Diario de un resentido social

Semana del 3 al 9 de febrero de 2003

 

Aquel país es mi país

 

Varios cantautores se disponen a sacar un disco de canciones contra la guerra y se les ha ocurrido que el librito que acompañe el cedé incluya textos de algunos escritores –o escribidores, como es mi caso– que hablen de eso mismo: de la música y la guerra. Tal vez lo mío tenga algo de obsesión, pero mantengo mi empeño en que el creciente rechazo a la agresión que se dispone a perpetrar el Gobierno de Bush contra Irak no se traduzca en ningún tipo de odio entre los pueblos y que, en particular, sepamos mantener hacia el pueblo de los Estados Unidos de América –como ante cualquier otro pueblo del mundo– una actitud de respeto y de amistad. Porque la paz sólo puede venir de la comprensión y la solidaridad entre “los de abajo” (y “las de abajo”). Es decir, de la gente a la que finalmente siempre le toca hacer de carne de cañón.Éste es el texto que les he enviado:

 

Ahí palpita la variedad, la riqueza espiritual y la vitalidad de un pueblo inmenso. Ahí estalla la contradicción flagrante entre la cultura hermosamente mestiza de una nación nacida del encuentro entre los hijos y las hijas de tantas otras y el monolitismo hierático de una casta dirigente cerril y criminal.

Buscad el retrato de los Estados Unidos de América también en su música. Hacedlo.

Formo parte de una generación que casi no escuchó en su niñez más canciones que las europeas y las latinoamericanas. Apenas me llegaron –ya en la adolescencia– algunas pocas venidas de por aquellos lejanos pagos norteños: un poco de rock de instituto almibarado. Mi interés real por la música de los EUA vino años después, de la mano de las inquietudes sociales y de la política. Fue la música que acompañó la oposición a la guerra de Vietnam, la lucha por la igualdad de derechos, la solidaridad con los inmigrantes, la crítica del adocenamiento social y el conformismo...

Descubrí entonces maravillado expresiones artísticas de hondísimas raíces, tocadas y cantadas con el alma –allí la llaman soul–, con rabias y con tristezas –allí las llaman blues– provenientes de los registros geográfica y culturalmente más diversos, con ritmos y melodías dispuestos a entrelazarse cual si hubieran nacido predestinados al entendimiento, como en ese invento inimitable que llamaron rock & roll, híbrido de la música más blanca (el country) y la música más negra (el rythm & blues).

«This land is your land / this land is my land...». Llevo siempre en mi memoria la voz nasal y sin concesiones de Woody Guthrie, acompañada por aquella vieja guitarra en la que escribió «Esta máquina mata fascistas».

«Este país es tu país, este país es mi país... Este país fue hecho para ti y para mí». Gracias a Woody, y a su hijo Arlo, y a Pete Seeger... y a una amplísima, a una infinita legión de gente negra, hispanoamericana, irlandesa, centroeuropea, rusa, griega, a una legión de hombres y mujeres de voz emocionada y mano fraterna, aliento el convencimiento de que en efecto, aquel país es también mi país.

Así que maldigo a Bush y a su jauría por lo que le van a hacer a Irak, sin duda, pero también por lo que están dañando al pueblo de los Estados Unidos: un pueblo que siento como mío propio.

 

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Más «geometría variable»

Llevar camisetas con el lema «No a la guerra» en la tribuna del Congreso de los Diputados constituye una intolerable alteración del orden que obliga a la presidenta Luisa Fernanda Rudi a ordenar el desalojo de quienes tal hacen.

Presentarse en un pleno municipal con letreros que dicen «¡Asesinos!» e increpar al alcalde y a tres concejales llamándoles de todo y arrojándoles objetos, como hicieron ayer varios dirigentes del PP y el PSOE desplazados a Andoain, es una actitud extraordinariamente valiosa y encomiable.

¿En qué estriba la diferencia? ¿En la desigual importancia de las causas defendidas en uno y otro caso? ¿En que el alevoso asesinato de un militante socialista en Andoain justifica cualquier forma de protesta, no así la colaboración del Gobierno de España en una guerra injusta?

