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2013/05/29 11:10:17.524000 GMT+2

Estados Unidos ¿buscando su lugar en el mundo?

Un analista político estadounidense, buen conocedor de la realidad interna de su país y experto en variados ámbitos de la política internacional, escribió hace poco lo siguiente: "La disminución del poder global de EE.UU. es evidente desde el final de la Guerra Fría. El declinar de EE.UU. se muestra hoy en el plano interior (desde el deterioro de las infraestructuras hasta la pérdida de la calidad de vida) y en el exterior, con una marcada reducción de su influencia en Latinoamérica y Oriente Medio. El 'sueño americano' de una inevitable superación y un incesante progreso material es todavía alabado principalmente por los que viven de sueños. Pero, para muchos ciudadanos, estas circunstancias cambiantes -distintas a todo lo conocido a lo largo de su vida- son difíciles de asumir".

Sospechar que EE.UU. está "buscando su lugar en el mundo" tras varios siglos durante los cuales ha hecho y deshecho todo lo que se le ha antojado, no solo en el continente americano sino en todo el planeta, parece encerrar una flagrante contradicción. Es habitual atribuir la búsqueda de un lugar al sol a las naciones emergentes o de nueva creación, que necesitan afirmar su personalidad como Estado y codearse en pie de igualdad con las viejas potencias de la comunidad internacional. Cartago trató de imponer su presencia frente a Roma, del mismo modo que la Alemania de Hitler, que renacía tras la catástrofe de Versalles, necesitaba imponer su voluntad a Europa y disponer de un "espacio vital", que decidió establecer en las tierras eslavas, para lo que hasta puso en circulación una palabra para definirlo: el lebensraum. Ambos intentos condujeron a sendas guerras, a cual más destructiva para los pueblos que las padecieron.

Al contrario de lo anterior, el pueblo que crearía los Estados Unidos de América del Norte se expandió desde sus primeros días con pocas limitaciones externas: una guerra de independencia contra Inglaterra, algunos conflictos menores con otras potencias coloniales que también habían puesto pie en América del Norte, y el aplastamiento definitivo de las naciones indígenas. Por eso, más que esforzarse por buscar su lugar en el mundo, los fundadores del nuevo Estado estaban plenamente convencidos de que era el mundo el que necesitaba de su presencia y su buen hacer, y el que se entregaba voluntariamente al nuevo faro que iluminaría los caminos de la libertad para toda la humanidad. Su "destino manifiesto" (la expresión clave que, como el lebensraum alemán, permitiría a la nación americana justificar cualquier atropello) le impulsaría a extenderse según creyera conveniente para cumplir sus fines salvíficos.

Sin embargo, como opina Matthews, no puede ignorarse el hecho de que el poder global de EE.UU. ha ido disminuyendo paulatinamente desde que concluyó la Guerra Fría. Hubiera sido lógico creer que sucedería justo lo contrario y que, al extinguirse la URSS, cuya sola existencia ya de por sí limitaba la tendencia estadounidense a la expansión y contrapesaba su influencia, EE.UU. extendería su poder sin límites e impondría su voluntad al resto del mundo, materializando esa tendencia soberana que siempre ha sido el substrato de su política exterior, la "República imperial" sobre la que reflexionó Raymond Aron

