Tal fuimos, tal somos

 


Esta muy larga conferencia fue pronunciada en julio de 1994 en un curso de la Universidad de Verano de Maspalomas, en Gran Canaria. (Dicho sea de paso: una de las pocas Universidades de Verano a las que he asistido que no estuviera repleta de sinvergüenzas dispuestos a repartírselo crudo sin dar ni sello). Si os animáis a leerla, os conviene tener en cuenta el tiempo que ha transcurrido desde entonces. No obstante, me reafirmo en sus tesis básicas.


1. Introducción

Negociar no es ningún crimen. Tampoco nada que sea específicamente bello. Depende de lo que se negocia, de cómo se negocia y, sobre todo, de lo que cada cual obtiene y cede en la negociación, es decir, del acuerdo al que se llega, en el caso de que se llegue a alguno.
Hay ocasiones en que negociar se vuelve casi imprescindible. Por ejemplo, cuando uno ha emprendido una guerra y ha sido derrotado. Entonces negocia para no perderlo todo. O para perderlo sólo como bando, sin obligar a quienes han participado en la lucha a perderlo también personalmente. Este tipo de negociación, como digo, es casi imprescindible.
Pero sólo casi. Hay ejemplos históricos de derrotados militarmente que prefirieron no firmar la rendición, aun a costa de sus vidas, como modo de transformar la derrota militar en una victoria moral. Es el caso mítico de los esclavos romanos que dirigió Espartaco. Y es el caso, más próximo, de los Federados de la Comuna de París. Perdieron su vida, pero sólo su vida. Pasados los años, parece claro que no fueron ellos quienes salieron más derrotados en aquellas batallas: la memoria de Espartaco y los suyos sigue despertando admiración, así sea gracias a Stanley Kubrick y Kirk Douglas. En cuanto a los Federados, yo les invito a ustedes a visitar el cementerio del Père Lachaise, en París: el muro contra el que murieron los Federados sigue estando lleno de flores, en tanto el panteón de su verdugo, Thiers, tiene en sus paredes el testimonio de lo único para lo que los visitantes se detienen ante él: el musgo de la orina.
En el extremo contrario de las peculiaridades humanas se sitúa la actual ETA, que ha convertido la negociación en un fin en sí mismo. Una y otra vez, los responsables de la organización armada vasca y sus mentores políticos proclaman su firme voluntad de negociar, pero ninguno de ellos aclara mínimamente qué es lo que quieren negociar, esto es, qué pretenden obtener. Saben positivamente que su programa político -los puntos de la llamada alternativa KAS- no tienen la más mínima posibilidad de triunfar, dada no sólo su debilidad militar sino también la escasa fuerza política de su bando, pero no exponen ningún otro inventario de reclamaciones. Sencillamente, insisten en su deseo de negociar. Un aparente absurdo que tiene sentido, en la medida en que lo primero que necesitan es legitimación política, y ésta les vendría dada por el mero hecho de ser aceptados en una negociación abiertamente proclamada.
Entre el rechazo de toda negociación y la obsesión por negociar como sea, hay toda una amplísima gama de posibilidades, practicadas ampliamente a lo largo de la Historia, en las más diversas condiciones y por los más diversos protagonistas. Hay pactos de enorme importancia y pactos de andar por casa; pactos de ámbito militar y pactos de índole familiar, y hasta individual: cada cual pacta consigo mismo a diario para evitarse más de una guerra personal.
Por eso me parece importante empezar por dejar claro eso: que no soy hostil por principio a la tendencia a pactar, al gusto por los pactos. No siento una especial simpatía por la gente pastelera, desde luego, pero tampoco creo que los problemas a los que voy a referirme se deban a que nuestra clase política tenga una especial tendencia al pasteleo. En la reciente Historia de España no ha habido un exceso de pactos, en general, sino un exceso de pactos sin principios, en concreto. Y el origen de esos pactos sin principios no debe buscarse en el afán desordenado de compromisos de quienes los protagonizaron, sino en su falta de principios.
¿Qué entiendo por pactos sin principios? Aquellos que son suscritos por elementos cuya finalidad última no es conseguir lo que proclaman cara al público, sino obtener beneficios no confesados (normalmente, ambiciones que no son confesadas porque son inconfesables).
La Historia reciente de España tiene en su origen un gran pacto sin principios: el alcanzado -en parte explícitamente, pero en mucha mayor medida implícitamente- para poner en marcha la llamada "transición". Ese gran pacto tuvo dos protagonistas principales: de un lado, los sectores más lúcidos del régimen franquista en fase de degradación creciente; del otro, los dirigentes de la oposición antifranquista que gozaban de homologación internacional.
La versión oficial de los hechos presenta lo ocurrido como una ejemplar coincidencia de objetivos entre los unos y los otros. Se pretende que los franquistas menos cavernícolas, conscientes de que el advenimiento de la democracia era bueno para España, se mostraron dispuestos a facilitar la llegada sin traumas del régimen de partidos a cambio de que la oposición antifranquista renunciara a la ruptura que venía preconizando y permitiera la incorporación de los conversos ex-franquistas al nuevo sistema.
Un examen desprejuiciado de los hechos indica qúe las cosas distaron de ser así.

