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2002/01/19 06:00:00 GMT+1

El afilador

A caballo entre el Madrid de siempre y eso que llaman el Madrid moderno -que lo mismo podría estar instalado en la Défense de París que en el centro burocrático de Atlantic City-, mi barrio posee una personalidad mestiza. Curiosa. Tiene calles que no llevan a ninguna parte, porque se cortan en súbitos cambio de altura, y otras por las que no pasea sino la gente que ha sacado de casa a su perro para que eche un trote y largue una meada. Y, justo al lado, otras perpetuamente abarrotadas de coches, y de autobuses que lo bloquean todo parando en triple fila, y de ambulancias que lanzan agudísimos chillidos de protesta porque no pueden avanzar ni poco ni mucho y se les echa a perder la mercancía.

Odio los edificios de oficinas, y me disgusta la fachada del nuevo mercado de Ventas -aún recuerdo el viejo, con los bulliciosos tenderetes a su pie-, y el hotel anejo, de lujo tan impersonal como anodino, y la tienda de artículos de informática que te conmina a no fumar en cien metros a la redonda. Pero, en cambio, me encanta la tienda de frutos secos, más vieja que yo, y la peluquería, en la que todavía se habla de todo sin comprometerse a nada -el cliente siempre tiene razón-, y el almacén de vinos, y la tienda de marcos y cristales, y la ferretería, tan llena de cachivaches que no hay espacio físico ni para verlos.

Mi proverbial mala suerte me llevó a instalarme en una de las calles más ruidosas de todo el barrio. O, mejor dicho, en dos de las calles más ruidosas de todo el barrio, porque la casa hace esquina, y la barahúnda de bocinas, altavoces y sirenas me asalta en estéreo desde primerísimas horas de la mañana y hasta muy avanzada la madrugada. Hay veces que me pregunto cómo diablos consigo escribir en medio de semejante follón. Napoleón se pensó que era muy ingenioso aquello que dijo de que «la música es el menos desagradable de los ruidos». Supongo que nunca imaginó que la música sería usada alguna vez, a buen volumen, precisamente para eso: para tapar otros ruidos mucho más desagradables.

Pero ayer, a media mañana, mientras me esforzaba en teorizar sobre el papel de los medios de comunicación en la sociedad actual -y en hacer como que no oía el ruido-, sucedió un milagro. La calle se sumió en una extraña paz y, de pronto, se oyeron las alegres notas del caramillo de un afilador de cuchillos.

Las notas de esa simplicísima flauta, utilizada tradicionalmente por los afiladores para anunciar su presencia al vecindario -un pase entero, medio pase con larga insistencia, otro pase entero-, me trajeron mil recuerdos. Se me vino a la memoria el San Sebastián de los años 50, cuando los niños jugábamos en la calle junto a las pescateras que cantaban a gritos las virtudes de su mercancía de sardina fresca, al lado de los vendedores de barras de hielo, que las iban sacando con largos ganchos de hierro, esquivando los carros de caballos de los caseros que iban al mercado con su cargamento de verduras y frutas...

Me asomé. El afilador era un chaval joven que llevaba la piedra de afilar montada sobre una motocicleta.

Estuvo sólo un ratito. Nadie le sacó nada para que lo afilara. Ni unas malas tijeras.

Así que se marchó.

No me atrevería a decir que me alegró la mañana. Me la dejó evocadora.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (19 de enero de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 26 de febrero de 2017.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2002/01/19 06:00:00 GMT+1
Etiquetas: 2002 diario | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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