Son numerosas las razones por las que esto no ha ocurrido y están todavía sujetas a discusión. Dentro y fuera de los EE.UU. se han escrito innumerables páginas; unas para explicar el fenómeno del "declive del Imperio"; otras, para negarlo o matizarlo, para proponer remedios, etc., sin que pueda decirse que en la comunidad académica exista consenso sobre este asunto. Muchos factores son citados a este respecto. Una marcada deriva hacia posiciones conservadoras, cuando no de extrema derecha, en un amplio sector de sus élites políticas; la creciente presión de las grandes corporaciones industriales y financieras, que temieron el advenimiento del supuesto "dividendo de la paz" -el que permitiría transferir recursos desde la defensa hacia el bienestar social- y que aplaudieron la aparición de un nuevo enemigo -el terrorismo- que sustituiría al decrépito comunismo como incentivo para nuevos gastos militares; un desplazamiento, cada vez mayor, del poder efectivo desde los órganos políticos hacia los económicos y financieros, y la hegemonía de una oligarquía cada vez más rica y poderosa, que concentra en ella el poder capitalista y está cada vez más alejada del sentir popular; unas irreflexivas y arrogantes intervenciones militares que condujeron a las dos guerras fallidas de Irak y Afganistán (fallidas porque no alcanzaron los supuestos objetivos estratégicos, pero triunfales en cuanto a los beneficios económicos que produjeron en los sectores más privilegiados de la plutocracia estadounidense), producto de la hegemonía ideológica de los neoconservadores que dominaron la política de EE.UU. hasta la llegada de Obama. La lista podría ampliarse según los diversos criterios utilizados, pero la conclusión sobre la que existe casi plena coincidencia es que EE.UU., aun siendo todavía imbatible en el terreno del poder militar y conservando una extensa hegemonía política en el mundo, ha empezado a flaquear en otras dimensiones, como son la económica, la diplomática, la moral, la social e incluso la cultural y educativa.

Las nuevas coordenadas mundiales

Las circunstancias en que EE.UU. estaría buscando su lugar en el mundo, de ser cierta la cuestión que aquí se plantea, son múltiples y afectan sobre todo a los aspectos que perciben tanto los ciudadanos de ese país como los del resto del mundo. La historia universal describe varias épocas en las que los acontecimientos más señalados se sucedieron como consecuencia inmediata de un reequilibrio en el sistema mundial del poder. No es aventurado suponer que casi todos los momentos cruciales de la historia de la humanidad están vinculados, de uno u otro modo, a ese tipo de reajustes entre los distintos grupos humanos: tribus, reinos, imperios, Estados, alianzas, etc.

Juan Valera, el político y diplomático español autor de la popular novela "Pepita Jiménez", citaba en uno de sus lúcidos ensayos a un poeta portugués anónimo que describía la situación internacional en las postrimerías del siglo XV:

Do Tejo ao China o portuguez impera,
De um polo a outro o castelhano voa,
E os dois extremos da terrestre esfera
Dependen de Sevilha e de Lisboa.

La cuarteta no es solo atribuible a envanecimiento o petulancia, algo tan extendido entre los pueblos ibéricos.  El poeta no andaba desencaminado al describir el reparto del poder mundial entre los dos reinos peninsulares y expresaba con exactitud la realidad del momento, aunque éste hubiera durado muy poco en la historia universal. Tras las bulas que emitió el papa Alejandro VI en 1493, que dividían entre los dos reinos ibéricos el nuevo mundo descubierto a Levante y Poniente, para dirimir sus crecientes disputas, se firmó un año después el Tratado de Tordesillas entre el rey y la reina de Castilla y de León, por una parte, y el rey Juan II de Portugal por la otra, tratado por el que, en líneas generales, se repartían el mundo que iba siendo descubierto en los dos hemisferios: el oriental luso y el occidental castellano.

Muchos repartos posteriores se fueron sucediendo en el transcurso de los siglos, generalmente a cargo de las potencias vencedoras en los diversos conflictos que iban ensangrentando a la humanidad. El final de la Segunda Guerra Mundial supuso también un nuevo reajuste del poder, que instaló en la cúpula del planeta a EE.UU., a no mucha distancia de la Unión Soviética, de modo que ambos Estados se repartieron tácitamente el mundo. Aunque en este caso el reparto de la "terrestre esfera" no fuera sancionado mediante una bula papal, se mantuvo vigente durante algunas décadas gracias a lo que algunos llamaron el equilibrio del terror (nuclear) y otros denominaron simplemente la Guerra Fría, es decir, el contrapeso obtenido mediante las armas nucleares, cuyo poder político (más decisivo que el meramente militar) era tanto o más resolutivo que el del Papado romano durante la breve hegemonía hispano-lusa.

