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2000/02/28 20:00:00 GMT+1

Prólogo a «Buenos días, Euskadi»

Cuatro grandes errores
(Prólogo al libro de Joaquín Navarro «Buenos Días, Euskadi», Ediciones Foca, 2000)

No soy optimista. En cada situación, trato de prepararme para lo peor. Me gustaría creer que se trata de una fría actitud racional basada en mi creciente conocimiento de la naturaleza humana, pero mucho más probable es que sea, sencillamente, un legado genético de mi abuelo gallego.

Por supuesto que me produjo una gran alegría la proclamación de la tregua unilateral de ETA y el casi inmediato anuncio de José María Aznar de que estaba dispuesto a propiciar un diálogo entre su Gobierno y la organización vasca para acordar las condiciones del fin del terrorismo. Pero desde el primer momento me preparé para encajar el fracaso de ese intento de salida negociada. La verdad: no veía yo a actores tan mediocres representando papeles tan cargados de matices y de sutilezas en una obra tan endiabladamente difícil. Una vez más, la experiencia ha superado mis peores expectativas.

No han comprendido nada. O no han querido comprender nada. O no han sabido comprender nada.

Empezaron por no darse cuenta de que se trataba de una obra coral, en la que a nadie le correspondía hacer de gran protagonista. Cada cual se ha paseado por el escenario como si su papel fuera el del bueno de la película. Ni siquiera han entendido que esto no iba de cine, sino de teatro.

Lo que se suponía que debía ser una gran epopeya ha resultado finalmente un lamentable pastiche.

Van a tener ustedes ocasión de constatarlo más que cumplidamente en esta obra, en la que Joaquín Navarro reconstruye las escenas de esta deprimente farsa con la minuciosidad y la precisión de un buen juez instructor.

Mucho menos dotado que él para la observación y nada ducho en las técnicas procesales -incluyendo también, me temo, las de los procesos de paz-, aprovecharé estas breves líneas introductorias para resumir en grandes trazos las reflexiones que me ha sugerido lo ocurrido en -o sobre- Euskadi durante estos últimos meses.

En mi criterio, el fracaso del llamado proceso de paz se ha cimentado sobre dos grandes incomprensiones, que encierran otras muchas menores.

1.- El Gobierno de Aznar no ha entendido a ETA y ETA no ha entendido al Gobierno de Aznar.

1.1.- El Gobierno de Aznar no ha entendido a ETA.

Aznar interpretó mal las razones por las que ETA proclamó su tregua unilateral. Creyó que era consciente de su fracaso -aunque no quisiera reconocerlo públicamente, por razones obvias- y que tan sólo buscaba una salida pasablemente digna para sus militantes, presos o en libertad.

Convencido de ello, empezó a actuar conforme a algunos criterios rudimentarios:

- Imaginó que todo lo debía hacer para obtener la paz era eso: dar a los miembros de ETA una salida personal, dejando en libertad a los presos y permitiendo el regreso de los exiliados.

- Dedujo que contaba con un amplio margen de maniobra para moverse hacia ese objetivo, porque estaba convencido de que ETA tenía muy difícil, si es que no imposible, volver al activismo armado, por razones tanto materiales (sabía que estaba en horas muy bajas, dado el aumento del acoso policial, de las detenciones, de las extradiciones, etc.) como políticas (no ignoraba que la presión social a favor de la paz era muy alta, incluso dentro de los propios sectores abertzales).

- No sólo pensó que podía avanzar muy lentamente, sino también que debía hacerlo: le pareció evidente que no tenía ningún sentido apresurarse, habida cuenta de que el objetivo último -acabar con los atentados-, ya lo había logrado de antemano con la tregua.

- Estaban además las elecciones generales, a año y medio vista. Cuanto más se prolongase esa situación de plácida indefinición, mejor podría ser rentabilizada de cara a las urnas.

"Sólo les haré alguna concesión cuando vea que se están ahogando", dijo Aznar en privado, en una de las contadas ocasiones en que rompió su proverbial hermetismo y habló del asunto. Y añadió, lacónico: "Apenas tengo vino para ellos. He de servírselo muy poco a poco".

Este era su cálculo general, cegato y cicatero.

Pero ni siquiera se atuvo a él.

Su ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, le persuadió de que, si las cosas estaban bastante bien, todavía podía conseguirse que estuvieran mejor.

Lo de Mayor Oreja merece capítulo aparte. No se lo concederé, porque esto es una introducción, y no un libro, pero sí haré un apunte sobre su actitud.

