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2001/12/15 08:00:00 GMT+1

París latino, de 0:00 a 24:00

«Esta ciudad ya no es lo que era», dicen, nostálgicos, algunos viejos del lugar. Bueno, no hace falta ser Heráclito para saber que nada es nunca lo que fue. Por definición. El París de ahora mismo no tiene gran cosa que ver, desde luego, con el de los «los locos años 20», pero puedo certificar que loco, lo que se dice loco, está loco de remate: calles repletas hasta las tantas de la madrugada, restaurantes en los que se sirve de cenar a cualquier hora de la noche, discotecas gigantescas en las que cuesta hacerse un hueco incluso entre semana... y miles, miles de personas, locales y foráneas –me dicen que París es en estos momentos la ciudad del mundo que recibe más visitantes por día–, gente con marcha inagotable, firmemente decidida a divertirse. Cada día. Incluso en las noches del pleno y crudo invierno. Llueva, hiele o nieve. Cueste lo que cueste, dicho sea en todos los sentidos posibles. Lo latino es la última estrella del Paris la nuit. El ambiente caribeño, la salsa y lo hispano se están enseñoreando del nuevo barrio à la mode, a la derecha de la plaza de la Bastilla, según se mira desde el Sena, donde todo es muy cálido y muy chic.

Todavía no hace nada, lo más in estaba en Le Marais, del otro lado de la nueva Ópera –ésa que Mitterrand hizo para los ricos con el dinero de los pobres, según parece todo el mundo obligado a repetir–, camino de la plaza de Les Vosgues. Un barrio conquistado para el ambiente gay, bullicioso y desinhibido. Pero la demanda daba para más, para mucho más. Da la impresión de que cabría abrir cincuenta restaurantes y doscientos sitios de copas nuevos en aquella amplia zona parisina y que se llenarían lo mismo. La oferta corre; la demanda vuela.

Acudimos a cenar, muy a primera hora, al Havanita, en la rue du Lappe, una callejuela que alberga local tras local. Hasta las 8 de la tarde, el Havanita funciona como local de copas, happy hour incluida. A esa hora se transforma en el restaurante que, a decir de todo el mundo, es en este momento el que goza de mejor reputación de entre los muchos de su género.

La decoración responde a lo que todo turista con afán topiquero esperaría encontrarse –y suele encontrarse– en La Habana. De todos modos, los frescos de las paredes –en los que no falta la inevitable imagen de Ernesto Guevara ni las evocaciones a Ernest Hemingway y El Floridita–, tienen una calidad bastante superior a la media. Son obra de Juan Luis Morales, pintor y arquitecto educado entre La Habana y Madrid. Él es, de hecho, el responsable del reacondicionamiento y la decoración del local, según me informa el director del café-restaurante, Chantois David, un joven verosímilmente martiniqués, que no habla una jota de castellano. Juan Luis Morales tiene un indiscutible buen gusto, aunque si hubiera decidido iluminar un poco más el sitio –así fuera tan sólo un poco– lo mismo cabría leer la carta sin dejarse los ojos en el intento.

Es martes y el Havanita, con su uve gringa y todo, está lleno hasta las cercanías de la incomodidad.

Me entero de que la cocina corre a cargo de personal francés. Un chef cuisinier cubano –monsieur David no recuerda su nombre– viaja de tanto en tanto desde Cuba para eleccionar a los cocineros franceses y asegurarse de que en el Havanita se respetan las normas de la cocina cubana. Me deja un tanto perplejo: por lo que conozco de la cocina de la perla del Caribe, casi sería mejor que el chef cuisiner en cuestión viniera a París no a dar lecciones, sino a aprender.

Lo que nos sirven no me obliga a rectificar esa idea previa. El cangrejo relleno es una pasta de aspecto confuso, tan especiada que es improbable que supiera muy diferente de estar confeccionada con cualquier otra cosa. Las gambas al pil-pil están tan resecas que resultan decididamente incomestibles. El guacamole, en cambio, está bien, y la fritura de pescado, sin ser excelsa, se deja comer. Más audaz sería por mi parte opinar sobre el tiburón a la plancha a la Hawak: como es la primera vez en mi vida que lo pruebo, estoy incapacitado para afirmar que pudiera saber mejor –o peor, incluso– en otras condiciones.

Al camarero, venezolano, le sorprende nuestro escaso apetito. Y entiendo su sorpresa, porque compruebo que los comensales que llenan el resto de las mesas dan cuenta sin rechistar de todo lo que les sirven y, a juzgar por el bullicio reinante, con buen ánimo.

Lo mejor de todo, el vino: un Santa Digna chileno de 1999. De Miguel Torres.

Resultado del conjunto, a la hora de la verdad: unas 8.000 pesetas por cabeza.

Es evidente que la gente que llena día tras día el Havanita viene a consumir, sobre todo, un plus de exotismo. Porque no olvidemos que esto es París, donde los buenos restaurantes no son escasos, precisamente.

Abandonamos la penumbra habanera en búsqueda de unos amigos que –sabia gente– han preferido acudir a Chez Paul, un viejo y prestigioso resto francés que está a escasas manzanas. Por el camino veo que no hay un maldito sitio que dispense comestibles, sean del tipo que sean, que no se encuentre a rebosar.

Una vez juntos todos, acudimos en alegre tropel al Barrio Latino, del que dicen que es el emporio caribeño de copas y baile con más tirón en estos momentos.

Como es martes, no tenemos dificultad para entrar. Durante los fines de semana, hay que sufrir una larga cola y esperar a que otros vayan saliendo para conseguir que los armarios que vigilan la puerta te franqueen el paso.