Si alguien ve las cosas de ese modo, que lo diga, y lo discutimos. Entretanto, pensaré que la derecha española se pasea por la política con un embudo en la mano: para ella la parte ancha, que lo permite todo; para los demás, la boca estrecha.

Segundo caso: un joven interrumpe un acto de José María Aznar en Arganda del Rey (Madrid) gritándole “¡No a la guerra!». De inmediato empieza a ser insultado por el público: «¡Hijo puta!», «¡Cabrón!», «¡Asesino!» (sic), «¡España, España!» (resic!). Los simpatizantes aznaristas zarandean y empujan al joven; algunos le pegan. El servicio de orden se lo lleva a rastras.

Aznar espera con gesto severo a que acabe el incidente. Entonces interviene y dice: «Ese joven tiene suerte, porque vive en un país en que se pueden decir esas cosas y no pasa nada». Y remata: «Y se pueden gritar esas consignas, que además son las nuestras». ¿Que no pasa nada? ¡Pero si acabáis de echar a bofetones al que ha hablado! ¿Que esas consignas son las vuestras? Entonces, ¿por qué tratáis tan mal a quien las lanza?

¡Qué suerte, que vivimos en un país en el que por gritar «¡No a la guerra!» sólo te pegan y te echan a patadas, no como en Irak, que gritas «No a la guerra» y te asesinan!

Asegura el tópico que una imagen vale más que mil palabras. No siempre es verdad, pero a veces sí. La imagen de Aznar presumiendo de lo bien que se trata aquí a los discrepantes, mientras un discrepante era golpeado y empujado delante de sus narices –y de las nuestras–, resultó de lo más elocuente, sin duda.

 

(9 de febrero de 2003)

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Geometría variable

El Gobierno de Bush trata de dotar de base justificatoria su plan de «ataque preventivo» contra Irak, y la opinión pública europea discute animadamente sobre la validez de las supuestas pruebas aportadas por Colin Powell ante el Consejo de Seguridad de la ONU.

Es un error.

No digo que carezca de sentido poner las prácticas probatorias de los EEUU en el lugar que se han ganado a pulso con el paso del tiempo. Por supuesto que vale la pena recordar, por ejemplo, la destrucción de la empresa Shifa en Jartum (Sudán), llevada a cabo con misiles Tomahawk el 20 de agosto de 1998. Fue un acto de guerra que la Administración norteamericana justificó con la presentación de pruebas materiales «irrefutables» que «demostraban» que se trataba de una fábrica de armas químicas construida con dinero de Ben Laden. No tardó en aclararse que lo que habían reducido a escombros era una fábrica de productos farmacéuticos que colaboraba con las Naciones Unidas y en la que trabajaban numerosos cooperantes occidentales. La única fábrica de medicamentos con la que contaba Sudán.

Conviene recordar –claro que sí– que ese género de «errores» son comunes en las prácticas bélicas norteamericanas. Que con «pruebas» no menos «irrefutables» la USAF bombardeó hace no tanto dos almacenes de la Cruz Roja y diversas áreas civiles en Afganistán, y que hasta llegó a confundir con una partida de guerrilleros lo que en realidad era el cortejo de una boda. 

Pero eso, con ser de gran interés, no remite al verdadero fondo del problema. Antes de polemizar sobre la mayor, menor o nula validez de las sedicentes pruebas esgrimidas por Powell, lo que hay que plantearse es qué fundamento tiene la idea previa de la que parte la posición estadounidense, a saber: la de la legitimidad de un «ataque preventivo».

La legalidad internacional reconoce a los estados el derecho a la legítima defensa. Lo que no admite es el recurso a la fuerza amparado en peligros hipotéticos de agresión, no concretados en ningún proyecto militar en marcha. Porque, de admitir tal cosa, estaría aprobando que cualquier Estado inquieto por la animosidad de otro pudiera optar por atacarlo, por si acaso. Con lo cual tendría que dar por buenas las declaraciones que hizo el pasado miércoles el ministro norcoreano de Exteriores, quien reclamó el derecho de su país a lanzar un «ataque preventivo» contra los Estados Unidos, dadas las inequívocas amenazas que ha recibido de Washington.