2. España bajo el franquismo


Empecemos por referirnos al campo franquista.
Desde los años sesenta, desde el arranque del Plan de Estabilización de 1959, la sociedad española había experimentado cambios de importancia. En muy diversos terrenos. En el plano económico, se había producido una industrialización acelerada, favorecida por las fuertes inversiones extranjeras, y un crecimiento veloz del sector servicios. Si España seguía sin poder tratarse de tú a tú con las grandes potencias industriales europeas, empezó a militar ya en sus filas, así fuera en el furgón de cola. La estructura social española fue también homologándose aceleradamente -brutal, pero aceleradamente- con la de los países vecinos. Se produjeron intensas migraciones desde las zonas agrarias a las ciudadanas (entre 1964 y 1974, la población agraria pasó de representar un 35 por ciento del conjunto a convertirse en sólo un 23 por ciento). Nacieron grandes núcleos urbanos modernos. Hubo también un potente flujo migratorio hacia los países más industrializados del centro y el norte de Europa, lo que evitó de manera expeditiva que el país tuviera mano de obra excedentaria, a la vez que favoreció la llegada de divisas, fenómeno potenciado a aún mayor escala por el boom turístico. Se expandió la enseñanza. Muchas mujeres empezaron a salir de sus hogares para realizar trabajos asalariados en la industria y el comercio. Los núcleos familiares comenzaron a reducirse, en consonancia con el tamaño de las viviendas. Por anecdótico que parezca el hecho, no hay que despreciar tampoco la repercusión culturalmente homogenizadora que tuvo la aparición de la televisión. Se aunaron, en fin, todo un conjunto de fenómenos que ayudaron -si es que no determinaron-, que capas cada vez más amplias de la sociedad española, con la juventud en primerísimo término, empezaran a sentir y a comportarse, en la medida en que les dejaban, como lo hacían las poblaciones de los países europeos vecinos. El ultracatolicismo entró en crisis y el laicismo empezó a cobrar caracteres de realidad social.
Esa realidad coexistía -cada vez peor, pero coexistía- con el régimen político franquista. Que éste se fue ablandando por presión de la realidad socio-económica es un hecho incuestionable. Que, ablandado y todo, continuaba siendo brutal, es otro hecho igual de indiscutible. No había libertades, no había derechos, y no había libertad ni derecho a dejar constancia de esas carencias. Una parte de la sociedad estaba en contra. Otra, mucho más numerosa, se sentía simplemente molesta, incómoda con ello. Pero no lo decía. Tenía miedo a decirlo. Y tampoco sentía una angustiosa urgencia de hacerlo.
Esa desazón, esa incomodidad -llamarlo oposición sería cometer una grave injusticia con la oposición verdadera-, afectaba a una parte de las fuerzas políticas, económicas, sociales y hasta militares que vivían con y del franquismo. Por más que el aún no presidente de la Xunta de Galicia, Manuel Fraga, quisiera vender la cosa como si de un mérito se tratara, con aquello de que España era "diferente", el hecho es que esa diferencia, bien notable, les resultaba incómoda incluso a ellos. La Comunidad Económica Europea se iba convirtiendo en una realidad cada vez más sólida, y las fuerzas económicas españolas más pujantes eran conscientes de que no había porvenir fuera de ese tinglado, y notaban que nunca lograrían ser admitidos en él con un sistema político como el que arrastraban. Eran cada vez más numerosos los propios políticos del régimen que acudían a foros internacionales y se deprimían al ser tratados con desdén o dejados al margen. Incluso algunos militares empezaron a sentir que, para participar de pleno en las grandes alianzas del ramo, les era necesario contar con unas estructuras políticas más presentables.
Sólo que nadie dentro del bloque dominante hacía nada. O al menos nada serio. De un lado, su interés por la democracia era, en casi todos los casos, meramente utilitarista: la dictadura no les repugnaba; sólo empezaba a no convenirles. O a convenirles sólo parcialmente. Se daban cuenta de que constituía un corsé demasiado rígido para las relaciones sociales modernas nacidas al calor de la rápida industrialización. De otro lado, la fuerza del aparato policial y represivo en general les disuadía de cualquier tentación realmente opositora.
El miedo había sido desde el fin de la guerra un sentimiento popular generalizado. Fruto en lo fundamental de ese miedo -aunque también, en parte, de la adhesión espontánea reverencial que el Poder produce en los sectores culturalmente más atrasados de la población-, la vida cotidiana en España tuvo durante décadas muchos elementos de farsa. Se respetaban exteriormente las normas de conducta impuestas por el régimen; se hacían, cuando cumplía, los signos que avalaban la afección al falangismo; en las escuelas se iniciaban las clases con el canto del himno; los estudiantes introducían en sus exámenes encendidas proclamas de apego a Franco... y, quien no veía todo aquello demasiado claro, o lo veía claramente mal, se cuidaba muy mucho de no revelárselo más que a sus muy íntimos. A veces, ni a ellos. El miedo y el disimulo pasaron a enraizarse profundamente en la psicología popular.
A la altura de los setenta, los hábitos de la farsa se extendieron también a muchos integrantes de la clase dominante. Atendían formalmente a los ritos del régimen, pero no creían en ellos, o creían cada vez menos. En realidad -como ya ha quedado dicho- deseaban desprenderse de la carcasa política del franquismo, que ya no respondía sustancialmente a sus necesidades. Pero estaban atenazados por dos miedos: el miedo al poder represivo del régimen, que cuanto más débil se sentía más ostentación hacia de su arbitrariedad brutal -recordemos con qué frecuencla recurrió en su agonía a la pena de muerte, dictada por tribunales o ejecutada sumariamente en medio de la calle-, y el miedo a que, roto el corsé de la dictadura, los acontecimientos pudieran evolucionar en un sentido hostil a sus intereses.

3. La oposición


Examinemos ahora a los otros actores del drama, esto es, a quienes ocupaban la dirección de la oposición antifranquista.
Desde el término de la guerra civil hasta avanzados los sesenta, la oposición organizada fue extremadamente débil: apenas unos miles de personas que, además, estaban obligadas a actuar en condiciones sumamente difíciles.
En los años sesenta empezó a producirse una situación que puede llamar a engaño. En efecto, comenzaron a evidenciarse muestras de oposición relativamente amplias, tanto en el campo sindical como en el estudiantil. Y es cierto que las filas de la oposición organizada comenzaron a crecer. Pero no tanto como esos movimientos concretos pudieran dar a entender a primera vista. Hubo bastante gente que se animó a participar en estas o o aquellas acciones de protesta circunstancial -tales o cuales huelgas, una u otra manifestación, etc.-, pero sólo una pequeña parte se adhirió a las organizaciones clandestinas. Y no pocos de quienes lo hicieron pasaron pronto a conocer la cárcel o el exilio, lo que no multiplicaba precisamente la fuerza estable de la oposición.
Una oposición que, por lo demás, estaba notablemente fraccionada. El partido más poderoso era, sin duda, el comunista. El PSOE apenas existía. Los nacionalistas vascos y catalanes -en cuanto fuerza organizada, insisto: no como corriente de opinión- apenas se hacían notar. (A modo de ejemplo: a los militantes del PNV, en San Sebastián, en los años sesenta, los llamábamos los "senadores", porque, en cuanto ocurría cualquier cosa notable, se reunían a "senar". La manifestación más sólida de su oposición era gastronómica..., o religiosa, porque es verdad que también organizaban muchas romerías.) Había luego una multiplicidad de organizaciones radicales, muy activas, pero sin capacidad para influir en la marcha de los acontecimientos, con la sola excepción de ETA, cuyas posibilidades de incidencia provenían no tanto de su fuerza militante, que era real (fruto de la ruptura de los jóvenes nacionalistas vascos con sus mayores, y también de la especificidad del clero vasco), como de la contundencia de sus métodos.
Dentro de este panorama general, vale la pena detenerse en la posición de dos partidos fundamentales en la evolución posterior de los acontecimientos: el PCE y el PSOE.

