«Liberación», frustrada y frustrante
Escribí este artículo para la revista Archipiélago en 1993. Lo reproduje dos
años más tarde en mi libro Jamaica o Muerte, en el que incluí algunas conferencias, ensayos,
artículos y cosas sueltas. Estaba convencido de que lo había retomado también
para este espacio de la Red pero, al solicitármelo como material de consulta una
persona que está haciendo un trabajo académico al respecto, me di cuenta de que
lo había dejado en el olvido. Así que lo rescato. Ahora que vuelve a hablarse
de la necesidad de sacar adelante alguna revista o periódico alternativo de
amplia difusión, quizá las reflexiones que aquí se incluyen no sobren del todo.
No participé en la gestación del proyecto de Liberación. En
realidad, yo no formaba parte de ninguna de las «familias» que lo pusieron en
marcha. Con Liberación me pasó lo mismo que años después me ocurriría
con El Mundo: que llegué cuando ya casi todo estaba decidido, a un tiro
de piedra de la salida a la calle del diario y sin conocer a casi ninguno de
los promotores de la aventura. Recuerdo que por aquella poca yo circulaba por
la vida con un ojo tapado, a lo Moshé Dayan, fruto del hábil autolanzamiento de
un chorro de tricloretileno a la retina del órgano en cuestión. Doy cuenta de
ello porque, consideradas las cosas a distancia y con cierto sentido del humor,
lo disminuido de mi visión puede ayudarme a justificar lo poco que me enteré de
los sucesivos mares de fondo que agitaron aquella empresa. Pero no hay mal que
por bien no venga: gracias a esa semi ceguera mía, actué entonces más libre y
desprejuiciadamente. Y también gracias a ella puedo ahora analizar lo que
ocurrió sin entrar ni salir en la disección de unas conspiraciones de las que
supe poco en su momento –así el rocambolesco episodio del viaje de dos
directivos del periódico a Libia en solicitud de dinero, viaje del que no me
enteré hasta mucho después de cerrado el diario–, que, hechas las cuentas, no
me parecen esenciales para la comprensión de lo ocurrido.
Las líneas que siguen aspiran a ser un balance crítico de aquella
experiencia, frustrada y frustrante, realizado a la luz no tanto de lo que
entonces vi claro –que fue muy poco, como he dejado dicho–, sino de lo que
luego, con más serenidad y conocimiento de materia, he podido concluir.
Liberación salió mal porque no podía salir bien. Estaba mal concebido. (Nota bene: me ahorraré a partir de ahora,
y ahorraré a los lectores y lectoras expresiones tales como «en mi opinión», «a
mi juicio», «según creo», etc. Por supuesto que lo que expreso es mi punto de
vista. ¿El de quién, si no?)
Liberación, digo, estaba mal
planteado en lo fundamental. Su primer gran error, y aquel que en último
término acabó por ser el definitivo, radicó en su estructura empresarial. La
estructura empresarial de Liberación fue errónea, tanto cuantitativa
como cualitativamente.
Cuantitativamente, porque fue penosamente rudimentaria. Tal como me
tocó escribir en el editorial del último número, quisimos meternos a combatir
en un mundo de piratas con una pobre barquichuela y sin contar con casi nadie
que supiera de las (malas) artes de la piratería. De todas las piraterías del ramo.
Tratábamos de asentarnos en el mercado llegando a vender unos 30.000
ejemplares. Ésa fue también, por sobre poco más o menos, la primera intención
de El Mundo. Pues bien, cualquier intento de comparar la estructura
empresarial con que El Mundo inició su andadura y la que puso en pie Liberación
produce sonrojo.
Con tan pobres pertrechos es sencillamente imposible que una empresa
funcione. Y pronto pudimos comprobarlo.
Podría objetarse que la escasa estructura empresarial no fue sino el
resultado del poco capital con el que se contaba. Pero eso no es cierto. Sí lo
es, por supuesto, que había muy poco dinero. Lo erróneo es pretender que fuera
la escasez de capital la razón fundamental de la enorme debilidad del tinglado
empresarial.
