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2007/07/25 09:20:00 GMT+2

Novelistas y cuentistas

Mi amigo Gervasio Guzmán tiene un primo –que fue joven petulante y ahora es ya un proyecto de anciano también petulante– que pretende que es novelista.

El problema no está en que nunca haya publicado una novela. La cosa es que nunca ha escrito ninguna.

Se lo dije con sorna la última vez que le oí presentarse como novelista: «Jodé, tío: un novelista es alguien que escribe novelas. O novela, en singular, por lo menos. Pero, que yo sepa, tú no cumples esa condición elemental». Se me enfadó mucho: «¡Estoy en ello! ¡No es tan fácil como crees tú, que no paras de criticar a los novelistas españoles, sin haber hecho nada mejor!»

Su respuesta merecía dos réplicas que me ahorré, porque tampoco es cosa de sulfurarse gratis con estos calores. Pero tratándose de vosotros, me animo a contarlas.

La primera no tiene nada de nueva: he explicado varias veces que, si no escribo una novela, no es porque no tenga editor –yo mismo soy editor–, sino por respeto al género.

No lo digo por modestia, sino por conocimiento de mis limitaciones. Sé que carezco de dos virtudes que son imprescindibles para escribir una novela interesante: no tengo la imaginación necesaria para construir una historia que valga la pena y carezco de las dotes de observación que se precisan para recrear con cierta gracia caracteres, situaciones y ambientes.

Admito, eso sí –porque lo creo–, que conozco el oficio de la escritura, dicho sea en los términos relativos que son de rigor. He insistido a menudo en ello, presentándome no como escritor, sino como escribidor, adjetivo que me parece que podría valer para englobarnos a los artesanos –que no artistas– de la palabra.

Y en tanto que artesano de la palabra, no tengo reparo en afirmar que la práctica totalidad de los (¡y las!) novelistas de esta Hispania fecunda de nuestras amarguras... no sabe escribir con el mínimo decoro que cabe reclamar a quien se pretende profesional de la cosa. Dicho sea como mero dictamen técnico.

Que tampoco sobrevaloro, por cierto. He conocido novelistas técnicamente deficientes, pero con tal habilidad y encanto para contar historias que su desaliño formal resultaba secundario. Mi paisano Pío Baroja, por ejemplo. O, por hablar de alguno más cercano cronológica e ideológicamente: Vázquez Montalbán. No todo el mundo puede ser Valle-Inclán.

Lo rematadamente insufrible es cuando te topas –y es lo más frecuente– con autores que la historia que te cuentan no te interesa un pijo y, para mayor recochineo, te la cuentan fatal.

Esto que voy a escribir ahora no me va a aportar muchos amigos, lo sé, pero he de soltarlo, para no haceros trampa: también me repatea que gente que no es del oficio se empeñe en otorgar certificados de calidad a tales o cuales novelas. «He leído la última novela de Fulanita. Es muy buena.» «¿No has leído lo que acaba de publicar Menganito? ¡Qué gran obra!» Etc.

Si dijeran que les ha gustado mucho, o incluso muchísimo, y hasta que les ha llevado en volandas al séptimo cielo, no tendría nada que objetar. El gusto es un derecho humano de uso individual. Discutible, sin duda –para quien tenga ganas de meterse en esas harinas–, pero derecho. Lo que censuro es el intrusismo. ¿Qué narices hacen repartiendo diplomas de escritura quienes no tienen ni idea de la técnica correspondiente?

Es como si un bodeguero se plantara frente a un puente colgante y soltara: «Está muy bien hecho». Pero ¿qué sabrá él?

Un amigo, experto en un oficio muy especial, me lo señaló hace tiempo refiriéndose a determinadas obras gigantescas y muy conocidas, que no puedo citar directamente para no traicionar la confidencia: «El autor las vende como un prodigio técnico, pero yo puedo decirte que están fabricadas con trampa sobre trampa. Lo que pasa es que las hacemos, y a correr, porque paga bien, aunque sea en dinero negro».

Mi amigo no pretende ser un artista, pero tiene oficio. Y lo que está mal hecho, él sabe que está mal hecho. Y no hay más vueltas que darle.

Lo que me deprime más a mí, que me sé algo de las entretelas del negocio en el que sobrevivo, es la constancia que tengo de que esa porquería que llega a las librerías ni siquiera es lo que el autor o autora escribió, sino lo que ha resultado después de pasar por las manos de un corrector de estilo.

A lo largo de mi vida profesional, como editor y corrector que he sido –también de algunas de las plumas más renombradas de la literatura española–, me ha tocado lidiar con originales que daba grima verlos.  Poetas. Novelistas. Académicos. Quizá algún día me cabree todavía más y lo cuente.

Ahora, eso sí: luego los he visto firmando sin parar en sus casetas de la Feria del Libro.

Cuentistas que ejercen de novelistas.

Pero perdónenme los cuentistas de verdad.

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Aniversario.– Casi me olvido: hoy se cumplen siete años del inicio de este rollo diario. Es difícil hacer las cuentas, porque hubo algo así como tres días en los que me falló el servidor, cual si fuera la electricidad de Barcelona, y hubo un día en el que no escribí, porque mi madre tuvo la desagradable ocurrencia de morirse, y también hay que contar con que algunos otros días no he escrito un apunte, sino dos o tres. Pero, bueno, estamos hablando en todo caso de más de 2.500 artículos. Otros defectos se me podrán discutir, pero el de la pesadez, no.

Escrito por: ortiz.2007/07/25 09:20:00 GMT+2
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