Inicio | Textos de Ortiz | Voces amigas

1994/10/28 07:00:00 GMT+1

García Trevijano, la teoría y la práctica

Me pide Antonio García-Trevijano que le dé mi opinión sobre su recién publicado y ya famoso libro Del hecho nacional a la conciencia de España o el discurso de la República. Como no parece que el asunto sea privado, sino todo lo contrario, y dado que el libro encierra una propuesta política general destinada al conjunto de la sociedad, expresaré mi opinión en público, para incitar a la discusión colectiva, lo que -estoy seguro- el autor agradecerá.

Empezaré por dejar sentado que la lectura de Del hecho nacional... me ha suscitado eso que los franceses llaman embarras de richesse: me resulta difícil responder a las tesis que contiene no porque no sepa qué decir de ellas, sino porque tengo demasiado que decir, ora a favor, ora en contra, ora en un tercer sentido. Así las cosas, me limitaré en esta ocasión, sin perjuicio de posteriores, a ceñirme a los aspectos más concretos de su visión de la realidad política española actual y de sus propuestas en relación a ella, dejando de lado algunos aspectos teóricos no obstante cruciales y de sumo interés (v. gr.: su teoría de las naciones).

Con García-Trevijano comparto algunos criterios de principio, no por elementales menos minoritarios: coincido con él en denunciar el «pecado original» del régimen político actual, asentado en el olvido de los crímenes del franquismo y en la constitución de una «clase política» de exacción mixta, fascio-antifranquista. Soy consciente, igual que él -ambos lo vivimos de cerca-, de que la reforma política, también llamada «transición», fue el resultado de un intolerable compadreo, de una gran farsa, representada por dos tipos básicos de farsantes: los procedentes de los sectores más lúcidos (menos suicidas) del franquismo y los más ambiciosos y menos escrupulosos de los cabecillas del campo antifranquista (que lo hegemonizaban).

Compartimos, en suma, un criterio substantivamente crítico con respecto al actual orden político establecido. Pero, a partir de eso, nuestros pensamientos divergen decisivamente.

En dos puntos fundamentales.

1.- Según él, el centro de nuestros males actuales está en el tipo de sistema representativo que estableció la Constitución de 1977. Trevijano considera que ese sistema permite que una oligarquía, formada por las burocracias de los partidos, se adueñe de la vida política y se independice de la voluntad popular, lo que convierte la democracia formal en una dictadura camuflada, en la que la ciudadanía puede gozar de todas las libertades... salvo de la libertad fundamental de elegir y revocar a sus representantes.

En su criterio, sólo un régimen presidencialista democrático puede evitar esto. Él parte de que, en la práctica, siempre y en todo caso, la soberanía real la ejerce el poder ejecutivo. Considera que los sistemas electorales como el español introducen tantas mediaciones y ponen tantos corsés al voto popular que, para cuando se llega a la designación del poder ejecutivo, los verdaderos deseos del pueblo apenas cuentan ya. De ahí deduce que la única viabilidad de la democracia real está en establecer la elección directa del máximo representante del poder ejecutivo: el presidente (si se opta por una República) o el jefe del Gobierno (si se mantiene la Monarquía).

Frente a estas dos tesis, yo sostengo otras dos, que en esta ocasión me limitaré a enunciar: a) estoy convencido de que el sistema presidencialista puede -y suele- servir igualmente para encubrir el dominio efectivo de unas u otras oligarquías; y b) considero que el grado mayor o menor de democracia real posible no depende en lo esencial del sistema de representación, sino del grado mayor o menor de movilización y radicalización democrática del pueblo, expresada cada tanto en las urnas, sí, pero manifestada sobre todo en la acción política de todos los días. La mayor o menor democracia no es para mí en lo esencial un problema de Derecho Constitucional, sino de relación social de fuerzas.

