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2007/04/17 08:00:00 GMT+2

¿Quién es el hijo de puta de quién?

He leído la frase atribuida a varios mandatarios estadounidenses y referida a distintos sátrapas latinoamericanos, pero lo más común es asignársela al presidente Franklin Delano Roosevelt y pretender que la dijo con relación al dictador nicaragüense Anastasio Somoza García: «Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».

Se trata, aparentemente, de un brutal pero sencillo ejercicio de realpolitik. Podría expresarse de modo aún más explícito: «Se trata de un individuo que recurre a métodos repugnantes y es éticamente detestable, pero se enfrenta a nuestros enemigos con mucha eficacia, y eso nos viene tan bien que resulta razonable hacer la vista gorda ante sus desmanes». Podría decirse que Franklin Roosevelt –que no fue ni mucho menos de lo peor que ha habitado en la Casa Blanca– reconoció en voz alta lo que la mayoría de los gobernantes de los países que presumen de democráticos hacen a diario en las más diversas latitudes.

Los casos abundan.

Putin, por ejemplo, es un hijo de puta (dicho sea empleando su lenguaje, que no me gusta). Es un perfecto malvado. No hay más que ver las barbaridades que viene haciendo en Chechenia. No hay más que comprobar cómo trata a la oposición. Pero no hay dirigente occidental que se atreva a tratar como a un hijo de puta a un hijo de puta que goza de tanto poder y cuenta con tantas bombas atómicas, tanta aviación, tanto gas, tanto petróleo… tanto de tanto importante, salvo de apego a los derechos humanos y de vergüenza.

Los dirigentes chinos son unos hijos de puta (con perdón para las putas, insisto). Niegan a su pueblo las libertades más básicas y recurren más que nadie a los juicios sumarios y a la aplicación de la pena de muerte. Pero Occidente, con María Teresa Fernández de la Vega como última embajadora especial, los agasaja, porque tienen un mercado enormemente apetecible y produce a unos precios de escándalo, gracias a su falta de escrúpulos en todos los órdenes. Ellos también son hijos de puta a los que hay que cuidarse de tratar como tales.

Mohamed VI es, vaya que sí, un archihijo de puta, pero es el protegido de Washington y permite a varios estados europeos, entre ellos España, hacer negocios estupendos, y además, mal que bien, actúa como guardia de fronteras. De modo que, si hay que hacerle la pelota y, ya de paso, traicionar al pueblo saharaui, pues se hace, que la vida está muy achuchada y no cabe andar con remilgos.

¿Qué no decir, en esta misma línea, de los gobernantes argelinos, que detentan un poder que usurparon gracias a un golpe de Estado? Son unos grandísimos hijos de puta, pero con un gas que arde de puta madre –digamos, por seguir con la misma imagen– en nuestras cocinas y en nuestros calentadores de agua.

¿Sigo con el recuento? Supongo que no hace falta.

«Son todos ellos unos hijos de puta», dicen los Roosevelt de hoy, «pero son nuestros hijos de puta».

¿Sí?

No. La frase encierra trampa. Da a entender que quien la dice es partidario de los métodos de gobierno limpios y democráticos (y que él, en particular, los aplica), pero que tiene que aceptar, por causa de fuerza mayor, que algunos brutos no lo hagan.

Pero eso es falso. Porque ellos mismos se sirven de métodos repugnantes cada vez que les hace falta. ¿O alguien se cree que la CIA y el FBI en tiempos de Roosevelt no mataban, no torturaban, no se saltaban a la torera el derecho internacional en cuanto les estorbaba?

Es una coartada. Lo que diferencia a los unos y los otros no es su calidad ética, sino sus respectivas circunstancias. Hijos de puta, lo que se dice hijos de puta, lo son todos.

Escrito por: ortiz.2007/04/17 08:00:00 GMT+2
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