[Del 18 al 24 de febrero de 2005]

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Martín Villa

(Jueves 24 de febrero de 2005)

 

 

Varios lectores me han escrito para reprocharme haber atribuido a Martín Villa la responsabilidad suprema de la matanza policial de Vitoria, el 3 de marzo de 1976. Ninguno de quienes me escriben pretende que Martín Villa esté libre de culpa por actuaciones policiales con resultados sangrientos durante la Transición, incluyendo episodios de guerra sucia –el atentado contra Antonio Cubillo entre ellos–, pero recuerdan que en marzo de 1976 Martín Villa no era ministro de Interior (de Gobernación, que se decía entonces) sino de Relaciones Sindicales. El ministro de Gobernación era Fraga.

Eso es cierto. Pero también lo es que Martín Villa, en tanto que ministro encargado de los asuntos obreros, estuvo implicado hasta el cuello en aquel suceso represivo, nacido precisamente de una muy importante movilización obrera. Su papel protagonista en  lo  sucedido está documentado –fue encargado por el presidente del Ejecutivo, Arias Navarro, para que asumiera in situ la acción del Gobierno durante la crisis– e incluso él mismo ha comentado alguna vez con vivo desagrado cómo fue abucheado e insultado en Vitoria por los familiares de las víctimas. Fraga se las arregló para significarse menos de cara al público.

Martín Villa, encargado por entonces de tratar de meter en cintura a un movimiento obrero crecientemente díscolo, tuvo durante esos meses (de finales de 1975 al verano de 1976) una estrecha relación con las fuerzas policiales, cuya dirección directa asumió en el Gobierno que se formó el 5 de julio de 1975. Inmediatamente después de tomar en sus manos la cartera de Gobernación, volvieron a producirse actuaciones policiales a tiro limpio contra manifestantes.

Ése es el personaje (segundo por la derecha en la foto superior) que Polanco ha puesto al frente de Sogecable.

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«Sin complejos»

(Miércoles 23 de febrero de 2005)

Cada vez que oigo a alguien que inicia la manifestación de una idea política anunciando que la va a expresar «sin complejos», me temo lo peor.

Y con razón, vista la experiencia.

De manera invariable, la gente que proclama que va a hablar «sin complejos» lo hace porque tiene conciencia de que la posición que se dispone a defender va a resultar chocante. Y no por cualquier concepto, sino por derechista, en concreto. En efecto, la moda de expresarse «sin complejos» la instauraron los gobernantes del PP en su último tramo de mandato, cuando lo mismo afirmaban «sin complejos» su apoyo incondicional a la Guerra de Irak que daban cuenta de su negativa «sin complejos» a pedir responsabilidades al Gobierno de Washington por la muerte violenta de José Couso que se negaban «sin complejos» a admitir la posibilidad de que en las comisarías y cuartelillos de España se torturara que se declaraban «sin complejos» partidarios de expulsar del país sin mayor protocolo a cuanto inmigrante mal documentado se toparan... Todo «sin complejos».

Supongo que se referirán a un hipotético complejo de culpabilidad. Mal hecho: en el poco verosímil caso de que se sintieran culpables, no sería el resultado de ningún complejo, sino el fruto de un momento de lucidez.

Los defensores del grupo Sogecable –la división audiovisual del emporio de Jesús Polanco– han decidido asumir «sin complejos» que la empresa de sus devociones tenga de presidente ni más ni menos que a Rodolfo Martín Villa. Ellos son todo lo progres que haga falta, pero su mascarón de proa es un ex ministro franquista que carga sobre sus espaldas con la responsabilidad suprema de la matanza policial de Vitoria de 1976 y de muchos, muchísimos otros actos contra las libertades individuales y colectivas perpetrados durante la Transición. El mismo ex franquista nunca arrepentido que, ya como jefe de Cepsa, ayudó a lo más reaccionario y corrupto del Cono Sur para expandir sus dudosos negocios. El mismo al que el PP puso como gestor de la barbaridad del Prestige para sacarle la cara.

Pues nada: la gente de Prisa no sólo no se avergüenza de haber colocado a un tipejo como ése en la tribuna principal de sus negocios, sino que incluso lo presenta como la prueba viviente de su falta de sectarismo: si serán liberales ellos, que no tienen empacho en tener de jefe a un ultraderechista convicto y confeso.

Ayer lo vi pidiendo al Gobierno –«sin complejos», claro– que autorice a Canal Plus la emisión de todos sus programas en abierto.

«¿En abierto? ¡En descarado!», pensé.