3.1. El PCE
Antes de referirme a la posición del PCE en los años setenta, quisiera hacer un breve recorrido por el pasado histórico de este partido. Me parece de utilidad, habida cuenta del desordenado debate que se ha montado entre nosotros a partir de hechos aparentemente tan distantes como la celebración del 75 aniversario de la fundación de este partido y el estreno de la película de Ken Loach Tierra y Libertad.
En la conciencia tópica del régimen nacido de la transición, se da por hecho que el PCE fue en los años de la guerra civil un partido revolucionario, ferozmente anti-capitalista; que, allá por los sesenta, tuvo un primer acceso de sensatez y comprendió que era imprescindible cauterizar las heridas de la contienda fratricida, a lo que contribuyó decisivamente con la política llamada de "reconciliación nacional", y que luego, a la altura de la transición, volvió a tener un comportamiento ejemplar, ayudando a que pudiera pasarse del franquismo a la democracia sin traumas ni violencias.
Este último aspecto lo trataré más adelante. Ahora me limitaré a hacer unas cuantas precisiones sobre los primeros puntos citados.
Sobre el PCE durante la guerra civil: 1) En cuanto a sus fines, la política que asumió no fue revolucionaria, en sentido estricto: preconizó la defensa del modelo constitucional establecido por la República de 1931. No entro aquí a considerar si ésa fue una decisión acertada o no. Me limito a constatarlo; 2) Su modus operandi fue, tanto en la vida interna del propio partido como en sus relaciones con las otras organizaciones de obreros y campesinos, el propio del estalinismo imperante entonces en el movimiento comunista internacional, que justificaba el recurso a métodos ilegales y carentes de escrúpulos morales en razón de la superioridad de los fines perseguidos. (Ahí es inevitable la referencia a Tierra y Libertad: historias como la que cuenta se produjeron muchas); 3) El PCE, inclinándose ante los asesores soviéticos, cometió un error gravísimo en el plano militar. O no se dio cuenta -¡en España!- de las posibilidades que se le ofrecían de combinar las formas regulares (Ejército) e irregulares (guerrillas) de lucha, o prescindió de estas últimas por las dificultades que tenía para controlarlas.
En el fondo, el PCE fue víctima, tanto durante la guerra como después, de la concepción leninista, llevada por Stalin a extremos de caricatura, según la cual su programa era no sólo científico, sino el único científico, lo que daba a su partido el derecho a erigirse en vanguardia única de la Revolución y a disponer sobre vidas y destinos en nombre de la Historia.
Paso a referirme ahora a las supuestas virtudes de la política de "reconciliación nacional".
Se retiene ahora de ésta el esfuerzo que supuso de superación de las banderías que se enfrentaron en la guerra civil. Pero ése fue un aspecto secundario de esa política. Lo esencial de ella, su fundamento, era la pretensión de que el régimen franquista no representaba políticamente ningún entramado de intereses económicos y sociales. Que el franquismo era el poder de una pequeña casta que imponía su voluntad a la totalidad de las clases sociales. Su llamamiento a la reconciliación nacional era el resultado del convencimiento de que la práctica totalidad de la población española tenía intereses comunes y podía unirse para derrocar a la camarilla encabezada por Franco. En función de ese análisis, la dirección del PCE daba por hecho que bastaba un pequeño empujón para conseguir que Franco cayera. Y puso a trabajar a sus militantes para dar ese pequeño empujón: fueron los sucesivos intentos de Huelga General Política y Huelga Nacional Pacífica, que fracasaron estrepitosamente y contribuyeron a llenar las cárceles de militantes comunistas.
Vayamos ahora a la época de la llamada "transición".
Los dirigentes del PCE, encabezados por Santiago Carrillo, actuaban, a la altura de los años setenta, en función de algunos convencimientos. En primer lugar, la experiencia de los fracasos sucesivos de su política a lo largo de los años sesenta les había llevado a darse cuenta de su incapacidad para forzar un cambio de régimen político por la vía de la movilización popular. En segundo término, daban por hecho que, para provocar la caída del franquismo, eran imprescindibles dos condiciones: que la clase dominante quisiera esa caída y la permitiera, retirando su apoyo al régimen, y que las potencias occidentales no vieran en ese cambio un peligro de inestabilidad para sus intereses, sino la posibilidad de reforzarlos.
Fruto de esas ideas básicas fue la política que aplicó la dirección del PCE. En ella, la lucha de masas pasó a cubrir una función auxiliar (servía, de un lado, para sembrar la intranquilidad y las dudas sobre la viablidad del régimen una vez que se produjera "el hecho sucesorio", y, de otro, para afirmar su propia fortaleza).
Su centro del interés se desplazó a lo que se llamó "los organismos unitarios de la oposición". La creación de la Junta Democrática, en 1974, no tuvo como objetivo prioritario aglutinar fuerzas políticas (aquellos que el PCE puso más interés en que participaran en la alianza carecían de fuerza organizada). Su objetivo era empezar a presentar cara al público, interior y, sobre todo, exterior, una oposición que no llevara por delante las inquietantes siglas de un partido comunista.
Pero la Junta Democrática sirvió muy parcialmente a ese objetivo. La preponderancia del PCE en su interior resultaba demasiado visible. Y, además, el PSOE -sobre el que en seguida volveremos en detalle- había conseguido formar otro organismo unitario, la Plataforma de Convergencia Democrática, en el que figuraba también el Equipo de la Democracia Cristiana. Sin democristianos ni socialdemócratas, los dirigentes del PCE, que estaban obsesionados por el modelo italiano de "compromiso histórico", sabían que no tenían nada que hacer. Por eso favorecieron la fusión de ambos organismos en uno solo: la llamada "Platajunta".
Hicieron más que eso: deseosos de no aparecer en primer plano, para facilitar la ampliación de los apoyos internacionales del invento, dieron a los dirigentes del PSOE el papel de primeros protagonistas, y ello pese a la evidencia de que éstos tenían una idea bastante vaporosa de lo que debía llevarse a la práctica para que se produjera una auténtica ruptura con el franquismo, y pese a la notabilísima desconfianza que mostraban hacia las movilizaciones populares.
Llamo la atención sobre un hecho que me parece capital: que lo que explica la política de los dirigentes del PCE durante los años agónicos del franquismo es, sobre todo, la firme voluntad que mostraron de situarse lo mejor posible de cara al postfranquismo. Es decir, su deseo de Poder.

