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2000/11/07 06:00:00 GMT+1

Indonesia (2): Voces de la transición

Hoy, lunes [ayer para peninsulares. N.d.l.R.], nos toca trabajar. Son cosas que ocurren.

En Yakarta, situada casi sobre la línea del ecuador, hace esta mañana un calor horrible, pegajoso hasta el infinito.

Tras el desayuno -Dios mío, té-, esperamos en vano a un invitado que no llega. Nos dicen que se ha puesto fatal y que lo han ingresado en urgencias. Cualquiera sabe.

Como alternativa, nos lanzamos a ahondar en nuestro conocimiento de la ciudad.

El conductor del autobús privado que han puesto a nuestro teórico servicio se equivoca de ruta. Nos lleva por sitios muy originales, e incluso interesantes, pero que no tienen nada que ver con lo previsto. El nuevo guía de la agencia de viajes -supongo que al de ayer lo han internado, víctima de una crisis depresiva insuperable- trata de disimular el yerro del chófer dándonos detallada cuenta de cuanto pasa por delante de nuestras narices.

Lo que queda más claro es que casi todo lo de hermoso que hay en Yakarta tiene algo que ver con la familia Suharto.

El conductor trata de redimirse haciendo maniobras arriesgadísimas que ponen en peligro, alternativamente, las vidas ajenas y las nuestras. Podría ser divertido, pero no acaba de alegrarme. Soy un pusilánime, lo reconozco. No me entusiasma la visión de motocicletas en las que se desplazan hasta cuatro personas -los bebés siempre en el manillar- y a las que nuestro microbús obliga a salirse de la calzada para no ser arrolladas.

Alguien le dice al guía que queremos visitar un almacén de falsificaciones. Marcelino -así dice que se llama- sonríe. Al cabo de hora y media de dar vueltas nos planta ante una especie de almacenes Sepu. Le preguntamos si allí venden falsificaciones. Muerto de la risa, responde que desde luego que no; que las falsificaciones son ilegales. El cabreo se generaliza.

Tratando de dar a mi existencia un atisbo de utilidad práctica, entro en los almacenes. Estoy empapado por el calor húmedo. Veo un traje de seda muy bonito: una especie de pareo de falda y algo así como un mantón para la parte superior. Imagino a Charo con él y la idea me parece buena. Me intereso por el precio. Me hablan de millones de rupias. Pregunto por la equivalencia en dólares. No son millones, pero casi. No me arredro: digo que quiero comprarlo. Cuando llego a la caja, me informan de que no admiten dólares. ¿Y por qué me han dado el precio en moneda norteamericana? Para que me oriente, aseguran. Cuando voy a tirar de Visa, me cae encima un chorreo. ¡Adónde voy! ¡Éstos falsifican las facturas! Me largo asqueado. Trato de fotografiar en la puerta a una vendedora ambulante de perfumes parisinos (digo yo que superauténticos). Cuando la moza, de una belleza deslumbrante, se da cuenta de mi propósito, pone una cara de mala uva de mucho cuidado. Me siento como si me hubieran denunciado por violación y abandono la escena a escape.

Volvemos a reunirnos. Los demás han hecho compras. Camisas, para ellos mismos.

Vamos a comer a la Embajada de España.

El embajador -un señor entrado en años, alto, atildado y de hablar sorprendentemente similar al del difunto Luis Escobar- me sitúa a su izquierda en la mesa. Sé que no me he equivocado: frente a la silla en cuestión hay un letrerito con el escudo del Reino de España y mi nombre. Me tranquiliza la certeza de que nunca antes había visto al señor embajador y que, por consiguiente, el señor embajador tampoco me había visto nunca antes a mí. En caso contrario, lo mismo le echo la culpa a mi traje color café con leche, a mi camisa de lino y a mi corbata clara y cálida, atuendo que contrasta con el de mis compañeros de viaje, uniformemente oscuro, y que coincide peligrosamente con el del señor embajador, que comparte conmigo la vestimenta irrefutablemente colonial.

Sirven la pulcra comida -síntesis de gustos locales y del lejano terruño- tres aborígenes impecablemente vestidos de blanco. Con gorrito y todo. Me paso el rato esperando que me llamen Men sahib. Sin éxito. Me lo como todo muy educadamente, añorando cada vez más el buey gallego.

