Paul Simon, una isla en el mar del rock

Conferencia pronunciada en el Centro Cultural del Cabildo Insular de Gran Canaria el 11 de octubre de 2001

 

Perdonad que me permita empezar la charla de hoy con un apunte autobiográfico.

Me remonto a 1966 y a mi ciudad natal, San Sebastián (la del Cantábrico, no la de La Gomera).

Había por entonces –hace ahora  35 años, que se dice pronto– un programa musical en La Voz de Guipúzcoa, que era la radio del Movimiento; un programa dirigido por un joven periodista llamado Ramón Trecet. No recuerdo cómo se llamaba el espacio, pero sí que estaba dedicado a músicas que por entonces nos parecían exóticas: folk norteamericano, y cosas así. Pues bien, fue en uno de aquellos programas cuando el joven Trecet anunció que iba a poner un disco de un dúo que, según aventuró, iba a dar que hablar. El dúo se llamaba Simon & Garfunkel –o sea, Simón y Garfúnquel– y la canción, Los sonidos del silencio. Según la escuché, me quedé con la boca abierta. Aquello era nuevo, fresco, estupendo; sonaba a gloria. Así que, en cuanto pude, pillé el autobús y me fui a Bayona, a la vecina República Francesa, me metí en la mejor tienda de discos del lugar y pregunté si tenían algo de ese dúo. Me volví con lo que luego supe que era su segundo LP, Sounds of Silence.

Mis amigos llegaron a odiarlo, de tanto como lo ponía.

Una buena noche, meses después, en un guateque, saqué a bailar a una joven moza que me gustaba. Naturalmente, puse The Sounds of Silence. No tanto porque la pieza permitiera arrimar –que también–, sino porque era mi canción favorita.

Aquella moza es hoy la madre de mi primera hija.

Supongo que entenderéis que para mí Paul Simon sea un personaje muy especial. Desde entonces he seguido todos sus pasos, comprado todos sus discos, leído todos los libros sobre él y sobre su música que he conseguido encontrar... En fin, que soy un fan.

Y, sin embargo, sigo sin saber muy bien cómo clasificarlo. Folk rock, solía decirse. En esa categoría, efectivamente, cabría incluir sus primeros trabajos, hasta su separación de Arthur Garfunkel. Pero no los posteriores. Y tampoco todos los de esa primera etapa: algunos se basaban en técnicas experimentales de collage musical que hasta entonces nadie había utilizado en el terreno de la canción ligera, que se decía. En Silent Night/Seven O’Clock News, por ejemplo, contrastaba la dulzura del villancico Noche de Paz, cantado angelicalmente por Garfunkel, con la voz cortante de un locutor que leía noticias que hablaban de las barbaridades de Richard Nixon y de la muerte de Lenny Bruce. En Scarborough Fair/Canticle hacía algo similar: en ésta, mientras Garfunkel evocaba la candorosa alegría de una feria popular («Perejil, salvia, romero y tomillo») él entremezclaba otra canción, totalmente diferente, en la que hablaba de soldados que iban a morir en una guerra que no entendían. En Patterns se servía de armonías vocales sacadas de un canto africano. Su famosísima El cóndor pasa no fue, en realidad, sino la superposición de voces sobre una grabación artesanal de un grupo peruano, Los Incas, que conoció cuando se los topó tocando en un boulevard de París. Por su parte, la en su día escuchadísima Cecilia se grabó, en lo esencial, en el baño de su casa, improvisando la letra sobre la marcha y utilizando instrumentos tan poco convencionales como la tapa del WC y una banqueta. (Sirva esto, de paso, para marcar límites a los que acusaban a Simon de ser un perfeccionista insoportable).

Un tipo bastante inclasificable, sí. A most peculiar man, como él mismo tituló una de sus primeras canciones.

E impenetrable. Lo contó de muy joven, en su canción I Am A Rock («Soy una roca»).

Es un día de invierno

de un oscuro y profundo diciembre.

Estoy solo

mirando por la ventana

el manto de silencio de la nieve recién caída.

Soy una roca.

Soy una isla.

He construido murallas,

Una fortaleza honda y poderosa

en la que nadie puede penetrar.

No necesito amistad: la amistad hiere.

Desprecio el amor y la risa.

Soy una roca.

Soy una isla.

No me habléis del amor.

Conozco esa palabra.

Duerme en mis recuerdos.

No perturbaré el sueño de sentimientos ya muertos.

Si nunca hubiera amado, nunca habría llorado.

Soy una roca.

Soy una isla.

Tengo mis libros

y mi poesía para protegerme.

Me guarnece mi armadura.

Oculto en mi habitación, refugiado en mi útero.

No toco a nadie. Nadie me toca.

Soy una roca.

Soy una isla.

Las rocas no sienten dolor.

Las islas nunca lloran.

Es un texto que escribió cuando todavía era casi un crío, pero da cumplida cuenta de su inveterada misantropía. Todos los periodistas que han tenido el raro privilegio de entrevistarlo dicen lo mismo: hay que arrancarle las declaraciones con sacacorchos. Tímido, introvertido, sólo deja asomar su intimidad en las canciones.