3.2 El PSOE
Del lado del PSOE, las cosas se plantearon en un terreno diferente, pero en similares términos.
Los actuales socialistas suelen insistir en la importancia que tiene para ellos el Congreso de Suresnes, celebrado en 1974. Consideran que el PSOE inició allí un proceso de "refundación". Es una expresión insuficientemente radical. En realidad, tanto desde el punto de vista ideológico y político como desde el de la organización -incluyendo en ello la composición personal del equipo dirigente-, el encuentro de Suresnes marcó el nacimiento de un nuevo partido, en ruptura con el estilo y las personas que habían encarnado la tradición del socialismo histórico español.
Aquel Congreso representó la culminación del proceso por el que un grupo de jóvenes ambiciosos, procedentes en su casi totalidad de formaciones políticas hostiles a la Internacional Socialista, se hizo con el control de las siglas del PSOE, relegando a quienes fueron hasta entonces sus depositarios, con la excepción de Nicolás Redondo, que cumplió en aquella conquista la función del caballo de Troya.
Vale la pena preguntarse por qué aquellos jóvenes pusieron tanto empeño en hacerse con las siglas del PSOE. No pudo ser, desde luego, por el capital de prestigio político que esas siglas les aportaban: a la sazón, el PSOE era un perfecto desconocido en la lucha antifranquista práctica. Tampoco porque ello pusiera en sus manos una fuerza militante de importancia: los miembros del PSOE eran un puñado en toda España, muchos de avanzada edad, y vivían en una inactividad política casi total. Lo único interesante que les aportaba encaramarse a la dirección del Partido Socialista Obrero Español era, lisa y llanamente, que con eso se les abrían las puertas de la Internacional Socialista. Lo que quería decir dos cosas que habrían de ser fundamentales algunos años después: la primera, que podían contar con una financiación ilimitada; la segunda, que iban a gozar de un acreditado respaldo internacional, incluido el de varios poderosos gobiernos de la Europa occidental.
De hecho, mientras en los primeros setenta los demás partidos políticos se empeñaban en consolidar sus organizaciones, en captar militantes y en llevarlos a la lucha contra el franquismo, el PSOE de González y Múgica -que entonces tenía mucha más importancia que ahora, dadas sus excelentes relaciones con la socialdemocracia alemana y sueca- se dedicaba sobre todo a las relaciones exteriores. Otros iban captando militantes; ellos captaban amigos importantes (Willy Brandt, Olof Palme)..., y fondos. En el interior, se limitaban a presentar esos pasaportes internacionales para ser admitidos en las conspiraciones que se celebraban por las alturas. Lo magro de su afiliación les importaba bien poco. Ésa es una de las razones que explica que ninguno de los actuales dirigentes del PSOE llegara a pisar nunca la cárcel (lo hizo Múgica, pero cuando todavía militaba en el PCE).
En 1975, a la muerte de Franco, el PSOE era un equipo de dirigentes sin apenas base militante en la que apoyarse. Cualquier grupúsculo izquierdista contaba con diez veces más afiliados que él. Es harto probable que fuera más numeroso incluso el minúsculo Partido Socialista del Interior -organización de elocuente nombre dirigida por Enrique Tierno Galván, y que luego pasó a llamarse Partido Socialista Popular, Dios sabe por qué-. No obstante, el PSOE aparecía rodeado de una aureola de respetabilidad internacional que resultaba atractiva para toda una franja social de profesionales de ideas antifranquistas que, si bien no habían estado dispuestos a arriesgarse en los tiempos en que militar activamente podía pagarse con la cárcel, tenían interés en participar en el posfranquismo desde un mirador de lujo como el que ofrecía el PSOE. Y se le fueron acercando, nutriéndolo de lo que más le interesaba. Porque González y compañía no necesitaban para nada militantes que engrosaran manifestaciones callejeras u organizaran huelgas. Lo que querían eran cuadros que en cuanto hiciera falta pudieran convertirse en directores generales, en secretarios de Estado, en ministros. Y de eso tuvieron mucho, y lo tuvieron pronto.
Destaco con ello que el PSOE siguió de cara a la transición una política cuya finalidad superior, aquélla ante la cual toda otra quedaba subordinada, era la de quedar situado lo mejor posible de cara al postfranquismo. Llegar a él con las mayores posibilidades de pintar en las alturas y estar cerca del Poder, para hacerse con él cuanto antes.
Lo mismo que el PCE, pero cada uno a su modo.

4. La transición

La formación de Coordinación Democrática -conocida popularmente como la Platajunta, por ser producto de la unión de la Plataforma y de la Junta- añadió a las condiciones ya favorables a la liquidación de las instituciones franquistas otra más: ante los sectores económicamente más decisivos del interior y ante las potencias occidentales, aparecía como una oposición estructurada, con presencia de partidos de siglas reconocibles y reconocidas en los foros internacionales (socialistas, socialdemócratas, democristianos, liberales...), agrupados en torno a un programa mínimo, con aspecto de estar en condiciones de dirigir el nacimiento de un régimen democrático.
La oposición se había puesto de acuerdo en definir en qué consistía la llamada "ruptura democrática". A grandes líneas, se trataba de formar un gobierno provisional que proclamara las libertades y derechos democráticos y convocara elecciones a Cortes Constituyentes.
El objetivo estaba claro. El problema era cómo alcanzarlo. Pronto se dibujaron en el interior del organismo unitario de la oposición dos corrientes netamente diferenciadas.
Algunas personalidades independientes y diversos grupos radicales propugnaban una política de intensas y repetidas movilizaciones populares que pusiera contra las cuerdas al Gobierno que formó el ex secretario general del Movimiento Adolfo Suárez tras el fracaso del "espíritu del 12 de febrero" de Carlos Arias. Se trataba de impedir que Suárez pudiera seguir adeiante con sus planes de reforma, y de obligarle a tirar la toalla. En ese sentido, ponían el acento en la organización de sucesivas "campañas", dentro de las cuales alcanzó particular notoriedad la desarrollada durante la primavera de 1976 para reivindicar libertad y amnistía, consignas a las que en muchas nacionalidades y regiones se añadió la reclamación de estatutos de autonomía.
Otra parte de los integrantes de Coordinación Democrática desconfiaba de esta política de movilizaciones y trató de frenarla cuanto pudo. En ese campo militaban el PSOE y los grupos de centro-derecha y derecha de la "Platajunta".
Dos eran las razones por las que estos partidos desconfiaban de la política de movilizaciones. La primera, el miedo a que la situación se les fuera de las manos. Lo que podía suceder por dos vías diferentes. Una, que las fuerzas más ultramontanas del régimen, con los militares a la cabeza, no soportara tanto "desorden" y decidieran restaurar su control de la situación retornando a la represión fascista masiva. Otra, que los grupos comunistas y radicales se vieran polítieamente potenciados por la respuesta de la calle a sus consignas y arrebataran a la "oposicion moderada" el protagonismo de la transición.
La segunda razón por la que no deseaban que el peso específico de los acontecimientos estuviera en las movilizaciones populares es que veían una posibilidad mejor de alcanzar sus objetivos. Por razones que no hacen al caso, fui testigo de cómo Adolfo Suárez, en julio de 1976, recién designado jefe de Gobierno por el Rey, envió una propuesta de acuerdo a la Comisión Ejecutiva de Coordinación Democrática. Él se comprometía a facilitar la instauración paulatina de las libertades, con sucesivos y dosificados avances, si la oposición, a cambio, no le apretaba las tuercas más de lo soportable.
El máximo organismo unitario de la oposición rechazó la oferta. Pero fue perceptible que, mientras una parte de sus integrantes daba su "no" de manera rotunda e indignada, señalando que no se trataba de cambiar el régimen, sino de cambiar de régimen, y que las libertades democráticas no podían parcelarse -Suárez pretendía favorecer primero la legalización de los partidos no comunistas, y sólo en una segunda fase la de los comunistas-, otros partidos formularon su rechazo de modo mucho menos categórico y entusiasta.
De hecho, estos partidos no tardaron en entablar contactos con Suárez. Unos contactos que ambas partes mantuvieron en secreto, temerosas de que no fueran aceptados por los más radicales de sus respectivos bandos. Pero no por ello los contactos resultaron menos efectivos.
Desde el verano de 197ó a la primavera de 1977, la ."oposición moderada" jugó con dos barajas. De un lado, seguía declarando su adhesión incondicional a los principios fundacionales de Coordinación Democrática y proclamando la necesidad urgente de la ruptura democrática. Del otro, negociaba en secreto su colaboración, así fuera por la vía de la neutralidad, con la reforma política de Suárez. Gracias a que contaba con ese apoyo de facto, Suárez pudo provocar la crisis de septiembre de 1976, que le permitió introducir en el Ejecutivo al teniente general Gutiérrez Mellado para que le ayudara a neutralizar al Ejército, y pudo llevar también adelante la Ley de Reforma Política, con su correspondiente referéndum, en diciembre de' mismo año. Gracias igualmente a ese apoyo pudo conseguir una enérgica inyección económica procedente de los Estados Unidos, de la República Federal Alemana y de Francia, paíse: que no se habrían arriesgado a dársela de temer que fuera a caer sobre ellos el anatema de quienes pronto podían alcanzar e Poder en Madrid.
Pasados unos pocos meses, para el bloque de fuerzas de oposición que encabezaba el PSOE -en el que tuvo también un papel decisivo entonces Enrique Tierno Galván y su PSP-, sólo quedaba un obstáculo que le dificultaba pactar a las claras con Suárez la reforma política: la existencia de Coordinación Democrática, con su programa de ruptura a cuestas. Ese último obstáculo se levantó con la formación de la llamada "Comisión de los Diez". El día que Coordinación Democrática aceptó la creación de esa Comisión, encargada de acudir directamente a La Moncloa para negociar con Suárez, quedó firmada el acta de defunción de la lucha por la ruptura democrática. Lo cual se logró con el respaldo del PCE, que lo aceptó -aunque le dejaba en una posición menos que airosa-para no quedar aislado del círculo que, según todas las trazas, iba a tomar la sartén por el mango. Aunque ya desde entonces empezó a estar marginado: la llamada "Comisión de los Diez", fue en realidad una comisión de nueve más uno, puesto que Suárez reclamó que el representante del PCE no estuviera presente en los contactos, para no soliviantar a los militares.