Si el reparto del mundo entre Lisboa y Sevilla obedeció sobre todo al poder de que disfrutaban Castilla y Portugal, que se manifestaba en sus correrías por los océanos y la ocupación de territorios desconocidos, el nuevo sistema de fuerzas mundial que se perfila entrado ya el siglo XXI augura un nuevo reajuste de las esferas del poder (en el que evidentemente no participarán ni España ni Portugal) que afectará principalmente a EE.UU. y a algunas de las potencias todavía denominadas "emergentes" aunque estén ya plenamente emergidas, entre las que no puede dudarse de que China ocupará un lugar privilegiado. El Imperio español se fue desintegrando porque, entre otras razones, su base financiera no le era propia, y el dinero y las riquezas eran manejados por entidades y ciudadanos de otros países, menos dados que los castellanos a despreciar el comercio en favor de la hidalguía, y que se beneficiaban de ello más que la metrópoli imperial. Por otras razones, pero de modo no muy distinto, EE.UU. está avanzando por un peligroso camino, al aumentar incesantemente su déficit y al depender incluso de China para sustentar su propia fiabilidad financiera.

Pero no solo China y los países emergentes establecen un nuevo sistema de coordenadas, porque desde el mundo islámico, secularmente en un plano inferior en los momentos más críticos de la historia moderna, se escuchan airadas demandas, se rebelan los pueblos y se adoptan decisiones que no pueden ser ignoradas en el equilibrio del poder internacional, por inconexas que sean y por dispersas que estén entre distintos Estados, no siempre aliados y muchas veces enfrentados entre sí. Ha sido precisamente en este terreno donde la acción de EE.UU., a causa de la indefinida e inconcreta "guerra contra el terrorismo", ha sufrido un mayor deterioro en casi todos los órdenes, al no haber sabido valorar las nuevas circunstancias y haber tomado algunas decisiones tan apresuradas como arrogantes.

Respecto a la Unión Europea (UE) es inevitable que cambie la posición relativa de EE.UU. en el campo de vectores del poder político. Porque si ya desde mediados del  pasado siglo el poder militar europeo quedó subordinado claramente al de su aliado trasatlántico, el actual declive económico de la UE lleva consigo una disminución del papel de Europa en el concierto de las naciones. Si a sus penurias económicas une la UE su debilidad política interna y su incoherencia para establecer una política exterior clara frente al mundo (como recientemente se ha revelado en el tratamiento del conflicto de Mali, y anteriormente sucedió con la intervención militar en Libia), EE.UU. tendrá cada vez menos interés en cooperar con la UE, sobre todo si esto le causa problemas en otras zonas de mayor interés estratégico, como el Pacífico y Oriente Medio. Hasta la vieja "relación especial" que le ha vinculado con el Reino Unido, su enviado especial en el continente europeo, puede pasar a un plano secundario si la política europea de Londres hace prever un aflojamiento de los lazos que lo unen con Europa, como parece ser la tendencia del actual gobierno británico.

La nueva estrategia de EE.UU.: el giro hacia el Pacífico.