Sencillamente, se prefirió dedicar el poco dinero que había a otras
cosas.
Un periódico no puede sobrevivir –entonces lo intuí, ahora lo sé– si
no cuenta con una administración eficaz y rigurosa, si no tiene un departamento
de publicidad potente, experto, imaginativo y tenaz, si no posee medios de
impresión fiables –en los dos sentidos de la palabra: que impriman
correctamente y que estén manos de gente que quiera realmente ayudarte–, y si
no integra un departamento de distribución capaz de hacer llegar el diario a
los puntos de venta a la hora adecuada y de controlar las ventas que realmente
se producen.
Liberación no tuvo nada de eso.
La administración de Liberación fue un desastre. Estaba
condenada a serlo, al margen de habilidades o torpezas personales. Le condenaba
a ello su propia concepción de lo que debía ser como empresa, esto es, su modo
de concebir el cooperativismo, como fruto del igualitarismo absoluto y del
asambleísmo.
El igualitarismo absoluto tuvo su principal reflejo en la decisión de
que en la cooperativa de Liberación todo El Mundo ganara lo
mismo. No tiene sentido que en un periódico gane lo mismo el director que el
chaval de los recados, el redactor‑jefe que el redactor de base, el
documentalista que el fotógrafo. Por una razón aplastantemente elemental: porque
en una economía de mercado esos trabajos no valen lo mismo. Y se puede estar en
contra de la economía de mercado, pero no basta con que a uno algo no le guste
para que deje de existir y de operar. Dentro de una economía capitalista, las
leyes del mercado funcionan con independencia de nuestra voluntad. No se puede
instalar una empresa comunista en un mercado capitalista.
No es un problema teórico. Es extremadamente práctico. Para conseguir
que un buen fotógrafo, un buen reportero, un buen plublicitario o un buen
diseñador prefiera tu empresa a otra de la competencia, te ves obligado a
pagarle bien. No necesariamente mejor: puede haber otros estímulos, de tipo
ideológico. Pero tienes que pagarle a un precio semejante al que su trabajo
tiene en el mercado. Pero, si has establecido el principio de que todo El
Mundo debe ganar lo mismo, eso hace obligatorio pagar a quien se encarga de
atender el teléfono o a quien hace de recadista unos sueldos disparatados.
125.000 pesetas mensuales, que fue la cantidad que se señaló para
todos los miembros de la cooperativa de Liberación, representaban en
1984 un sueldo muy digno, pero razonable, para un buen periodista. Para un
periodista recién estrenado, para un montador o para un laborante de
fotografía, eran una barbaridad empresarial: por ese precio se podía contratar
a dos. Además, y como ya dije entonces: si haciendo de redactor de base alguien
gana lo mismo que si ocupa un lugar en el staff de dirección, ¿qué razón le
puede llevar a aceptar las mayores responsabilidades y el mayor trabajo que
entraña asumir un cargo? ¿Cómo distinguir el voluntarismo político de la
ambición y las ganas de figurar? Parece obvio que una situación como ésa era a
la larga insostenible.
En Liberación lo fue a la corta. Porque pronto nos dimos cuenta
de que el núcleo inicial de trabajadores era insuficiente para las necesidades
del periódico, que necesitábamos más gente, pero que no teníamos dinero para
pagar a esa gente lo mismo que cobrábamos los que estábamos. Así que empezó a
contratarse personal a precio de mercado, creando dos categorías internas no en
función del trabajo desarrollado, sino en función de que fueran cooperativistas
o no. Con lo que, tratando de huir de la injusticia capitalista, se fue a caer
de bruces en otra injusticia, que tenía los inconvenientes de la capitalista,
pero no sus ventajas. Al cabo de un cierto tiempo, y a la vista del poco
boyante desarrollo del periódico –ya se sabe que las desgracias tienen una
poderosa tendencia a juntarse–, algunos no‑cooperativistas empezaron a
reclamar, y lo hicieron de modo cada vez más intempestivo. Hubo intentos de
convencerles de que la elección que se les presentaba no era ganar 80.000 o
125.000 pesetas, sino cobrar eso o que todo el tinglado se fuera al garete.