5. Reforma y ruptura

Cabe preguntarse si las cosas hubieran podido ser de otro modo, es decir, si la ruptura hubiera sido posible de haber actuado de otro modo el bloque de la "oposición moderada".
Se trata, en cierto sentido, de una cuestión de gran importancia, y, en otro sentido, de un asunto carente casi por completo de interés. Me explico.
Es imprescindible reivindicar el interés del asunto frente a quienes sostienen que lo único que cuenta es el resultado último de lo sucedido. Según ellos, si al final se ha alcanzado la instauración de la democracia, eso demuestra que se siguió un buen camino. Un camino que, si tal vez fue más lento que el que se dibujaba en el programa rupturista de Coordinación Democrática, presentó la ventaja de permitirnos recorrerlo sin apenas traumas.
No estoy de acuerdo. Según mi criterio, el punto al que nos ha llevado el triunfo de la reforma política no es el mismo al que se pretendía llegar con la ruptura. No es el mismo ni política ni socialmente. Y no lo es, desde luego, ideológicamente.
En primer lugar, conviene recordar que, desde el punto de vista del aparato del Estado, lo que produjo el triunfo de la reforma fue, como su mismo nombre sugiere, una re-forma, esto es, un cambio de formas. No de contenidos. Seguían los mismos, sólo que actuando de modo parcialmente diferente.
Lo cual ha tenido importantes consecuencias.
Así, por ejemplo, pervivió lo esencial del Ejército educado en las tradiciones de la guerra civil. Durante muchos años tal cosa hizo que planeara constantemente sobre la situación política el fantasma del golpe de Estado. Puede alegarse que eso es ya agua pasada. Pero no hay tal. Si hoy la cúpula del Ejército ya no suscita particulares inquietudes golpistas es, en no poca medida, porque los sucesivos Ejecutivos le han hecho concesión tras concesión. A cambio de lo cual, contamos con unas Fuerzas Armadas cuyo desprestigio social es tan alto que los jóvenes se niegan en masa a integrarse en sus filas, creando una situación del todo surrealista, que causa estupor en todos los países vecinos. Es imposible explicar la insumisión y la objeción de conciencia masivas en España sin tener en cuenta el triunfo de la reforma sobre la ruptura y la pervivencia de un Ejército de más que problemático encaje con los usos y costumbres democráticos.
Otro ejemplo nos lo proporcionan las Fuerzas de Seguridad. Los responsables de la reforma fiaron la seguridad de la democracia a muchos personajes que en el pasado habían estado dedicados a reprimir las libertades individuales y colectivas. Quien se ha formado en el desprecio de las libertades y las ha violentado recurriendo a la brutalidad, cuando no a la tortura sistemática, malamente puede ser un buen guardián de la democracia. Que España siga figurando año tras año en los informes de Amnistía Internacional, o que los GAL se nutrieran de destacados policías, no pueden considerarse fenómenos casuales. Elementos que han ocupado puestos clave en la Policía todavía muy recientemente, en los ministerios de Barrionuevo, Corcuera y Asunción, fueron durante el franquismo conocidos torturadores. Ahora estamos enterándonos de que el alto mando del Ministerio del Interior ha estado integrado durante años por un puñado de funcionarios venales, que se dedicaban a repartirse los fondos reservados y cobraban comisiones por todo cuanto podían, gracias a lo cual abrían cuentas corrientes secretas en Suiza y se montaban bochornosos emporios inmobiliarios.
Quizás haya quien crea que eso es ajeno al modo en que se realizó la transición. Yo estoy convencido de lo contrario. No varía mi consideración el hecho de que algunos de esos funcionarios corruptos no procedan de la Policía franquista, sino de las filas del PSOE. Estos militantes socialistas, tipo Vera, Sancristóbal o Roldán, se limitaron a integrarse en lo preexistente, manteniendo los hábitos que encontraron a su llegada, empezando por la impunidad ante las violaciones de la Ley. Tómese a modo de ejemplo: el Gobierno de González se las ha arreglado -sea retrasando los procedimientos hasta lo indecible, sea aplicando medidas de gracia- para que ningún policía condenado por torturas durante su mandato haya ingresado jamás en la cárcel. Ninguno. Nunca.
La victoria de la ruptura habría conducido inevitablemente a una amplia reestructuración del Ejército y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. La depuración de responsabilidades en otros estamentos del Estado -por ejemplo, en la judicatura política- habría conducido a que el Estado español se aproximara más en la práctica al modelo marcado por las leyes democráticas.
He avanzado antes que el triunfo de la reforma sobre la ruptura tuvo no sólo importantes consecuencias políticas prácticas, como las que he citado a modo de ejemplo, sino también profundas repercusiones ideológicas y culturales. No me olvido de ello. Pospongo sin embargo el tratamiento de ese punto, que considero crucial.
Hay, sin embargo, frente a éste, otro modo de considerar la victoria de la reforma sobre la ruptura, al que no veo mayor interés. Me estoy refiriendo a las especulaciones que suelen hacerse a veces, tratando de establecer qué habría podido ocurrir si la "oposición moderada", en lugar de sustentar la reforma política, se hubiera mantenido en posiciones rupturistas. ¿Habría llegado realmente la ruptura? ¿Se habría producido, por el contrario, un golpe de Estado militar, con el consiguiente regreso al fascismo descarnado?
Mi criterio es que tales especulaciones son perfectamente ociosas, porque ninguno de los actores que intervinieron en aquel drama se salió del papel que tenía asignado.
La "oposición moderada", con el PSOE como portaestandarte, no traicionó nada. Sólo sus palabras. El problema no es real: es exclusivo de quien se creyera esas palabras. La dirección del PSOE no trabajó nunca para forzar la ruptura. Naturalmente que, si se la hubieran regalado, la habría tomado. Pero no estaba dispuesta a sacrificar nada para lograrla. Su objetivo central, y casi único, aquel al que no estaba dispuesta a renunciar bajo ningún concepto, era el de situarse en condiciones de acceder al Poder. En cuanto comprendió que podía alcanzarlo por la vía de la reforma, apostó por ella. Tanto más cuanto que eso le permitía tomar ventaja sobre otros posibles competidores -en particular el PCE- y llevar las aguas hacia un terreno en el que los radicalismos tuvieran escaso o nulo porvenir.
¿Habría podido la dirección del PCE haber cambiado el curso de las cosas, rompiendo con el PSOE y encabezando la causa de la ruptura? Tampoco. Eso habría contradicho toda su trayectoria, encaminada a abrirse un hueco en la nueva "clase política". Que la opción del PCE estuviera abocada a volverse contra el propio PCE a medio plazo no cambia las cosas en nada. José Ramón Recalde, a la sazón dirigente del FLP y hoy alto cargo del PSOE en Euskadi, dijo: "Carrillo se las da de lobo vestido con piel de cordero. El día en que se quite la piel, se descubrirá que debajo sólo hay un cordero despellejado". Fue profético. Ha sido necesario que el PCE hiciera la dolorosa travesía del desierto que ha sufrido en los últimos quince años para que a su frente pudiera aparecer un dirigente como Julio Anguita: alguien que parece -digo que parece- que actúa movido por principios que no empiezan y acaban en la ambición de Poder.
Tampoco las fuerzas herederas del franquismo hicïeron nada, al fin y a la postre, que no resultara inevitable. ¿Que Suárez tuvo la habilidad de sortear obstáculos difíciles? ¿Que toreó a estos personajes reçalcitrantes, que engañó a aquellos otros, que llevó a los de más allá a hacerse un semi-harakiri? Cierto. Pero, como ha quedado dicho, una España revestida de los signos exteriores del fascismo tenía mal entronque en la Europa que estaba tomando cuerpo en aquellas fechas. El Estado español no podía seguir navegando en solitario en tan agitados mares. De un modo o de otro, necesitaba "homologarse". Lo hizo de aquella manera. Si no, lo habría tenido que hacer de otra, probablemente no muy diferente.
La ruptura sólo fue realidad en las esperanzas de los grupos radicales y de una parte de la población española. Lo que ocurrió ocurrió porque era lógico que ocurriera. Con aquellos mimbres era casi imposible tejer otro tipo de cesto. Las gentes sin principios promueven pactos sin principios y hechos sin principios.
Lo que parece conducirnos naturalmente a otra pregunta: si era inevitable, ¿qué sentido tenía oponerse a ello? Porque algunos lo hicieron. Lo hicimos. ¿No era un esfuerzo inútil?
Justamente: no. Sólo quien concibe la política en términos de cuotas de Poder, como ambición mezquina, puede razonar así, al modo de esos que hoy repiten sin parar que "los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía".
Las conciencias individuales y las líneas de los partidos políticos no pueden -digamos mejor que no deberían- funcionar como las marcas comerciales. El que fabrica un producto que apenas nadie compra, más vale que piense en fabricar otro. Pero, en la vida política, uno debe defender lo que cree que es justo, con independencia de que eso le lleve al éxito o no. El triunfo de la reforma y el fracaso de la ruptura podían ser inevitables, pero ello no hacía obligatorio ponerse a favor de la corriente. Ouizá la defensa de causas imposibles conduzca a la melancolía. Lo que es seguro es que la falta de principios conduce a la amoralidad y a la desvergüenza.
En todo caso, conviene no perder de vista que los actores de esa tragicomedia que fue la transición no representaron la obra que les vino en gana. Fueron agentes de una modernización política que vino determinada por cambios fundamentales en la estructura económica de España, los cuales, a su vez, dieron origen a una estructura social sustancialmente diferente de aquella que, mal que bien, pudo coexistir con el franquismo.