Consideremos ahora uno de los efectos más ostensibles del reajuste de poder, en lo que respecta a una importante región del mundo: el vasto espacio que se abre a partir de la orilla occidental del continente americano. Espacio que ya atrajo a EE.UU. tras la depresión de 1890-1893, como describe el diplomático e historiador Moniz Bandeira, para disputar los ricos mercados de China y del sudeste asiático, "lo que hacía necesario el establecimiento de una base en el Pacífico occidental, así como el control de las Filipinas". En 1893 EE.UU. invadió las islas Hawai "para garantizar la seguridad y la vida de los estadounidenses", que en realidad no corría peligro. Cinco años después el Congreso declaró la anexión del archipiélago y la prensa local proclamaba: "Hawai se convierte en el principal puesto avanzado de la Gran América", revelando el sentido profundo de la operación. La guerra contra España completó la penetración estadounidense en el Pacífico occidental al poner en sus manos el archipiélago filipino y la isla de Guam. Como escribe Moniz: "Los Estados Unidos, cuyo pueblo creía ser elegido de Dios y que su 'destino manifiesto' era proyectarse a través del Pacífico, habían entrado sobre el Asia en una fase más de expansión territorial, de carácter esencialmente imperialista, con la conquista de más de 250.000 km2". Así lo explicó el presidente Wilson: "Esta gran presión de un pueblo que avanza siempre hacia nuevas fronteras, buscando nuevas tierras, nuevo poder, la plena libertad de un mundo virgen, ha regido nuestro rumbo y ha determinado nuestra política como el Destino".

Aunque no sea consecuencia directa del "destino manifiesto" de Wilson, sino una combinación entre la nueva reestructuración del poder, antes apuntada, y la inmanente tendencia a la expansión que muestra la historia de EE.UU., lo cierto es que durante 2012 se reanudaron los contactos entre el Pentágono y los Gobiernos de varios países del sureste asiático, lo que parece ser consecuencia obligada de la llamada "Nueva estrategia 2012", que fue aprobada por Obama a principios de ese año y que fue comentada más extensamente en la anterior edición de este anuario. En el discurso de presentación de dicha estrategia ante la Junta de Jefes de Estado Mayor, el presidente anunció el propósito de reducir la implicación de las fuerzas armadas en el continente euroasiático y volcar con preferencia su atención hacia el espacio del Océano Pacífico y el Lejano Oriente. Se adujeron varias razones para hacerlo así, pero la más decisiva parece ser la amenaza que supone el creciente poderío chino en todos los órdenes: económico, financiero, político y, sin duda alguna, también militar.

Aunque el Departamento de Defensa niegue en redondo que el renovado interés por la zona obedezca a un plan de contención de China, son de sobra conocidos los recientes conflictos de soberanía promovidos por este país en aguas internacionales y que implican a varios países limítrofes, con los que EE.UU. sostiene estrechas relaciones. Es significativo lo que escribió en un diario español León Panetta, el secretario de Defensa durante el primer mandato de Obama, negando taxativamente que el reequilibrio estratégico en el Pacífico esté dirigido contra China, con la que, por el contrario, propugnaba "una relación de ejército a ejército saludable, estable y continua [...], basada en un diálogo sostenido y sustancial que mejore nuestra capacidad para trabajar conjuntamente y evitar cualquier error de cálculo". Para no dar lugar a malentendidos, añadía: "Aun si implementamos un reequilibrio pensando en la región Asia-Pacífico, conservaremos una presencia significativa en Oriente Próximo para disuadir la agresión y promover la estabilidad". Nada similar dijo sobre Europa, lo que no deja de ser curioso, sobre todo tras la intervención en Libia, donde EE.UU. dejó manos libres a los europeos, con el incierto resultado de sobra conocido.

Los países que acogieron las bases de EE.UU. desde las que se alimentó y sostuvo la guerra de Vietnam han sido objeto de especial atención por Washington. Filipinas, Vietnam y Tailandia han sido visitados por misiones norteamericanas, con vistas a establecer relaciones militares que permitan utilizar las instalaciones locales para maniobras y ejercicios conjuntos, organizar visitas periódicas y firmar convenios defensivos. El general Dempsey, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, declaró, tras una visita a Tailandia, Filipinas y Singapur, lo siguiente: "Yo no voy con una mochila llena de banderas de EE.UU. plantándolas por todo el mundo". Explicó que el objetivo de los contactos realizados era crear vínculos de asociación con países que compartieran intereses comunes y establecer algún tipo de presencia temporal en ellos. Las Fuerzas Armadas de EE.UU. no olvidan que construyeron en Tailandia una de las más largas pistas de aterrizaje existentes en el Sureste asiático en la base de U-Tapao, desde donde operaron los temibles B-52, responsables del "bombardeo en alfombra" que arrasó Vietnam. Otros nombres que sonaron durante esa guerra vuelven a primer plano, como la base naval de Subic y la base aérea de Clark, ambas en Filipinas, pivotes esenciales para el esfuerzo bélico estadounidense en los años 60 y 70 del pasado siglo.