Y eso que el Barrio Latino es cualquier cosa menos pequeño. Se trata de una vieja fábrica de muebles de cuatro grandes plantas, con una especie de patio central. Toda la zona del Faubourg Saint Antoine estaba salpicada antaño de fábricas de muebles que ahora los empresarios de la vida nocturna –y también los de la moda– están comprando para destinarlas a sus mucho más exquisitos fines.

Es pasmoso el trabajo de transformación que hicieron con la fábrica que alberga el Barrio Latino. Hace falta inspeccionar la construcción con mucha atención para comprobar que han conservado buena parte del antiguo edificio, incluyendo las vigas de hierro, inteligentemente disimuladas e integradas en la nueva decoración, propia del palacete de un indiano venido a más, primo hermano del señor Bacardí e íntimo de todos los fabricantes de cigarros puros del universo, Filipinas incluidas. De un indiano que hubiera logrado reunir en sorprendente síntesis la devoción por el Che y la afición desbocada por la música de Gloria Estefan.

La planta baja, con dos grandes barras, está destinada al bailongo: salsa, pachanga, guaracha, sones, guajiras... de todos esos ritmos que hay que bailar –quien pueda– moviéndose sobre todo de cintura para abajo. El primer piso es restaurante. El tercero, en el que predominan los amplios sofás de cuero, ofrece un espacio adecuado para la gente que ha acudido a tomarse sus mojitos o sus copas de ron, preferentemente puro en mano, y a tratar –difícil misión– de charlar un rato. El cuarto piso es un club privado, con su propia discoteca. Además, hay salones reservados y salas de billar. Si un mal día acudieran al Barrio Latino sólo doscientas personas, el local ofrecería un desolador aspecto desértico. Allí caben la Legión Extranjera y la Legión Francesa, ambas a dos y sin bajas.

Los precios, a la altura: un discreto mojito, 1.500 pesetas.

Se puede seguir el recorrido que hicimos nosotros, que es el predilecto de los amantes de estar a la última. Pero caben muchos otros. La oferta sobra: está el ya mítico El Balayo, puerta con puerta con el Havanita, y La Pirada, justo al lado, que se presenta como «bar de tapas», pero que vale lo mismo para un roto que para un descosido, y Los Latinos, en la calle de San Sebastián, y El Corcorado, a un tiro de piedra, que le añade un toque brasileño a la juerga, y el Cube Compagnie Café, y el Sabor a Mí... Tampoco hay que moverse demasiado para ir al Bistro Latin, o al Cuban Jam Session. O cabe tomarse la noche en plan mexicano, o venezolano, o boliviano, o argentino, que de todo hay, y abundante.

En cualquier caso, la noche caribeña tiene un punto inevitable de parada y fonda para cuantos guardan en su memoria –o en su personal mitología– viejos recuerdos de La Habana: La Bodeguita del Medio. Este bar, situado en el vecino Marais, es, según cuentan –no puedo certificarlo–, un calco casi exacto del mítico local de la Habana Vieja fundado en 1942. Al número 10 de la rue des Lomards acude su correspondiente cuota parte de enamorados del ambiente habanero, de la salsa y de los ritmos latinos. Los hay que, mientras cenan o se toman el inevitable mojito, escriben en las paredes una consigna de su personal gusto, dejan nota de su número de teléfono o clavan una foto testigo de su más o menos remoto deambular isleño.

Algunos, incluso, se ponen poetas. Una mano anónima dejó escrito en el dorso de un menú: «De que hay vida después de la muerte / no cabe ninguna duda: / yo soy prueba fehaciente».

El sarao está en la parte de arriba. En el sótano, en un ambiente más tranquilo, tumbados en grandes y confortables sillones, otros prefieren descansar y charlar con un hermoso cigarro en una mano y una buena copa de ron de 7 años en la otra.
Las noches del París del 2001 son una frenética olla a presión. Es perfectamente factible salir bien pasadas  las 5 de la madrugada de tomar unas copas en Don Carlos –uno de los pocos bistrots realmente auténticos que quedan en el centro-centro, justo al lado del muy breliano Alcazar–, después de haber escuchado al propio don Carlos, viejo compañero de operetas de Luis Mariano, el recuento de su  larga vida, relatado, cual Vía Crucis, siguiendo el curso de las fotografías colgadas en las paredes (con el propio Mariano, con Michelle Morgan, con Amàlia Rodrigues, con Farah Diva, con Piaf...) y marchar andando hasta Au Pied du Cochon, en Les Halles, a tomarse unas ostras de primera, regadas con un Regnie del 99, y ver cómo el sol asoma poco a poco a través de las largas torres de la iglesia de Saint Eustache, mitad gótica, mitad renacentista, y cómo saca destellos de los arcos de vidrio y acero que recubren el moderno centro comercial que ocupa el lugar del viejo, sucio y añorado mercado.

Hay un París, pero hay cientos de París.

El latino, enorme, es sólo uno. Variadísimo, pero sólo uno.

Al final, París son todos los París juntos.

Javier Ortiz. París latino, de 0:00 a 24:00. Revista Sobremesa. El artículo es de finales de 2001.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2001/12/15 08:00:00 GMT+1
Etiquetas: sobremesa otros_textos 2001 parís francia | Permalink | Comentarios (3) | Referencias (0)

Comentarios

"Lo mejor de todo, el vino: un Santa Digna chileno de 1999. De Miguel Torres". No puede ser de finales de los 80, si el vino era del 99.

Escrito por: Óscar.2010/03/15 09:19:22.059000 GMT+1

"Las noches del París del 2001...", dice en el último párrafo. Está claro, ¿no?

Escrito por: Samuel.2010/03/15 12:35:49.959000 GMT+1
www.javierortiz.net/voz/samuel

Era una prueba para saber si estabais atentos, compais. Gracias por los mensajes.

Escrito por: PWJO.2010/03/15 22:18:9.852000 GMT+1

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