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El Comité de Sabios

(Martes 22 de febrero de 2005)

Vaya por delante que no he leído los más de doscientos folios del informe entregado al Gobierno por el (mal) llamado Comité de sabios que el propio Ejecutivo nombró para que elaborara una propuesta de reforma de los medios informativos que dependen de él (RTVE y la Agencia Efe). Me he conformado con leer los resúmenes que han hecho los distintos diarios, poniendo especial interés en la presentación elaborada por el medio más favorable (más favorable a todo: al informe, al Comité y al Gobierno), que es El País,  y en la que proporciona el periódico más hostil (en este caso también a todo), que es El Mundo. 

Dije ya en su momento que no me gustaba el tal Comité. Primero, porque no tenía el carácter independiente que se le atribuía. Victoria Camps, que fue senadora socialista, sigue desenvolviéndose en esa órbita, lo que hacía desaconsejable su designación. El caso de Fernando Savater era todavía más claro, porque trabaja para Jesús Polanco, cuyo grupo de empresas tiene intereses directísimos en el mundo audiovisual. Frente a la presencia de estas dos personas tan tituladas en filosofía como caracterizadas en política, en el Comité sólo había un catedrático experto en la materia y un periodista, que para más inri ha votado en contra del informe final. A cambio, contaba con dos miembros –uno de ellos designado presidente– que declararon con total tranquilidad que ni siquiera tenían televisor en su casa.  

Por lo que leo, las recomendaciones que ha suscrito el Comité –que presentan algunos aspectos positivos, otros altamente discutibles y varios directamente inaceptables– están formuladas en términos tan genéricos e inconcretos que el Gobierno, cuando se decida a darles forma de ley –para lo cual no se ha fijado ningún plazo–, podrá hacer con ellas lo que le dé la gana. No definen un modelo de auténtico servicio público y siguen aceptando que la televisión del Estado compita con las cadenas privadas en la captación de publicidad, lo que le obliga a establecer una programación similar a la de las demás cadenas. Tampoco veo que aborden seriamente uno de los factores que más contribuyen al endeudamiento constante de TVE, cual es la compra de programas a productoras privadas, cuando el propio Ente cuenta con medios humanos y materiales más que suficientes para elaborar toda la programación por sí misma.

Prometo que, de encararse en algún momento con seriedad la plasmación práctica de las conclusiones del Comité mencionado, me enfrascaré en la lectura detallada del informe en el que las han dejado escritas. Entretanto, y mientras se mantengan en el limbo en el que ya las han situado, me conformaré con esto poco que he dicho.

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No ha habido quórum

(Lunes 21 de febrero de 2005)

El Gobierno considera que el respaldo que obtuvo en el referéndum de ayer, que se reduce a un tercio del censo –el 76,7% del 42%–, representa «una mayoría suficiente». 

Ignoro por qué misteriosas razones le parecerá suficiente. A cambio, me consta que no es mayoría.

Para hablar de mayoría, aquí y en Tegucigalpa, se requiere contar con la mitad más uno. Y un tercio, ciertamente, es mucho menos que eso.

En las votaciones serias, cuando no hacen acto de presencia dos de cada tres inscritos, se dictamina que no hay quórum y, en consecuencia, el acto se da por nulo.

Cabe especular hasta la extenuación –se hace desde ayer a las 20:00– sobre por qué la aplastante mayoría del electorado ha hecho esta vez pito caso de las consignas de los partidos mayoritarios y no se ha presentado en los colegios electorales. Vengo diciendo desde el 15 de junio de 1977 –desde el mismo día que Enrique Tierno Galván afirmó que su partido, el PSP, había obtenido pocos votos, pero «de gran calidad»–, que los sufragios no se interpretan; se suman. Cada cual puede conferirles el sentido que tenga a bien, pero da igual, porque todos son incomprobables.

Me aplico el cuento a mí mismo (porque supongo que algo querrá decir que en donde más fuerza ha tenido el «No» haya sido en Euskadi, en Cataluña y en Madrid) y renuncio a especular con los resultados. Me limito a constatar lo incontestable: que ellos han pedido que el electorado respalde un Tratado que les parece muy bien y que la aplastante mayoría les ha dado la espalda, sea negándose a responderles (súmense ahí la abstención, los votos en blanco y los nulos) sea diciéndoles lisa y llanamente que no.

¿Que les da igual? ¿Que van a hacer de todas las maneras lo que les venga en gana? ¿Que son capaces de volver negro lo blanco y afirmar con toda la jeta que se sienten respaldados? Ya. Y que conste que me fastidia a base de bien que así sea.

Ayer, en el programa especial que Radio Euskadi dedicó al referéndum, tras oír las declaraciones de una portavoz de Javier Solana (que, por cierto, hablaba con un acento digno de estudio, porque a veces parecía inglés, a veces alemán y a veces francés), afirmé que, una vez constatado que lo único que parecía importarles era la participación, me arrepentía de haber acudido a votar.