Todo parece indicar que se está configurando paulatinamente en Washington una nueva transposición en el concepto de enemigo: si el terrorismo sustituyó con éxito al comunismo de la desaparecida URSS como elemento motivador de una mayor preocupación por la defensa e impulsor de nuevos desarrollos industriales en las grandes corporaciones del armamento, ahora China empieza a aparecer como una nueva amenaza, con un futuro más estable y prometedor que el terrorismo, siempre tan difuso e incierto, así como frustrante para los que anhelan aplaudir el paso de las banderas victoriosas tras la "misión cumplida". La permanencia de las amenazas y su exageración controlada permite mantener las necesarias presiones políticas (miedo y sumisión en la población) y económicas (armamento y gastos de defensa), para que todo siga igual y los beneficios del miedo se aprovechen debidamente por los que siempre han sabido hacerlo.

En el mismo sentido apunta la relevancia que en los medios de comunicación se ha dado en los primeros días de 2013 a ciertas acciones de guerra cibernética, atribuidas a China, que han sufrido algunos sistemas informáticos estadounidenses, evitando citar que Irán ya padeció en el pasado varios ataques similares organizados desde EE.UU. y, posiblemente, Israel. Cuando se inventan nuevos instrumentos para el campo de batalla (sean drones o ciberataques), como viene haciendo sistemáticamente EE.UU. desde que el primer ingenio atómico de la humanidad explotó en 1945 en las praderas de Nuevo México, es imposible evitar que otros países se sumen a la carrera iniciada y devuelvan golpe por golpe o amenaza por amenaza, y es además una necedad quejarse por ello.

La remilitarización del Este asiático, podría reproducir frente a China la nefasta "teoría de la contención" que sostuvo la Guerra Fría y sembró el planeta de guerras "por país interpuesto", lo que no augura perspectivas optimistas. No parece que Obama tenga intención de proseguir por ese camino aunque es indudable que prefiere planear anticipadamente una estrategia de presencia reforzada en el familiar territorio geoestratégico que desde California y las Aleutianas hasta Guam sigue materializando la tradicional flecha de penetración en el espacio asiático.

La guerra sucia antiterrorista: la CIA y las torturas

Durante el año 2012 las actividades ocultas de la CIA en lo relativo a la detención ilegal de personas sospechosas de ser terroristas y las posteriores operaciones para obtener de ellas información, han ido aflorando en diversos países y han sido objeto de polémica en muchos medios de comunicación. Incluso a mediados de febrero de 2013, a punto de cerrarse la elaboración de este Anuario, la comparecencia ante una comisión del Senado de John Brennan, el actual "director de contraterrorismo" de Obama y propuesto por éste como futuro director de la CIA, elevó la temperatura del debate cuando Brennan afirmó que la tortura mediante simulación de ahogamiento (waterboarding) era rechazable y no debería aceptarse. Sin embargo, apremiado por la comisión acabó puntualizando: "De todos modos yo no soy un experto en leyes y no puedo responder a esa pregunta". Esto equivalía a relegar a un último plano los aspectos morales y éticos de la tortura, y dejar su definición y su aplicación práctica en manos de los expertos legales del Estado, como ocurrió con el infame memorándum de la época Bush, elaborado por la asesoría jurídica de la presidencia, que autorizó oficialmente los métodos de "interrogatorio reforzado". Quedaba así una vez más al descubierto la vana retórica habitual de los grandes discursos patrióticos que ensalzan a la nación predestinada para llevar al mundo la justicia, la democracia y el respeto a los derechos humanos, pero que encubren una realidad mucho menos idealista, en la que un político designado para desempeñar uno de los más altos cargos del Estado no se atreve a llamar por su nombre a una práctica explícitamente rechazada por una Convención de Naciones Unidas.