Pero Bush no reclama ningún cambio en los principios generales del Derecho internacional. Lo que está exigiendo es que ese Derecho valga para los demás países, pero no para el suyo. En este caso como en tantos otros: desde Kioto hasta la Corte Penal de Roma, pasando por las minas antipersonales, la conferencia sobre el racismo, la tortura, las armas biológicas, los subsidios agrícolas...  Acabo de leer el nuevo nombre que le han dado a eso: lo llaman «legalidad internacional de geometría variable».

Antes lo llamaban «ley del embudo». Era como más basto.

 

(8 de febrero de 2003)

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De Columbia a Irak

Qué horror, el accidente del trasbordador Columbia, desintegrado en el espacio apenas a un cuarto de hora de su previsto aterrizaje en Florida.

Siete muertos.

 En condiciones normales, la noticia me habría producido el mismo sentimiento supongoque cualquier otro accidente de los que jalonan sin falta los noticiarios de los fines de semana: «Vuelca un autobús del Inserso», «Descarrila un Talgo», «Chocan un camión y dos turismos».

Siete muertos. Tremendo. Pero no por la cifra, que tiene poco de especial, sino por las circunstancias: los astronautas no se mataron por culpa de su impericia, sino por la torpeza de los técnicos y científicos de la NASA, que no dieron la debida importancia a los daños que había sufrido la nave a la hora del despegue. ¿Negligencia criminal? ¿Imprudencia con resultado de muerte? Al margen de la posible –y plausible– tipificación penal de su comportamiento, digamos que no se cubrieron de gloria, precisamente.

Bush se apresuró a salir en televisión para dar cuenta de su pesar. Según lo vi –y le oí– me di cuenta de la gravedad del desastre: más allá de sus palabras rituales de condolencia, resultaba evidente que lo que más le dolía era el golpe sufrido por el prestigio de los Estados Unidos de América ante los ojos del mundo entero. Un golpe captado y difundido por las cámaras de televisión hasta el último rincón del planeta. La evidencia de los tremendos estropicios que puede hacer –y hace– la tremenda maquinaria tecnológica de un Poder que presume de perfecto y que nos demuestra una y otra vez hasta qué punto dista de serlo.

Y, para colmo de males, con un israelí entre las víctimas.

Conociendo el simplismo de los mecanismos propagandísticos de la Administración estadounidense, que tanto confía en la popularidad de la que gozan en su país las reacciones primarias, basadas en sentimientos de muy escasa elaboración emocional (la venganza, el «honor», el orgullo patrio, el amor a la bandera, la «misión histórica» de «la nación americana», etcétera), no creo equivocarme si vaticino que el patético estallido del Columbia va a operar como otro factor más en favor de la guerra contra Irak.

No sólo Bush: me temo que, según saltó en pedazos el viejo trasbordador espacial, cientos de miles de estadounidenses –tal vez millones– empezaron a sentir una angustiosa bajada en su nivel sanguíneo de autoestima nacional.

Es una triste querencia crónica de la clase dirigente de los Estados Unidos de América. Siempre trata de curar sus propios males de anemia moral con generosas transfusiones de sangre ajena.

 

(Artículo escrito para el periódico Resistencias. cuyo número 1 acaba de aparecer)

 

(7 de febrero de 2003)

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De abajofirmantes a lameculos

Santiago Carrillo consagró esa denominación tan pomposa: «las fuerzas de la cultura». Fue aquello en vísperas de la transición. El entonces secretario general del PCE se refería a la intelectualidad y el artisterío. Según él, ese personal estaba destinado a las más altas metas. España iba a convertirse en el faro y guía de la izquierda de Occidente gracias a «la unión de las fuerzas del trabajo y de la cultura».

No sé cómo se las arregló Carrillo para que sus sucesivos inventos programáticos me parecieran siempre perfectos bodrios, uno tras otro. En todo caso, éste no fue excepción. Desde el primer momento consideré que era absurda la identificación que establecía entre los artistas e intelectuales y la izquierda. Siempre ha habido artistas e intelectuales de posiciones políticas muy reaccionarias pero de pensamiento e ingenios muy valiosos –así, sin ir más lejos, y por poner un ejemplo: Quevedo–, del mismo modo que siempre ha habido grandes artistas muy ignorantes en todo lo ajeno a su especialidad. Y por qué no. Y a mí qué.