Ahora, ya después de madurar algo más lo sucedido, me reafirmo: deberíamos habernos abstenido todos. Si nada de lo que votemos o dejemos de votar les importa, ¿para qué darles satisfacción votando?

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Ese misterio que llamamos gente

(Domingo 20 de febrero de 2005)

He conversado sobre el referéndum de hoy con personas de suerte y condición muy diversas. He comprobado que, teniendo en cuenta argumentos similares a los que me han servido a mí para forjarme un criterio, cabe llegar a conclusiones que no tienen nada que ver, ni entre sí ni con la mía. A partir de preocupaciones y con intenciones parejas a las que yo he explicitado en las últimas semanas, hay quien hoy optará por la abstención, quien votará «no», quien votará en blanco y quien votará «sí». La única opción que nadie me ha argumentado –aunque supongo que no faltará quien lo haga– es el voto nulo.

Me pregunto si esta disparidad no se deberá a que a la hora de hacer una elección política a todos nos influyen sentimientos y querencias que no sacamos a relucir cuando analizamos los asuntos en liza porque ni siquiera somos conscientes del papel que juegan en la determinación final de nuestra actitud. Por ejemplo: me he dado cuenta de que yo siento una especie de inclinación natural hacia la abstención. ¿Será porque me hace sentirme menos comprometido con el sistema? No sé; lo consultaré con mi psicoanalista. (Aunque para ello deberé empezar por tener uno, y no sé si puedo permitirme un dispendio como ése).

El caso es que, del mismo modo que aliento sospechas hacia mí mismo, desconfío de las pulsiones del resto del personal. No sólo no acierto a menudo a atisbar por qué hay gente que vota lo que vota, sino que me temo que ella misma tampoco lo sepa muy bien. Y no me refiero sólo a los sectores más primarios de la población, capaces de dejarse vencer por una sonrisa fascinante, una labia de primera o un aplomo de aires paternales y tranquilizadores, sino también a aquellos que se supone –o que suponen– que están más en el secreto y controlan los arcanos más recónditos de la política.

Examinadas las personas una a una, el comportamiento humano es insondable. Por fortuna, a los que nos dedicamos a estudiar estas cosas nos toca evaluar las tendencias colectivas, que sólo se perfilan una vez que cada acción individual se ve desprovista de lo que tiene de propia e irreductible.

Gracias a lo cual, podemos vernos más o menos a salvo de esa interminable suma de misterios que es la gente.

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Las dos Españas

(Sábado 19 de febrero de 2005)

Ya se sabe que hay dos Españas para todo, y no sólo las de Machado. Por haber, hay incluso las dos Españas del «¡Viva España!» y el «¡Abajo España!», y la España de quienes se la toman muy a pecho y la de quienes se limitan a constatar distraídamente que nacieron en ella porque sus padres pasaban por allí.

Hoy tomo prestada a Felipe González su gracieta y reparo en la existencia de una España pública y otra España publicada.

Según me he levantado de la cama y he ingerido el café correspondiente, me he puesto a ojear la Prensa del día. Todos los periódicos importantes (y la práctica totalidad de los de medio pelo en los que he reparado) hacen campaña en pro del sí en el referéndum de mañana. Las cadenas de televisión y de radio tampoco han mostrado ninguna debilidad al respecto, hasta el punto de que en algunas de financiación pública los curritos han llegado a mosquearse y han retirado su firma a determinadas crónicas de subido partidismo inducido.

Cualquier observador poco experto que pasara hoy por estos pagos y tratara de deducir las inclinaciones políticas de la ciudadanía a partir de lo que reflejan los medios de Prensa, concluiría sin vacilar que el «sí» va a arrasar en el referéndum de mañana. Le valdría con mirar el título de los editoriales de los principales periódicos, incluidos los más rivales. «Por el “Sí”», reza el de El País. «Un “Sí” al avance de Europa», reclama el de El Mundo. Y los demás, a su zaga.

Sin embargo, casi todos sospechamos que, pidan lo que pidan los grandes medios de comunicación y los principales partidos políticos, una parte muy sustancial del electorado español va a hacer mañana cualquiera de las dos cosas que le reclaman sin parar que no haga: abstenerse o votar «No». De hecho, el temor principal del establishment español es en este momento que los síes que se depositen en las urnas dentro de escasas horas sean menos numerosos que las abstenciones y los votos negativos.