6. Estos lodos

A lo largo de la exposición he tratado de rastrear, tanto a través de la época del franquismo propiamente dicho como en el período de la llamada transición, la persistencia de dos factores ideológico-culturales que considero de primera importancia para.la evolución posterior de nuestra realidad.
El primero es el miedo. El miedo ha sido un sentimiento que ha determinado muchas conductas en la reciente Historia de España. El miedo -miedo a la represión, en sus muy diversas formas- llevó durante el franquismo a amplísimos sectores de la población a amoldarse resignadamente a lo existente. El miedo -miedo a un golpe militar fascista- empujó durante la transición a muchos a aceptar que no se saldaran cuentas con el pasado y se permitiera que continuaran en la vida política y en el aparato del Estado estructuras, instituciones y personajes culpables de auténticos crímenes.
El miedo ha tenido también otras formas, variantes de lo mismo: miedo a la radicalización de la vida política, miedo al regreso al clima de guerra civil, miedo a abrir nuevas páginas de la Historia que nos puedan arrebatar lo que tenemos, por poco que sea... En parte por querencias que se hunden en la noche de los tiempos, en parte como resultado del trauma de la guerra de 1936-1939, en parte por la larga experiencia de la arbitraria brutalidad franquista, el miedo se ha convertido en un sentimiento determinante de la conducta de muy buena parte de los españoles. Y eso tiene enorme importancia. Porque a quien está atenazado por el miedo no le importa qué es justo; le preocupa qué es menos arriesgado. Un pueblo cobarde no puede ser un pueblo libre. “Nous savons tous les deux / que le monde sommeille / par manque d'imprudence”, cantaba Jacques Brel ante la tumba de su amigo Jojo, poco antes de morir él mismo. Tenía razón: para no quedarse dormidos, los pueblos necesitan una cierta dosis de imprudencia. Pero sólo algunos se muestran capaces de arriesgarse. Y sólo a veces.
Otra característica definitoria de la vida política española ha venido siendo, desde décadas ha, la doble moral. Doble moral, hipocresía, farsá, ficción... También esto hunde sus raíces en el período franquista. Me he referido antes a ello: a cómo el pueblo se acostumbró a practicar unos ritos políticos en los que no creía; a cómo poco a poco la propia clase dominante se avino también a hacer lo mismo. En el escenario de la transición se representaron simultáneamente muchas farsas, y todas confluyeron en esa gran farsa que fue todo el proceso. De un lado, la oposición hizo como si el franquismo se estuviera hundiendo víctima de los embates de las masas, cuando la realidad era que la lucha de masas era escasa y que el régimen había iniciando su reconversión con la ayuda de esa misma oposición. Por su parte, los sectores más lúcidos del franquismo hicieron como si entre lo que ellos habían venido haciendo y la democracia no hubiera más diferencia que la del mero paso del tiempo: a nuevos tiempos, nuevos planteamientos. Unos y otros hicieron al final, conjuntamente, como si el pasado no existiera: como si nadie hubiera encarcelado a quienes combatían por la libertad, como si nadie hubiera torturado, como si nadie hubiera mandado nunca a la Policía disparar contra los manifestantes, como si nadie hubiera firmado jamás sentencias de muerte y nadie las hubiera ejecutado...
Un ejemplo acabado de esa gran farsa, de ese gran monumento a la doble moral, es la actitud que desde la transición ha adoptado la clase política española hacia el rey. En privado todo el mundo recuerda quién lo designó heredero, quién estaba al lado de Franco en la Plaza de Oriente el 1 de octubre de 1975, cuando el dictador reunió a sus fieles para festejar la ejecución de cinco antifascistas, de qué extraño modo se ha seguido en este país la línea dinástica o quién encumbró a Alfonso Armada al punto desde el que pudo permitirse encabezar la intentona del 23-F, por poner sólo algunos ejemplos. Todo eso y más se sabe, y se comenta en privado. Pero en público, cuando los políticos españoles hablan del rey sólo hay espacio para el ditirambo, inevitablemente sazonado de adjetivos ante los que el propio Kim Il-sung habría empalidecido de envidia.
La doble moral y la ficción se han apoderado de la vida política española.
Asentada en esos dos pilares -miedo y doble moral-, no sólo la llamada "clase política": el conjunto de la sociedad española ha sufrido un proceso intensivo de degradación ética. Pondré otro ejemplo que me parece particularmente sangrante. Aquí todo el mundo tiene el convencimiento moral de quién fue "el señor X" que amparó los GAL. En buena lógica democrática, quienes tienen ese convencimiento deberían catalogar en su fuero interno a tal individuo como criminal, negándose a aceptar su presencia en la vida política. Sin embargo, muchos de los que le atribuyen esa conducta criminal se refieren a él como figura de pro, dejan ese episodio a beneficio de inventario e incluso, llegado el caso, lo votan para que rija los destinos del país.
Desde el comienzo de la transición, el conjunto de la "clase política" y buena parte de la ciudadanía han actuado como si la española fuera una democracia de mírame y no me toques. El gran pacto nunca firmado pero siempre vigente ha sido ese por el cual todos se han comprometido no sólo a no tocar nada, sino también a hacer como si no hubiera nada que tocar. Del miedo a la doble moral, una vez más. El resultado es que se han ido acumulando los asuntos que hubiera sido imprescindible tocar, para quitarlos de enmedio, y que ahora, cuando comienzan a salir a la luz, los políticos no saben qué hacer con ellos.
