Inicio | Textos de Ortiz | Voces amigas

2006/11/15 05:00:00 GMT+1

Un cuento canadiense

Hablamos ayer en la tertulia del programa «Pásalo» de ETB sobre la sabiduría de los ancianos. Había general acuerdo en que «nuestros mayores» (primera cursilada) cuentan con un hondo conocimiento de la vida y tienen mucho que enseñar. Discrepé, por supuesto. Argumenté que no hay ninguna prueba solvente que demuestre la sapiencia de los viejos, en general. Hay viejos reflexivos –no llevaré mi natural modestia al extremo de no ponerme como ejemplo–, pero los hay también zotes como ellos solos. Tanto los unos como los otros son los menos. De los más habría que decir, no sin cierta generosidad, que ni fu ni fa.

Seamos claros: la constatación de lo que votan en su mayoría los integrantes de la «tercera edad» (segunda cursilada) incita más bien a atribuir a los ancianos una penosa contumacia en el error.

Pasa con la tópica sabiduría de los ancianos lo mismo que con la tan mentada astucia del refranero. Yo no le hago ascos al empleo de algunos refranes, pero admito que lo hago por pura cobardía, con la esperanza de que se le eche al pueblo llano la culpa de algunas de las ideas no demasiado en boga que se me ocurren.

El refranero, por lo demás, contiene sentencias para todos los gustos; en defensa de cada cosa y de su contrario. «Al que madruga Dios le ayuda», sí, pero «no por mucho madrugar amanece más temprano». Admitamos que así es difícil equivocarse.

Digo que los ancianos gozan de una presunción de sabiduría perfectamente injustificada, pero digo mal. Porque, si bien eso es sin duda cierto en relación a los ancianos de nuestras sociedades mal llamadas avanzadas, no es del todo aplicable a todos los ancianos de todas las culturas del mundo.

Pensando en ello me ha venido a la memoria un antiguo cuento canadiense que viene a retratar muy bien la sabiduría de un viejo indio de la zona de las Montañas Rocosas, allá por el estado de Alberta, cuyo nombre (el del indio) no recuerdo, pero al que podríamos llamar Ojo de Lince, por sus demostradas dotes de gran observador.

Cuenta el cuento que un buen día, a mediados del siglo XX, un campesino blanco, afincado en el valle que se extiende al pie de las montañas en las que el viejo Ojo de Lince había pasado sus 70 años de penurias, ascendió al bosque a cortar pinos con los que hacer leña para afrontar el ya cercano invierno. El campesino, cuyo nombre tampoco recuerdo, pero al que bien podríamos llamar Edward Wilkinson O’Shaughnessy, por abreviar, llevó su carreta montaña arriba, llegó al bosque, cortó dos sólidos pinos, los cargó trabajosamente en su carreta con la ayuda de su caballo y regresó al valle.

Llegaba ya a las verdes praderas cuando vio en el borde del camino a Ojo de Lince sentado sobre el carcomido tocón de un roble. El anciano, con las piernas cruzadas, fumaba parsimoniosamente su larga pipa con los ojos semicerrados, en una actitud de meditación muy propia de él.

O’Shaughnessy, que sentía un gran respeto por el viejo Ojo de Lince, como todos los vecinos de aquellos casi despoblados parajes, detuvo su carreta para saludarlo.

Ojo de Lince abrió los ojos, lo miró fijamente y le dijo:

–Venir invierno muy crudo.

Y volvió a entornar los ojos.

Según llegó a su cabaña, O’Shaughnessy informó a su mujer (cuyo nombre tampoco sabemos, pero da igual, porque es un personaje secundario en este cuento):

–He visto a Ojo de Lince, el sabio. Me ha dicho que este invierno va a ser muy crudo. Creo que mañana subiré a la montaña a por más leña.

Y eso hizo. Subió de nuevo al bosque, taló cuatro árboles más, los cargó como pudo en la carreta y emprendió el regreso.

Ojo de Lince estaba en el mismo lugar que el día anterior y en idéntica actitud. Antes incluso de que O’Shaughnessy hubiera tenido tiempo de saludarlo, retiró su pipa de los labios y sentenció:

–Venir invierno muy muy crudo.

La inquietud se adueñó del campesino. ¿Y si el invierno venidero resultara tan crudo que ni siquiera la leña de seis árboles les fuera suficiente? Así se lo hizo ver a su mujer en cuanto llegó a la cabaña:

–Ya sabes lo sabio que es Ojo de Lince. Sus palabras no pueden tomarse a broma. Su tribu lleva siglos en estas montañas. Mañana subiré a por más leña, por si acaso.

Y así fue. Al despuntar el día, preparó la carreta, sólo que en esta ocasión con dos caballos, y ascendió a la montaña.

Tardó toda la mañana en talar seis árboles y media tarde en subirlos al carro.

Era ya casi de noche cuando llegó a las inmediaciones del valle.

No le sorprendió encontrar en el sitio de siempre a Ojo de Lince.

Nada más ver a O’Shaughnessy, el anciano indio habló de nuevo:

–¡Venir invierno muy muy muy crudo!

O’Shaughnessy, ya un tanto mosca, se decidió a inquirir al viejo:

–Dime, sabio Ojo de Lince. ¿Por qué cada día que pasa sabes que el invierno va a ser más y más crudo?

A lo que el anciano, entornando los ojos, respondió:

–Proverbio indio dice: «Cuando rostro pálido cortar mucha leña, es que venir invierno muy crudo».

--oOo--

Me temo que os he mentido al principio: éste no es un cuento canadiense. Pero tampoco es mío, aunque la redacción esté hecha a mi guisa. Lo ideó un francés con bastante retranca que, al igual que yo, no estaba nada convencido de que los ancianos extraigan una profunda sabiduría de su larga experiencia.

Sólo que él incluía en su desconfianza también a los ancianos indios. Era más radical que yo.

Murió bastante joven, por cierto.

Escrito por: ortiz.2006/11/15 05:00:00 GMT+1
Etiquetas: | Permalink