Diario de un resentido social

Semana del 17 al 23 de febrero de 2003

 

La radio de ETA

Si hablas en Radio Euskadi, olvídate del derecho de crítica. No puedes decir ni media palabra sobre los discursos de los agitadores con tribuna en otras radios sin que te acusen de estar preparando su asesinato. Como se te ocurra comentar tal o cual pavada dicha en alguna tertulia de Radio Nacional, o de la COPE, o de Onda Cero, aunque ni siquiera menciones el nombre del pavo –o de la pava–, te acusan echando virutas de estar poniéndolos en «el punto de mira» de los terroristas. Esta semana han vuelto otra vez a la carga. En la emisora pública de Aznar. «En Radio Euskadi hablan de nosotros, y eso no tiene ninguna gracia. Yo te digo que, si en Radio Euskadi se meten contigo, lo menos que puedes hacer es pedir que te pongan escolta», largó una menda. Y se refería a un programa de antología de las tertulias capitalinas (Cocidito madrileño) en el que nunca se cita a nadie por su nombre. Se menciona la emisora en la que se ha dicho la cosa, pero nada más. El pecado, pero no el pecador.

Sólo encuentro una posible explicación para esta monomanía: esa gente se piensa que los comandos de ETA no sintonizan más emisora que Radio Euskadi, cosa que explica que sólo se enteren de lo que se larga en RNE, la Cope u Onda Cero a través de las referencias que hace la radio pública vasca a sus propósitos (o despropósitos). Creen que todo militante de ETA que se precie está con una mano en la pistola del 9 parabellum y con la otra en el volumen de la sintonía de Radio Euskadi. Jamás escuchan otra cosa. Ni siquiera cuando ejercen de comando itinerante. ¿Que están en Sevilla y no reciben la sintonía de EITB? Pues no ponen la radio, y a correr. Pero, así que cruzan Pancorbo, vuelven a encender el aparato, para que Radio Euskadi les diga qué voces –ya que no qué nombres– deben poner en la lista de asesinables. Según ellos, de no ser por Radio Euskadi –y, eventualmente, por Pepe Rei–, ETA no tendría ni idea de la existencia de esos comentaristas especializados en soltar mil y una frescas contra quienes no comulgamos con sus hostias.

Ellos pueden decir lo que sea de ti, poniéndote de asesino para arriba, citándote con nombre y apellidos, pero tú no puedes ni mencionar la empresa para la que trabajan, porque se sienten amenazados, los pobres.

Qué basura.

Lo que es por mí, pueden dormir tranquilos. Como no les oigo, no me entero de lo que dicen. Aunque quizá me acusen –son capaces– de maltratarlos con mi agresivo desprecio.

 

(23 de febrero de 2003)

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Almodóvar

Hoy puede recibir Almodóvar su enésimo premio por Hable con ella. En esta ocasión le puede caer el César galo –el equivalente que tienen nuestros vecinos del norte de los Goya– a la mejor película extranjera. Se le asignan grandes posibilidades, dado que la crítica parisina saludó el estreno de la película con general alborozo. Varios periódicos la calificaron de chef-d’oeuvre (obra maestra). Que ya es calificar.

Si los entendidos de los más lejanos países, desde los Estados Unidos de América a Francia, aclaman a Almodóvar como un cineasta genial, digo yo que será por algo. Aunque yo no encuentre ese algo por ningún lado.

Hable con ella me pareció un aburrimiento. Un aburrimiento pretencioso y vanamente preciosista. La historia que cuenta no consiguió interesarme en ningún momento. No sólo es rocambolesca, traída por los pelos e inverosímil en alto grado, sino además –y esto es lo peor– perfectamente prescindible: a mí, al menos, no me aportó ni un gramo de conocimiento de la vida. En ninguna de sus muy distintas posibilidades. Eso sin contar con la inclusión en la cinta de episodios tan de aurora boreal como la pintura naïf, y hasta condescendiente, de una violación con todas las de la ley.

Admito que yo puedo ser un espectador bastante mei generis, pero he de declarar y declaro que ya a los 20 minutos de proyección me estaba preguntando: «Y todo esto ¿por qué?». Tenía unas ganas casi irresistibles de salir por piernas, y sin duda que lo habría hecho de no haber acudido al cine en compañía, circunstancia que me obligó a meter en danza penosas consideraciones de cortesía.