Pero ya estaban tan encantados de hacer sindicalismo reivindicativo contra una
pandilla de rojos –alguno de ellos no caracterizados por la cortesía de sus
modales, todo sea dicho– que prefirieron arriesgarse a hundir el invento. Un
invento que, de todos modos, ya se encargaba muy bien de hundirse solo, sin
necesidad de ayuda.
El asambleísmo es otro supuesto totalmente erróneo para el
funcionamiento interno de un diario. Por supuesto que no tengo nada en contra
de que se celebren asambleas de todos los trabajadores cada tanto para examinar
la marcha general de las cosas y los problemas que cada cual desee exponer a la
consideración general. Lo que no es aceptable es que el asambleísmo interfiera
en el funcionamiento cotidiano. Un diario es una empresa extremadamente compleja
y difícil, doble o triplemente cuando se hace con enorme escasez de medios. Su
principio supremo sólo puede ser uno: el periódico tiene que salir todos los
días a su hora. Para atender esa urgencia hace falta contar con una estructura
de mando clara y terminante. Es necesario saber quién está encargado de cada
cosa, quién decide cómo se hace y quién la hace. Todo puede discutirse, pero no
es posible dedicar a las discusiones sino un tiempo limitado, pasado el cual
tiene que estar claro quién toma la responsabilidad de lo que se pone en
práctica. Dicho abreviadamente: tiene que estar claro quién manda. Si manda
mal, se le critica al día siguiente. Y si insiste en mandar mal, se le
reemplaza y se pone a otra persona en su lugar. Pero no es aceptable convocar una
asamblea para discutir un título de portada, porque mientras se discute no se
hace, y lo importante, llegada cierta hora, es que se haga. En Liberación
había un verdadero vicio por las asambleas. Había demasiada gente a la que le
encantaba discutir. Mucho más que trabajar.
Recuerdo que cuando, después de semanas de trabajo agotador, de
discusiones interminables y de tensión emocional supina, por fin cerró sus
puertas el diario, dije a todo aquel que quiso oírme cuál era la primera y
principal experiencia que había sacado de lo ocurrido: ««Si alguna vez vuelvo
a contribuir a la salida de un diario, exigiré que haya un patrón canalla y explotador,
de esos que te obligan a ir a Magistratura para lograr tus derechos. Si el
diario ha de ser de izquierdas, que se note en lo que aparece publicado; no en
su funcionamiento interno. Por dentro no quiero ver más experiencias
alternativas. Prefiero que parezca un diario como cualquier otro.»
Exageraba un poco, por supuesto. Pero muy poco.
Si la administración interna de Liberación estaba abocada al
desastre por su propia concepción –e, insisto, más allá de la mayor o menor
competencia profesional de quienes la asumieron–, los otros aspectos que
integraban la estructura empresarial del diario no resultaron más lúcidos.
El Departamento de publicidad fue desastroso. Admito que no tenía que
ser fácil lograr publicidad para un diario que, amén de mostrar una persistente
tendencia a hacer agitación anticapitalista, se vendía poco y entre sectores
sociales de poder adquisitivo limitado. Pero el hecho es que los ingresos por
publicidad –vitales para la supervivencia de un diario, que vende un producto
que normalmente cuesta más de lo que se cobra por él en el kiosco– fueron
desesperantemente escasos.
Además, Liberación carecía de rotativa propia, como es lógico,
habida cuenta del escaso capital con que contaba. Alquiló al principio los
servicios de una imprenta que más que una rotativa parecía aportar una
maldición: no sólo sus propietarios imponían unos horarios de tirada muy
limitados, lo que obligaba a cerrar las ediciones a horas totalmente
inconvenientes, sino que, por si lo anterior fuera poco, la máquina imprimía
fatal, de modo que por la mañana era difícil saber si uno tenía en sus manos un
periódico o un chipirón de papel. En muchas páginas, la rotativa ponía tanto
afán en ennegrecer las fotografías, hasta lograr que no se viera qué había en
ellas, que luego ya no le quedaba tinta para los textos, que aparecían
desvaídos hasta lo ilegible. El efecto era, en conjunto, totalmente deprimente.
