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1994/04/19 07:00:00 GMT+2

Crisis de ideales

Todas las crisis, la crisis

La desmoralización de la sociedad española actual es el destilado de un proceso histórico realimentado por factores que se dan por nuevos, pero que lo son sólo parcialmente.

Que la sociedad española actual atraviesa por una «profunda crisis de valores» es ya un lugar común de los análisis de nuestra realidad.

Es harto probable que sus señorías hablen hoy de ello. Convendría que supieran de qué hablan.

Empecemos por preguntarnos por los elementos constitutivos de esa «crisis de valores». ¿Todo el mundo alude a lo mismo cuando emplea esa expresión? No parece.

Hay, sin duda, una idea inicial común: se parte de que, a) para que una sociedad funcione civilizadamente, es necesario que la generalidad de sus individuos interiorice un conjunto de reglas de conducta, consideradas imperativas y esenciales tanto para la convivencia como para la propia satisfacción del individuo, y b) que en la España de hoy esas reglas o no existen o se atienden de modo muy insuficiente.

Pero, una vez efectuado ese tramo de reflexión común, los criterios se bifurcan. Una parte de quienes lamentan esa carencia de valores la achacan a que se han perdido. Otros, en cambio, estiman que los valores que precisa nuestra sociedad no han cristalizado todavía.

Ambas visiones son críticas hacia el presente. Pero, en tanto la primera lo critica desde la nostalgia del pasado (real o mítico), la segunda lo hace desde los principios que se supone fundamentan el presente mismo.

Los síntomas

Cada cual llama la atención, en consecuencia, sobre aquellos fenómenos sociales que estima más sintomáticos y reveladores de que «esto va mal». Haré a continuación un inventario heteróclito de los fenómenos más comúnmente mencionados.

Hay quien pone el acento en la juventud y en sus variadas reacciones de marginalización o desapego social ante la falta de perspectivas, principalmente laborales. Y citan, como muestras extremas, el recurso compulsivo al alcohol y otras drogas como vía de escape de la realidad; la búsqueda de formas de agrupación «transgresoras» como respuesta a la falta de un entramado establecido de participación o al muy escaso atractivo de las posibilidades existentes (caso de las «tribus» urbanas, de las peñas más o menos violentas de hinchas, de ciertas sectas, etc.). O, desde un ángulo muy distante de rechazo, las airadas y masivas protestas de los estudiantes contra un sistema machacona y justamente definido como «fábrica de parados», o la negativa a cumplir el eufemísticamente llamado «servicio militar», sea bajo la forma de objeción de conciencia o bajo la singularísimamente nuestra de la insumisión militante.

Hay también quien prefiere situar su punto de mira en el otro extremo, apuntando hacia los sectores «establecidos» de la sociedad y refiriéndose a comportamientos aún más diferentes, pero tenidos por igualmente inquietantes: el desorbitado culto al dinero y a la ostentación de riqueza -el valor fetichista de los automóviles, las viviendas y las ropas de lujo, de modo especial-; la doble moral, que condena formalmente (pero a la vez rinde culto) a la picardía de quienes son capaces de «arreglárselas» para burlar la legalidad y aprovecharse del clientelismo imperante, según el principio que enseña que «la caridad bien entendida empieza por uno mismo»...

Hay muchos otros síntomas que son tenidos en cuenta, en los terrenos más variados y con los criterios más dispares. No faltan, por ejemplo, los que subrayan que la nuestra es una sociedad que, por descreída, no cree ni en sí misma. Que son legión los que tienen una opinión paupérrima de nuestra colectividad y de sus posibilidades futuras. Que hay quienes consideran que «la idea de España se disuelve» y quienes creen que sigue primando, bajo la piel del Estado de las autonomías, el vetusto esqueleto doctrinal de la «una, grande y libre». Que el prestigio de las instituciones -con el Parlamento y los partidos políticos en primera línea- está bajo mínimos y cubierto por una permanente sospecha de corrupción. Que los hábitos y costumbres de la «España real» van cambiando y siendo socialmente admitidos sin que la «España oficial» se dé por aludida, sea para oponerse (lo que unos quisieran) o para dar debido acomodo a esos cambios (como desearían otros). Que nuestra variedad cultural autóctona ha sido tirada por la borda, dejando los mercados culturales locales en manos de transnacionales foráneas -obligatoriamente foráneas, ya que España carece de transnacionales propias-, que han desplazado o forzado al mimetismo a los productos de generación propia. Que la televisión -las televisiones- se ha convertido en un extensísimo estercolero, que combina la basura de lentejuelas y la chacinería ideológica con la más desvergonzada manipulación informativa...