Según un informe, de la organización neoyorquina de derechos humanos Open Society Justice Initiative (OSJI) al menos 54 países contribuyeron a las operaciones de secuestro internacional, detención ilegal y tortura que tuvieron lugar después del 11-S.  En él se afirma que está bien comprobado el hecho de que la CIA no hubiera podido desarrollar tan extensivo programa por sus propios medios, sin la participación de otros países. Por ello, la OSJI considera que la responsabilidad de sus gobernantes ha de sumarse a la de los altos funcionarios del Gobierno de Bush que de modo plenamente consciente violaron los derechos humanos de un gran número de personas y que, al publicar el informe, siguen sin haber sido acusados por ello.

Entre los países europeos que participaron en esta extendida ignominia hay que citar a Alemania, Austria, España y Portugal, y salvar a este respecto la reputación de Francia, Hungría, Países Bajos y Rusia. Mención especial merecen todos los países de Latinoamérica, ninguno de los cuales está incluido en la larga lista del deshonor. Lituania, Polonia y Rumanía albergaron prisiones secretas y en el transporte furtivo de detenidos también colaboraron Finlandia y Suecia. Ni siquiera Canadá, cuyo proverbial respeto por las libertades individuales y los derechos humanos es tan frecuentemente alabado, se salva de ser citado en este inventario del desprestigio. Además de facilitar a la CIA su espacio aéreo -como otros muchos países, entre ellos España- filtró a los medios de comunicación informaciones erróneas que permitieron detener a uno de sus ciudadanos y enviarlo a Siria, donde permaneció detenido un año y fue debidamente torturado. Posteriormente, el Gobierno hubo de reconocer su triste papel en tan repugnante episodio e indemnizar a quien lo padeció injustamente. No todos los países implicados fueron capaces de actuar de este modo.

En el citado informe se afirma: "A pesar de los esfuerzos de EE.UU. y sus Gobiernos amigos para ocultar información relacionada con las detenciones y traslados secretos, es muy probable que se produzcan otras revelaciones públicas, como las documentadas en este informe. [...] Además, a la vez que los tribunales de EE.UU. han cerrado sus puertas a las víctimas de [estas operaciones] en los tribunales de otros países empiezan a plantearse reclamaciones legales contra los Gobiernos que participaron en ellas". De hecho, ya hay demandas planteadas ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos contra Italia, Lituania, Polonia y Rumanía; contra Yibuti, ante la Comisión africana equivalente; y contra diversas autoridades locales en Egipto, Hong Kong, Italia y Reino Unido.

El informe concluye conminando a EE.UU. y a los demás países involucrados a que admitan la verdad de su participación en tan ilegales operaciones, las repudien e investiguen la actuación de los responsables: "Estas medidas son esenciales, no solo para asegurar que la tortura y otras  violaciones de los derechos humanos no se repitan en futuras operaciones antiterroristas, sino también para mejorar su eficacia", porque como reconoció en 2006 la Asamblea General de la ONU "las medidas contra el terrorismo y la protección de los derechos humanos no son objetivos contrapuestos sino complementarios y coadyuvantes". Esta frase debería figurar esculpida en mármol en las sedes de todos los servicios de inteligencia del mundo, porque encierra una sencilla verdad: hay ciertos métodos de la lucha antiterrorista que son los que más fomentan el terrorismo y ayudan a reclutar nuevos asesinos.

