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2004/06/22 06:00:00 GMT+2

El mendigo indisciplinado

En San Sebastián, allá por 1965, más o menos, solía acudir a unas tertulias literarias nocturnas que organizaba un joven poeta chileno llamado Julio Campal. Nos juntábamos en el restaurante «El Caserío», cerca de la Plaza de la Constitución, y charlábamos mientras nos bebíamos algunas botellas de rioja Glorioso. No sé por qué, pero lo del Glorioso era obligado; no se podía beber otra cosa.

Campal era un personaje singular, que simpatizaba con la izquierda comunista pero construía poemas vanguardistas (*). Dirigía una sala de exposiciones que se acababa de inaugurar y que financiaba un constructor con inquietudes, no sé si sólo artísticas o también fiscales. Campal llegó a montar incluso una exposición de poesía concreta rarísima, que llamó mucho la atención. Salió en el No-Do. Aparecía fugazmente el joven Ortiz leyendo un poema, aunque no se le oía.

El público de las tertulias era variado. Lo convocaba el propio Campal. Invitaba a la gente que iba conociendo en San Sebastián y que le resultaba de interés.

Dos o tres veces se trajo a un joven obrero al que él quería convertir al marxismo. El obrero se resistía. Se resistía a todo. Se resistió a interesarse por la literatura, se resistió a hacerse marxista y, finalmente, se resistió a acudir a la tertulia. Campal, que tenía un punto gamberro, le decía que era «un proletario indisciplinado», cosa que al proletario no le hacía ninguna gracia, pero a los demás sí. El proletario no sólo resultó ser bastante jetas -cosa que todos nos barruntábamos-, sino también tirando a mangui. Campal contó que había desaparecido acarreando alguna de sus pertenencias.

Al cabo de unos meses, el simpático poeta chileno dejó San Sebastián y se marchó a Madrid. Me dijeron que se suicidó poco después por un asunto de amores.

Me acordé del maldito «proletario indisciplinado» el pasado sábado. Me topé en la puerta de El Corte Inglés de la Castellana, en Madrid, con un tipo, estilo vendedor de La Farola, que me lo recordó tanto por el físico como por sus ganas de alejarse del arquetipo del gremio: si aquel se negaba a comportarse como un buen integrante de la muy noble y muy histórica clase obrera, éste se apartaba decididamente de los modales de un mendigo comme il faut.

Según aparqué mi scooter en la acera, junto a las demás, se me acercó y me dijo: «Yo cuido las motos aparcadas aquí». Sonriente, le respondí que allí las motos no corrían ningún peligro particular, pero mucho menos la mía, vieja y con aspecto de cascajo. Momento en el que él, torciendo la boca y adoptando un tono de lo más lúgubre, me soltó: «Tú verás. No me des nada y lo mismo cuando salgas te encuentras con un retrovisor roto o una rueda pinchada».

Consiguió indignarme. Le pregunté si se pensaba que estaba en el Chicago de los años 20, cuando Alfonso Capone y los suyos ofrecían «protección» a los tenderos. Y le añadí que tuviera cuidado con lo que hacía porque, como cuando yo saliera la moto hubiera sufrido algún desperfecto, me encargaría de él. Debió de tomárselo como una amenaza de represalias físicas, porque me contestó: «¿Y eso quién? ¿Tú? ¡Pero si estás acabado!».

Debo reconocer que esto último me afectó realmente, porque me hice cargo de inmediato de que tenía razón por partida doble, tanto en términos absolutos como relativos: él, pese a ser un tirado, tenía aspecto de poder deshacerse de mí de un solo bofetón.

Pero no se lo confesé, sino que me di la vuelta y me fui para el establecimiento, momento que él aprovechó para hacer oír un nítido «¡Hijo de puta!».

Henchido de justa indignación, y ya abandonadas mis reflexiones sobre la diferencia de los respectivos físicos, volví sobre mis pasos. No debía de tener mi actitud un aspecto excesivamente amistoso, porque el menda se apresuró a declarar que se había limitado a decir que por allí «solía» haber «mucho hijo de puta» y hasta aceptó resignado que yo le replicara, pendenciero, que de eso él tenía que saber la tira.

Pese a lo cual, no me quedé nada tranquilo. Ni por la moto, ni por mí, ni por lo que podría acabar haciendo mi mendigo indisciplinado, que no había dado prueba de estar muy en sus cabales. Por lo cual hice lo único que se me ocurrió para no correr demasiados riesgos: hablé con un encargado de El Corte Inglés al que informé de lo sucedido, haciéndole ver, jesuitico, que la presencia de aquel individuo no contribuía al buen nombre de su establecimiento (sic!). El encargado avisó al personal de seguridad.

Vi que salían un par de maromos. No sé qué harían; lo que sí sé es que cuando volví a por la moto el mafioso de base había desaparecido.

Se me quedó mal cuerpo. Ya sé que ser mendigo no da derecho a ir amenazando a la gente, pero denunciar a mendigos tampoco es una actividad que figure entre las de mi predilección, por así decirlo.

En resumen, que el mendigo indisciplinado me amargó el sábado.

 

(*) Releyendo el apunte, me doy cuenta de que puede parecer, más que nada por ese pero que he metido de por medio, que veo algún tipo de incompatibilidad entre la izquierda radical y la poesía vanguardista. Para nada. Lo que seguramente me ha pasado por la cabeza en el momento de escribir ese párrafo es el hecho de que, por aquel entonces, los poetas de izquierda se dedicaban casi unánimemente a la llamada «poesía social». Con el tiempo he agradecido a Campal, además de aquellas noches festivo-literarias, que llamara mi atención sobre experiencias poéticas -particularmente francesas y norteamericanas- que yo desconocía por completo. Él me asomó a un poema que hoy considero imprescindible, por atrevido y por revolucionario, al menos en el plano literario: hablo de Un coup de dés (jamais n'abolira le hasard), de Stéphane Mallarmé.

Javier Ortiz. Apuntes del natural (22 de junio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 4 de junio de 2017.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2004/06/22 06:00:00 GMT+2
Etiquetas: apuntes 2004 | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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