de Brel reposan en el cementerio de Atuona, en las islas Marquesas, muy cerca de la tumba de Paul Gauguin.

No es mal sitio.

 

(31 de enero de 1998 / 9 de mayo de 2003)

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José María Az... clic

Hay un ejercicio físico no homologado por ninguna federación de deportes –que yo sepa– pero que no por ello es menos eficaz para ejercitar los reflejos y mantenerlos en perfecta disposición. Yo lo practico y, por lo que he ido descubriendo, no soy ni mucho menos el único. Consiste en salir lanzado desde donde uno se encuentre hasta alcanzar el mando a distancia –o el propio aparato de televisión o de radio, eventualmente– para apagarlo o cambiar fulminantemente de canal o emisora, así que el locutor de turno dice: «Oigamos las declaraciones del presidente de Gobierno, José Ma...».

Por lo que he comprobado cotejando mis resultados con los de algunos amigos que responden al mismo irresistible estímulo, se puede considerar que alcanzar el objetivo silenciador antes de que el locutor haya terminado de pronunciar el nombre entero del individuo constituye una marca realmente aceptable. Yo suelo dejarle con la palabra en la boca justo antes de la última sílaba. Dice «José María Az...».. y clic.

Practico muchísimo este ejercicio desde hace un montón de años –de hecho, soy un veterano de los tiempos de «Felipe Gonz...»– pero, por razones profesionales, no puedo demostrar mis habilidades hasta la segunda ronda informativa. Ejerzo de comentarista político, y tengo que saber qué ha(n) dicho, por mucho que me repatee. De modo que escucho las pavadas de turno en la primera hornada del día. Pero, así que empiezan las repeticiones rituales, me entrego ya en cuerpo y alma al deporte del «aquí te cojo y aquí te apago».

Lo hago con Aznar –primero y principal, desde luego–, pero no sólo. Mi radio de acción se va ampliando más y más: Acebes, Michavila, Arenas, Mayor Oreja...

Ayer tuve un día loco. De no parar.

Me apareció primero Michavila exigiendo al rector de la Universidad del País Vasco que se calle, porque no ha investigado las denuncias que aseguran que en la UPV los presos de ETA se sacan los títulos con la gorra... ¡para admitir acto seguido que él ha formulado esa acusación sin haber hecho ninguna comprobación de la veracidad de las denuncias!

Eso, lo escuchas una vez y tienes de sobra. A partir de la primera audición, tratamiento completo de interruptor, y a otra cosa.

Pero me vino entonces Arenas exigiendo a los socialistas que acepten que en cada ciudad sea alcalde quien ocupe el primer lugar de la lista más votada, sin acordarse de que él mismo se negó en redondo a aceptar ese compromiso en Euskadi cuando otros lo propusieron. Quiere impedir que el PSOE e IU puedan imponerse aquí o allá sumando sus resultados particulares pero, a la vez, no está dispuesto a tolerar que tal o cual alcaldía se la lleve el PNV, aunque su lista haya sido la más votada, si puede impedirlo sumando sus votos con los del PSOE. Toma coherencia.

No hace falta decirlo: me ahorré también todas las repeticiones de esa chapucera variedad de la ley del embudo, una por una.

Pero no iba a quedarse ahí la cosa. De inmediato se me metió de matute Jaime Mayor Oreja, que se dedicó durante un rato a defender la idea de que pedir el voto nulo, como dicen que hará AuB, es «una trampa» (¡qué manía la de este hombre con las trampas!) «que la Justicia ya se encargará de neutralizar». ¿Alguien sabe de cuándo a aquí votar nulo es algo que reclame la intervención de los jueces?

La verdad es que cuando oí a éste me reproché de inmediato mi absurda tolerancia: no vale la pena prestarle atención ni de primeras. ¡Si no lo hacen ni los de su propio partido!

En todo caso, el hecho es que me pasé buena parte del día echando carreras y dándole al dedito.

Tampoco me quejo demasiado. Esta gente me conserva en forma, ágil cual felino, y me ayuda a mantener frescos en la memoria muchos y muy coloridos epítetos.

