Los tres clavos de Ana Palacio

Alberto Piris
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Desde comienzos de la transición política española, todo ministro de Asuntos Exteriores ha tenido que caminar sufriendo en sus zapatos los efectos de tres molestos clavos. Tienen nombres propios: Gibraltar, Marruecos y Sahara Occidental.

 

Los dos primeros son herencia de la Historia. El tercero nació con la transición. Los tres parecen impedir que la política exterior española se mueva con la agilidad, la iniciativa y la firmeza que serían deseables para un país que no se conforma con estar en uno de los últimos puestos de la nueva Europa.

 

Agilidad, iniciativa y firmeza que tampoco parecen ser cualidades personales que adornen, en grado deseable, a la actual titular de la cartera. Con ese molesto lastre, la política exterior española busca éxitos en otros campos, a veces con fines simplemente electorales. Así, de muy poco sirve participar militarmente en misiones de pacificación balcánica o afgana, o en patrullas navales por los mares de Oriente; contribuir a las bases teóricas de la nueva Europa; organizar y participar en evanescentes conferencias con los dirigentes de los países latinoamericanos; apoyar incondicionalmente los delirios bélicos de la Casa Blanca y otras aventuras en escenarios foráneos, mientras sigan sin ser resueltos los tres principales retos que obstaculizan la necesaria fluidez de la presencia de España en su propio espacio geoestratégico.

 

Si en La Habana se dice que Guantánamo es la espina clavada en el costado de la hermana Cuba, Gibraltar es lo mismo en España. Por mucha retórica anticolonialista que desde Madrid se airee de cuando en cuando ("última colonia europea", "colonización de un país europeo por otro"), la población gibraltareña sigue estando allí, no da su brazo a torcer y prefiere seguir conservando su propio statu quo. Pero hay otra cuestión. Si se levanta la tapa de la olla gibraltareña, pueden surgir peligrosas amenazas. A pesar de las notables diferencias jurídicas e históricas que existen entre el caso gibraltareño y la situación de Ceuta y Melilla, no todas las cancillerías del mundo se esfuerzan por entenderlas. La reintegración de Gibraltar a España podría producir perniciosos efectos secundarios en las dos ciudades hispanoafricanas.

 

Es también retórica la vieja frase acuñada de que "España y Marruecos están condenados a entenderse", pensando que ese entendimiento surgirá de la nada por la acción de un ignoto imperativo supremo. A lo largo de su historia ambos países se han entendido, por lo general, mediante la guerra. También la retórica ha jugado su papel, aludiendo a unos imaginarios lazos de hermandad entre ambos monarcas, que ahora serían de tío a sobrino. Entre una democracia como la española, por imperfecta que sea todavía, y la irreformable autocracia alauita, no puede haber muchos lazos. Aunque Rabat tenga línea directa con Washington, donde nunca se han cuestionado las relaciones con dictaduras impresentables, siempre que apoyen los intereses de EEUU. Del mismo modo que los intereses económicos españoles en Marruecos, que explotan su barata mano de obra, miran púdicamente hacia otro lado para evitar ver la realidad del vecino país: hambre, emigración, corrupción, desprecio a los derechos humanos y, en consecuencia, el habitual peligro de un auge islamista que suele aparecer en tales circunstancias.

La población saharaui, expulsada violentamente de su territorio por la ocupación marroquí, ante la pasividad culpable de la España de 1975-76, tiene un hueco inamovible en el corazón de la mayoría de los españoles. Este tercer clavo en los zapatos de Ana Palacio es el que más duele estos días. Por dos motivos: España es ahora miembro con derecho a voto en el Consejo de Seguridad y la cuestión saharaui vuelve a recabar la atención de la ONU. La capacidad de engaño y mixtificación de la organización internacional, al menos en lo que al Sahara se refiere, se puso ya de manifiesto en la torpe actuación de aquel secretario general que fue Pérez de Cuéllar. Ni el Consejo de Seguridad es un órgano incorruptible ni sus decisiones se ajustan siempre a la justicia y la ética. Pero hacen ley internacional y su incumplimiento es sancionable (no siempre: véase Israel).

En todo caso, también esta cuestión repercute en las demás. Marruecos, ejerciendo esa agilidad, iniciativa y firmeza que tanto se echa de menos en nuestra política exterior, ha decidido no devolver el Sahara Occidental a sus legítimos poseedores. Así lo manifiesta oficialmente, haciendo mofa abierta de las resoluciones del Consejo de Seguridad. España se refugia en una pusilánime posición simplemente legalista y de mínimo esfuerzo: "se apoyará lo que decida la ONU". A sabiendas de que el Consejo de Seguridad puede sancionar la suprema injusticia de desposeer al sufrido pueblo saharaui de las tierras que le pertenecen, sacrificando sus legítimos intereses a una pretendida estabilidad en el Magreb y a las inversiones capitalistas que allí prosperan.Con esos tres clavos en los zapatos es más que evidente que España no puede moverse con mucha soltura por las avenidas internacionales.
 

* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)

 

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