Cuando se hizo cargo de la cartera de Interior, Mayor alimentaba la ambición de jugar un papel decisivo en la pacificación del País Vasco. Obsesionado por su animadversión hacia el PNV, su plan apuntaba hacia la potenciación de una HB pacífica que, de un lado, convenciera a ETA de la necesidad de dejar las armas y, del otro -del mismo, en realidad-, se hiciera con la representación política del conjunto del campo nacionalista, del que, lógicamente, huirían antes o después sus elementos más moderados, que acabarían por recalar en su PP.

No avanzó demasiadas iniciativas al respecto, entre otras cosas porque no disponía de los contactos necesarios, pero trató de explotar al máximo los pocos que tenía (recuérdese cuán en serio se tomó su entrevista con el responsable de la asociación Gernika Gogoratuz y qué solemnes declaraciones le hizo, pese a la operatividad prácticamente nula del foro que representaba su ignoto interlocutor).

La tregua de ETA le cogió totalmente a contrapié. Y le irritó sobremanera. Primero, porque él no había tenido nada que ver en su gestación y tampoco estaba previsto que cumpliera ningún papel en ella. Y segundo, porque el PNV -su odiado PNV- estaba en el centro de todo. Así que se decidió a boicotear aquello con todo lo que tuviera a mano.
Lamentablemente, lo que tenía a mano era mucho.

Trabajó en dos frentes principales. De un lado, en el político: boicoteó el acercamiento de los presos de ETA a territorio vasco, consciente de su valor simbólico, convenciendo a Aznar de que eso encajaba perfectamente con las intenciones del presidente de administrar al máximo las concesiones, y prosiguió su labor de acoso a los resortes legales del frente abertzale radical, gracias al siempre disponible concurso de la Audiencia Nacional. De otro lado, y ya en el plano más propiamente policial, propició la intensificación al máximo de la persecución de los dirigentes de ETA en Francia, para exasperarlos e impedirles desarrollar la negociación y, como complemento, hizo cuanto pudo por dificultar la labor de los mediadores civiles y eclesiales, como muy bien podría testimoniar al actual obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte.

De esta guisa, el equipo de personas a las que Aznar encargó de propiciar la negociación con ETA se encontró atado de pies y manos, sin apenas margen de maniobra. No tiene nada de particular que pronto quisiera tirar la toalla, y que acabara tirándola de hecho, sin haber conseguido avanzar prácticamente nada.

1.2.- ETA tampoco supo, pudo o quiso entender la posición del Gobierno de Aznar.

ETA está convencida de que su presión es una carga insoportable para el Estado español.

Escucha las soflamas que se oyen después de todos los atentados, cuando políticos, periodistas y agentes sociales afirman solemnemente que el terrorismo es "intolerable", y se toma al pie de la letra lo que dicen.

En realidad, el terrorismo de ETA hace tiempo que es perfectamente tolerable para el Estado. En tiempos -a lo largo de la transición y en los años inmediatamente posteriores-, representó, sin duda, un claro factor de desestabilización: las estructuras del poder estaban cogidas con alfileres y cualquier tirón podía desgarrarlas. Pero hace ya mucho que se han vuelto lo bastante sólidas como para soportar eso y mucho más sin correr riesgo alguno. Incluso cabe afirmar lo contrario: las acciones de ETA añaden cohesión social al sistema (es una de las ventajas que proporciona contar con un enemigo exterior).

Hay teóricos del establishment que no tienen empacho en declarar que, dentro del escalafón de los enemigos del Estado, ETA es sin duda el más sanguinario, pero no el más peligroso. Consideran que el nacionalismo estrictamente político encierra potencialidades mucho más dañinas. Es la vieja teoría que se atribuye a Luis María Ansón, que considera que ETA es como una úlcera, que molesta, pero no mata, en tanto ve al nacionalismo pacífico como un cáncer, que corroe el cuerpo del Estado por dentro sin que la víctima lo note y, para cuando quiere darse cuenta, está ya para el requiescat in pace.

Atribuyéndose una fuerza muy superior a la que tiene, ETA dio por hecho que el Gobierno de Aznar estaba dispuesto a pagar un elevado precio político por neutralizar sus actividades. Se equivocó. En realidad, no sólo no tenía la menor intención de pagar un alto precio, sino que incluso dudaba si debería pagar algún precio.