Hablo de Hable con ella,  pero podría decir tres cuartos de lo mismo de otras películas de reciente éxito, españolas o no. Por ejemplo, de En la ciudad sin límites, película que me endilgó otra dosis de tedio y letargo de aquí te espero. Vi deambular a Fernando Fernán-Gómez por pasillos de hospital y estaciones de tren con el mismo sentimiento de aburrido disgusto que me podría producir la entrada de una mosca en la habitación de hotel que ocupo en este momento. No digo nada si la mosca apareciera acompañada de Geraldine Chaplin.

¿Qué tengo yo que me hace sentir una profunda emoción ante Los lunes al sol, que nadie por ahí parece valorar, y ninguna –cero, lo que se dice cero: cero patatero, que diría my friend Asna– ante filmes del estilo de Hable con ella o En la ciudad sin límites?

Me pregunto si no será que me tomo demasiado en serio esto de andar por la vida, y lo muy efímero que es el transcurso, y que por eso detesto que me  hagan dar paseos emocionales que no conducen a ninguna parte.

 

(22 de febrero de 2003)

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El comunicado conjunto

Ni siquiera se esfuerzan por informarse. De haberlo hecho, se habrían enterado de que la palabra Egunkaria en castellano quiere decir Diario, por lo que hablar de «el diario Egunkaria» es del estilo de lo de «las hermanas sisters». No creo que dijeran nunca «el diario Journal». O sí, porque de ellos puede esperarse cualquier cosa.

Es todo de bochorno. Incluido el bochorno jurídico. Es aberrante que se cierre un periódico, porque los periódicos no delinquen: sólo lo pueden hacer las personas. Un periódico no es jamás un instrumento de delito per se. Puede serlo, eventualmente, en manos de estos o aquellos individuos. Y es contra ellos, en todo caso, contra quienes debería dirigirse la acción penal, permitiendo que otras personas prosigan con la labor de interés general que representa la publicación de un diario. Porque todos y cada uno de los diarios atienden el derecho de la ciudadanía a recibir una información plural.

Pero si el cierre de un diario es siempre aberrante, lo es todavía más que se realice apelando a supuestos hechos de hace más de una década, hechos cuya continuidad nadie se toma el trabajo de argüir. ¡No tratan ni de justificarse apelando a la necesidad de impedir la repetición del presunto delito!

Es de elemental sentido común que, ficciones jurídicas al margen, no existe eso que llaman «el cierre cautelar» de un diario. Si un diario no sale a la calle durante meses (o años, que es lo que suelen durar las cautelas judiciales de este género), se muere. Careciendo de ingresos por venta y publicidad, el mantenimiento de su estructura se vuelve imposible. ¿De qué le serviría ahora a la dirección de Egin que una sentencia judicial firme estableciera que su cierre no estuvo justificado? Le valdría para enmarcarla y ponerla de adorno en la sala de reuniones... de Gara.

En el caso de Euskaldunon Egunkaria, los bienes sociales en juego son de particular importancia, al tratarse del único diario del mundo que se publica –perdón: que se publicaba– íntegramente en euskara. Había ahí un bien público merecedor de particular protección, que los cerradores han desdeñado por entero, demostrando por las mismas lo poquísimo que les importa.

En todo caso, el momento estelar de la medida llega cuando la anuncian en comunicado conjunto... ¡la Audiencia Nacional y el Ministerio del Interior!

Os seré sincero: me pareció bien. Fuera caretas: policías y jueces, todos en alegre tropel, cogiditos de la mano. A freír puñetas la separación de poderes. Escribí el otro día que me armo un taco porque ya no consigo aclararme de quién es el ministro de Justicia y quién el de Interior. Los confundo. Y por sus declaraciones no puedo orientarme: dicen lo mismo.

Cuánta razón tenía Alfonso Guerra: Montesquieu ha muerto.

 

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Cui prodest? Volvamos sobre la idea del otro día. ¿Qué ha conseguido la decisión de la Audiencia Nacional sobre Euskaldunon Egunkaria? Que se hable de eso, y no de la guerra, ni del chapapote. Lagarto, lagarto...

 

(20 de febrero de 2003)

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Otra gran potencia

Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán.

–Eres la pera, Javier. Tú, que te opusiste al Tratado de Maastricht, que siempre has despotricado contra la Unión Europa llamándola «la Europa del capital» y no se cuántas lindezas más... ¡y ahora cierras filas con Chirac!

–Tanto como «cerrar filas»... Pero sí, es verdad que considero su posición ante el peligro de guerra como un mal menor –le respondo.

–Y entonces ¿qué? ¿Ya no representa a «la Europa del capital»? –vuelve a la carga.