Para quienes ven la situación actual no como resultado de una inadecuación espiritual a las nuevas estructuras socio-políticas sino como el fruto de un proceso degenerativo de la ética colectiva («Estas cosas antes no pasaban»), hay varios elementos de obligada cita: el crecimiento de la delincuencia sexual, la pérdida del sentido familiar, el descenso de los sentimientos religiosos...

Podríamos multiplicar los brochazos que conforman este sombrío retrato de nuestra realidad. Pero la cuestión no es acumularlos hasta convertirlos en abrumadoramente deprimentes -ya es más que suficiente la creencia de que lo son-, sino tratar de evaluar su entidad real, ordenarlos y explicarlos.

Un retrato real

Lo primero que conviene empezar por precisar es que ni todos estos presuntos «síntomas» son muestra de una crisis real de valores, ni todos existen en la medida que se les atribuye. Los datos estadísticos muestran, por ejemplo, que la delincuencia sexual no crece en España en la proporción galopante que ciertas «alarmas sociales» parecen indicar. Y muy recientes y rigurosas encuestas (vid. el informe de Amando de Miguel, La sociedad española, 1993-1994) evidencian que ciertos supuestos «datos reales» evocados con profusión, como la pérdida del sentido familiar, el divorcio entre padres e hijos, la crisis de la institución matrimonial o la progresiva extinción de la religiosidad, no son tales. Ocurre con cierta frecuencia también que determinados fenómenos que constituyen modas pasajeras y que son asumidos por sectores muy minoritarios, recogidos profusamente por los medios de comunicación precisamente por su carácter exótico -lo de la «ruta del bakalao» ha sido arquetípico-, son rápidamente asimilados por buena parte de la opinión pública como comportamientos catastróficos propios de «la» sociedad actual. En otras ocasiones, se introduce en la lista de lo nuevo (y negativo) actuaciones que no son sino la forma actual que toma la tradicionalísima rebeldía juvenil, quizá ahora más fácil de airear gracias a la mayor permisividad del ámbito familiar. O se incluye en la relación de fenómenos preocupantes elementos que, desde otra perspectiva ideológica, cabe tenerlos por constitutivos de una positiva nueva ética emergente: es el caso de la insumisión o de la creciente aprobación social de opciones sexuales no mayoritarias. En fin, no pocos de los otros «síntomas» arriba descritos bien pueden entenderse, no como un fruto específico de lo que de nuevo tiene nuestra sociedad, sino como resultado de todo lo contrario: del lastre arrastrado del pasado y de su tortuosa acomodación a las condiciones del marco socio-político presente.

El gran pastel

La historia de España a lo largo de las últimas tres décadas presenta algunos rasgos de continuidad que deben ser imperiosamente tenidos en cuenta para comprender los estados de ánimo actuales más extensos y de mayor influencia social. No hay espacio aquí para abordar el asunto con la debida extensión. Me limitaré a enunciarlo en sus elementos principales.

a) La dictadura franquista convirtió el miedo en elemento básico de la psicología social, y el disimulo en rasgo característico de las conductas;

b) En el último tramo del franquismo, también una buena parte de la clase dominante se habituó al respeto formal de unos ritos en los que no creía, o creía cada vez menos. Los cambios económicos y demográficos de los años 60 determinaron una transformación sustancial del escenario social, que aproximó la realidad española a las de su entorno europeo, y muchos actores de la obra que se representaba en la plaza pública -a menudo con consecuencias muy trágicas- eran cada vez más conscientes de su creciente carácter de farsa;

c) El franquismo no se hundió porque triunfaran los antifranquistas. Cayó porque ya no servía a las necesidades económicas, políticas e incluso militares de la clase dominante;