ETA ni siquiera consideró la posibilidad de que pudieran existir influyentes sectores, tanto en la sociedad española como dentro del propio Gobierno, interesados en frustrar la perspectiva de paz, si de ella corriera el riesgo de derivarse un reforzamiento del peso político del nacionalismo vasco. No valoró la hondura del odio que sus atentados han ido enquistando en muy buena parte de la ciudadanía y el soporte social que ese sentimiento proporciona a quienes son hostiles por principio a cualquier solución negociada del terrorismo. Tenía que haberlo entendido, aunque sólo fuera tras comprobar el alto grado de aceptación que encontraba Aznar cada vez que repetía su frase campanuda favorita: "La paz no tiene precio". Debería haberse dado cuenta de que una afirmación así sólo puede entenderse como una negativa a negociar o, más concretamente, como una invitación al enemigo a que se rinda, porque el que acepta negociar sabe cuán cierto es el dicho popular: el que algo quiere algo le cuesta.

Hasta tal punto desdeñó ETA la existencia y la fuerza de esa realidad hostil a una auténtica negociación, así fuera a la baja, que actuó como si no existiera, o fuera menospreciable. Con lo que, de hecho, puso las cosas en bandeja a sus promotores.

Por otro lado, ETA se ha tomado su capacidad de recuperación como un dato fijo de la vida, tal que la sucesión de las noches y los días. Da por hecho que la Policía detiene y los jueces encarcelan, pero que todos los activistas que caen son de inmediato sustituidos por otros, con lo que el ciclo puede repetirse hasta el infinito. Como el viejo Tertuliano, que decía aquello de que "la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos", ETA está convencida de que es una tenia cuya cabeza está alojada en el intestino de la opresión española: mientras haya cabeza, la tenia volverá a reproducirse, y lo hará tantas veces como sea preciso.

Es cierto que el terrorismo vasco se nutre de una lógica que tiende a reproducir los odios primigenios: con frecuencia, el hermano, el hijo o el sobrino del caído -o la hermana, o la hija, o la sobrina, que ya tanto empieza a dar- siente la llamada del deber -del odio- y se enrola. Empieza quemando cabinas de teléfono y rompiendo escaparates de bancos, sigue atentando contra la vivienda o el coche del vasco traidor o el txakurra y acaba haciendo cola en Baiona ante la oficina de reclutamiento de comandos.

Pero esa espiral, que en tiempos era claramente ascendente, ahora ha invertido su sentido: desciende. No es sólo -o no es tanto- un problema cuantitativo, que también, sino sobre todo cualitativo: los nuevos militantes están cada vez peor preparados, su bagaje ideológico es escaso y sus convicciones están muy poco elaboradas. Como el hielo, su constitución es dura, pero frágil. Los jóvenes de los que hoy se alimenta ETA no han vivido la dictadura franquista ni los tiempos de las grandes movilizaciones de masas. No han actuado nunca arropados por el pueblo real, ése que anda por la calle todos los días. Desconfían de él y sólo se sienten confortables cuando se cuecen en su propia salsa endogámica. Llevan dentro de sí el germen de su derrota.

Sólo que ese germen de autodisolución puede tardar muchos años en desarrollarse. Pocos, tal vez, para el afán de eternidad de ETA, pero demasiados, si es en ese germen en el que sus enemigos depositan sus esperanzas de victoria.

2.- El PNV (junto con EA y, en general, los nacionalistas vascos pacíficos) se ha equivocado con ETA. Y ETA se ha equivocado con el PNV y los nacionalistas vascos pacíficos.

2.1.- El PNV se ha equivocado con ETA.

Arzalluz, Egibar y sus aliados políticos más cercanos alimentan desde hace años -como Mayor Oreja, pero desde la orilla diametralmente opuesta- la ambición de pasar a la Historia como los grandes pacificadores de Euskadi.

Parten del convencimiento de que ETA, y el MLNV con ella, son resultado de una frustración histórica: la de los sectores sociales vascos que no ven que la legalidad constitucional española ofrezca expectativas reales al movimiento de liberación nacional de Euskadi. Creyeron que, si ofrecían a esos sectores una vía de posible materialización pacífica de sus expectativas independentistas, podrían disuadirles de persistir en la lucha armada. Que podrían convencerles de que esa forma de lucha, al margen de ser cruel y detestable desde el punto de vista moral, es también, y sobre todo, contraproducente de cara a la obtención de los objetivos políticos perseguidos.

A diferencia de ETA, el PNV y sus aliados sí se han dado cuenta de que a los responsables del poder central español, digan lo que digan de cara a la galería, les duelen más las decenas de miles de votos depositados en las urnas que las bombas y las ráfagas de balas, sobre todo porque éstas matan a sus subordinados, pero raramente les hieren a ellos, que se desplazan en coches blindados, no pisan un sitio que no haya sido minuciosamente peinado por los servicios policiales especializados y van siempre cubiertos por una nube de guardaespaldas.