Este poema juvenil informa de otra característica de la obra de Paul Simon: su clara vocación literaria, que ha cambiado, y mucho, con el tiempo –téngase en cuenta que estamos hablando de una carrera profesional de casi 40 años–, pero que se mantiene intacta, en lo que a interés por los textos se refiere.

En sus inicios, a lo largo de los años 60, Paul Simon parecía empeñado en demostrar al mundo que no en vano había hecho profundos estudios de literatura –inglesa y no inglesa– y que conocía muy bien la obra de James Joyce, de Walt Withman, de Lewis Carroll, de Rimbaud, de Chéjov, de Emily Dickinson... y de un largo etcétera supletorio. Que la conocía y que, dentro de los estrechos límites que fija la estructura de una canción, podía emularla.

Hola, oscuridad, mi vieja amiga.

Aquí estoy para hablar contigo de nuevo

porque una visión, que se deslizó lentamente

mientras yo dormía, me dejó su semilla,

y esa visión que germinó en mi cerebro

permanece en el sonido del silencio.

En mis sueños sin descanso caminaba solitario

por callejuelas adoquinadas

bajo el halo de una farola.

Me subí las solapas para protegerme del frío y de la humedad

cuando mis ojos recibieron la puñalada de una luz de neón

que cortó la noche y alcanzó al sonido del silencio.

Y en la luz desnuda vi

a diez mil personas, tal vez más,

gente que hablaba sin hablar,

gente que escuchaba sin oír,

gente que escribía canciones que ninguna voz compartirá.

Nadie se atrevía a alterar el sonido del silencio.

«¡Locos!», les dije. «¿No sabéis

que el silencio se está expandiendo como un cáncer?

Oíd mis palabras para que os pueda enseñar.

Coged mis brazos para que os pueda alcanzar».

Pero mis palabras cayeron como tenues gotas de lluvia

y resonaron en el pozo del silencio.

Y la multitud se inclinaba y rezaba

al dios de neón que había construido,

y el letrero hacía ver su mensaje

con las palabras que iba formando.

Decía: «Las palabras de los profetas

están escritas en las paredes del metro

y en los pasillos de las chabolas».

Y susurradas en el sonido del silencio.

Ésa era la letra. Y Así sonaba.

[THE DIEGO CANTA “THE SOUND OF SILENCE”]

Preguntaron en cierta ocasión al belga Jacques Brel, autor de algunas de las piezas más bellas de la discografía popular francófona, si consideraba que la canción es un arte mayor o menor. Y contestó con una boutade: «No es ni un arte mayor ni un arte menor. Sencillamente, no es un arte. Una creación que tiene que plantearse, desarrollarse y culminar en el plazo de tres minutos no puede ser arte», dijo el gran Jacques.

Él mismo demostró bastantes veces que no tenía razón: escribió canciones de tres minutos que tienen una densidad emocional pasmosa.

Pero sí es cierto que las urgencias del género, impuestas inicialmente por las exigencias de la difusión radiofónica, han supuesto siempre un corsé odioso para la mayoría de los letristas que tienen algo que decir.

Paul Simon se ha enfrentó también con ese problema desde sus inicios como compositor. Antes he leído una letra, y acabamos de escuchar ahora otra, que muestran dos de las fórmulas que encontró para eludir esa dificultad: en la primera, no cuenta ninguna historia (se limita a retratar un estado de ánimo, una actitud ante la vida); en la otra, el relato de un supuesto sueño le permite hacer poesía social apelando a un tema estrella de los años 60: la incomunicación.

Echó mano de estos recursos bastantes más veces, y con éxito notable. Es el caso de su celebérrima Brigde Over Troubled Waters –una de las canciones más versioneadas de la historia de la música popular–, que es también una declaración de principios, sólo que esta vez a favor de la amistad. (Por cierto que, como para cuando salió ese disco Simon ya contaba con un buen puñado de exégetas literarios, uno de sus versos dio lugar a un divertido equívoco. Él decía: «Sail On, silver girl...», o sea, literalmente, «Navega, muchacha plateada...», y algunos listos creyeron ver en ello una alusión a la jeringuilla. En realidad, era tan sólo un modo de referirse a su mujer, que estaba encaneciendo prematuramente.)

El retrato de sentimientos y de actitudes vitales, lo mismo que la denuncia de la incomunicación –por parejas o por millones– le dio un juego amplísimo en los años iniciales de su carrera: Dangling Conversation, El Cóndor Pasa, Patterns, Old Friends, A Poem On The Underground Wall –que retoma la idea de que los poemas más actuales son los que aparecen pintados en las paredes del metro–... fueron, todas ellas, canciones de éxito que convirtieron a Paul Simon en uno de los compositores favoritos del mundo intelectual y universitario norteamericano, que sin duda simpatizaba con los cantautores salidos del arroyo –o que fingían proceder de él, como Bob Dylan–, pero que se identificaba más confortablemente con este joven tan llamativamente pulcro e instruido, y con su amigo de voz cristalina.