d) La sustitución de la carcasa política franquista por instituciones propias de los sistemas parlamentarios -la llamada «transición»- fue el resultado de un pacto puramente pragmático llevado a cabo entre buena parte de quienes habían protagonizado el periodo de degeneración del franquismo y la oposición antifranquista que gozaba de homologación internacional;

e) Para triunfar, la transición se ayudó de los dos elementos preexistentes de psicología social a los que antes he hecho referencia: el miedo (en dos direcciones: miedo al Ejército y miedo a los demócratas intransigentes) y la ficción (también en dos direcciones: había que hacer como que el pasado de represión no había existido, admitiendo como demócratas a muchos de quienes habían vivido de y para la dictadura, y había que tomar la nueva situación no como una reconversión de la anterior, tan amplia como forzada por las circunstancias, sino como el fruto del triunfo de la democracia); y

f) En tales condiciones, el conjunto de la ciudadanía española no ha estado en condiciones de asimilar las libertades públicas e individuales como derechos inalienables suyos. Las toma mayoritariamente como una concesión graciosa del Poder. El pueblo no se siente soberano, ni considera que las instituciones sean emanación suya.

No es posible comprender los problemas morales de nuestra sociedad actual sin contar con estos elementos que han enmarcado el cauce espiritual de nuestra historia última. No sólo por activa; también por pasiva: conviene no olvidar el efecto desmoralizador -en sentido estricto- que ha tenido el hecho de que ese cauce haya orillado sistemáticamente las posiciones de principio, arrollándolas una y otra vez en beneficio de las conveniencias pragmáticas.

Desmoralizados

Si los orígenes de nuestra realidad socio-política no propiciaron la aparición de unas reglas de moral pública comúnmente aceptadas, su decurso ulterior tampoco.

La política es el coto privado de partidos-pandillas clientelares -la principal de las cuales es la que se hace llamar «socialista»-, a las que no cabe acusar de haber perdido sus afanes éticos porque, retóricas aparte, nunca los tuvieron.

La crisis económica ha ayudado a que la conciencia colectiva se corrompiera aún más, con grandes dosis suplementarias de doble moral. «El hecho es que se ha creado un núcleo central de trabajadores relativamente bien protegidos, rodeado, sin embargo, de un sector periférico de trabajadores en paro (la mayoría jóvenes, pero también mujeres y trabajadores de más edad), que intentan sobrevivir dentro de una "red de seguridad" constituida por el apoyo de familias (extensas) y de dos instituciones peculiares, toleradas o estimuladas por el gobierno: la economía sumergida y lo que en las zonas rurales se ha solido llamar "empleo comunitario"». (Víctor Pérez Díaz, La primacía de la sociedad civil, 1993, p. 66).

La singularidad del felipismo consiste en que ha recogido todos los hábitos corruptos del pasado -en particular la ancestral tendencia de nuestra sociedad a vivir instalada en una doble moral, combinando los discursos puritanos con el chanchullismo y la prostitución- y los ha «socializado», comprometiendo en el gran tinglado de la irregularidad permanente a amplísimos sectores sociales y secuestrando su apoyo con la amenaza -otra vez el miedo- a perder el papel, así sea ridículo, que cada cual juega en el tinglado de la farsa colectiva.

Lo que más desmoraliza a la ciudadanía española actual no es nada concreto: es la semiconsciencia de que ella misma es parte de todo lo malo que ocurre y que detesta. Detesta y se detesta.

Su crisis de valores no es una crisis. Es una crisis cósmica. Su crisis son todas las crisis.

Javier Ortiz. El Mundo (19 de abril de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 15 de julio de 2010.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.1994/04/19 07:00:00 GMT+2
Etiquetas: otros_textos 1994 españa sociedad el_mundo | Permalink | Comentarios (3) | Referencias (0)

Comentarios

brutal. una vez más: gracias.

Escrito por: .2010/07/15 17:16:21.185000 GMT+2

Joder, cómo le echamos de menos...

Escrito por: Izaam.2010/07/15 20:13:20.064000 GMT+2

Es una lección .Mejor no se puede explicar.   Gracias y buenas noches.

Escrito por: .2010/07/15 21:17:37.570000 GMT+2

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