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1993/10/07 07:00:00 GMT+2

Editorialistas

Ustedes no tienen ni idea de lo mucho que sufre un editorialista. El trabajo de editorialista es lo más próximo que hay al sacerdocio. El último de los gacetilleros se desplaza hasta el local de la esquina para tomar nota de los despropósitos de cualquier mangarrán y su crónica aparece al día siguiente en cientos de miles de ejemplares encabezada por su gloriosa firma. En cambio, el pobre editorialista tiene la obligación de empaparse a diario de los asuntos más dispares y abstrusos -desde las andanzas de Yeltsin a la crisis de la SEAT, desde los tejemanejes de Obiang a las negociaciones del GATT, pasando por la Veritatis Splendor y la gestión de Ramón Mendoza- para destilar al final profundas reflexiones sobre todo ello, sin que lo que sale de su pluma aporte ni la más liviana brizna de reconocimiento público hacia su persona: no lo firma.

Ese es un grave inconveniente del trabajo de editorialista. Porque el editorialista, qué caramba, tiene su corazoncito, y le molesta mucho que familiares y amigos le digan sin parar: «¿De verdad que trabajas en ese periódico? Como nunca se ve tu firma...». Terrible injusticia que lleva aparejada una notable frustración profesional, porque pasan los años y el hombre no logra ninguna medalla que colgar de su currículum: no puede demostrar que nada de lo que ha escrito sea obra suya.

Dedicarse a editorialista tiene muchos otros inconvenientes.

Uno de ellos, y no pequeño, es que el género editorial obliga a la circunspección.

El editorialista está obligado a decir las cosas muy seriamente. Hubo un día, hace unas semanas, que noté a mi buen amigo Gervasio Guzmán de especial mal humor. Le pregunté qué le pasaba.

«Pues que estoy escribiendo sobre lo del tránsfuga Gomáriz y se me ha ocurrido una gracia: decir que parece mentira que precisamente en Aragón los políticos se den tan mala maña...». El juego de palabras era realmente atroz, pero no quise desanimarlo. «¿Y por qué no lo pones?», le dije. Me miró con aire despectivo: «¿Estás loco? ¿Meter un chiste en un editorial?».Ya ven.

Pero no acaba ahí la cosa. Hay que tener en cuenta asimismo que el editorialista, como se pronuncia ex cathedra y compromete al diario como tal, tampoco puede permitirse escribir exactamente lo que piensa, lo cual añade a las frustraciones antes mencionadas otra más: la de sentirse extraño a su propia obra.

¿Cómo lograr que, pese a tanto inconveniente, algunos aceptemos trabajar como editorialistas? Hay un sistema: cuando alcanzamos cierta edad; nos dejan publicar columnas de opinión firmadas. Eso atempera nuestras frustraciones: recompensa nuestra vanidad, salva nuestro currículum y permite, de paso, que nos desahoguemos.

Me escribe una señora que me/se pregunta cómo puede ser que a un tipo como yo -«tan disolvente», dice- le dejen publicar en espacio de tanto rango. Confío en haber acertado a explicarlo. Ya ve, buena mujer: lo hacen, como quien dice, por pura prescripción facultativa.

Javier Ortiz. El Mundo (7 de octubre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de octubre de 2010.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.1993/10/07 07:00:00 GMT+2
Etiquetas: periodismo 1993 preantología el_mundo gervasio_guzmán | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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