Y, ya que vuelvo a citar a Garfunkel, hablaré de sus relaciones con Simon y de cómo acabaron (si es que han acabado), para no tener que volver más sobre ello.

Simon y Garfunkel se conocieron de muy niños. Eran vecinos del barrio neoyorquino de Queens y fueron compañeros de colegio. Simon procedía de una familia muy vinculada a la música: su padre tocaba en una orquesta, su madre se las arreglaba con el piano y su hermano Eddie también hizo pinitos como compositor e intérprete. La madre de Garkunkel también tocaba el piano y, aunque el niño Arturito no dejó de interesarse por la música, no mostró una vocación unívoca, como la de Paul. En todo caso, tenía una voz de timbre muy singular y un gran sentido de la armonía. Ambos formaron de adolescentes un dúo al que llamaron Tom & Jerry, que alcanzó cierta notoriedad local cantando lo que se llamaba Highschool Rock –o sea, rock de instituto–, a imitación de los Everly Brothers. Pero lo de Tom & Jerry no fue muy lejos y, mientras Simon siguió dándose de cabezazos contra la pared de la fama musical, Garfunkel se centró en sus estudios de matemáticas y en la que siempre fue su vocación más honda: la de actor.

Paul hizo estudios de literatura inglesa, como queda dicho, y también llegó a matricularse de Derecho, pero lo suyo era la música. Para ganarse unas perras, empezó a hacer demos. Explicaré qué son las demos, para quien no lo sepa. Se basa en un trabajo de estudio que consiste en coger una composición y hacer muestras (demonstrations) de lo que esa canción podría dar de sí en diversos estilos: rock, soul, country, etc. Se envía a las compañías discográficas y éstas evalúan si podría encajar en la discografía de alguno de los intérpretes que tiene contratados. Es un trabajo que, como puede suponerse, exige una gran versatilidad instrumental y vocal. Simon se dedicó a esa labor en colaboración con una compañera de instituto llamada Carole Klein, que también componía. Su amiga siguió una carrera meteórica: un año después, había colocado diez composiciones suyas en las listas de éxito. Cambió su apellido, se hizo llamar Carole King, empezó a interpretar sus propios temas y se forró.

Varios grupos de segunda fila interpretaron algunas de las partituras compuestas por Simon, pero sin resultados comparables a lo de su amiga, uno de cuyos temas, Chains, llegaron a tocarlo los Beatles. Con mucho esfuerzo, Simon consiguió que la CBS le grabara un disco en compañía de Garfunkel. Lo titularon Wednesday Morning 3 A.M. La casa discográfica apenas le permitió incluir composiciones propias –aunque una versión acústica de The Sound of Silence consiguiera superar la censura comercial– y hasta les armaron una bronca por el nombre del dúo. Les dijeron que eso de Simon & Garfunkel parecía más una firma de abogados que un dúo musical. Además, torcieron el gesto ante el apellido inequívocamente judío de Paul (las casas discográficas no quieren nombres que puedan resultar conflictivos para ningún sector de consumidores eventuales. Por eso Carole Klein se convirtió en King y Bobby Zimmerman en Dylan). Paul se mantuvo en sus trece, el disco salió firmado por Simon & Garfunkel... y vendieron una porquería.

Desencantado, decidió venirse a Europa. Estamos hablando de 1965.

Deambuló por Francia y por Inglaterra. En Londres encontró una acogida aceptable. Y en ésas estaba, participando en programas de radio y actuando en algunos clubs frecuentados por la intelectualidad de la city, cuando de pronto le llegó la noticia de que The Sound of Silence estaba subiendo como la espuma en las listas de éxitos de Estados Unidos. Su productor, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo –y, desde luego, sin consultárselo a él–, había añadido a la grabación original guitarras eléctricas, bajo y batería, y la había relanzado al mercado. Con éxito total.

De este modo tan extraño se inició la carrera de éxitos de Simon & Garfunkel.

De regreso a su país, Simon se dedicó a un trabajo relativamente sencillo: arreglar las muchas canciones que ya tenía escritas e irlas convirtiendo en grabaciones. Garfunkel se limitaba a cantar. Los éxitos les vinieron uno tras otro. El salto a lo más alto les llegó de la mano de una película generacional que supuso la consagración de su director, Mike Nichols, y de su joven protagonista, Dustin Hoffman. Paul compuso para esa película –llamada El Graduado–, una canción que, curiosamente, nunca se oía completa en la película. Se titulaba Mrs. Robinson. Oigámosela a The Diego.

[THE DIEGO INTERPRETA “MRS. ROBINSON”]

Luego volveré sobre la letra de esta canción. Ahora quiero acabar con la historia de las relaciones de Simon con Garfunkel.

Tras el éxito de The Sounds of Silence en 1966, y hasta 1970, el dúo sacó tres LPs: Parsley, Sage, Rosemary & Thyme, Bookends y Brigde Over Troubled Waters. El primero es deudor de bastantes viejas composiciones de Simon. El segundo, que incluía la versión íntegra de Mrs. Robinson, marcó la culminación del trabajo de Paul para el dúo, con interesantes apuntes de la que sería su evolución posterior.