–¡Qué cosas dices, Gervasio! ¡Ya sé que no es partidario del socialismo! Pero lo que está en juego en este asunto no es de qué modo se organiza la UE de puertas adentro, sino qué papel juega en la escena internacional. Chirac y Schröder, cada uno por sus razones, han creído que es el momento de que Europa tenga una voz propia, diferenciada de la de Washington, rebelde al diktat de Bush. Y se han puesto manos a la obra. Eso me parece bien.

–¡Pero si son perros de la misma camada, hombre!

–Ahí está: que no. Son también perros, sin duda. Pero de diferente camada.

–No sé a dónde pretendes ir a parar.

–Pues está muy claro. Desde el hundimiento de la URSS, los Estados Unidos se hicieron dueños y señores del planeta. Hasta entonces, la necesidad de encontrar un equilibrio y de rivalizar en méritos con la otra superpotencia les obligó, de un lado, a no sobrepasarse en sus ambiciones, y, de otro, a templar sus formas, evitando las intemperancias excesivas. Pero tras la caída del Muro se desmelenaron. No había nadie que les objetara nada, así que ¡ancha es Castilla! Asumieron con total descaro y sin previa votación el puesto de mandamases del Universo.

Tras los atentados del 11-S las cosas fueron a peor. A mucho peor. Washington se montó una película de terror muy hollywoodiense, con terribles grupos clandestinos dispersos por todo el planeta –y  Ben Laden en funciones de Spectra preparando sin parar ataques suicidas para derribar edificios altísimos, derruir monumentos nacionales –estadounidenses, por supuesto– y expandir infecciones en masa. En tales condiciones, cualquiera que pusiera objeciones a las iniciativas de Washington, fueran las que fueran y en el terreno que fueran, pasaba a ser tratado de cómplice del terrorismo. De un terrorismo peligrosísimo que, por más vueltas que uno diera a la realidad realmente existente, no había modo de localizar por ningún lado (de hecho, del 11-S para aquí se han producido menos ataques terroristas contra intereses de los EEUU que en cualquier periodo equivalente de las décadas anteriores).

Alguien tenía que acabar diciéndole a Bush que ya le vale con su coartada de cartón piedra. Y alguien tenía que plantearse finalmente que un solo país no puede dictar su ley arbitraria al planeta entero. Entre otras cosas porque eso sólo conviene a los dirigentes del país que dicta la ley. Los líderes europeos, en parte apabullados por el efecto propagandístico del 11-S, en parte temerosos de la capacidad de represalia que tienen los EEUU, se habían mantenido en un prudente segundo plano, haciendo de claque cuando les correspondía. Ahora han empezado a silbar, y con razón, porque el espectáculo es bochornoso.

¿Estamos ante el surgimiento de otro polo de referencia, de otra gran potencia que, así sea a escala, rivalice con Washington y haga de contrapeso? No lo sé. Pero haré cuanto pueda porque así sea.

–¿Y Aznar?

–Aznar ha reaccionado como los países del Este europeo, empobrecidos y limosneros, que miran a Bush con la esperanza que les monte un Plan Marshall a su medida. Ha arruinado cualquier posibilidad de proseguir su carrera en el escenario europeo: Francia, Alemania y Bélgica lo vetarán cuantas veces haga falta.

–Pues peor para él, ¿no?

–Sí. Y sólo para él.

 

(20 de febrero de 2003)

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¿A quién beneficia?

Ayer me tocó programa doble como conferenciante: por la mañana en la Universidad de Deusto en San Sebastián –el viejo EUTG, donde yo no inicié mis estudios universitarios, porque me dedicaba a hacer de todo menos estudiar– y por la tarde en Bilbao, en una charla organizada por los jóvenes de Ezker Batua. A la conferencia de la mañana, de acuerdo con el lugar, le di un enfoque más académico. La de la tarde, centrada en el análisis del papel de los medios de comunicación en este momento prebélico, tuvo un carácter más abiertamente político.

Hablamos en el coloquio sobre el papelón de Aznar, sobre el desgaste que está sufriendo el Gobierno... Alguien del público me preguntó: «¿Y cómo podría arreglárselas para distraer la atención de la opinión pública y que se hable de otras cosas?». Respondí que las «otras cosas» de las que cabe hablar, empezando por el desastre del Prestige, tampoco le son precisamente muy favorables. Y añadí: «En estas condiciones, lo único que puede ayudarle es que se produzcan atentados de ETA. De haberlos, tendrá materia para desviar la atención de los medios de comunicación durante todo el tiempo que pueda... y bastante más».

Tras la charla, bajo un lluvia helada, extraña para Bilbao, regresé al hotel. Conecté la radio y me enteré: la Ertzaintza había desactivado una potente carga explosiva colocada en un cruce de carreteras de Bizkaia, preparada para hacerla estallar a distancia, probablemente al paso de algún vehículo.