La transición elevó la hipocresía a la categoría de principio constituyente. Eso es lo que ha permitido que la corrupción haya ido apoderándose de la vida política española. El mecanismo psicológico en el que se ha basado el proceso es bien sencillo: puesto que se llegó al acuerdo colectivo de que había que olvidar los desmanes del pasado, ¿por qué no iban a tolerarse los del presente? Si se hizo la vista gorda a la corrupción anterior, ¿por qué habría de ponerse nadie puritano ante la corrupción de ahora? La transición creó una complicidad general en la mentira, y la corrupción subsiguiente no ha hecho más que tratar de sacar renovado partido de esa complicidad.
Este proceso se ha visto favorecido por otro elemento distintivo de la transición española: la pasividad popular. He insistido antes en el hecho de que sólo un pequeño segmento de la población combatió realmente contra el franquismo. Durante la transición, la participación de la ciudadanía también fue muy escasa. El común de los ciudadanos no sólo no fue protagonista; en buena medida, ni siquiera fue público, dado que lo más importante de la obra se representó entre bastidores. Como resultado de ello, la mayoría de los españoles no ha estado en condiciones de asimilar las libertades públicas e individuales como derechos inalienables suyos. Las ha tomado mayoritariamente como una graciosa concesión del Poder. El pueblo, en suma, no se ha sentido nunca soberano, ni ha considerado que las instituciones y los empleados públicos, sean electos o funcionarios, estén para servirle. No ha habido entre nosotros jamás la conciencia de que tengamos derecho a pedir cuentas. El ciudadano medio español, por lo general, se conforma con que no se las pidan a él. Lo cual crea el mejor caldo de cultivo para la corrupción.
La conciencia democrática no ha sido nunca el fuerte de la población del Estado español, si se hace parcial salvedad de Euskadi y Cataluña. En vísperas de la inauguración del régimen parlamentario, el sentimiento general era de parcial hartazgo hacia los desmanes de la dictadura, combinado con un difuso deseo de que España fuera un país "normal", homologable a los de "nuestro entorno europeo". El Informe Foessa de 1975 indica que, según una encuesta realizada dos años antes entre estudiantes, empleados y trabajadores de la industria y de los servicios, una amplia mayoría de ellos se declaraban favorables a la libertad de Prensa pero, cuando se les interrogaba sobre la libertad de partidos políticos, la cosa cambiaba sustancialmente: sólo el 42% de los estudiantes, el 40 por ciento de los empleados y el 57 por ciento de los trabajadores se pronunciaban a favor. Incluso mucho después, en 1985, una encuesta realizada sobre el modo en que cada cual reaccionó ante la muerte de Franco revelaba que el 22 por ciento de la población "se entristeció mucho", porque estaba de acuerdo con él; un 20 por ciento se sintió dominado por el miedo y la incertidumbre; un 27 por ciento no sintió nada en especial; un 30 por ciento declaró que se alegró porque pensó que las cosas empezarían a ir mejor..., y sólo un 9 por ciento afirmó que experimentó una sensación de liberación. Item más: por esas mismas fechas, cuando ya el PSOE llevaba tres años en el Gobierno, el 12 por ciento de los españoles seguía declarando que prefería el régimen franquista; el 13 por ciento sostenía que España estaba transformándose demasiado deprisa y el 22 por ciento se proclamaba indiferente ante el asunto.
La pervivencia del aparato -no sólo, ni siquiera principalmente, de las personas: de los hábitos de mando y control, sobre todo- del régimen franquista y la falta de conciencia democrática de muy amplios sectores de la población han creado las condiciones en que la corrupción ha podido crecer y generalizarse.
Los corruptos en el Poder han tratado de cubrirse las espaldas convirtiendo a los ciudadanos en copartícipes de su propia corrupción, así sea en dosis ridículas. Tal como explica Víctor Pérez Diaz en su sugestiva obra La supremacía de la sociedad civil: "El hecho es que se ha creado un núcleo de trabajadores relativamente bien protegidos, rodeado, sin embargo, de un sector periférico de trabajadores en paro (la mayoría jóvenes, pero también mujeres y trabajadores de más edad), que intentan sobrevivir dentro de una "red de seguridad" constituida por el apoyo de familias (extensas) y de dos instituciones peculiares, toleradas o estimuladas por el Gobierno: la economía sumergida y lo que en las zonas rurales se ha solido llamar "empleo comunitario".
Quien cobra unos duros con trampa, el que malvive en la economía sumergida, el que no declara el IVA para llegar a fin de mes, el que sisa cuatro perras en la declaración de la renta..., todos ellos tienden muchas veces -injustamente- a sentirse incursos en la corrupción y, en consecuencia, a justificarla, convirtiéndose en base social de los corruptos de verdad.
Lo que ha dado en llamarse "el felipismo" ha tenido la peculiaridad de recoger los hábitos corruptos del pasado y de "socializarlos", comprometiendo en el gran tinglado de la irregularidad permanente a muy amplios sectores de la sociedad y secuestrando su apoyo con la amenaza -otra vez el miedo- de que pueden perder el papel, asi sea ridículo, que juegan en el tinglado de esta farsa colectiva.
El resultado ha sido la desmoralización de nuestra sociedad. Desmoralización que se ha producido en el doble sentido que puede darse a la palabra: como pérdida de moralidad y como desánimo.