El más irregular de estos LPs, y sin embargo el más vendido –y el que supuso el lanzamiento definitivo de Simon & Garfunkel al mercado internacional, incluido el español–, fue Brigde Over Troubled Waters.

Para esas alturas de la película, Paul Simon estaba harto del dúo. Llevaba fatal el esteticismo y la ampulosidad de Garfunkel, que encontraba eco en su productor, Roy Hallee. Se quejaba de que él era el compositor de todas las canciones y el que llevaba el peso fundamental de la grabación, pero que, luego, a la hora de las decisiones finales, su opinión sólo valía un tercio. Se marchó cabreado del estudio cuando decidieron meterle a The Boxer un aparatoso final con miles de instrumentos de cuerda sonando en plan superproducción.

Hubo algunas canciones en las que Garfunkel apenas intervino. Una de ellas es, de hecho, una despedida a Garkunkel, que se fue a México a participar como actor en una película, dirigida también por Mike Nichols. Llamó a esa canción The Only Living Boy in New York. Empieza dirigiéndose a Garfunkel por el viejo seudónimo escolar: Tom (de Tom & Jerry). «Tom, coge tu avión a tiempo. Seguro que tu viaje será estupendo. Viaja a México, que aquí me quedo yo, el único chico que vive en Nueva York».

La bronca definitiva llegó a la hora de decidir la duodécima canción del disco. Simon, que ya había metido una canción dedicada a Frank Lloyd Wright, un arquitecto que había sido perseguido por sus simpatías filocomunistas, quería meter otra canción llamada «Cuba sí, Nixon no». A Garfunkel le apetecía incluir un pasaje de una cantata de Bach, que quería entonar auxiliado por un coro infantil y grabarla en una catedral. Fue demasiado. Optaron por dejar el disco en once canciones... y por tirar cada uno por su cuenta.

He hablado de The Boxer. Aquella tristísima canción, que era una parábola sobre sus propios problemas, se ha convertido en un clásico.

Sólo soy un pobre muchacho.

Aunque mi historia rara vez haya sido contada

he malgastado mi resistencia

a cambio de un puñado de gruñidos.

Así son las promesas:

todo mentiras y cuentos.

Pero un hombre oye lo que quiere oír

y se despreocupa del resto.

(...)

En el descampado hay un boxeador,

un luchador profesional.

Carga con el recuerdo

de todos los guantes que le tumbaron

o que lo hirieron mientras gritaba

de rabia y de vergüenza:

«Me rindo, me rindo».

Pero el luchador aún continúa.

Oigámosla.

[THE DIEGO CANTA “THE BOXER”]

Así que el dúo se fue al guano en el mismo momento en que alcanzaba el cenit de su popularidad. Desde entonces, sólo se reunió en actuaciones aisladas y en una gira conjunta que Paul Simon se avino a realizar para recuperarse del batacazo económico que le supuso su incursión como director e intérprete en el mundo del cine. Finalmente, acabaron rompiendo definitivamente sus relaciones a raíz del día en que Simon realizó un multitudinario concierto en el Central Park de Nueva York ...y se olvidó de invitar a Garkunkel, cuya casa, para más inri, está a dos pasos del parque.

El caso es que ya tenemos de una vez a Simon solo, «libre de tirar por donde quiera», como él mismo escribiría años después.

Decidió entonces dar rienda suelta a las muchas ideas que le bullían en la cabeza.

A fines de ordenación, dividiré esas ideas en dos grandes capítulos, aunque todas estuvieran hirviendo en la misma olla.

De un lado, quería experimentar con otras expresiones musicales.

Él siempre ha estado convencido de que el público norteamericano es musicalmente muy provinciano: «Sólo escucha su propia música», declaró por entonces. Sólo la suya, y ni siquiera toda. Quería probar qué gama de posibilidades le podía ofrecer la inspiración del jazz, y la del soul, y la de la música latinoamericana. Y se dedicó a hacerlo.

En el terreno literario, quería trabajar con algo hacia lo que ya había apuntado en algunas canciones anteriores: la composición poética inconexa, sin argumento aparente, basada en la yuxtaposición de ideas, sensaciones e imágenes unidas tan sólo por el clima sentimental, por la atmósfera que crean. Algo de eso había hecho en Mrs. Robinson, donde mezclaba burlonamente a Jesucristo –algo que fue muy mal acogido por la crítica conservadora– con la despedida de Joe DiMaggio, el gran jugador de béisbol que se casó con Marilyn Monroe, y con los debates de la campaña presidencial escuchados en el sofá familiar por la tarde del domingo.

Pero quería desarrollar más esas posibilidades, y a fe que lo hizo, y que las ha ido llevando más y más lejos, incluso a costa de sembrar a veces el desconcierto entre sus propios fans.