Tengo amigos muy amigos que se declaran preocupados por esa posibilidad y por el riesgo de que, si el referéndum de mañana se convierte en un fiasco para quienes lo han organizado, España se convierta en un referente del antieuropeismo. Yo les respondo que España ha sido en los últimos años un ejemplo acabado de un europeísmo ignorante, temeroso y, en no poca medida, papanatas. Ignorante, porque defendía la idea de «Europa» como un fetiche, sin conciencia precisa del modelo que en cada momento se estaba siguiendo para promover la construcción europea. Temeroso, porque buscaba el abrigo de «Europa» frente a los peligros del involucionismo franquista, sin darse cuenta de que el franquismo, como tal –no el reaccionarismo ultra, perfectamente viable dentro de la Unión Europea actual–, es ya una mera reliquia del pasado, sin posibilidades de volver a cuajar. Y papanatas, porque piensa en «Europa» como en una especie de nuevo Eldorado, sin asumir que ya no estamos refiriéndonos a la Europa privilegiada de hace unos años sino a una Europa en la que van a cobrar cada vez más peso cuantitativo y cualitativo poblaciones desprovistas de tradición democrática, en las que la barbarie de Bush cuenta con gran predicamento y víctimas de realidades económicas poco estructuradas y muy necesitadas.

La batalla que tenemos planteada no enfrenta a europeístas y antieuropeístas. Esa polémica está ya más que superada. Quienes disputamos ahora somos, de un lado, los partidarios de una Europa dispuesta a caminar hacia metas de más independencia, más poder y más rigor frente a la Gran Potencia que queda, y, del otro, los que se conforman con una Europa light, pusilánime, ensimismada en sus asuntos de aranceles, velos en las escuelas y tipos de interés hipotecario.

Con relación a esa gran disputa, el referéndum español de mañana no es más que una anécdota. Pero conviene ir tomando posiciones. Y que quienes tratan de darnos gato por liebre vean que por lo menos algunos nos hemos dado cuenta de la estafa.

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No votar o votar no

(Viernes 18 de febrero de 2005)

«Hay que votar, y hay que votar sí...». El presidente del Gobierno vuelve una y otra vez sobre ambas consignas cada vez que se dirige a la población en estas horas previas al referéndum sobre el Tratado que establece la llamada «Constitución Europea». Lo mismo hace el máximo dirigente del PP, aunque tal vez con un punto de rotundidad algo menor.

Los dos saben que ambas actitudes ciudadanas –la abstención y el voto negativo– resultan igual de nocivas para su modo de hacer política en el escenario europeo.

Igual de nocivas, aunque cada una a su modo.

La abstención puede llegar por diversas vías. Puede provenir del desinterés por la política, en general. O por la política institucional, más en concreto. O por la política que se hace en la UE, aún más específicamente. También puede ser fruto de la decisión consciente de un sector del electorado, que opta por no responder a una pregunta que considera mal planteada y enmarcada en una campaña tramposa, que finge dar una gran importancia a su opinión en un asunto que, de hecho, ha sido ya decidido sin contar con él.

Si la abstención –en cualquiera de sus formas, imposibles de discernir– alcanza el domingo muy elevadas cotas, los defensores del «Sí» se sentirán desautorizados. Y con razón. ¿Les hará eso ver que se están pasando mucho en la práctica de guisarse y comerse por su cuenta el potaje comunitario? Es una posibilidad. Una posibilidad interesante, dicho sea de paso.

El voto negativo tiene en parte menos fuerza que la abstención, en la medida en que satisface la mitad del deseo de los convocantes del referéndum («Hay que votar»), pero la recupera gracias a su superior valor militante. Es menos equívoco. De registrarse una tasa importante de noes, los dos partidos que se alternan en La Moncloa, y con ellos el continente entero, tendrían que admitir que una estimable parte de la población de por aquí no se pone fácilmente en columna de a dos, marchen.

Dado que el resultado del referéndum del domingo no tiene más fuerza vinculante que la meramente moral –y ésa sólo en la medida en que los gobernantes quieran concedérsela–, huelgan por entero las amenazas catastrofistas que están manejando en estas últimas horas con la obvia intención de intimidar a la ciudadanía. Si las urnas les dan un bofetón, nada se hundirá en los abismos. Sencillamente, tendrán que encajarlo. Y deducir que ya les vale de hacer las cosas así y tomar nota de que su hábito de gobernar para el pueblo –supuestamente para el pueblo– pero sin el pueblo despierta cada vez menos simpatías.

Su problema es que hace ya demasiado tiempo que se han olvidado de que democracia significa gobierno del pueblo. Del pueblo. Esto de que sean unos pocos los que lo deciden todo y sólo se acuerdan de la ciudadanía para pedirle su aplauso final tiene otro nombre, también muy histórico: se llama oligarquía.

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