Luego se cambió de rotativa, pero ya muchos lectores se habían cansado de no
poder ejercer de tales y la imagen del periódico se había deteriorado mucho.
Los problemas de producción pueden considerarse particularmente sintomáticos
del mal del voluntarismo del que adoleció todo el proyecto. Porque en ese
terreno las cosas salieron mal incluso a pesar de contar a su frente con una
persona –el director técnico, Eloy Casanova– que era, y supongo seguirá siendo,
de un nivel de competencia sólo superable por el de su entrega al trabajo, casi
apocalíptica. Sencillamente, con aquellos medios, ni siquiera él podía hacerlo
bien.
En fin, la distribución, tal vez para no desentonar, fue también muy
deficiente. A algunas localidades el periódico llegaba sólo de vez en cuando; a
otras, más afortunadas, se limitaba a llegar a horas desastrosas para la venta.
En esas condiciones, tratar de controlar cuánto y dónde se vendía era un lujo
imposible. Habría requerido medios de los que carecíamos.
Si desde el punto de vista empresarial Liberación fue una
experiencia radicalmente fallida, también desde el ángulo político e ideológico
merece una reflexión crítica.
Su fallo primero y más importante hay que situarlo en su propia
definición de principios. Liberación se presentaba como un diario «de
izquierdas». Personalmente, creo que fue entonces cuando empecé a darme cuenta
que declararse «de izquierdas» significa bastante poco. (Recomiendo a este
respecto la lectura Dos apuntes
contra la izquierda progresista, escritos como artículos de prensa,
retomados en mi libro Jamaica o Muerte
y reproducidos en mi página web. En ellos me extiendo sobre en este
particular).
Liberación presentaba –lo compruebo
releyendo la colección– muchos rasgos característicos de aquello que suele
identificarse con la izquierda. Publicaba artículos obreristas,
internacionalistas, ecologistas, feministas, anticlericales... El problema
reside en la coherencia entre ellos. Y en los que no lo eran. En Liberación
se juntaron personas procedentes de diferentes tradiciones vinculadas a eso que
genéricamente suele llamarse «la izquierda». Había bastantes cooperativistas
que participaban de un tronco común anarco‑sindicalista, aunque
presentaran notables matices distintivos, fruto a menudo de sus diferentes
caracteres personales. Otros éramos de querencia/herencia marxista, lo cual no
quiere decir que coincidiéramos demasiado; otros eran semi‑socialdemócratas,
o socialdemócratas de pura cepa, lo supieran o no; los había que preferían no
etiquetarse pero eran etiquetados a pesar suyo, en tanto otros se empeñaban en
etiquetarse cuando eran en realidad inetiquetables...
El resultado es que cada cual era de su padre y de su madre, y la base
común «de izquierda» daba para muy poco. Recuerdo que en aquella época yo
estaba particularmente sensibilizado con los planteamientos del ecologismo y el
feminismo, razón por la cual daba sistemáticamente la murga con cuanto tuviera
que ver con ello. Un día sí y otro también insistía en que habláramos de la
campaña a favor del aborto libre y gratuito, de la lucha contra la pesca de
ballenas, de las denuncias dirigidas contra la industria nuclear y demás
asuntos conexos. Pues bien: me tocó llevarme varios chorreos de mucho cuidado
procedentes de quienes consideraban que «la izquierda no debía interesarse por
esas mariconadas; que lo suyo era la cosa sindical, recia y viril, o la
solidaridad con la URSS. Ocasionalmente podían hacer frente común con la rama
socialdemócrata o con la «moderna», que entendían que esas cosas estaban bien,
pero que no había que extremarlas.
