El colectivo «Liberación», a cuyos promotores me unen muy viejos y sólidos lazos afectivos y de actitud ante la vida, acaba de inaugurar un amplio local abierto al público, situado en pleno centro de Madrid (en el número 4 de la calle San Felipe de Neri, a dos pasos de la Plaza Mayor). El local, en el que han invertido un auténtico raudal de esfuerzos, imaginación y buen gusto, les ha quedado espléndido: cuenta con bar, salón de conferencias, salas de exposiciones y reuniones... Vale la pena conocerlo. El pasado 2 de febrero fue el acto de su apertura oficial, que se celebró con el local abarrotado de público. Los amigos y amigas de «Liberación» tuvieron la amabilidad de pedirme que fuera yo el encargado del discurso inaugural. Fue éste que sigue.
Amigas y amigos:
Yo tenía previsto hacer hoy aquí una intervención de andar por casa, puesto que en casa estamos.
Tenía previsto contaros que, cuando vi en el programa de estos fastos que mi participación en ellos se circunscribía al acto de apertura del local, me alegré mucho, porque pensé que, por fin, alguien me hacía un encargo sencillo -abrir una puerta-, pero que en seguida me desengañaron y me enteré de que, una vez más, me tocaba hablar en público, con lo poco que eso me gusta.
Tenía previsto admitir ante vosotros acto seguido que mi experiencia en materia de inauguraciones, consideradas en tanto que género literario, es directamente nula. Y hasta pensaba bromear un rato a costa de eso, pretendiendo que había pedido consejo al rey y a otros inauguradores profesionales, y cosas así.
Tenía también previsto -sigo repasando mi guión inicial- hablaros de la etimología del verbo inaugurar, y recordar que procede del latín inaugurare, que a su vez deriva del sustantivo augurium, que significa augurio, o agüero. A partir de lo cual pensaba recordar que, en la antigüedad, los actos de inauguración consistían en adivinar o predecir algo basándose en el canto, el movimiento o el vuelo de las aves. Y, tomando pie en eso, mi idea era dedicar un rato -medio en broma, medio en serio- a predecir qué puede ser de este local, basándome precisamente en el canto, el movimiento y el vuelo de las aves de mal agüero que sobrevuelan nuestros cielos, y en la necesidad que hay de locales como éste, que nos pongan a salvo de sus afiladas garras y de sus más que conocidos afanes carroñeros.
Pero, cuando llegué a ese punto, empezaron a abandonarme las ganas de bromear.
Traté de imaginar esta reunión y de pensar en quiénes estarían aquí hoy para escucharme. Y di por hecho que entre ellos -es decir, entre vosotros y vosotras- habría un buen puñado de gente de mi quinta. De gente que ha dedicado 20, 25 o 30 años de su vida, cuando no más, a darse de tortas con la realidad. Y que lo ha hecho, además, a sabiendas, por lo menos a partir de un cierto tiempo, de que jamás conseguiría triunfar, entre otras cosas porque el triunfo -el Triunfo: con mayúsculas, redondo, definitivo- no existe.
Dicen que los amantes, a medida que van haciéndose viejos el uno junto al otro, acaban pareciéndose cada vez más. Incluso físicamente. En los gestos, en el modo de hablar, en las querencias. En su modo de afrontar la vida.
Nosotros, los de mi quinta aquí presentes, somos amantes políticos que hemos ido haciéndonos viejos en compañía. Con algunos de ellos vengo caminando codo con codo casi desde la adolescencia. A otros los conocí cuando llegué a Madrid, hace ya la friolera de 25 años. Pronto cumpliremos nuestras bodas de plata. Con los primeros voy ya a por las de oro.
De lo cual deduzco que es muy posible que lo que yo siento en estos tiempos no sea muy diferente de lo que sienten ellos. Y ellas.
Imagino que no les resultarán demasiado extraños algunos de mis actuales sentimientos más hondos.
El asco, por ejemplo. O el hastío.