El primer disco de Paul Simon en solitario tuvo una acogida muy buena y subió hasta el número uno de las listas. Tenía influencias sudamericanas y caribeñas, con reggae incluido, pero dejaba las puertas abiertas de par en par al blues, e incluso coqueteaba con el jazz, tocando una canción a medias con el violinista Stephane Grapelli. Sonaba fresco. Tampoco le fue nada mal con su segundo experimento, There Goes Rythmin’ Simon, disco en el que retomó las raíces del gospel y el dixieland de Nueva Orleans. Éste llegó al número 2 en las listas de éxito de EEUU y al 4 en las británicas, pese al disgusto de la sociedad bienpensante, que torcía el gesto cuando le oía por la radio cantar: «Cuando recuerdo toda la mierda que me enseñaron en el instituto...». Algunas emisoras decidieron no reproducirla.

En 1975, Paul sufrió un fuerte golpe personal. Se divorció de Peggy, la «chica plateada» de Bridge Over Troubled Waters, y, aunque obtuvo la custodia de su único hijo, Harper James –que tenía entonces tres años–, lo llevó fatal. Su siguiente disco, Still Crazy After All These Years, le salió bastante amargo, con letras que hablaban de desencuentros o que ironizaban agriamente con el desamor.

Pese a que su prestigio seguía siendo grande y a que la Academia de las Artes premió aquel disco con varios Grammy, entró en crisis total con su casa discográfica de siempre, la CBS, que  lo presionaba para que se dejara de experimentos y volviera con Garfunkel. Paul no sólo se negó a ello, sino que tiró por elevación y exigió a la multinacional que le pagara 4 millones de dólares por disco. Le respondieron que no. Así que otra ruptura más.

Entró con ello en una época bastante oscura. Pasó cinco años en los que apenas hizo nada como cantautor, salvando algunas composiciones sueltas y algunas colaboraciones con amigos.

En el plano personal tampoco las cosas le fueron mucho mejor. Se casó con Carrie Fisher, una turbulenta actriz hija del cantante Eddie Fisher y de la actriz Debbie Reynolds. Las aparatosas borracheras y líos múltiples de Carrie, tanto públicos como privados, trajeron a Simon por la calle de la amargura durante unos cuantos años. Ustedes conocen probablemente a la muchacha por su papel como princesa Leia en La Guerra de las Galaxias. Lo que quizá no sepan es que también es una interesante novelista, una de cuyas obras, Postales desde el filo, fue llevada con éxito a la pantalla grande, con Shirley MacLaine y Merryl Streep como protagonistas.

En 1980 Simon volvió a moverse. Aceptó escribir la banda musical y actuar como guionista y protagonista de una película que llevó el nombre de One Trick Poney. La película, francamente mala, no tuvo ningún éxito, y arrastró parcialmente en su desprestigio a la banda sonora. Sólo se salvó de la quema su tema estrella, Late In the Evening, que es sin duda una pieza espléndida, en la que, aunque se apoye en una letra descriptiva –no olvidemos que se trata de la banda musical de una película–, da cuenta de su tendencia al impresionismo literario.

Lo primero que recuerdo

es que estaba en la cama.

No podía tener más

de uno o dos años.

Recuerdo que se oía una radio

en la habitación de al lado

y que mi madre reía

como suelen hacerlo algunas señoras

cuando se hace de noche

y la música lo invade todo.

Lo siguiente que recuerdo

es que voy andando por la calle.

Me siento bien.

Estoy con mis amigos, con la pandilla,

y en la avenida unos tipos juegan al billar

y escucho el sonido de una coral

cantando, casi de noche,

y todas las chavalas están en los pórticos.

Después aprendí a tocar la guitarra solista.

Era menor de edad, en aquel bar tan cutre.

Salí a fumarme un porro

y cuando volví a entrar

aquello estaba que echaba humo.

Subí el volumen del amplificador y comencé a tocar.

Era casi de noche

y conquisté al público.

Lo primero que recuerdo

cuando entraste en mi vida

es que me dije: «Conseguiré a esa chica

me cueste lo que me cueste».

Supongo que ya había estado enamorado antes

y no era la primera vez que estaba por los suelos,

pero como a ti nunca había querido a nadie,

y era casi de noche

y toda la música nos invadía.

La letra, melancólica, tenía como contraste una música festiva, casi como de mambo de Pérez Prado, con una fuerte sección de metal y una percusión muy agresiva. Oigamos la versión que nos ofrece The Diego.

[THE DIEGO INTERPRETA “LATE IN THE EVENING”]

El fracaso de One Trick Poney le afectó mucho. No entendía qué es lo que había hecho mal. Le pasaría lo mismo bastantes años después, cuando se dio el gran bofetón con el musical The Caperman, presentado en Broadway con Rubén Blades como protagonista. Él suele decir que incluso llegó a plantearse abandonar su carrera como cantautor. No me lo creo, pero en todo caso hubo de acudir en urgente auxilio de sus finanzas, aceptando hacer una gira con Garfunkel en plan revival. Los vi en el campo del Rayo Vallecano, lleno hasta la bandera. En París tuvieron 150.000 personas en las gradas y 250.000 más que se quedaron fuera. Fue un éxito total, Mrs. Robinson ocupó de nuevo el primer plano de las listas de éxitos de Europa y él volvió a llenar la caja, que era de lo que se trataba. Pero lo pasó fatal. Yo, que acudí al concierto provisto de unos potentes prismáticos, lo noté: Simon tenía un aire inconfundiblemente deprimido. Miraba a su viejo amigo Tom con evidente desagrado. Luego me enteré de que ni siquiera se hablaban. Se enviaban mensajeros entre los respectivos camerinos para comunicarse sus opiniones, casi siempre divergentes.