Es bien cierto, eso sí, que la opinión pública de los 70 y primeros 80 se acostumbró a considerar que esos gremios estaban vinculados en su mayoría con el conjunto de las causas comúnmente tenidas por progresistas. Cosa que se consiguió, en buena medida, gracias a la fantástica proliferación de manifiestos firmados por notables de las letras, las cátedras, los escenarios y los platós, manifiestos que empezaban sistemáticamente con la misma fórmula ritual: «Los abajo firmantes...» y que proseguían luego de cualquier modo: defendiendo el derecho al aborto, solidarizándose con tales o cuales represaliados, opiniéndose al ingreso de España en la OTAN, reclamando mayores cotas de autonomía para las nacionalidades y regiones, criticando la existencia de este o aquel campo de tiro para uso y disfrute de las Fuerzas Armadas... En fin, de todo. Apenas había día que los periódicos no publicaran algún manifiesto de este tenor, lo que condujo a que, poco a poco, los artistas e intelectuales que más frecuentemente aparecían en ellos, acabaran por ser conocidos como los abajofirmantes.

Pero pasó el tiempo. Y con su ayuda y bastantes más, el PSOE acabó por llegar al Gobierno. Lo que entrañó la deserción de buena parte de los abajofirmantes y su consiguiente integración en tales o cuales áreas progubernamentales.

Se cuenta que Goebbels decía: «Cuando oigo hablar de cultura, echo mano a la pistola». Nunca me he creído la supuesta anécdota, porque me consta que el jefe de propaganda de Hitler era un hombre culto. Nazi y repugnante, pero culto (estamos en lo de antes). En todo caso, lo que sí es verdad es que el PSOE dio al dicho un giro no por esperado menos productivo. Lo suyo fue: «Cuando oímos hablar de cultura, sacamos la chequera».

Empezaron a comprar intelectuales y artistas a tanto el kilo, y se quedaron solos. ¿Que éste es del teatro? Subvención al canto. ¿Que del cine? ¡Ración doble! ¿Catedrático de qué, dices? ¿De Filosofía? Con cuarto y mitad va que chuta. ¿Que ésta canta y vende? Me la saques de pregonera en media docena de pueblos de la periferia, y a millón el bolo. Y me traes al otro a la Bodeguilla para echar un billar. Y sondéamelo a ver si vendría al mitin del sábado: como te diga que no, me lo pasas a la lista negra (pero te dirá que sí, ya verás).

Había mucho dinero, pero demasiada gente. Al final, flaqueó el presupuesto. Era imposible comprar a todos, incluso contando con los que se negaban a fijarse una tarifa. Incluso contando con los que no querían saber nada de sociatas, por la derecha o por la izquierda.

Con lo cual quedó un cierto remanente de abajofirmantes, que siguieron –aunque mucho más espaciadamente– dando la vara: que si los GAL, que si la corrupción, que si la OTAN, que si el paro, que si el nepotismo... El PP se interesó por algunos, y congenió con un puñado. Logró hacer buenas migas –y le encantó: se lo tomó casi como si fuera una travesura– con algunos veteranos izquierdistas hartos de no pintar nada en la buena sociedad y dispuestos a demostrar al mundo hasta qué punto habían conseguido superar «la tópica división derecha / izquierda». Y también con más de un viejo enfant terrible de las letras, del periodismo... o de lo que sea, dispuesto a subirse a cualquier carro con tal de no tener que andar.

Cuando el PP llegó al Gobierno, hizo lo que pudo. Como antes el PSOE. Tiró de chequera. Y compró lo que le pareció más interesante, dentro de lo que quedaba disponible (o de lo que volvía a estarlo, tras el fiasco socialista). No captó ya tanto, pero sí lo suficiente como para desmantelar, ya casi por entero, el gremio de los abajofirmantes.