7. ¿Posibilidades de recuperación?

Para que una sociedad "funcione", es necesario que la generalidad de sus individuos interiorice un conjunto de reglas de conducta, consideradas imperativas y esenciales tanto para la propia convivencia como para la satisfacción del individuo. En los regímenes de democracia parlamentaria, esas reglas suelen presentar ciertos rasgos comunes. Es habitual considerar que resulta lícito obtener beneficio en los negocios legales, pero reprobable enriquecerse ilegalmente. Se entiende que todo servidor público tiene que respetar los derechos y libertades ciudadanas porque es, a fin de cuentas, un asalariado de la colectividad. Se presupone que la actividad política ha de estar regida por normas de moralidad estricta. En cuanto al político profesional, se da por hecho que está en su cargo para hacerlo bien: si los hechos dejan flagrantemente al descubierto su incompetencia, debe volverse a su casa. No digo que esas reglas sean respetadas masivamente, pero sí que hacen las veces de tótems de la conciencia colectiva, de modo que cuando un individuo -y no digamos nada si se trata de un político- es cogido en falta, la colectividad se escandaliza y reclama su castigo. Eso es lo que explica cuán frecuentes son las dimisiones de personajes públicos en los países "de nuestro entorno". Y aclara también la razón de algo que en otros países se produce de vez en cuando y que aquí nos parece propio de extraterrestres: que algunos políticos implicados en escándalos de corrupción opten por el suicidio. Se debe a que son conscientes de que, a partir de ese momento, la sociedad los considera malditos.
En España, las únicas reglas formales de conducta que existían eran las del nacional-catolicismo. Inadaptadas a la nueva realidad colectiva, pasaron al plano de lo privado, donde cada cual hizo con ellas lo que buena o malamente le vino en gana. No fueron sustituidas por ningunas otras. La democracia española no ha generado su propio código ético colectivo, así sea igual de formalista que el del resto de las sociedades con las que convivimos.
La nuestra es una sociedad que, por descreída, no cree ni en sí misma. Las encuestas muestrán que tenemos una opinión paupérrima sobre nosotros mismos y sobre nuestras posibilidades como colectividad. El prestigio de las instituciones está bajo mínimos. Sobre los políticos profesionales pesa la sospecha de que todos son corruptos, mientras no se demuestre lo contrario.
He dicho y repetido -me temo que hasta la saciedad- que esta situación se explica por dos factores: el miedo y la doble moral. Entiendo que sólo nos será posible quebrarla y salir de ella en la medida en que consigamos dinamitar esos dos pilares constitutivos de nuestra realidad.
Hace unos meses, en una interesante entrevista publicada en El País Semanal, el ex ministro de Economía y Hacienda Carlos Solchaga dio -por cierto que sin querer- algunas claves para reflexionar sobre este punto. Reconoció que el PSOE y otros partidos se han financiado ilegalmente, según el modelo de las tangente italianas. Y dijo que los socialistas actuaron así porque "parecía" que la sociedad se mostraba comprensiva hacia la aplicación de esa técnica de extorsión mafiosa. A continuación añadía que, de pronto, sin que él supiera por qué, hace cinco o seis años, la opinión pública había empezado a cambiar, y lo que antes parecía tolerarse había empezado a ser virulentamente atacado.
Pues bien: por una vez, y sin que sirva de precedente, debo decir que coincido con Carlos Solchaga. Creo que, en efecto, una parte sustancial de la sociedad española ha empezado a rechazar el estado de cosas imperante. ¿Es quizá que el miedo, en un entorno internacional como el actual, ha perdido parte de su capacidad paralizadora, una vez demostrado que otros países cercanos al nuestro han hecho frente a la corrupción y no se han hundido por ello en la miseria? ¿Es que la visión de los bochornosos negocios realizados por quienes habían sido tenidos por paradigmas del bien, aquí y fuera de aquí, ha animado a romper con la ley del silencio firmada en la transición? ¿Será que el ejemplo dado por algunos medios de comunicación, dispuestos a no aceptar ni el miedo ni la doble moral, ha acabado por cundir? Tiendo a pensar que de todo esto ha habido, por fortuna. Puedo equivocarme -me ha ocurrido a menudo- pero creo que, por primera vez en mucho tiempo, tenemos la oportunidad entrar en una fase de clarificación política, social y cultural. Entendámonos: no hablo de que la sociedad asuma mayoritariamente criterios clarificadores y de intransigencia frente a la mentira, la ambición inicua y el chanchullo; de lo que hablo es de la posibilidad de crear un espacio social en el que primen esos valores, y de que ese espacio social adquiera un peso específico importante.
La Historia de España ha estado dominada desde hace mucho -desde hace demasiado- por personajes sin principios que han pasteleado entre sí para traficar con cuotas de Poder. No creo que vayamos a librarnos de ellos. Me conformaría con que a partir de ahora tengan que soportar que haya un buen puñado de voces que a cada una de sus mentiras la llame mentira; que cuando emprendan un negocio ilícito vivan en vilo, temiendo que sea descubierto y denunciado; que cuando pacten una desvergüenza hayan de soportar que sea zaherida en la plaza pública.
Estamos ante la posibilidad de empezar a poner los cimientos de una nueva moral colectiva. No la desaprovechemos.

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