O el cansancio.
Mentiría si os negara que estoy cansado.
Me pregunto a veces si la vida no será un capital fijo, y si algunos no lo habremos gastado con demasiada prisa.
Todo se nos pone cuesta arriba.
También en las relaciones cotidianas con una realidad infectada de mediocridad y de uniformismo. Cuesta escuchar las noticias, cuesta leer los periódicos, cuesta soportar tanta banalidad, tanto tópico, tanta superficialidad huera, tanta nadería general. Cuesta a veces hasta salir a la calle, convivir con la mayoría, relacionarse. Las fuerzas escasean.
Por si los rincones oscuros de mi pensamiento no estuvieran habitados ya por suficientes fantasmas, en los últimos tiempos me he topado con uno nuevo: el miedo. No el miedo de siempre, viejo conocido: el miedo a la miseria, al dolor, a la muerte, al desamor... No. Hablo de un nuevo miedo, colectivo e informe. Es el miedo a los tétricos monstruos creados por el sueño de la Razón: vacas locas, uranio empobrecido, virus mutantes, cambios climáticos, desertificación, falta de ozono...
Puedo hacer un análisis frío de cada uno de esos problemas, considerado aisladamente. El conjunto de ellos, en cambio, se me vuelve Apocalipsis. Me desborda. Siento como si la obra de muchos siglos de pretendida civilización estuviera empezando a desmoronarse, atacada por decenas de extraños males invisibles, y como si la Humanidad no fuera capaz de hacer nada para evitarlo.
En esas condiciones -en todas esas condiciones-, se diría que lo más adecuado y prudente es buscarse un refugio. Esconderse, protegerse, encontrar un espacio lo más apacible y confortable que quepa para dejar que pase el tiempo a la espera del inevitable final.
Respaldándonos entre los próximos, convirtiéndonos los unos en el horizonte inmediato de los otros, el exterior se difumina y se vuelve menos hostil.
Hace algunos años, un amigo -al que algunos de vosotros conocéis bien- me propuso un plan curioso. Se trataba de reunir a un buen grupo de rojos y rojas entrados en años, comprar entre todos un amplio terreno a orillas del Mediterráneo y construir en él una urbanización de casitas separadas, pero con servicios colectivos, para pasar allí, en compañía, pero sin aglomeraciones ni agobios, el último tramo de nuestra vida. Una especie de falansterio senil del siglo XXI.
Le respondí que el proyecto no me interesaba en absoluto. Argumenté que mi carácter es decididamente poco sociable y que me espanta cualquier tipo de vida comunal.
En realidad, lo que más me horrorizaba era esa idea de decadencia en común. La posibilidad de ir viendo cómo nos vamos muriendo, uno tras otro.
Pero entendí su proyecto: era un plan para huir colectivamente de la realidad hostil, una vez demostrada nuestra incapacidad para cambiarla.
Aquí me paro. Y vuelvo atrás. Al pasado martes, 30 de marzo.
Eran las 10 y 6 minutos de la mañana. Acababa de escribir y de repasar los párrafos que acabo de leeros. Y volví a pensar en este acto, y en la gente que se daría cita hoy aquí. Pero ya no detuve mi imaginaria visión en los que sois de mi procedencia y de mi generación, sino en el resto. Y me di cuenta de que estaba hablando tan sólo del pedazo de cielo sombrío que percibía desde el fondo de mi pozo particular.
Y me rebelé en contra de mis propias reflexiones anteriores.
Me acusé de ser irreprimiblemente generacional.
Qué generación política tan narcisista, esta mía.
Apenas habíamos salido de la adolescencia y ya reclamábamos a «los viejos» que se quitaran de enmedio. Porque nosotros teníamos muy claro lo que había que hacer, y ellos eran un estorbo.