2.- García-Trevijano considera que uno de los efectos más perversos del modo en que se realizó la transición en España es la «desnacionalización» a la que ha dado origen el Estado de las Autonomías, que está conduciendo a «la progresiva desintegración de la conciencia nacional y territorial de España», que nos pone ante el peligro de una ruptura violenta de la unidad del Estado. Tan grandes males y peligros sólo pueden ser conjurados obrando en dos planos: en el ideológico, relanzando «la conciencia nacional española», y en el político, instaurando el presidencialismo democrático, que pondría el ejercicio de la soberanía a buen recaudo, lejos de las manos de los nacionalistas.

Para justificar esta visión de las cosas, García-Trevijano defiende diversos postulados: que España es una nación, y que Cataluña y Euskadi no, porque no puede haber nación que no sea Estado («No hay otro criterio para identificar a una nación que el propio hecho histórico de su existencia estatal independiente», escribe); que la pretensión de convertir una comunidad cultural en comunidad nacional es absurda; que el derecho de autodeterminación es un contrasentido imposible; que la cuestión nacional es asunto de hecho, no modificable por la voluntad de los hombres, razón por la cual no es una de esas cosas «que pueden ser tratadas con la regla de mayorías y minorías»; que el derecho de un pueblo a la independencia se refiere a «una relación de poder que sólo puede alterarse o romperse modificando su equilibrio con el empleo de la fuerza física»; que no hay razón que justifique el nacionalismo de catalanes y vascos, primero porque las realidades lingüístico-culturales no tienen traslación posible al terreno de la política, y segundo porque, además, ahora «la libertad cultural es plena» y «el motivo de la opresión cultural [ha] desaparecido».

Cada una de estas proposiciones es discutible, desde la razón y/o desde la Historia. Su concepción de las naciones como solares territoriales y humanos de los Estados no permite comprender ni por qué han surgido recientemente nuevos Estados ni por qué se han desmembrado otros. Desde su planteamiento, no cabe comprender tampoco los terribles fracasos a que han conducido algunos intentos de asentar Estados plurinacionales mediante el asimilacionismo cultural (URSS, Yugoslavia). Su descalificación del derecho a la autodeterminación -es decir, a la independencia- no cuenta con que a veces ha encontrado reconocimiento sin que la cuestión se dirimiera por la violencia (caso de Noruega y, hace bien poco, de los países bálticos y de Eslovaquia). Más sorprendente es su pretensión de que la desaparición de la opresión lingüístico-cultural -que da por hecha sin aportar el menor elemento de prueba, como si fuera algo evidente por sí mismo- debería entrañar el cese automático de los resquemores periféricos hacia el Estado central. Es como si dijera a vascos y catalanes: «Es cierto que el Estado os maltrató gravemente durante largo tiempo. Pero hace ya unos años que os maltrata mucho menos. ¿Se puede saber por qué no os reconciliáis con él?». Más en general, se sostiene mal la vinculación que él establece entre la pujanza de los movimientos nacionalistas y los desastres de la transición: muy al contrario, fue al calor de la lucha por la ruptura cuando más intensidad y amplitud lograron los movimientos nacionalistas y regionalistas, y fue la llegada del PSOE al Gobierno lo que devolvió a la vida política oficial la insistencia en «lo nacional» español. La «sensibilidad» felipista hacia los nacionalismos se manifestó tan sólo cuando perdió la mayoría absoluta y se vio impelido a recurrir al apoyo de CiU, no por nacionalista, sino por derechista.

Sin embargo, no es en el plano teórico, sino en el práctico, donde las posiciones de García-Trevijano resultan más problemáticas. Porque el hecho es que -con más o menos razones, en virtud de datos reales o de leyendas, haciendo una justificada o una injustificada traslación de lo lingüístico-cultural al terreno de lo político, persiguiendo metas con más o menos posibilidades de plasmación práctica, proyectando sobre el Estado central agravios justificados o meros fantasmas- muchos integrantes de los pueblos de Cataluña y de Euskadi -y de otros lares, pero centrémonos en los dos más obvios- consideran que las suyas son realidades nacionales propias, distintas de la española, y extraen de esa creencia consecuencias políticas que afectan a la organización territorial del Estado. Afirmar que no tienen razón, rechazar su aspiración a decidir libremente sobre su destino nacional y preconizar la disolución del Estado de las Autonomías no en una organización que recoja mejor sus aspiraciones soberanas, sino en otra que las niegue, significa encaminarse hacia un enfrentamiento civil de consecuencias inevitablemente perversas.