Ahora sigue saliendo de vez en cuando algún manifiesto. Lo sé, porque los firmo casi todos. Pero ya apenas queda rastro de la recua inevitable de los tiempos de la transición, de las viejas «fuerzas de la cultura» que adulaba Carrillo. Incluso cuando te topas con una buena porción de aquellas supuestas veteranas glorias paseándose por el escenario de los premio Goya con una pegata contra la guerra cogida con un imperdible al vestido (lo han explicado: «Para no estropear los trajes»), no puedes evitar que te entre la risa: «¡Pero adónde va ése, que sostuvo al PSOE durante la Guerra del Golfo y disculpó los GAL!», «¡Pero anda y mira la otra, qué morro!», etcétera. Están ahí, abriéndose un hueco entre los que sí siguen en la brecha, y combatiendo, para vengarse de la última subvención que les han negado, o para ganarse simpatías, o para parecer algo.

Haced el recuento de lo que fueron en su día los abajofirmantes. Veréis que el 90% son ahora servidores entusiastas y disciplinados de alguna multinacional, o complacientes correveidiles de algún gran emporio multimedia, o directivos de alguna Fundación bancaria, o miembros de algún comité semioficial (u oficial del todo), o aduladores de tal o cual gurú con mando multimillonario en plaza. Lameculos, en suma.

Ésa ha sido su evolución: de abajofirmantes a lameculos. Y a eso seguirán entregados, mientras les sigan pagando. Y mientras los tenedores del poder continúen adulando su vanidad, fingiendo que les pagan a precio de oro por razones que no tienen nada que ver ni con su lengua de cobradores serviles ni con el culo maloliente de quien les paga.

 

(6 de febrero de 2003)

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Dejémonos de dibujos

Se podría –se puede– polemizar hasta el infinito. Sobre todo.

Sobre si lo de Rodríguez Zapatero es «aislacionismo rancio», como dice el presidente del Gobierno (y, en tal caso, sobre el espacio que reserva el señor Aznar a la inmensa mayoría de la población española, que está todavía más en contra de la guerra que el secretario general del PSOE). O sobre si lo de la gala de los Goya fue «una maniobra orquestada» (!) por los integrantes de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas (o si, por el contrario, acabó saliendo así porque una parte del personal del cine está sinceramente en contra de la guerra y el resto tenía ganas de soltarle cuatro frescas al Gobierno en razón de sus particulares litigios).

Cabría discutir hasta el aburrimiento –se está discutiendo– sobre esas cosas y sobre muchas más. Sobre la impostada seriedad con la que Bush apela al incumplimiento de las resoluciones de la ONU por parte de Sadam Husein como razón sobrada para el bombardeo y la ocupación de Irak, olvidándose de que Israel se ha choteado cuantas veces le ha venido en gana de la ONU y del Derecho internacional en pleno... gracias al amparo que le otorga él mismo. O sobre cómo especula con el peligro que supondría Irak si poseyera armas de destrucción masiva y se dedicara a pasárselas a los unos y los otros, cuando lo único que está claro hasta ahora es que su país sí las tiene, y las ha utilizado, y se las ha pasado a los unos y los otros (incluyendo a Sadam Husein, cuando lo tenía de aliado).

Podríamos enzarzarnos –lo estamos haciendo– en ésas y en tropecientas polémicas más. Pero son dibujos. Juegos florales. En realidad, todos –todos, sin excepción– sabemos de qué va esto y qué es lo que está en juego. Lo de menos es que Sadam Husein sea un dictador: los hay a puñados por todo el mundo, la mitad de ellos aupados al poder por Washington. Lo de menos son esas historietas sobre el terrorismo internacional armado de viruela hasta los dientes con la ayuda de Sadam Husein, Hannibal Lecter y el Lobo Feroz.

Aquí lo que está en juego es, lisa y llanamente, el petróleo. Y nadie lo ignora. ¿Cómo hacerlo, con un Bush que tiene el santo descaro de amenazar a Francia y Alemania con castigarlas por su disidencia dejándolas fuera del reparto del botín, mientras anuncia que se hará cargo «provisionalmente» de la administración de Irak?

