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2007/07/23 06:40:00 GMT+2

Ciberpintxos

Soy un pésimo ladrón. De crío creí que podía arreglármelas para robar algunas cosas con cierta habilidad. Libros, mayormente. Cuando estuve en París, en 1964 –tenía 16 años y todavía me extraña que mi padre, que era como era, me permitiera esa escapada–, me forré a robar libros. Ahora me avergüenzo de ello, porque mis víctimas fueron los editores y las librerías que menos se merecían el expolio: François Maspéro y La Joie de Lire, sobre todo.

De regreso a San Sebastián, creí que podía seguir desarrollando esa discutible habilidad. Pero un día en el que la ambición superó mi prudencia y traté de agenciarme la versión grande del DRAE, fui descubierto y cogido por el cuello a la salida de la librería. Pasé una vergüenza tan descomunal que el suceso me marcó para siempre, demostrando que no es del todo falso eso de que «la letra con sangre entra».

Aquel malhadado día decidí que no me compensaba robar. No por principios (a algunos magnates los dejaría con una mano delante y otra detrás, si pudiera hacerlo sin riesgo), sino por finales.

En tanto que donostiarra, uno de los castigos más terribles que me planteó mi decisión de no volver a robar fue el de tener que declarar honradamente el número de banderillas (o pintxos, que decimos nosotros) consumidas en la barra de los bares. La costumbre local es que uno va cogiendo los pintxos que le apetece, sin consulta previa con los empleados del bar, y luego se retrata a la hora de pagar: «Pues ha sido una caña, dos gildas, una de txatka y otra de gamba con gabardina». Y si ha sido eso, pues bien, pero si ha sido eso y tres más, já, que te lo demuestren.

Ya. Pero, ¿y si te lo demuestran, o si te lo echan en cara diciendo que de eso nada, aunque no apelen a ningún notario?

Víctima de este proceso mío de honradez inducida, empecé a declarar siempre la verdad. Con lo cual me ha tocado pagar siempre en los bares y tascas de Donosti unas facturas de cágate lorito.

Mis amigos bareros me lo han explicado una y otra vez del mismo modo: es que en el precio que pagamos lo que pagamos va incluido el precio de lo que no pagan los que no pagan.

–Pues vaya la gracia –respondo–. Justos por pecadores, se llama eso, ¿no?

Aunque lo cierto es que lo que pagamos los justos por culpa de los pecadores tiene todas las trazas de exceder el pecado, porque el gremio de las tascas de la Parte Vieja donostiarra no parece estar a punto de fenecer por inanición.

En informática está pasando tres cuartos de lo mismo.

Acaban de hacer una redada en la que han pillado a unos cuantos habilidosos que pirateaban toda suerte de programas de software y vendían las copias piratas, con sus correspondientes contraseñas, a precios muy accesibles, en un solo DVD. Yo no tengo ninguna vocación de pirata y, por mi gusto, pagaría hasta el último céntimo por todos los programas informáticos que necesito o que me viene bien utilizar. Pero la mayoría de ellos tienen precios inaccesibles para quienes no formamos parte de la oligarquía financiero-terrateniente.

Hablas con los que viven en el Olimpo de la industria informática, les das cuenta del problema y te proporcionan invariablemente la misma respuesta:

–No tenemos más remedio que poner esos precios, porque hemos que compensar las pérdidas que nos acarrea el pirateo.

Pero les ves el tren de vida que llevan y piensas que todo indica que compensan las pérdidas más que de sobra.

Así que estamos en el reino del ciberpintxo. El que paga, paga el doble, si es que no el triple. Y el que roba tiene el argumento bien a mano: quien roba a un ladrón…

De todos modos, hay un caso que a mí me trae por la calle de la amargura. De la amargura ética, quiero decir. Así como los problemas que el pirateo informático pueda acarrear a Bill Gates me dejan no ya frío, sino helado, me inquietan las dificultades que tiene que acarrear el pirateo a quienes fabrican mercancías selectas, minoritarias y de alta calidad, como la Enciclopedia Británica. El nivel de excelencia que tiene ese producto –excelso, en mi criterio– sólo puede mantenerse si la empresa que lo fabrica, y lo actualiza sin cesar, cuenta con los medios necesarios para pagar a los mejores especialistas en cada asunto de los que abarca (que son todos, prácticamente). ¿Y cómo los va a pagar, si los usuarios nos dedicamos a piratear la obra?

Cambio de tercio sin cambiar de idea: si pirateo los discos de Patty Griffin –digo, es un decir–, en lugar de comprarlos en la tienda, hago la puñeta al sello discográfico, bien, pero eso es lo de menos, al menos para mí. Lo que me preocupa va por otro lado: ¿no estoy contribuyendo a que Griffin se vea en dificultades para seguir creando?

Con lo cual, al final, y rumiando todas estas consideraciones, me voy a la tienda y compro el disco. Incluso siendo consciente de que de mi compra Griffin obtendrá un porcentaje mínimo, porque casi todo se lo llevarán todos los demás.

Porca miseria.

Escrito por: ortiz.2007/07/23 06:40:00 GMT+2
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