Crecimos luego, nos hicimos mayores, pero no perdimos ni el aplomo ni la suficiencia. Daba igual cuántas veces hubiéramos demostrado nuestra capacidad para equivocarnos: seguíamos actuando como si los únicos realmente capacitados para criticar a fondo nuestros errores fuéramos nosotros mismos. Nos hemos comportado como si cualquiera que viniera por detrás sólo pudiera actuar correctamente si aceptara estar bajo nuestra tutela.
La prueba de ese elitismo generacional la acabo de dar hace apenas un rato: hasta tal punto nos hemos habituado a sentirnos siempre el centro de todo que hasta encontramos un cierto regusto morboso en la idea de que nuestra propia marcha hacia el ocaso se vea acompañada por el crepúsculo de la Humanidad entera.
Buena parte de quienes hoy estáis aquí probablemente no os sentís identificados ni poco ni mucho con mis reflexiones anteriores. No porque la idea que os hacéis de la realidad sea mucho más halagüeña, sino porque vuestro espíritu está más vivo y más presto que el mío. Porque sentís que, como escribiera el gran Miquel Martí i Pol, «todo está por hacer y todo es posible».
A esa disposición del ánimo se corresponde mucho más la idea real de este espacio que hoy se inaugura. Porque no pretende ser en absoluto ese refugio protector contra el mundo hostil del que he empezado hablando, sino todo lo contrario: un lugar con la puerta abierta, para que pueda franquearla todo el que quiera.
De modo que vuelvo a rehacer mis pensamientos, y me someto a severa autocrítica.
Vamos a ver.
He dicho antes que todo está muy mal. ¿Es cierto? No; es falso. Muchísimas cosas están muy mal. La mayoría. Pero no todas.
Pongamos los pies en el suelo. Madrid es una ciudad enorme. Cientos de miles de personas están muy lejos de cualquier pensamiento realmente crítico. Pero hay varios miles que no, que se sienten a disgusto con el tipo de sociedad que padecemos y que, si no saben por qué, se hacen una idea. Y que se la podrían hacer mejor, si tuvieran la oportunidad de hablar con gente como ellos, de exponer sus inquietudes, de escuchar otros puntos de vista, de afinar el instrumental de su crítica. ¿Qué sentido puede tener refugiarse, esconderse de ellos? Ninguno.
Otra cosa que he afirmado al comienzo: he dicho que estoy cansado, que muchos estamos cansados. ¿Es verdad? Es una verdad, pero no es la verdad completa. El cansancio no es un sentimiento absoluto. Algunos estamos cansados, sí, pero también indignados, y rabiosos. Y vemos la injusticia, y somos solidarios. Y apreciamos cómo nos tratan los que mandan, y sentimos deseos de responder.
Aparte de lo cual, hay muchos otros que están menos cansados que nosotros. O que no están cansados, sencillamente. No conduce a nada recontar las carencias: hay que sumar las aportaciones. Hay que sumar las fuerzas. Que cada cual aporte las fuerzas que tenga, o las que le queden. Quizá la suma no sea insignificante del todo.
Otro apunte que he hecho al principio: he dicho que hay un aire como de apocalipsis en este mundo de hoy. Bueno, ¿y qué? ¿Nos echamos a llorar? Hay ese aire, sí, pero también hay otros.
Vivimos una situación convulsa, crítica, y nadie sabe qué saldrá de ella. Los elementos negativos, tanto en acto como en potencia, son muchos. Pero también se perciben signos de resurgimiento de las fuerzas críticas y rebeldes en muy diversos puntos del mundo. Son signos dispersos, balbucientes, pero no por ello menos claros.
Hace poco tuve ocasión de estar presente en una conversación informal de gente de alto copete. Se trataba de paladines de la globalización con un papel activo en ella, a escala española: banqueros, políticos... en fin, gente de ésa. Os juro que fue para mí toda una inyección de moral. Les oí decir que las cumbres de Seattle y Viena han sido un auténtico desastre para sus expectativas. Estaban literalmente anonadados ante la posibilidad de que la reunión que tienen prevista para mayo en Barcelona les suponga otra bofetada semejante. No les vi nada seguros de la solidez de su tinglado. Decían que sus planes necesitan imperiosamente de un clima de confianza, y que eso les está fallando. En suma: no temen ser derrotados, pero tampoco están nada seguros de tener todas las de ganar. Lo cual, tal como andan hoy las cosas, ya empieza a ser algo.