Estamos ante un plan de saqueo evidente. Irak tiene mucho petróleo y Estados Unidos, que despilfarra energía hasta extremos totalmente disparatados, lo necesita. Necesita el petróleo de Irak y el control de toda la zona, en su conjunto. Persigue objetivos que también interesan, a escala, al resto del mundo rico. Y para lograr esos objetivos se disponen (¿nos disponemos?) a laminar a cientos de miles de personas.

Eso es todo. Planteémoslo claramente.

(Texto publicado hoy como columna en “El Mundo”)

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¡Desconfiad de los mecenas!

Hace meses, un buen amigo, de cuyo desinterés por las humanas vanidades da cuenta el hecho de que se empeña en editar libros de poesía, vino a anunciarme alborozado que había encontrado un mecenas. «¡Tío, un constructor que tiene verdadero interés por la poesía, y por la literatura en general!», me dijo, más contento que unas castañuelas. Mi amigo estaba tan encantado que incluso me planteó la posibilidad de sacar un libro con el puñado de poemas que tengo escritos desde el siglo pasado y de reeditar un libro de poemas de mi difunto hermano Carlos, que ése sí que fue un poeta de verdad. Le dije que bueno. Por supuesto.

Pasó el tiempo y mi amigo me telefoneó para decirme que el constructor había empezado a retratarse: el primer libro ya estaba en la calle. Quería que yo participara en la presentación. Fue un acto de muchas campanillas: además del autor, intervinieron Agustín González, Andoni Ferreño y Ramón Langa. Bueno, y yo. 

Pasó luego el tiempo y, como ando tan liado, se me fue toda la historia a las nubes, incluida la poesía, los libros y el mecenas. Hasta que el otro día, removiendo unos papeles, me topé con una foto del acto, que reproduzco infra. Vi entonces quién era el constructor que tanto interés tenía por la poesía y por la literatura, en general.

No me extraña que no haya vuelto a saber de él. Creo que está en la cárcel.

 

 

(5 de febrero de 2003)

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La Ley Electoral Vasca

Ha causado un gran revuelo la noticia: el PNV y EA van a presentar en el Parlamento de Vitoria un proyecto de modificación de la Ley Electoral. El PP y el PSOE han calificado la iniciativa de «locura», «cacicada», «práctica bananera» y no sé cuantas cosas más. IU-EB ha declarado que no ve clara la cosa, pero no se opone en principio a que el asunto vaya al Pleno. Sozialista Abertzaleak (ex HB) ha venido a decir que ya verán.

Comprendo el desconcierto de la mayoría del personal –del no vasco sobre todo– que trata de hacerse un criterio propio. La Ley Electoral de mi tierra es lo suficientemente complicada como para hacerse un lío con ella: no digamos ya con sus modificaciones.

Aportaré algunos datos y unos cuantos criterios de mi propia cosecha.

Primer punto: no tienen razón el PP y el PSOE cuando dicen que es «totalmente intolerable» el proyecto nacionalista. Según la legislación vigente, el establecimiento de las normas electorales en cuestión corresponde al Parlamento autónomo.

Segundo punto: no tienen razón el PNV y EA cuando afirman que éste es un momento tan bueno como cualquier otro, en principio, para proceder a esa reforma. A tres meses de unas elecciones, toda reforma de la legislación electoral cobra un sesgo inevitablemente sospechoso. Y ésta lo tiene, en la medida en que su aplicación, de mantenerse estable la distribución de votos, beneficiaría a los partidos nacionalistas, particularmente en Álava.

Dicho lo cual, convendrá que quienes no estén al tanto del asunto sepan que la actual Ley Electoral Vasca presenta un déficit democrático de mil pares. Concede una representación numéricamente igualitaria a las tres provincias, pese a que sus densidades de población son muy diferentes. Eso hace que el voto de un habitante de Álava tenga en la práctica un derecho de representación cuatro veces superior al de un ciudadano de Vizcaya y algo más de dos veces superior el de otro de Guipúzcoa.*  

Esta desigualdad objetiva, contraria al principio democrático «una persona, un voto», se mantiene en nombre de razones históricas, vinculadas al Derecho Foral. En mi criterio, constituye una aberración. Ninguna tradición puede justificar que se deforme hasta ese punto la voluntad política del pueblo vasco en tanto que tal. Eso sin contar con el hecho, nada baladí, de que, así privilegiado el electorado alavés, la derecha españolista vasca, fuerte en Álava, consigue una sobrerrepresentación política totalmente injusta.