 

(8 de mayo de 2003)

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Cuestiones elementales

Escucho en Radio Euskadi a Fernando López Agudín. Dice que es preferible que la Prensa con sede en Madrid deje de lado algunas –bastantes– informaciones sobre lo que está pasando en Euskadi. E invoca dos razones en su apoyo. Aduce, de entrada, que no conviene que la campaña electoral se centre en los asuntos vascos, porque ése es el terreno más favorable para el PP: el que más le prestigia fuera de Euskadi y el que más dificulta –el que anula, de hecho– las posibilidades críticas del PSOE. A lo cual añade que maldito el interés que puede tener nadie en dar la cara por unas candidaturas que no son ni siquiera capaces de condenar los crímenes de ETA.

Primera observación: yo no he visto a nadie quejarse de que los medios de comunicación capitalinos hablen poco de Euskadi. Hablan una barbaridad. Demasiado, a juzgar por lo mucho que se repiten. De lo que nos quejamos –los que nos quejamos– es, en concreto, de que haya algunas informaciones –las que menos convienen a la política del Gobierno– que se les quedan sistemáticamente en el tintero.

En segundo lugar, resulta muy abusivo –injustamente abusivo– atribuir genéricamente a todas las candidaturas prohibidas por el Tribunal Supremo la misma actitud «contextualizadora» con respecto a los atentados de ETA. De hecho, ha habido representantes de algunas de esas candidaturas que han criticado la costumbre de Batasuna de apelar al «contexto» del «contencioso» para negarse a condenar la violencia de ETA.

O se demuestra que mienten cuando dicen que es eso lo que piensan o, si no, sería conveniente tomarlo en consideración.

Pero es que, además, a los efectos de lo que nos ocupa, da igual lo que digan o dejen de decir, porque aquí no se trata de defenderles a ellos, sino de oponerse a unas prácticas arbitrarias, antijurídicas, que violan gravemente los principios funcionales de todo Estado de Derecho. Ampararse en la maldad –real o supuesta– de los represaliados para negarse a criticar lo que está haciendo el Gobierno del PP con la ayuda de sus servidores judiciales es tan impropio como lo sería negarse a condenar la práctica de la tortura cuando los torturados sean delincuentes.

Dicho lo cual, vayamos tomando nota de cómo están las cosas. Porque López Agudín no es ni mucho menos un comentarista  representativo de lo que circula por las redacciones madrileñas. Él es –o ha sido hasta hace poco, por lo menos– miembro del Foro de Madrid en defensa de una salida negociada al conflicto vasco. De modo que para qué os cuento.

 

(7 de mayo de 2003)

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Mienten, y lo saben

Algunos de sus disparates no pueden creérselos ni ellos.

Por ejemplo: por muy obtuso que sea Acebes –asunto sobre el que no tengo datos suficientes para pronunciarme–,  es imposible que diga en serio eso de que hay que prohibir las candidaturas de AuB «para que no se financien con nuestro dinero». Tiene que saber que los electos cobran precisamente porque son electos, es decir, porque hay contribuyentes que les han dado su voto. Y el voto, a estos efectos, equivale a una orden de pago que el Estado está obligado a atender. El Estado no pone dinero: lo gestiona. 

De modo que no se aprovechan de ningún dinero ajeno. Más bien todo lo contrario.

Todo lo contrario, literalmente. Porque quienes sí van a financiarse con un dinero que no les corresponde son los demás partidos, que recibirán una parte de lo pagado en impuestos por los votantes de la izquierda abertzale, a los que el Tribunal Supremo ha privado del derecho a sufragar los gastos de los políticos de su elección, obligándoles a financiar a otros.

Esto es tan elemental, tan de cajón, que –ya digo– hasta Acebes tiene que saber que es así.

Ni el propio Acebes, ni su clon Michavila, pueden ignorar tampoco los groseros excesos que cometen en sus razonamientos. Pegan unos saltos lógicos de categoría auténticamente olímpica. Verbi gratia: según ellos, como las candidaturas de AuB son continuidad de las de Batasuna, y Batasuna era una organización «del entorno de ETA», los candidatos de Aub... ¡son terroristas! Se lo he oído decir a ambos en las últimas horas: «Vamos a impedir que haya terroristas en los Ayuntamientos», etcétera.

Mienten a sabiendas. Han de ser conscientes de ello porque, si realmente creyeran que cabe afirmar con fundamento que los candidatos de AuB son terroristas, ordenarían su detención y procesamiento.

