Ya está otra vez en danza la conspiración. Narcís Serra, con su fino olfato y su vista de lince, fue el primero en detectar su regreso. Bono arrojó luz sobre su objetivo: expulsar a González de la vida política. Ciscar lo definió ayer como «la tentación de destruir al adversario». Leguina completó el cuadro diciendo que la trama conspirativa la financia Mario Conde (quién si no).
Muchos comentaristas se han tomado la cosa a chirigota. Tiene su tanto de chunga, sin duda, el automatismo con que los felipistas claman que son víctimas de una conspiración cada vez que se hallan en graves dificultades. ¿Qué les pasa, que no se les ocurre ninguna otra excusa?
No. Con el tiempo he llegado a la conclusión de que no vuelven una y otra vez a la carga con la murga de la conspiración por falta de recursos imaginativos. Tampoco por pura monomanía paranoide. Lo hacen porque están convencidos de que la conjura existe realmente. Es más: entiendo que lo crean, miradas las cosas desde su perspectiva.
Es un problema de principios. O, si se prefiere, de carencia de ellos. Me explico: los felipistas saben de sobra que los escándalos que salen a la plaza pública y les involucran –caso ahora de la «trama navarra», de las comisiones del AVE, de las denuncias de Bi-Gil y de los pufos de la Expo– son mangoneos de su troupe. Pero no ven por qué razón hay gente que se empeña en denunciarlos y perseguirlos. Ellos no se sienten moralmente peores que el resto de quienes se mueven en el escenario de la vida pública patria. «Todos los partidos se financiaron ilegalmente», se defiende Leguina, admitiendo de paso que el PSOE lo hizo. El resto de su pensamiento es fácil leerlo: «Y si todos somos iguales, ¿por qué se ensañan tanto con nosotros?». A lo que solamente encuentra una respuesta: «Se han conjurado para hundirnos».
Y es en ese punto en el que no yerra del todo. Porque, aunque es verdad que algunos hemos ido a por ellos porque nos repugna la corrupción política, y en especial la organizada –y haremos lo mismo con cualquier otra organización corrupta, como demostraremos en cuanto quepa, espero–, no menos cierto es que hay otros, y no pocos, que se subieron a ese carro por intereses nada éticos: fuera para librarse de rivales incómodos, fuera para conseguir que el público no mirara en su dirección. Y entre los unos y los otros funcionó esa lógica peligrosa que lleva a los enemigos de los mismos enemigos a sentirse amigos. Todos los enemigos del felipismo –moralistas y truhanes, políticos y financieros, periodistas y espías, opositores de izquierda y de derecha, resentidos por afrentas pasadas o ambiciosos de glorias venideras– confluyeron en una alianza de facto, que en algunos casos –en algunos: a mí que me registren– fue más que eso.
Considérenlo conspiración, si les consuela. Qué más da: el interés del denunciante no altera en nada la verdad de lo denunciado.
Javier Ortiz. El Mundo (17 de julio de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 24 de enero de 2018.
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