Pero esto, con ser malo, no es todo: la realidad resulta todavía peor. Porque, si el electorado alavés se ve privilegiado con respecto al vizcaíno y al guipuzcoano, dentro de la propia Álava también hay desigualdades. La división de Álava en circunscripciones está hecha de tal modo que el voto de los electores de Vitoria vale mucho más que los del resto del territorio. Y esto sin la más mínima tradición foral que lo justifique, porque es un invento de la legislación electoral del postfranquismo. Lo que el PNV y EA proponen ahora es que Álava recupere su viejo ordenamiento territorial, que dividía la provincia en siete comarcas (allí llamadas cuadrillas). Lo cual, con independencia de que se ajuste más a la tradición –cosa que, a decir verdad, a mí no me produce ni frío ni calor–, consigue igualar bastante más la trascendencia del voto del conjunto de los pobladores de Álava.

«¡Esta reforma busca arrebatarnos el control de las instituciones alavesas!», claman el PP y el PSOE. Veamos: esta reforma apunta a que la igualdad pinte algo más en la normativa electoral vasca. Si de ello se desprende que ellos acaban perdiendo un control político que han logrado mediante vericuetos leguleyos ajenos a la puridad democrática, el problema es suyo. Esfuércense y consigan más votos. La democracia va de eso.

 

––––––––––––––

* Me hace ver muy oportunamente un fiel lector, datos en mano, que este fenómeno, en lo que a sus resultados políticos prácticos se refiere, se ve compensado por el hecho de que, con el actual sistema electoral, el voto depositado en Guipúzcoa, donde el conjunto nacionalista es ampliamente mayoritario, tiene un valor doble al emitido en Vizcaya. Pero que esta especie de vasos comunicantes electorales acabe por producir un resultado aproximadamente justo no neutraliza mis objeciones al sistema electoral vasco, porque el equilibrio se produce por feliz y venturoso azar, no porque la legislación sea la adecuada.


(4 de febrero de 2003)

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«Columbia»: otra vez lo mismo

El mundo de la astronomía es fantástico y misterioso, pero la industria que lo sustenta es tan pedestre como las dedicadas a producir cualquier otra mercancía. Como las dedicadas a producir cualquier otra mercancía carísima, en concreto. Un lector me relata los pormenores por los que pasó la construcción del famoso Hubble, una de cuyas piezas esenciales fue adjudicada a una empresa, Perkin-Elmer, que había presentado un proyecto bastante menos fiable que el aportado por Kodak, pero que se había encargado de untar a diversos miembros de la Administración estadounidense (y, ya de paso, de falsificar los test con los que respaldaba su oferta).

La industria aeroespacial norteamericana está íntimamente ligada al llamado complejo militar-industrial. Éste viene presionando desde hace años en favor de la progresiva privatización de los programas de la NASA, objetivo que Bush ha respaldado con todo su entusiasmo. Entre otras cosas, porque la aplicación de los criterios de «racionalización de los costes» propios de la industria privada de los EUA le ha permitido acortar más y más la asignación de fondos públicos. Reducir los controles sistemáticos, aminorar las largas y costosas precauciones y rebajar la excelencia de los materiales utilizados abarata mucho los costes, sin duda. Pero implica un mayor nivel de riesgos.

El trasbordador espacial Columbia se desintegró a 62 kilómetros de altura, pero es harto probable que los factores que lo condujeron al desastre (ver http://www.100cia.com/article.php?sid=2513) no sean demasiado diferentes, en último término, de los que condujeron al Prestige a 3.000 metros bajo el nivel del mar. O de los que hacen que cada vez se produzcan más accidentes de trenes. Se encomiendan tareas con repercusiones de alto riesgo –privatizándolas o subcontratándolas– a empresas cuyo objetivo prioritario no es la seguridad de las personas sino la maximización de los beneficios y luego... pues pasa lo que pasa.


(3 de febrero de 2003)

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