De todos modos, reconozcamos que, en esto como en todo, su jefe es su jefe porque los supera. Ya pueden esforzarse, que nunca conseguirán igualarlo. Ahí lo tienen saliendo hora tras hora de su cabañita, como un reloj de cuco, para decir, sea sobre lo que sea, que él sí que sabe hacer las cosas, no como los demás, que sólo saben hacer pancartas. «Si gana la coalición de los socialistas y los comunistas, volverá el paro», dice, haciendo como si realmente se creyera que existe esa coalición y como si se pensara que gracias a él ya no hay paro.

En lo de esta gente hay mucho de error y de obcecación. Lo hemos visto en relación a la guerra de Irak, y lo estamos viendo con respecto a Euskadi. Viven de ficciones jurídicas, ciegos a la realidad, y nos llevan de mal en peor.

Pero lo suyo no es sólo el error. También la mentira. La mentira consciente, pura y dura. Que tanto dan los medios si el fin los merece.

 

(6 de mayo de 2003)

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Aficiones raras y aficiones peligrosas

Hay aficiones deportivas que me resultan misteriosas. Nunca he entendido qué puede albergar el cerebro de una persona que se da una paliza de cientos de kilómetros para llegarse hasta un pico del Pirineo, aparcar allí como malamente puede, instalarse en el borde de la carretera y aplaudir –o dar saltos, o incluso, eventualmente, echarse una carrerita– al paso de un grupo de ciclistas, para luego recoger los bártulos, salir del atasco con Dios y ayuda y volver a casa con el tiempo justo de echar una cabezada y estar puntual el lunes en la oficina. Estoy seguro de que el asunto tiene gato encerrado, porque me conozco alguna gente que lo hace y que no es en absoluto estúpida, pero admito sinceramente que para mí es un enigma total.

De todos modos, el ciclismo tiene por lo menos una cierta épica –lo del esfuerzo personal y todo eso– y las carreras discurren a veces por paisajes de gran belleza. No creo yo que pueda decirse lo mismo de las carreras de motocicletas y de monoplazas, como los llaman ahora. Aquí la cosa es ya definitivamente de chavetas. Los mismos cientos de kilómetros, idénticas incomodidades, pero ni Naturaleza ni nada: asfalto, un ruido espantoso, olor a gasolina... y a esperar a que pasen por delante y te dejen contemplar breves segundos de lo que están haciendo. No digo yo que no pueda haber peleas curiosas y lances espectaculares en una carrera de ésas, pero lo raro es que puedas verlo con tus propios ojos. Y para mirar en una pantalla gigante lo que está pasando, te lo ves cómodamente instalado en el salón de tu casa, con lo que puedes ir a mear cuando te viene en gana y la cerveza te sale a un precio módico.

Pero incluso eso estoy dispuesto, si no a entenderlo, sí al menos a concebirlo. Me consta que hay aficiones que atrapan a sus devotos por las vísceras y les mueven a aceptar sacrificios que resultan perfectamente incomprensibles para quien mira el asunto desde fuera. Yo mismo, pese a lo mucho que presumo de racional, he de admitir que he llegado a hacer cientos de kilómetros –e incluso miles– para ver espectáculos musicales (lo que, si no es comparable, da al menos una idea).

Amor a la bicicleta, pasión por el motor... Sea, les gustan esas cosas. Qué le vamos a hacer. Tampoco resultan nocivos para la comunidad, al menos en principio.

Pero lo que no puedo admitir bajo ningún concepto, lo que me pone de los nervios, lo que no dudo en catalogar como práctica socialmente peligrosa y hasta predelictiva, es el comportamiento de la mucha gente que transita de afición en afición y de forofismo en forofismo por razones exclusivamente patrioteras. Todo ese contingente abrumador de personal celtibérico que ha ido libando de flor en flor –hoy gimnasia, mañana tenis, pasado baloncesto, al otro golf, en seguida motos de 50 cc., de 125 cc., de 250 cc.... y ahora Fórmula 1– no porque les interese la práctica que justifica la competición, sino porque hay un español que está triunfando en ella.

Por no hablar ya de los comentaristas deportivos (!) que atizan lo peor de esos sentimientos dando pruebas del sectarismo más enfermizo –y más antideportivo–, incitando al público a desear que los rivales de nuestros compatriotas tengan accidentes, sufran lesiones o padezcan súbitas enfermedades.

Hay quien sostiene que así se desfoga y neutraliza el nacionalismo enfermizo. Yo no lo creo. Para mí que así se entrenan para aplicarlo luego a otras materias.

 

(5 de mayo de 2003)

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