A partir de ese convencimiento, atinado en términos generales, y alentados por los progresos de las conversaciones de paz sobre Irlanda del Norte -Joaquín Navarro cuenta muy bien la importancia que tuvo ese espejo exterior-, el PNV y toda la heteróclita troupe de compañeros de viaje que le han arropado en ese esfuerzo -buena parte de la Iglesia católica vasca, los grupos pacifistas tipo Elkarri y Gesto Por la Paz, muchos de los que se fueron escindiendo del MLNV por desacuerdo con sus métodos, IU-EB, la izquierda radical no nacionalista, etc.-, ofrecieron a ETA y sus seguidores la posibilidad de articular un gran frente vasco, no exclusivamente independentista pero sí abierto de par en par al independentismo, definido por su explícita renuncia a los métodos violentos, que tuviera la virtualidad, inalcanzable para el MLNV, de suponer una alternativa posible al actual marco político español.

Ese fue el telón de fondo de las conversaciones entre el PNV y EA con ETA, y ése fue el objetivo con el que nació el foro de Lizarra.

Les alentó igualmente la constatación de que eran cada vez más amplios y más influyentes los sectores que, dentro del propio MLNV, reconocían su cansancio, su hastío y hasta su repugnancia hacia los viejos métodos, tan sangrientos como inútiles, y su preocupación ante el declive, lento pero a todas luces inexorable, de su causa.

Todo acuerdo político encierra un do ut des. El que el PNV y EA ofrecieron a ETA en la primavera de 1998 se planteaba en estos términos: renunciad vosotros a matar, apartaos del centro del escenario, dejad que los políticos nos encarguemos de la política... y a cambio nosotros os ofrecemos desplazar el centro de nuestra actividad hacia el combate por la soberanía vasca, uniendo nuestro esfuerzo al de vuestros seguidores.

ETA les dio su acuerdo global, pero les puso algunas condiciones: habrían de romper toda colaboración con los partidos españoles, deberían considerar que el ámbito de aplicación de la nueva política era el del conjunto de los territorios históricos (esto es, incluyendo a Navarra y al País Vasco bajo soberanía francesa), debían comprometerse a iniciar de inmediato el nuevo proceso constituyente de Euskadi...

Tan ufanos estaban, fue tal su júbilo ante la aquiescencia de ETA y ante su disposición a iniciar de inmediato la tregua indefinida, que el PNV y EA apenas prestaron atención a esas condiciones laterales, cuya aceptación explícita, por lo demás, no les fue exigida en un primer momento. Seguramente confiaban en que, una vez puesto en marcha el proceso de paz, la propia dinámica de los acontecimientos -que daban por descontado que resultaría exultante para todo el mundo nacionalista- iría limando asperezas y obligando a ETA a aceptar de mejor o peor grado los límites de la realidad (dentro de los cuales, desde luego, esas condiciones no tenían posibilidad alguna de encaje).

Se equivocaron. Sabían que buena parte de la dirección de ETA y del MLNV vivía en su propio mundo, sin hacerse cargo de la realidad real del País Vasco; pensaban que estaba en las nubes. Pero qué va. Desde las nubes, aunque lejos, se ve bastante bien la tierra. Esa gente navegaba muchísimo más lejos del suelo, por el espacio sideral: seguramente en la órbita de Marte, dios de la guerra.

Además, los efectos euforizantes de la proclamación de la tregua, inicialmente espectaculares, se apagaron rápidamente. El anuncio del nacimiento del foro de Lizarra fue acogido por las fuerzas españolistas con verdadera alarma. Su desconfianza abarcó a la propia tregua, rápidamente definida como "tregua trampa". Y el PNV, EA y IU-EB se vieron sometidos a un acoso formidable, que convirtió cada uno de sus pasos adelante por la vía soberanista -fueran reales o supuestos- en un auténtico vía crucis.

2.2.- ETA se equivocó con el PNV y los nacionalistas pacíficos.

El tiento con el que los nacionalistas moderados hubieron de empezar a actuar, para no acrecentar las muchas y muy poderosas iras del campo constitucionalista -que los llenaba de oprobio día sí día también desde los medios de comunicación, prácticamente unánimes a este respecto-, fue de inmediato interpretado por ETA como el anuncio de su inminente traición a la causa independentista.

ETA se equivocó con el PNV. Se equivocó tanto como los partidos españolistas. La una y los otros creyeron que la adormecida alma independentista de los viejos jelkides había despertado súbitamente, cual la bella durmiente del bosque, al recibir en su mejilla el amoroso beso del MLNV. Que habían vuelto a aflorar sus imperecederas esencias sabinianas. Un argumento sin duda atractivo para los esencialistas de toda suerte -incluidos los que viven del negocio de denostar las esencias, como ese tal Juaristi-, pero escasamente útil para el frío análisis de la realidad concreta.