Políticamente la cosa no estaba tampoco nada clara. (Era Liberación
un diario anti‑gubernamental? Tiende a responderse que sí, como si se
tratara de una evidencia. Sin embargo, un repaso a la colección –y el recuerdo
de la vida en la Redacción– obligan a matizar bastante ese juicio.
En el momento de salir a la calle el diario, el PSOE estaba a punto de
cumplir su segundo año de mandato. Para esas alturas, estaba ya claro qué clase
de política era la suya: la mal llamada reconversión» (o sea, el
desmantelamiento) industrial estaba en pleno apogeo, el GAL llevaba más de un
año de actividad, el ministro Barrionuevo preparaba la Ley Antiterrorista,
había saltado el escándalo Flick, González no ocultaba que pensaba mantener al
Estado español dentro de la OTAN... Pese a lo cual, una parte sustancial de los
miembros de Liberación seguía defendiendo que había que apoyar al PSOE
contra «la derecha» y que había que sostener al «ala izquierda» del Gobierno.
Recuerdo que un artículo mío contra el ministro de Exteriores –a la sazón
Fernando Morán– provocó malestar interno. Simultáneamente, en coincidencia con
el segundo aniversario del acceso de González a La Moncloa, se publicaba un
largo artículo en el que se defendía la tesis de que el PSOE estaba cometiendo
«errores» pero que, comparado con la UCD, lo suyo no tenía ni color, y se ponía
a caldo a los diarios que se mostraban más severos con el felipismo.
Las contradicciones internas no sólo se manifestaban a la hora de
tomar posición con respecto al Gobierno. Las había también, y de peso, sobre
algunas grandes cuestiones internacionales, y sobre los nacionalismos
interiores, particularmente el vasco, y a la hora de definir nuestra actitud
hacia lo que entonces se llamaban «nuevos movimientos sociales», y con respecto
a las diferentes organizaciones sindicales... En no pocos de estos asuntos, la
cuestión no es que hubiera diferentes posiciones: es que había auténticas
banderías, algunas de ellas teñidas con los tonos sectarios a los que tan
aficionada ha sido siempre la izquierda española.
Tiendo a pensar que Liberación era una empresa imposible
también desde el punto de vista ideológico y político. En pocos meses se logró
que hubiera ya una parte de la Redacción que no se hablaba con la otra más que
en lo imprescindible para el trabajo, salvando las alegres lindezas que se
soltaban mutuamente en las asambleas. Por supuesto que las dificultades económicas
potenciaban los desacuerdos ideológicos y políticos –ya se sabe que cuando el
hambre entra por la puerta el amor salta por la ventana–, pero creo que las
divergencias ideológicas y políticas tenían suficiente peso específico como
para hacer imposible que sus sustentadores siguieran navegando en el mismo
barco por mucho tiempo. Tanto más cuanto que algunas personas clave completaban
la ensalada con notables dificultades de carácter, mucho más propicias al
enconamiento que a la conciliación.
Quisiera decir algo también sobre Liberación como producto
periodístico.
En su corta existencia, Liberación fue un diario muy irregular.
Tenía aspectos relativamente sólidos, junto a otros francamente endebles.
Repasando ahora la colección, me sorprende la solidez relativa de su
sección de Internacional: contando con los escasísimos medios con los que
contaba, el equipo compuesto por Manolo Revuelta, Joaquín Francés y Ruth McKay
hizo un trabajo verdaderamente notable, que no fue suficientemente valorado en
su momento.
La sección Nuestro Tema del
Día, que dirigía aquella bellísima persona y excelente escritor que fue
Daniel Moyano, carecía a menudo de la vivacidad periodística que tenía y sigue
teniendo por lo común en su homónima francesa Libération, pero sacó algunos
reportajes cuya lectura aún hoy sigue siendo interesante.
