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1995/04/14 07:00:00 GMT+1

Morir en vida

De todas las muertes, las más extrañas son las que se experimentan en vida. En sus últimos años, el bueno de Bergamín decía -sin tragedias, sonriente- que cuanto escribía era ya póstumo. Se daba por muerto.

Cuando nada se espera ni del hoy ni del mañana, cuando los recuerdos ocupan el espacio de la realidad, cuando todo lo querido está ya ausente, entonces es fácil llegar a difunto en vida. Como en el poema de Pedro Salinas: «Pero no; morirse quería ella...».

También cabe morir en vida muertes que no son la última. En realidad, es inevitable: toda nuestra vida es una sucesión de muertes. En nuestra juventud muere nuestra infancia, en el adulto muere el joven, y en el viejo, el adulto. Cada una de esas pequeñas muertes nos cadaveriza lentamente. Y todas las lloramos: más o menos, según el amor que tuviéramos al difunto. Hay quienes se niegan a aceptar la muerte del joven que fueron, y tratan de revivirlo a destiempo, y lo sacan a pelear -Míos Cid de pacotilla- en patéticas batallas imposibles. Y hay quienes reconocen esa muerte, pero no consiguen sobreponerse a ella: se querían de jóvenes; no se soportan de viejos. Se separan entonces de su presente. Se divorcian de sí mismos.

La última muerte, en todo caso, no es sino la suma de todas esas muertes anteriores, a veces mínimas, a veces decisivas.

Consideradas así las cosas, cabe entender también a aquéllos que matan a otros en vida, al modo de esos padres de antaño -alguno quedará- que proclamaban la muerte subjetiva de sus vástagos: «¡Para mí, como si se hubiera muerto!». Siempre me pareció un desplante tonto, propio de códigos de honor decimonónicos. Pienso ahora que no tenía por qué ser así: con esa decisión, tal vez alguno tratara de preservar el amor que tuvo por el otro hijo, aquel que fue, imposible de guardar en presencia del hijo transformado.

Porque, admitidas las sucesivas muertes que todos vamos sufriendo, forzoso es reconocer que nada hay que nos exija querer a aquéllos a quienes quisimos, al igual que no hay nada que obligue a que nos quieran aquéllos que nos quisieron. No sólo no es reprochable, sino que resulta razonable que haya quienes, para conservar vivo y evitar que se disipe el recuerdo de la persona a la que amaron, decidan dar por muerta a la que pervive con su nombre, usurpándoselo al pasado. La verdad navega entre Heráclito y Jorge Manrique: sí; nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir, pero nadie puede bañarse dos veces en tan fugaces ríos. Nadie conoce a nadie que no fluya. Nadie quiere dos veces a la misma persona.

Todo lo cual pueden tomarlo ustedes, si les parece, como una breve reflexión sobre la fugacidad de la vida y de los quereres, propios y ajenos. O, más a ras de suelo, como un intento de escribir -de escribirme- sobre cuán raros somos a menudo los humanos. Con los demás y con nosotros mismos.

Javier Ortiz. El Mundo (14 de abril de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 18 de abril de 2011.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.1995/04/14 07:00:00 GMT+1
Etiquetas: 1995 el_mundo pedro_salinas jorge_manrique preantología heráclito muerte bergamín | Permalink | Comentarios (1) | Referencias (0)

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me gusta la pichula gruesa de Javier Ortiz

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Escrito por: Catalina.2018/04/27 16:06:58.405594 GMT+2
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