Existe una creciente tendencia entre algunos analistas internacionales a considerar que la "edad dorada" de Al Qaeda ha pasado. Hay quien considera que el punto máximo de esta organización tuvo lugar en torno a 2004 ó 2005. Desde entonces, se desliza en un lento y continuo declive que no es solo producto de la desaparición progresiva de sus principales dirigentes, sino que se aprecia también en el deterioro de sus infraestructuras de entrenamiento y, sobre todo, en el creciente rechazo que suscita entre la población de ciertos países, como Iraq, Pakistán y Arabia Saudí, donde han fracasado sus intentos de ganar el favor de los pueblos. Este efecto se percibe con más intensidad allí donde éstos han sufrido las prácticas de gobiernos de los extremistas islámicos. El resultado es que se ha desvanecido la antigua fuerza centrípeta que cohesionaba a los diversos grupos afiliados bajo su bandera, y su forma de actuar recuerda cada vez más a la época pre-Al Qaeda. Conviene recordar el hecho de que no se percibió un temor declarado al terrorismo ni durante los Juegos Olímpicos londinenses ni durante la campaña electoral en EE.UU., y en ambos casos se adoptaron las medidas adecuadas para la seguridad ciudadana sin que se apreciara ninguna psicosis colectiva, como sucedió en otras ocasiones anteriores.

Esto no indica que la peligrosidad de Al Qaeda haya desaparecido, pues siempre hay que contar con la posibilidad del "lobo solitario", capaz de causar una catástrofe en cualquier lugar del mundo. Sin embargo, y esto es lo que conviene resaltar, el objetivo fundacional de la organización, que se basaba en sembrar un extendido terror irracional entre la población de los países "infieles", parece cada vez más fuera de su alcance. En resumen, Al Qaeda no presenta una "amenaza existencial" como en otros tiempos, aunque allí donde coincidan la ideología salafista y la yihadista siempre serán posibles nuevos brotes de violencia, como se ha comprobado recientemente en Mali y en Argelia.

Conclusión

Llegado a este punto, es casi obligado concluir que EE.UU. no está propiamente "buscando" su lugar en el mundo, porque ha venido disponiendo de un lugar propio con casi plena libertad de acción desde hace muchos decenios. La observación de la realidad política actual muestra que, en todo caso, EE.UU. se siente obligado a "reajustar" su posición en un mundo que ha cambiado radicalmente desde que la gran potencia norteamericana se alzó a su cúspide al concluir la 2ª Guerra Mundial. Ese reajuste puede hacerse de modo confuso, contraproducente y a regañadientes -como ocurrió durante la presidencia de Bush Jr.- o puede ser el resultado de un análisis frío de la situación internacional y del lugar que en ésta ocupan otras potencias de significativa relevancia.

Acometer un análisis frío de la situación no es fácil en EE.UU. por el peso que en las mentes de muchos de sus ciudadanos tienen todavía los mitos fundacionales de la nación. Sigue formando parte de su mitología subconsciente la famosa frase que acuñó Acheson, el Secretario de Estado del presidente Truman: "En último término, EE.UU. es la locomotora que encabeza a la humanidad y el resto del mundo es el furgón de cola". Con esa idea presente, el ciudadano ordinario asume que su país es la primera gran nación que se fundó sobre valores morales universales y que esto debería seguir siendo evidente para el resto del mundo, por lo que sus acciones siempre son regidas por el deseo de un mayor bienestar para la humanidad.  

Por último, la pregunta que conviene hacerse es: ¿Cuánto tiempo podrá sobrevivir el mito? Tras el fracaso de Vietnam y las guerras fallidas de Iraq y Afganistán, englobadas ambas en una indefinible guerra contra el terror, durante la que tan brutalmente se han vulnerado esos "valores morales" tan frecuentemente recordados, parece cada vez más difícil seguir sosteniendo la mitología fundacional. El tiempo que se tarde en aceptar sinceramente una realidad menos resplandeciente que el mito tradicional, será tiempo perdido para ese necesario "reajuste" de la posición de EE.UU. en un mundo que creyó hecho para ser dirigido desde Washington, pero que no se deja manejar con facilidad. 

Escrito por: alberto_piris.2013/05/29 11:10:17.524000 GMT+2
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