La sección de Opinión contó con algunas firmas de primera línea pero,
en su conjunto, cuando la repaso ahora, me llama la atención lo escasamente
plural que fue. Reparo, sin ir más lejos, en el hecho de que la izquierda
tradicional y mayoritaria, vinculada al PCE y a CCOO, quedó casi totalmente
excluida de nuestras páginas –cosa que sintonizaba muy bien con las
preferencias políticas del responsable de la sección, Antonio Albiñana, y, todo
sea dicho, también con las mías, pero que no por ello era menos sectaria–. (En
la época me sorprendía la tirria que tenían a Liberación quienes
militaban en ese bando. Ahora me la explico perfectamente.)
A la sección de Cultura, que ocupaba un espacio muy amplio para las
pocas páginas que tenía el diario, le ocurría tres cuartos de lo mismo: las
filias y las fobias de su máximo responsable –que en este caso no conectaban
con las mías– la marcaban en exceso.
En Deportes, el pobre Vicente Vallés hizo lo que pudo, teniendo en
cuenta que aquél era un periódico en el que las historias deportivas nos las
traían al pairo a la mayoría.
La sección de Política, dirigida por Mercedes Arancibia, y lo mismo la
de Crónica –que encabezó en sus comienzos Rafael Gómez‑Parra, que heredé
yo en el último tramo del diario y que englobaba Sociedad, Economía, Laboral,
Sucesos y todo lo que le cayera encima– fue fundamentalmente ecléctica. Cada
noticia estaba orientada, en la práctica, según el criterio de quien la
firmaba, lo cual es indicativo del talante básicamente tolerante –y sé lo que
me digo– de Mercedes Arancibia y de Rafa Gómez‑Parra... y también de sus
dificultades para dar un mínimo de coherencia a equipos a la vez limitados y
heteróclitos. Ambas secciones hicieron algunas aportaciones informativas
válidas, pero en general bastante tuvieron con aguantar el tipo ante el
frenético trantrán de cada día. Hicieron lo que buenamente pudieron: nada,
desde luego, que les permitiera competir con los demás diarios editados en
Madrid.
Liberación levantó una arriesgada
bandera periodística: declaró no creer en el dogma que dicta que la información
y la opinión deben estar claramente diferenciados.
Los fundamentos teóricos de ese planteamiento me parecen
irreprochables. El modo en que se llevó a la práctica en Liberación, extremadamente
insatisfactorio. Por varios motivos.
El primero es que hay redactores cuya opinión carece de interés, por
lo cual lo mejor que pueden hacer es soltar los datos que tengan y acabar lo
antes posible.
El segundo es que la explicitación de las opiniones del informador,
amén de alargar el texto, puede provocar en quien lee la sensación de que le toman
por imbécil y que no le creen capaz de extraer sus propias conclusiones.
El tercero es que, así planteadas las cosas, se corre el peligro de
que el informador esté tan contento de que le dejen opinar que se le olvide
informar. Y esto último ocurrió muchas veces en Liberación. Muchas.
Leído ahora, compruebo que es llamativa la proporción de titulares que no se sabe
a qué se refieren, porque el periodista había decidido ocupar el espacio del
título para hacer una gracia. Otras veces uno se encuentra con noticias cuyo
texto no tiene ni siquiera en cuenta la necesidad de dejar claro lo más
elemental: qué, quién, cuándo, dónde, por qué. Hubo ejemplos espléndidos de
cómo es posible contar hechos de manera original y divertida –siempre recordaré
el suelto de Manolo Sanabria que relataba cómo se habían producido el mismo día
varios atracos a una misma sucursal bancaria de Vallecas cuyos protagonistas,
según decía Sanabria, «competían en la modalidad de parejas»–, pero también los
hubo muy frecuentes en los que quedaba mucho más clara la opinión del redactor
ante lo ocurrido que lo que propiamente había ocurrido. Y es que para saltar la
frontera entre la información y la opinión es necesario conocer previamente en
qué consiste lo uno y lo otro. Viene a ser como la abstracción en pintura:
conviene llegar a ella después de haber aprendido a pintar al modo tradicional.
Porque, si el periodismo carca es inaguantable, el mal periodismo no
es más soportable.
31‑XI‑1993
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