Cualquier pesetero al uso se habría rendido a la evidencia: la firma Simon & Garfunkel era una máquina de hacer dinero; la sociedad comercial Paul Simon Limited no funcionaba. Pero él no se rindió.

Y aún tuvo que soportar más reveses.

La indiferencia con que el gran público acogió la banda sonora de One Trick Pony le había desconcertado. Pero, hasta cierto punto, acabó asumiendo esa reacción. Él mismo se dio cuenta de que era un producto bastante confuso, sin demasiado empaque. A cambio, se quedó de piedra al comprobar que su siguiente disco, Hearts & Bones, tampoco cuajaba. ¿Por qué diablos, si en esta ocasión había derrochado creatividad musical y literaria? Comprendo su perplejidad. Yo sentí la misma: para mi gusto, Hearts & Bones es uno de sus mejores discos.

En aquel trabajo, Simon entró de lleno en lo que la crítica acabaría llamando AOR: Adult Oriented Rock, es decir, rock destinado a gente adulta. Él mismo lo explicó: le parecía ridículo que un tipo de cuarenta y tantos años siguiera cantando letras que hablaban de la chica del pupitre de al lado y de sexo en el asiento de atrás del coche. Su generación –que es la mía– tenía ya otras preocupaciones vitales y sentimentales, y alguien debía empezar a hablar de ellas. Hearts & Bones retrata a un hombre maduro, angustiado por los problemas de su separación matrimonial y a disgusto con un mundo que poco o nada tiene que ver con el que anhelaba cuando era joven. La verdad es que tanto las letras como casi todas las músicas resultaban bastante deprimentes, y el personal no siempre tiene ganas de deprimirse, o de regodearse en su depresión. La crítica trató muy bien el disco, pero tuvo unas cifras de venta verdaderamente ridículas.

Y en esto llegó Graceland.

Ya he dicho que Simon siempre estuvo interesado por las otras músicas: la latina, la caribeña, la sureña... Seguía alimentando la preocupación por ensanchar las fronteras del rock. Pero su vuelco hacia la música africana tuvo un origen accidental. Un amigo le regaló una cinta con ritmos de Soweto tocados con el acordeón como instrumento solista. Le fascinó. «A las pocas semanas», cuenta, «casi sin darme cuenta, me encontré cantando versos improvisados por encima de la música». Se interesó por aquel sonido, pidió que le mandaran más discos y más cintas y, poco a poco, maduró la idea de trabajar con aquella gente.

Estaba el problema del veto que la ONU había impuesto a la Sudáfrica del apartheid. Simon consultó con dos buenos amigos suyos que estaban al tanto de la problemática sudafricana: Harry Belafonte y Quincy Jones. Ambos le animaron a emprender la aventura. El sindicato de músicos negros sudafricanos, por su parte, organizó una asamblea para fijar su actitud ante la iniciativa de Simon. Decidieron darle luz verde, convencidos de que el salto de la música negra sudafricana al mercado internacional podía ayudarles a luchar contra la segregación racial. Para que no quedaran dudas sobre sus intenciones, Simon decidió pagar a los músicos sudafricanos el triple de lo que tenía fijado el sindicato norteamericano para el trabajo de los músicos de sesión, garantizando a los intervinientes también el cobro de una parte de los royalties.

En sólo dos semanas y media de grabación en los estudios Ovation de Johanesburgo, Simon registró cinco canciones. Fue hasta allí sin ninguna idea previa. Se dejó llevar por los ritmos, permitiendo que fueran fluyendo las canciones y, con ellas, las letras. Entre las canciones grabadas en esta primera tacada, hay una cuya letra me parece particularmente inspirada, por lo que tiene de retrato alucinado del mundo de nuestros días. Es una cascada de incoherencias, tal como  puede percibir las noticias de cualquier noticiario cualquier ciudadano atribulado e incapaz de colocar las piezas de la realidad en su sitio.

Esto era un día muy aburrido.

El sol golpeaba

a los soldados en el borde de la carretera.

Había una luz resplandeciente,

escaparates haciéndose añicos.

La bomba en el coche del bebé

estaba conectada a la radio.

Éstos son días de milagros y maravillas,

esto es una conferencia telefónica,

la manera en que el objetivo nos sigue a cámara lenta,

la manera en que nos vemos todos nosotros,

la manera en que contemplamos una lejana constelación

que se muere en un rincón del cielo.

Éstos son días de milagros y maravillas,

y no llores, niña, no llores, no llores.

Esto era un viento seco

que barría el desierto

y se acurrucaba en el círculo del nacimiento,

y la arena muerta

cayendo sobre los niños,

las madres y los padres

y la tierra automática.

Éstos son días de milagros y maravillas,

esto es una conferencia telefónica,

la manera en que el objetivo nos sigue a cámara lenta,

la manera en que nos vemos todos nosotros,

la manera en que contemplamos una lejana constelación

que se muere en un rincón del cielo.