Los latinos aconsejaban estudiar las acciones humanas más oscuras planteándose una pregunta: Cui prodest? ¿A quién beneficia? Tenían comprobado que, con mucha frecuencia, el beneficiario del hecho solía ser su instigador, si es que no su autor material.

De haberse producido el atentado al que estaba destinada la carga explosiva, Aznar habría logrado cambiar de tercio por un cierto tiempo. Y habría tocado a base de bien las narices a la oposición, reclamándole que dé prioridad «a la necesaria unidad de todos los demócratas», etcétera, etcétera.

No pretendo que la bomba la pusiera el PP. Tampoco que ETA quiera ayudar a Aznar. Me limito a decir que conviene reflexionar sobre el sentido y la función que tienen –o adquieren– las acciones humanas. Aquello que parece absurdo puede ser efectivamente absurdo.

Pero también es posible que sólo lo parezca.

 

(19 de febrero de 2003)

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Al fin sabemos lo que somos: bobos

El diagnóstico se ha hecho de rogar pero, tal vez para compensar la tardanza, desde su feliz hallazgo nos lo han repetido hasta el aburrimiento (o hasta el aborresimiento, como le oí decir hace años a un simpático agricultor de la huerta valenciana.)  

Primer elemento: tienen claro que somos estupendos, y no paran de decirlo. Según la ministra de Exteriores, tenemos un impulso ético tan desbordante que podemos compartirlo entre millones y aún nos sobra. Aznar, Rajoy, Arenas... Todos lo han dicho: las manifestaciones del pasado sábado demuestran que el pueblo de este país ama apasionadamente la paz y quiere lo mejor para el mundo.

Pero, ¡ay! (segundo elemento), nos dejamos manipular por gentes oportunistas y bellacos de diferente pelaje que nos hacen creer que el PP quiere la guerra y que Aznar se comporta con Bush de modo seguidista. Ésa es –Federico Trillo al aparato– una de las mentiras más tremendas de toda la Historia. Oímos a Aznar decir que es imposible que se produzcan disensiones entre su Gobierno y el de Washington, porque él va a apoyar a Bush en todo lo que haga y nosotros, en nuestra torpeza, nos tomamos eso como prueba de seguidismo. No entendemos nada.

En resumiendo: que somos buena gente, pero bobos.

Admiten que con todo esto pueden perder votos. Yo creo que sí. Es probable que no caiga muy bien que le digan al electorado que no se aclara.

 

(18 de febrero de 2003)

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No se reserva el derecho de admisión

Acudí a la manifestación del sábado en Madrid por imperativo político: no podía perderme lo que prometía ser un gran referéndum popular contra Aznar y su gentuza. Hube de hacer de tripas corazón, de todos modos, porque mi mal fabricada psicología lleva fatal tanto las grandes aglomeraciones como las expresiones ruidosas de fervor popular. Es un problema clínico: las multitudes me ahogan. Sobre todo las festivas. En fin, cosas que pasan.  

Quiero decir con ello que iba con el alma sumida en una honda contradicción: deseaba fervorosamente que la convocatoria tuviera un éxito total pero, a la vez, lo temía.

Se cumplieron todas mis expectativas: las mejores y las peores. Las mejores, porque aquello estaba de bote en bote; como nunca. Y las peores, porque me encontré encastrado en una masa compacta, flanqueado por los cuatro costados, sin posibilidad de despegarme. Y lo peor de todo: en la vecindad de un cortejo del PSOE.

Cuanto más gritaban sus consignas, más se me revolvían las tripas. «¡Esto nos pasa / por un Gobierno facha!», decían. Y yo respondía para mis adentros: «A diferencia de cuando estuvo vuestro Felipe. ¡Ése sí que le plantó cara a Bush padre!». Y ellos: «¡Con este Gobierno vamos de culo!». Y yo: «Querréis decir: “Volvemos a ir de culo”». Y ellos: «¡Aznar terrorista!». Y yo: «¡Sí, señor! ¡Y Barrionuevo, y Vera, y Galindo, demócratas!».

En esas estaba cuando un chaval con aspecto jamaicano –peinado rasta, piel oscura– se les enfrentó a voces: «¡Socialistas de mierda! ¿Y qué hicisteis vosotros cuando mandabais?». No le respondieron.

