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2005/07/30 06:00:00 GMT+2

Vergüenzas de verano

Han sido varias las veces que me he referido últimamente en términos críticos a las Universidades de Verano y un par de lectores me han escrito preguntándome de dónde me viene esa fijación.

Mi experiencia al respecto es diversa.

He estado en un par de cursos de verano de los que debo hablar bien, a fuer de justo.

Uno, que ya mencioné hace un par de días, lo organizó en 2003 la Universidad de Barcelona y tuvo la virtud de reunir a gente de muy variados horizontes político-ideológicos -aunque no de todos- para hacer un repaso a los problemas de Euskadi. Lo que más me gustó de aquel curso es que los organizadores reclamaron a los ponentes que lleváramos nuestras intervenciones por escrito. Así debería ser siempre. Primero, porque de ese modo los conferenciantes se trabajan mejor la materia y tienden a divagar menos. Y segundo, porque luego la Universidad puede reunir las conferencias y publicarlas, obteniendo una mayor rentabilidad práctica de la inversión realizada.

El otro curso del que salí satisfecho tuvo lugar en Maspalomas, en Gran Canaria. De aquel no puedo hablar más que de mi parte, porque no asistí al curso entero. Fui, di mi charla, departí con los organizadores y regresé.

Mis buenos recuerdos tienen en ese caso también dos vertientes. En primer lugar, me vino bien que me encargaran aquella conferencia, porque me vi obligado a sistematizar en un texto largo bastantes de mis reflexiones sobre la Transición. (Texto que, por cierto, se convirtió más tarde en un capítulo fundamental de mi libro Jamaica o muerte).

Me satisfizo también el tratamiento que dieron los organizadores a aquellos cursos, que hasta entonces habían sido una vergüenza: no había apenas alumnos, los que se habían matriculado muchas veces ni siquiera acudían a oír las conferencias... Llegó a haber alguna que ni siquiera se impartió, porque el ponente, a la vista de la situación, optó por quedarse en la piscina del hotel. Aquel año se dio a la Universidad de Verano un giro fundamental y los cursos adquirieron la seriedad requerible.

Ahí se acaban mis experiencias positivas en este género de actividades.

Hubo un curso, en particular, del que salí echando más sapos y culebras de lo normal. Dejo de lado que se celebrara en un lugar absurdo, a cientos de kilómetros de la Universidad organizadora. Lo peor fue que, de acuerdo con lo que se me había pedido, acudí con mi ponencia por escrito, que me había llevado una semana de trabajo, para descubrir al llegar: a) que los otros ponentes (políticos de mucha alcurnia, por cierto) se habían presentado con las manos en los bolsillos, sin preparar nada, dispuestos a salir del paso con cuatro anécdotas y cinco chascarrillos; b) que a los muy pocos alumnos asistentes les importaba un pijo la materia del curso, porque lo único que querían era tener el certificado de haber acudido; y c) que, en tales circunstancias, el que menos pintaba allí era yo. Los políticos contaron sus gracias, los cuatro estudiantes que había se las rieron... y sanseacabó. Eso sí: el hotel era muy lujoso, podías quedarte en él cinco días si querías (no quise, por supuesto) y la ponencia estaba bastante bien pagada.

Excuso decir que no se publicó nada sobre aquel curso. No iban a hacer un libro sólo con mi ponencia.

Las situaciones así son típicas en algunas Universidades de Verano. Llevan a gente conocida que hace declaraciones de todo tipo para que los medios de comunicación tengan algo que contar en época de sequía informativa, se gastan una pasta tratando a los ponentes a cuerpo de rey y pagándoles cantidades de aúpa por charlas vacuas, se reparten entre sí favores a costa de los contribuyentes y todos (ellos) tan amigos.

Llegó un momento en el que decidí que, de no contar con todas las garantías de que las cosas iban en serio, no volvería a pisar una Universidad de Verano ni de broma.

Hubo una vez en la que el descaro de la propuesta superó mis peores expectativas. Me llamó un menda para ofrecerme participar en una mesa redonda en un curso de la Menéndez Pelayo. Empezó por contarme todas las ventajas: me alojarían en el palacio de La Magdalena durante no sé cuántos días, mi intervención (¡de 10 minutos!) estaría espléndidamente pagada, podía ir acompañado... Le corté el rollo y le pregunté de qué se suponía que debía hablar. Me respondió: «Bueno... El curso es sobre perspectivas de la unión monetaria europea». Monté en cólera. ¡Pero si yo de problemas monetarios sólo sé los que presenta mi cartera, y a veces ni eso! ¿Cómo podía haber pensado en mí para un curso como ése? Explicación, y bien sencilla: por entonces yo era jefe de la sección de Opinión de El Mundo. El individuo quería agasajarme, para ver si le publicaba algún artículo de vez en cuando.

Así funcionan esas cosas.

Una de las ventajas de las que empecé a disfrutar ipso facto cuando dejé mi puesto de subdirector en El Mundo y me convertí en trabajador autónomo es que ya no me hacen ofertas como ésa. Sólo me piden que dé charlas laboriosas y mal pagadas.

Desaparecida la tentación, desaparece el riesgo de pecar. Mi honradez veraniega ya no corre peligro.

Javier Ortiz. Apuntes del natural (30 de julio de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 7 de agosto de 2009.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2005/07/30 06:00:00 GMT+2
Etiquetas: apuntes 2005 | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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