Éstos son días de milagros y maravillas

y no llores, niña, no llores, no llores.

Esto es un giro con lanzamiento en suspensión,

es el violento arranque de todos,

y cada generación lanza un héroe a las listas de éxito.

La medicina es mágica

y lo mágico es arte,

y el bebé-burbuja,

y el bebé con el corazón de mandril.

Y creo que éstos son días de lásers en la jungla,

lásers en algún lugar de la jungla,

señales en staccato de información constante,

una vaga afiliación de millonarios

y billonarios, niña.

Éstos son días de milagros y maravillas,

esto es una conferencia telefónica,

la manera en que el objetivo nos sigue a cámara lenta,

la manera en que nos vemos todos nosotros,

la manera en que contemplamos una lejana constelación

que se muere en un rincón del cielo.

Éstos son días de milagros y maravillas

y no llores, niña, no llores, no llores.

La música se adapta como un guante al caos alucinado de la letra.

The Diego nos la cantan.

[THE DIEGO TOCA “THE BOY IN THE BUBBLE”]

En Graceland, disco del que se vendieron seis millones de ejemplares en menos que canta un gallo, Paul Simon experimentó una técnica de composición no sólo nueva, sino también, a decir verdad, realmente extraña. Se ponía a tocar con los músicos hasta que encontraba un tema, un hilo conductor, y entonces lo desarrollaba, y luego dejaba que las sensaciones que le producía la música le sugirieran la letra. De ahí el extraordinario empaque de las canciones. El sistema de elaboración de las letras lo describe él mismo: «Edito. Al principio canturreo por encima de la melodía. Poco a poco, fluyen las ideas, luego las palabras, luego las frases. A veces llegan primero las imágenes; en otras ocasiones te viene a la cabeza una frase ya terminada. (...) Así voy seleccionando pieza a pieza. Al final, me encuentro con un montón de piezas encajadas que sueltas no hubiese imaginado nunca que tuvieran nada que ver».

No tiene nada de sorprendente que Simon se sintiera tan atraído por los ritmos negros sudafricanos. Éstos hunden sus raíces en las mismas músicas que llevaron consigo hasta América los esclavos africanos y que, con el tiempo, tomarían diversas derivaciones, una de las cuales desembocó en el rythm & blues de los 50 y, con él, en el rock & roll. En cierto modo, Simon se limitó a volver a las fuentes. Y en ellas descubre elementos que parecen nuevos: el bajo se convierte en el instrumento principal y el acordeón toma la responsabilidad de la estructura melódica. La percusión está también en un primerísimo plano. El conjunto resulta muy original, pero no tanto como para que el gran público no pudiera entenderlo. La acogida fue formidable.

No en todas partes. El organismo correspondiente de las Naciones Unidas decidió que Simon había violado las reglas del boicot a Sudáfrica y, en consecuencia, lo incluyó en la lista de los artistas y deportistas cómplices del apartheid. Poco importaba que el sindicato de músicos negros sudafricanos le hubiera dado su visto bueno, ni que la gira que se organizó a continuación, el Graceland Tour, convirtiera cada concierto en un acto político contra el régimen blanco de Sudáfrica, con homenajes a Mandela y Stephen Biko, con la constante presencia de Miriam Makeba, símbolo musical de la resistencia, y con el obligado canto final del himno del Congreso Nacional Africano. Las Naciones Unidas dieron una acabada muestra de las estupideces a las que puede conducir el formalismo. Convirtieron lo blanco en negro y lo negro en blanco.

El disco, pese su enorme unidad, cuenta con colaboraciones que no tienen nada que ver con Sudáfrica. Una canción está íntegramente compuesta en colaboración con un grupo chicano, Los Lobos, muy conocidos en la Costa Oeste, y otra con Good Rockin’ Dopsie & The Cajun Twisters, especialistas en cajun y zydeco, estilos musicales de influencia francesa muy populares en las marismas de Lousiana.

La canción que da título al álbum, Graceland, es probablemente la más curiosa del conjunto del trabajo. Un buen día, improvisando con los músicos sudafricanos, empezó a surgir una tonada que a Simon le evocó el country norteamericano. El country, heredero de la música irlandesa, es probablemente el estilo más blanco de todos los estilos blancos de los EEUU. La población negra norteamericana se siente tan poco interesada en el country que se suele decir, medio en serio medio en broma, que es más fácil encontrar a un negro tocando country que a un negro que lo escuche. Algo de eso hay: yo estuve en la Fan Fair de Nashville –una semana entera de conciertos de country, a razón de diez horas por día– y, entre las decenas de miles de asistentes, no me topé en todo ese tiempo con más de media docena de afroamericanos. Pero el hecho es que allí estaba Simon con un grupo de músicos negros y lo que estaba saliendo sonaba a country. Aprovechó aquello para construir una canción de inspiración country y para meter, haciendo las armonías vocales, al dúo de sus imitaciones juveniles, los Everly Brothers. Le quedó una especie de road song, de canción de viaje, para la que se buscó una letra a la altura. Como se sabe, «Graceland» es el nombre de la casa que Elvis Presley se hizo construir en Memphis, Tennessee. Todavía sigue siendo visitada por decenas de miles de personas a lo largo del año. Simon, que fue y es un gran admirador de Elvis, se toma el viaje a Graceland como si se tratara de una especie de peregrinación a La Meca, aprovechando para remover de nuevo la vieja espina, nunca extraída del todo: su traumática separación matrimonial.