No intervine para nada. No por falta de ganas –aunque tampoco sea nada dado a los enfrentamientos callejeros–, sino porque lo tengo claro. Si la gente del PSOE sale a la calle contra el Gobierno del PP, mejor. Y si el PP pica el anzuelo, pierde los nervios y se pone a echar sapos y culebras contra el PSOE, mejor aún. ¿Que llegan a la ruptura? Ojalá. Tal vez así dejen de colaborar en toda la ristra de mierdas en las que están colaborando.

No sólo no me engaño con respecto a la sinceridad pacifista del PSOE. Tampoco me dan el pego los sentimientos de hermandad universal de la gran mayoría de los manifestantes.

Un lector me recuerda la columna que publiqué en El Mundo el 21 de julio de 1997, tras las manifestaciones que se celebraron contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco, bajo el título «¡Qué gran error!». Creo que trata de reprocharme que hablara así tras aquellas demostraciones y no lo haga ahora. Se equivoca. Lo hago igual. Me parece tan oportuno hacerlo que reproduzco lo que escribí en aquella columna:

«Ahora que con motivo de la protesta por el asesinato de Miguel Ángel Blanco ha quedado sobradamente demostrada la amplia capacidad de movilización en favor de los derechos humanos que tiene la población de este país, parece llegado el momento de proponer a nuestra opinión pública otras metas, no por diferentes menos nobles y urgentes.

Las posibilidades son casi infinitas.

Sin ir más lejos: aquí, a pocos kilómetros de donde escribo, al otro lado de este hermoso valle que sestea bajo mi ventana adormecido por el sol de julio, en la bella población de La Vila Joiosa, algo al norte de Alicante, detuvieron hace tres días un camión en el que unos desaprensivos transportaban, en un cochambroso doble fondo, a una veintena de inmigrantes traídos desde Palestina, Egipto y Argelia. No tenían ni un duro encima: habían vendido todas sus pertenencias para costearse ese viaje infernal hacia la opulenta Europa. Ahora volverán gratis a casa.

Doy por hecho que si todavía no ha habido ni una sola manifestación para protestar por esta situación, si aún nadie se ha declarado en huelga de hambre para denunciar no ya el tráfico ilegal de inmigrantes sino la desgarrada realidad social que le sirve de base, es porque el dato –ocupados como estaban los medios de comunicación en otras empresas– no ha sido suficientemente conocido, pero que, en cuanto se sepa, las calles se llenarán de miles y miles de españoles que clamarán contra ese horror, que exigirán una nueva relación Norte-Sur, que demandarán una política de inmigración solidaria, que se declararán avergonzados por el hecho de que el Gobierno de España no haya cumplido con el pacto que firmó en Río hace años, comprometiéndose a dedicar el 0,7% de su PIB a proyectos de cooperación con el Tercer Mundo. Todos alzarán entonces al cielo sus manos, millares de racimos solidarios, para demostrar que las tienen –que las tenemos– perfectamente limpias.

Será muy hermoso.

Ya nada será como fue. Porque ahora somos cientos de miles, somos millones y millones los que compartimos el común sentimiento de que la dignidad humana es un valor supremo.

Tengo entendido que en Madrid se están organizando patrullas ciudadanas espontáneas para descubrir los talleres clandestinos en los que las mafias chinas tienen secuestrados a cientos de compatriotas suyos en zulos textiles, y que montones de jóvenes recorren las carreteras para liberar a las chavalas angoleñas, brasileñas y centroamericanas forzadas a la prostitución por cuenta ajena.

¡Tantos años pensando que éramos cuatro gatos los que nos rebelábamos contra la injusticia, los que no tolerábamos la tortura, los que no aceptábamos la insolidaridad! ¡Qué error, qué gran error mi desconfianza, mi misantropía, mi asco por los políticos profesionales y por la miserable naturaleza humana de la que se aprovechan!»

Mi amargo sarcasmo de entonces me sigue pareciendo igual de válido. Continúa siendo tan problemática la parcialidad de los objetivos mayoritarios de entonces como la de ahora.

Entonces me opuse al asesinato de Blanco. Ahora rechazo los planes que pueden conducir a la muerte no de una persona, sino de cientos de miles. Planes que se desarrollan en nuestro nombre y se financian con el dinero de nuestros impuestos.

Pero que no comparta la ideología de muchos de los que se manifiestan a mi lado no me lleva a repudiarlos y huir de ellos cual apestados. Si quieren caminar en mi misma dirección, así sea por un breve tramo, que lo hagan. Me echan para atrás quienes les cuentan milongas. Porque viven de ellas, y las explotan.

A cada palo le corresponde aguantar su vela. Yo me limito a explicar cómo y por qué aguanto la mía.


(17 de febrero de 2003)

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