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2000/12/03 06:00:00 GMT+1

La parábola del gel

Para los hombres que tenemos la piel delicada y la barba dura, la operación del afeitado no tiene nada de trivial. Nos jugamos pasarnos el día restañando heridas y sufriendo irritaciones cutáneas varias.

De ahí que muchos optemos por evitarla, dejando que el pelo siga su curso natural y nos tape media cara.

Pero la barba crecida también presenta inconvenientes. Para empezar, si uno no quiere parecer Víctor Ríos -posibilidad contra la que no tengo nada en principio, pero que no me convence como fórmula personal-, debe arreglarla, lo que puede llevar tanto tiempo como afeitarla. En segundo lugar, favorece que algunos pelos hagan viaje de ida y vuelta, incrustándose de nuevo en la cara y generando desagradables granitos. Además, da mucho calor en verano. En fin, no permite verse la cara en su cruda realidad.

Personalmente tengo a este respecto, como en tantos otros, una actitud ecléctica. Llevo barba hasta que me harto de ella. Y me la dejo cuando mi ración de sinceridad facial me parece ya excesiva.

A veces me busco alguna excusa para tomar una u otra decisión. La última vez que decidí dejarme la barba al cero lo hice coincidir con mi abandono de la Redacción de El Mundo. A los más crédulos traté de convencerlos de que, del mismo modo que Mikel Laboa había afirmado que no se cortaría la barba hasta que viera el euskara a salvo, yo había jurado que no lo haría hasta que me viera a salvo a mí mismo. Los hubo que creyeron que hablaba en serio.

Obligado ahora, pues, a afeitarme casi a diario, y siendo tal operación especialmente delicada en mi caso por las razones reseñadas supra, se comprenderá que me haya vuelto especialmente cuidadoso no sólo en el desarrollo de la necesaria técnica manual, sino también en la elección del instrumental básico imprescindible (a saber, maquinilla, espuma de afeitar y loción para después del afeitado).

Para cada cosa tengo mi marca favorita, elegida con el paso de los años y después de muchas y no siempre agradables experiencias. Cuando algo se me acaba, recorro cuantas tiendas sea necesario para comprar el producto de mi elección, y no admito imitaciones.

Ya me hago cargo de que este conjunto de explicaciones tienen lo suyo de prolijo, pero me han parecido convenientes para hacerte ver, oh lector, la importancia que tuvo la decisión que tomé ayer.

Se me terminó la espuma de afeitar, así que, como de costumbre, me fui a un comercio especializado en busca del repuesto de rigor.

¡En mala hora! Entré, solicité mi producto y de repente todo se me vino abajo: el dependiente me dijo que mi espuma de afeitar, la espuma de mis amores... ¡ha dejado de fabricarse!

Me quedé, como es lógico, profundamente consternado.

Rehusando admitir que tal catástrofe pudiera ser cierta, decidí acudir a la central que la marca en cuestión tiene en Madrid.

Allí me enteré de que la cosa es grave, pero no tanto como me habían dicho en la tienda. Han dejado de fabricar el producto, sí, pero sólo momentáneamente. Están cambiando la presentación del envase. De todos modos, una amable señorita, que parecía hacerse cargo de mi hondo desasosiego, me informó de que la misma marca tiene otra espuma de afeitar, perteneciente a otra «línea de productos» (eso dijo), que incluso podía gustarme más, porque -añadió- «es más moderna».

Sin entretenerme en interrogarle sobre qué parte de mi aspecto le hacía suponer que puedo preferir lo moderno, me interesé por las presuntas ventajas de esa otra espuma.

-En realidad no es una espuma. Es un gel autoespumante -me soltó, como quien aporta un dato definitivo.

-¿Es un qué? -respondí, estupefacto.

-Un gel autoespumante. ¿No sabe en qué consiste? Coge usted un poco de gel, lo frota y se convierte en una gran cantidad de espuma.

-Ah, vaya. Y el resultado ¿es bueno?

-Buenííííísimo -sonrió, como si le hiciera gracia mi ignorancia.

Algo tenía que hacer hasta que vuelvan a vender mi espuma de afeitar, de modo que compré aquello.

Esta mañana he comprendido que el gel autoespumante es realmente moderno. Extraordinariamente moderno. Definitivamente moderno. Es, de hecho, un auténtico emblema de la modernidad más moderna.

He echado un poco del gel en la palma de la mano. Me lo he frotado contra la barba. Al punto ha empezado a surgir, en efecto, una gran cantidad de suave y blanquísima espuma. «¡Perfecto!», me he dicho.

Pero una de las peculiaridades de mi técnica personal de afeitado es que, tras aplicarme la espuma, y en contra de lo que hace la mayoría, no me afeito de inmediato. Dejo pasar unos minutos, para que la espuma vaya ablandando la barba y haga más fácil el rasurado.

Pues bien: la abundante y blanquísima espuma del bueníííísimo gel autoespumante, al cabo de esos minutos... ¡se había quedado convertida en una cremita de nada, apenas visible sobre mi cara horrorizada!

Dura lo que nada. Parece, pero no es. Da el pego. Crece a la misma velocidad que desaparece.

Es, sin duda, un gel modernísimo.

Es la imagen misma de la modernidad.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (3 de diciembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de mayo de 2017.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2000/12/03 06:00:00 GMT+1
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