No sé a cuento de qué, me encuentro de repente comentado algo sobre empresas pesqueras mixtas y el comercio del atún. Dios, por qué no aprenderé a estarme callado.

Terminada la comida, y sin tiempo de tomarse un mal -o un buen- café, salimos de la embajada a escape. Lo que, bien pensado, tampoco es tan mala idea.

Apenas he conseguido dormitar un rato en el autobús y preguntarme qué cursillos habrán hecho los motociclistas para eludir las ruedas de nuestro enloquecido conductor, cuando me encuentro ya en presencia de un ex ministro, por apellido Laksamana, que al parecer es muy celebrado en el país porque pudo corromperse del todo y no lo hizo. Conocida su peculiaridad, toda la conversación se refiere a la corrupción.

El señor Laksamana es tal que así:

Laksamana-by-Javier-Ortiz-2000-11-07

(foto digital: Mimenda Ortiz)

Un individuo muy pulcro, y con un inglés comprensible hasta para mí.

El señor Laksamana lo tiene clarísimo: Indonesia debe reformarse, pero sin poner en peligro la estabilidad. Incluso es peligroso tratar de acabar demasiado rápido con la corrupción -recordemos que él tiene certificado de íntegro- porque todo el sistema se asienta en la corrupción, y si cortas con ella, lo mismo se estremece el monario.

Dice Laksamana que hay pesimistas que sostienen que hasta lo mejor tiene inconvenientes, pero que él está con los optimistas, que creen que hasta lo peor puede tener sus ventajas. Como desconozco el estado de su cuenta corriente, no se lo discuto.

Y así una hora. Me esfuerzo porque se piense que cuando cierro los ojos estoy meditando en sus sabias palabras.

(Permitidme una observación extemporánea: yo le encuentro un cierto parecido físico con Felipe González.)

De ahí nos vamos a ver al ministro de Economía. Él se hace llamar The Coordinating Ministry of Economics Affaires, lo que indudablemente es más farde. En su certificado de nacimiento parece ser que figura el nombre de Rizal Ramli, pero yo, desde luego, no me comprometo a nada. Por más que el guía diga que en Indonesia las falsificaciones son ilegales.

El embajador de España -que nos sigue a todas partes desde la hora de comer con una amabilidad que algunos podrían considerar no sólo abrumadora, sino incluso un pelín excesiva-, reconoce que este ministro es menos joven y menos guapo que el exministro de antes. No reproduciré la fotografía del tal Ramli. Primero, porque es innecesario (el hombre es igualico que Jesús Ceberio, The Coordinating Director of The "El País" Newspaper, from Spain). Y segundo, porque no le hice ninguna foto.

No obstante, el rollo del ministro de ahora es idéntico al del ex ministro de antes. Ambos han decidido que todo lo que veas de malo en la Indonesia actual es herencia del régimen anterior, en tanto que todo lo bueno -sin duda por feliz casualidad- es obra suya.

Con suerte, podrán utilizar idéntico argumento durante un cuarto de siglo.

Nos despedimos de este otro y regresamos al hotel, donde nos espera una cena china organizada por el director del emporio Meliá. Me despido del embajador apuntándole que le digo adiós porque, seguramente, no nos veremos más. Alguien me dice que ha sido una despedida escasamente amable. No sé por qué.

¡Cena china! Odio la comida china, y lo digo con abierta franqueza. Comparte mi sentimiento otro miembro de la expedición, cuyo nombre no recuerdo. O algo así. Pronto comprobamos ambos, lamentablemente, que ése parece ser, de hecho, el único sentimiento que compartimos.

La cena se clausura con una ácida discusión en cuyas interioridades no entraré, salvo para reseñar un intercambio de afirmaciones:

-Yo no soy incorruptible -dice mi nada pretendido adversario, en un pronto de inhabitual sinceridad.

-Yo sí -le respondo, algo asqueado.

Supongo que el día se me ha hecho muy largo.

No sé cómo acabará la cosa. Me subo a mi habitación cuando se está organizando una expedición para conocer Jakarta By Night.

A mí con el By Day me es más que suficiente.

Y, por lo demás, ningún placer como el de desahogarse escribiendo.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (7 de noviembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 30 de abril de 2017.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2000/11/07 06:00:00 GMT+1
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