Para mí fue suficiente, desde luego, como para deducir que lo de Barcelona no hay que perdérselo de ninguna manera.
Ése es un frente abierto, pero no el único, ni mucho menos.
Antes me he referido a los males invisibles que nos azotan: que si las vacas locas, que si el uranio empobrecido, que si los cambios climáticos... Pero no somos nosotros los únicos que sentimos angustia ante ellos. Su aparición está provocando una creciente crisis de desconfianza de la ciudadanía de los países desarrollados en los teóricos responsables del Poder. El personal es crédulo, pero no rematadamente obtuso. Se da cuenta de que le han estado ocultando aspectos de la realidad que eran de primera importancia. Y ve que hoy le dicen que no hay peligro en tal cosa, pero mañana admiten que en realidad era nefasta. Poco a poco, se corroe la fe en los de arriba. Lo cual de momento no se está traduciendo en conflictos sociales de mayor importancia, pero puede ser su germen. Ya veremos qué pasa si las apacibles clases medias de la llamada sociedad del bienestar dejan de disfrutar de su reconfortante medianía y empiezan a pasarlo realmente mal.
Podría seguir enumerando factores de crisis, pero no os hace falta, porque los conocéis igual que yo: la imposibilidad en que se encuentra el Primer Mundo para frenar el imparable flujo migratorio procedente del Tercer Mundo; la fragilidad de la construcción europea, incapaz de establecer una soberanía común, sometida a las presiones soterradas de sus grandes nacionalismos de base estatal; la fuerza con que resurgen aquí y allá los nacionalismos minoritarios...
El mundo bulle de crisis latentes o en acto: crisis surgidas de los intereses contrapuestos de los poderosos; crisis de cada uno de ellos; crisis nacidas de las variadas respuestas que merecen sus desmanes; crisis terribles y extraordinariamente mortíferas que el colonialismo ha dejado como herencia...
Son realidades cambiantes y contradictorias que no encajan en los viejos esquemas de análisis forjados durante el siglo XX: ya no hay movimientos revolucionarios como los de antes; no hay grandes enfrentamientos entre bloques de países con sistemas opuestos; no hay efervescencia de movimientos de liberación nacional; no hay ni uno, ni dos, ni tres Vietnams; no hay una doctrina que unifique -o que haga como que unifica- las luchas de las gentes oprimidas en todo el mundo, ni partidos que las homologuen y representen... Pero hay crisis, vaya que sí. Hay un estado de desazón general: este mundo no se siente a gusto en su piel, y de esa ebullición atormentada puede resultar cualquier cosa, o muchas cosas a la vez, y no necesariamente todas negativas.
Hay, en todo caso, realidades nuevas que reclaman de nosotros una mirada nueva, sin prejuicios ni hipotecas.
Llego al final. Imagino que más de uno se preguntará qué clase de intervención ha sido ésta, que ha empezado en plan agorero y cenizo, y que acaba poco menos que esperanzada.
Imagino que la respuesta tampoco es tan complicada: supongo que es una intervención que refleja los pensamientos contradictorios, y también -y no sé si sobre todo- los sentimientos contradictorios, de alguien que no conserva ya demasiada fe en la posibilidad de transformar el mundo de pies a cabeza, pero que, a cambio, hace lo que puede por ser fiel a sus convicciones.
Entre ellas, la convicción de que, sea como sea, hay que seguir intentándolo.
Y de que, para ello, hacen falta lugares como éste, que ayudan a que se siga luchando y resistiendo.
Muchas gracias por vuestra atención.
Javier Ortiz. (2 de febrero de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 24 de diciembre de 2017.
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