La realidad es que el PNV es un partido especializado en la administración de la autonomía estatutaria e imbuido de eso que hoy en día se llama púdicamente vocación de poder.

El PNV se siente perfectamente a sus anchas en la reivindicación permanente: en la exigencia de más transferencias, en la queja por los agravios y desplantes del poder central, en el lamento por lo mucho que podría hacer pero no puede, porque no le dejan... Sabe perfectamente que ponerse a montar un Estado vasco independiente en la Europa de hoy sería, más que nada, un perfecto engorro. Un engorro, por lo demás, erizado de riesgos. El sueño de la independencia le vale sólo en tanto que sueño. Es como las fantasías eróticas de muchos mortales: disfrutan imaginándolas, pero no tienen ninguna intención de llevarlas a la práctica.

Por lo demás, el PNV es demócrata. No pretende imponer nada que no tenga un suficiente respaldo social. Y sabe que la independencia no lo tiene. No lo tiene ni siquiera en Guipúzcoa. Menos todavía en Vizcaya. Irrisoriamente menos en Alava. Por no hablar de Navarra. En fin, lo del la Euskal Herria del otro lado, que se dice -o sea, del otro lado de la frontera-, forma parte ya del terreno de la pura política ficción. "Si nos diera por promover el referéndum de autodeterminación en Iparralde", me dijo hace unos meses un altísimo dirigente del PNV, "no tendríamos gente suficiente ni para hacerse cargo de las urnas".

Si el PNV se metió en la aventura de Lizarra, Udalbiltza y demás, no fue porque creyera que ése era el camino de rosas que conducía a la independencia, sino porque pensó que con ello podía convertirse en artífice de la paz, arrancar superiores cotas de autonomía al poder central y transformarse en cabeza de un movimiento político y social mucho más amplio que el que tenía tras de sí hasta entonces.

ETA imaginó que podía arrastrar al PNV al enfrentamiento total contra el Estado español y, ya de paso, también contra la parte de la población vasca que lo respalda. Sólo el pétreo subjetivismo que predomina en la organización armada -alimentado por la vocinglería nacionalista española, empeñada en que Arzalluz y compañía se estaban echando al monte- puede explicar que cometiera un error de cálculo tan monumental.

 

Si ha tenido usted la paciencia de leer las páginas anteriores, tal vez haya llegado a la conclusión de que su autor no tiene excesivas esperanzas de que el conflicto vasco vaya a solucionarse, al menos a un plazo razonable. Habrá acertado.

Por fortuna, puede volcarse de inmediato en la lectura del excelente y apasionante trabajo de Joaquín Navarro que, partiendo de premisas muy semejantes a las mías, alimenta expectativas menos desfavorables.

A ese talante naturalmente constructivo, añade Navarro algo que le viene dado probablemente por su vocación de juez: no se deja vencer por el peso de lo mucho que la vida le ha ilustrado en contra y sigue pensando que la justicia, por dificultosa que se presente la senda, puede llegar a abrirse paso. Ojalá tenga razón: de veras que lo deseo con todas las fuerzas.

Me inclino finalmente también, no sin ternura, ante la admiración y el cariño que este buen andaluz, orgullo de su pueblo, siente por el mío.

Como vasco al que el largo exilio no ha arrebatado las raíces, siempre me he apuntado a la vieja sabiduría castellana, para la cual "nadie es más que nadie".

Nadie es más, pero tampoco menos.

A los vascos se nos dio un trato de excepción en los primeros tiempos de la transición, atribuyéndonos colectivamente una resistencia contra la dictadura franquista que, en la práctica, no había sido ni tan poderosa -salvo en términos comparativos- ni, sobre todo, tan colectiva.

De héroes hemos pasado a villanos. Ahora, cuando del Ebro para abajo y del Adour para arriba nos identificamos como vascos, tenemos que apresurarnos a añadir los peros de rigor.

Adéntrense de la mano de Joaquín Navarro en el conocimiento de las circunstancias concretas del conflicto y verán que, entre vascos y no vascos, las culpas se reparten generosamente. Que, como diría León Felipe: "Aquí no se salva nadie; ni el místico ni el suicida".

Javier Ortiz. (Febrero de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de diciembre de 2017.

© Javier Ortiz. Está prohibida la reproducción de estos textos sin autorización expresa del autor.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2000/02/28 20:00:00 GMT+1
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