No me cabe la menor duda de que, en este terreno como en tantos otros, las cosas hubieran debido hacerse de otro modo. Que en el acto constituyente del Estado democrático debería haberse reconocido la pluralidad nacional del Estado y haber permitido que, en aquellos pueblos en los que la duda estaba planteada, se realizaran referendums destinados a establecer si la mayoría de sus habitantes deseaba participar en el proyecto común de España o no. De hecho, eso era lo previsto en el programa de Coordinación Democrática, plataforma común de la oposición antifranquista. Pero no se hizo. Y ahora no cabe volver atrás, y menos aún para implantar un modelo en el que el ejercicio de la soberanía se concentre abiertamente en el máximo mandatario del Poder Ejecutivo.

Lo que ahora debe hacerse -lo que habrá que hacer, y mejor antes que después- es poner en pie una organización territorial del Estado que parta de la libre determinación soberana de los pueblos que hoy lo integran. El nuestro no puede ser un Estado que una a los pueblos por el dictamen imperativo de la Historia. No hagamos que los muertos manden más que los vivos. En contra de lo afirmado por García-Trevijano, ésta es precisamente «una de esas cosas» que no sólo pueden, sino que deben resolverse por el juego de mayorías y minorías. Dicho lo cual, añadiré que tengo el convencimiento de que la gran mayoría del pueblo catalán y la gran mayoría del pueblo vasco desearán asociarse a un proyecto común así. Pero sé también que, para que lo sientan como propio, es imprescindible que nadie se lo plantee como obligatorio.

*

Casi todas las reacciones suscitadas por el libro de Antonio García-Trevijano han brillado por su superficialidad. Lo demuestra hasta el mismo hecho de que no hayan retenido de su título sino la segunda parte -la mención a la República-, que es la más accesoria. En realidad, éste no es un libro escrito en defensa de la República, sino en contra de la supuesta «desnacionalización» de España y en favor del presidencialismo democrático como solución a los males que el autor ve en nuestra realidad política y social.

Lo peor de esas reacciones es que se han quedado más con la música del libro que con su letra. Han oído (o leído a la carrera) que ataca a los nacionalismos catalán y vasco, que propone un regreso al orgullo de la españolidad, que critica ferozmente el régimen existente y que habla de la República como perspectiva posible... y se han apresurado a vitorear o a denostar. Los que sintonizan con el renacer del nacionalismo español -una corriente que veo con creciente preocupación, dicho sea de paso- lo han convertido en bandera, así se la traiga al pairo el presidencialismo, esencial en la tesis de García-Trevijano. Del bando contrario, se han movilizado a toda prisa (sic) quienes más odian al autor y quienes más amor sienten por el régimen existente (dos sentimientos que se presentan unidos con notable frecuencia).

Por mi parte, he tratado de no dejarme llevar por la música -aunque la música también tenga su parte- e ir a la letra. Sería de desear que el debate prosiguiera, tomando el libro como un compendio de ideas y de propuestas, y no como arma arrojadiza. De eso ya hay más que de sobra.

Javier Ortiz. El Mundo (28 de octubre de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de febrero de 2013.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.1994/10/28 07:00:00 GMT+1
Etiquetas: otros_textos república 1994 garcía_trevijano el_mundo monarquía españa | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

Comentar





Por favor responde a esta pregunta para añadir tu comentario
Color del caballo blanco de Santiago? (todo en minúsculas)