Para no interrumpir la lectura de la letra con notas a pie de página, avisaré que National es una marca de guitarras muy utilizada por los intérpretes de música country.

El delta del Misisipí brillaba como una guitarra “National”.

Sigo el río por la autopista

que atraviesa la cuna de la Guerra Civil.

Voy a Graceland,

Graceland, en Memphis, Tennessee,

Voy a Graceland.

Niños pobres y peregrinos con sus familias

vamos a Graceland.

Mi compañero de viaje tiene nueve años.

Es el hijo de mi primer matrimonio.

Tengo razones para creer

que los dos seremos bien recibidos

en Graceland.

Ella vuelve para decirme que se ha marchado.

Como si yo no lo supiera.

Como si no conociera mi propia cama.

Cómo si no hubiera visto

cómo se apartaba el pelo de la frente

y decía que perder el amor

es como tener una ventana en el corazón:

todo el mundo ve cómo estás destrozado,

todo el mundo ve cómo sopla el viento.

Voy a Graceland,

Graceland, en Memphis, Tennessee,

voy a Graceland.

Niños pobres y peregrinos con sus familias

vamos a Graceland.

Y mis compañeros de viaje

son fantasmas y medias vacías.

Miro a los fantasmas y los vacíos,

pero tengo razones para creer

que todos seremos bien recibidos

en Graceland.

Hay una chica en Nueva York

que dice que es un trampolín humano.

Y, a veces, cuando caigo, vuelo

o doy vueltas caóticas. Y yo digo:

“Ah, así que eso es lo que quieres decir”.

Quiere decir que estamos de rebote en Graceland.

Y veo que perder un amor

es como tener una ventana en el corazón.

Todo el mundo ve que estás destrozado.

Todo el mundo ve cómo sopla el viento.

En Graceland.

Voy a Graceland por razones que no puedo explicar.

Hay una parte de mí que quiere ver

Graceland.

Y quizá esté obligado a defender

todo amor, todo final,

o quizá ya no haya obligaciones.

Quizá tenga razones para creer

que todos seremos bien recibidos

en Graceland.

Oigamos cómo suena eso tocado por The Diego.

[THE DIEGO TOCAN “GRACELAND”]

Paul Simon es lo que en mi tierra se llama «un culo de mal asiento». Y África es muy grande. Durante la gira internacional de presentación de Graceland, Simon conoció a Youssou N’dour, el más conocido de los músicos de Senegal. N’dour le dijo que, si Sudáfrica cuenta con grandísimos vocalistas, bajistas, acordeonistas y guitarristas, el África Occidental concentra a los mejores percusionistas. Le explicó que la ruta de la percusión parte del Oeste de África, pasa a Brasil, llega al Caribe y se instala finalmente en Cuba. Así que Simon puso sus ojos en Brasil. De ahí salió The Rhytm of The Saints, su siguiente álbum, muy similar en cuanto a su concepción a Graceland. Algún crítico brasileño dijo que Simon se dedicaba a hacer «safaris musicales», cobrando piezas exóticas en el Tercer Mundo para exhibirlas luego en la metrópoli. Y algo de eso puede haber. Pero lo que nadie le puede negar es que caza por su cuenta. Y que se busca guías de primera. En ese trabajo estuvo todo el tiempo arropado por Milton Nascimento, que no es precisamente un ignorante de los ritmos de Brasil. El disco no tuvo el éxito de Graceland –ése era un objetivo prácticamente imposible–, pero casi nadie le ahorró elogios.

Me habría gustado que escuchárais la canción que abre el disco, The Obvious Child, que es verdaderamente pasmosa. Pero se grabó con el concurso de catorce baterías, diez bajos y cuatro panderetas. Ya he sometido a The Diego a suficientes pruebas. No puedo pretender que reproduzcan con una sola batería algo que viene a ser algo así como los tambores de Calanda, sólo que cada uno por su cuenta.

Y tampoco podemos aspirar a hacer un recorrido exhaustivo por una carrera de siete lustros. Confío en que los apuntes que he ido hilvanando por acá y por allá hayan servido para aproximar el trabajo de Paul Simon a los menos conocedores de su obra y para aportar algunas claves de interpretación a los que la conocieran algo mejor.

Paul Simon ha sido y es todavía uno de los más inquietos poetas del rock de nuestro tiempo. Y también, como su amigo Woody Allen, uno de los estadounidenses más europeos de las últimas décadas. Una isla solitaria e inclasificable en medio del mar del rock norteamericano.

Él siempre ha dicho que le intriga saber qué papel acabará ocupando en la Historia de la música popular. De algo puede estar seguro: ocupará uno. Y en primera fila.<

 

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