¿Justicia o guerra?

Alberto Piris*

Superada en parte la ofuscación que produjo en un principio el salvaje atentado terrorista contra EEUU, hora es de preguntarse, con más desapasionamiento, sobre algunos aspectos preocupantes de sus consecuencias.

Lo primero que causa perplejidad es la prisa de las autoridades norteamericanas en manifestar que, con el ataque terrorista, había comenzado una nueva guerra. Por lo general, una acción terrorista, sea cualquiera su magnitud, entra dentro del ámbito de la Justicia, como delito que es, y no en el campo de las actividades bélicas. El paralelismo que forzadamente se quiso buscar entre el ataque japonés a Pearl Harbor y los atentados contra Washington y Nueva York se deshizo en cuanto se prestó un poco de atención a las circunstancias históricas. Con su incursión contra la base naval estadounidense en 1941, Japón procedió a declarar la guerra a EEUU aunque violó una práctica internacional hasta entonces admitida: la declaración formal de guerra. No fue, de ningún modo, un acto de terrorismo, sino el comienzo de las hostilidades entre dos estados.

Recurriendo a la justicia y no a la guerra, las instituciones legales internacionales, una vez probada la culpabilidad de Bin Laden y sus secuaces, hubieran apoyado sin duda los esfuerzos de EEUU para detenerlos y juzgarlos, utilizando la fuerza que fuese necesaria, incluso militar. En tal caso, el recurso a la violencia bélica no sería sino un auxiliar de la justicia, algo así como una superpolicía provista de medios coercitivos más violentos y contundentes que lo habitual. Algo parecido a la operación de Panamá contra el general Noriega en 1990, si hubiese sido previamente aprobada y legitimada por Naciones Unidas.

Es forzoso estar de acuerdo con el régimen de Kabul, por muy rechazables que puedan ser sus actividades, cuando en respuesta al ultimátum del presidente Bush contestó: "Muéstrennos las pruebas de la culpabilidad de Bin Laden y se lo entregaremos". Con independencia de que éste fuese o no su verdadero propósito, no hay duda de que su respuesta se ajusta a la más simple lógica jurídica.

¿Por qué EEUU ha ignorado desde el principio la vía de las instancias del derecho internacional para resarcirse del daño sufrido? Se puede aventurar una respuesta, a la luz de la postura adoptada por Washington en anteriores cuestiones, como la creación y las atribuciones del Tribunal Penal Internacional. De aceptar un planteamiento conforme a la legislación internacional, EEUU estaría legitimando un procedimiento que, en el futuro, podría volverse contra los actos de terrorismo que ha apoyado en el pasado y los que pudiera utilizar a partir de ahora. Sin ir más lejos, Nicaragua podría exigir la extradición del actual embajador de EEUU en la ONU, quien, durante su actividad como embajador en Honduras, apoyó y financió el terrorismo contra el Gobierno legítimo de Managua. Respaldó entonces una actividad terrorista por la que EEUU fue condenado por el Tribunal de La Haya y por el Consejo de Seguridad, donde para protegerse tuvo que recurrir a su derecho de veto.

También, como ha recordado recientemente Noam Chomsky, la India podría exigir a EEUU la entrega de Warren Anderson, que en 1984 era el presidente de Union Carbide, para ser juzgado por su responsabilidad cuando una emisión de gas tóxico en Bhopal produjo más de 16.000 muertos. No se trata de terrorismo, evidentemente, pero sí de una presumible negligencia causante de un número de muertes que casi triplica las del atentado del 11 de septiembre.

De ahí que la Administración norteamericana prefiera recurrir al término guerra, de más difusa definición, y eluda referirse a la justicia, por más que destacadas personalidades internacionales hayan calificado el ataque terrorista como un "crimen contra la humanidad". Además, al definirlo como una agresión externa puede requerir en su favor los recursos de la Alianza Atlántica, tanto diplomáticos como militares y, blandiendo la amenaza de guerra, crear en su población un estado emocional favorable en asuntos de política interior.

Por el contrario, de aceptarse que el ataque terrorista fuera un delito, sería preciso seguir los pasos habituales de la justicia, como la exigencia de pruebas y la garantía de que solo serán castigados los que han contribuido a su perpetración, y no, como está sucediendo ya ahora, un pueblo inocente, el afgano, que se abalanza hambriento contra la frontera paquistaní huyendo de las previsibles represalias contra Bin Laden.

Al escribirse estas líneas, sigue llamando negativamente la atención el secreto que rodea a las presuntas pruebas que demuestran la implicación del fundamentalista saudí y sus fieles seguidores. ¿Por qué no se hacen públicas ya? Si, como se ha dicho abundantemente, estamos defendiendo a las democracias contra el ataque de los fanatismos opresores, no es lógico tener que seguir ejerciendo actos de fe para creer en algo que desconocemos, sólo porque nuestros gobernantes así nos lo pidan. Una larga y penosa tradición de mentiras y engaños oficiales obliga a los pueblos a exigir más claridad en estas cuestiones. El fantasma de la lucha contra el terrorismo no debería minar las bases de la democracia.

 

* General de Artillería en la Reserva. Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)

 

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